20: Lanzas al frente

20

Lanzas al frente

Danziger les hizo un gesto a sus hombres señalando la piedra conductora.

—Metedla en el ataúd y escondedla. Regresaremos a buscarla cuando se hayan marchado los demás. —Se volvió a mirar a Reiner, con una ancha sonrisa malévola—. Este placer me lo reservo para mí.

—Señor Danziger —dijo Manfred—, ¿qué significa esto?

Danziger se volvió bruscamente y vio a Manfred por primera vez.

—¡Conde Manfred! Os…, os creíamos muerto.

Por un momento, Reiner pensó que Danziger intentaría disimular sus anteriores palabras, pero luego una astuta sonrisa apareció en sus labios y se volvió a mirar hacia la entrada.

—¿Y por qué no deberíais estarlo? —Sus ojos fueron de Reiner a Manfred—. ¡Qué premio para Slaanesh! ¡Un conde del Imperio!

—Repugnante adorador del Caos —le espetó Manfred—. Al fin, reveláis quién sois. Arderéis por esto.

Danziger acercó la daga al pecho de Manfred y le cortó el botón superior del jubón mientras, detrás de él, sus hombres avanzaban torpemente hasta el ataúd con la piedra conductora.

—¿Y quién va a saber que he sido yo? Saldré corriendo y llorando, y diré que el elfo os ha asesinado, y…

—Lanzas preparadas —rugió una voz desde la puerta—. ¡Los de Talabheim, atacad!

Danziger y sus hombres giraron mientras manoteaban las espadas. La piedra conductora cayó y aplastó las piernas de dos hombres. De las sombras salió corriendo, no una compañía de lanceros, sino un solo hombre con la lanza dirigida hacia los enemigos. ¡Augustus!

El piquero pasó corriendo de largo ante Danziger y los confusos adoradores del Caos, directamente hacia Reiner. Por un momento, Reiner pensó con horror que Augustus iba a matarlo, pero luego vio la loca risa de sus ojos y se dio cuenta de que tenía intención de cortar las cuerdas para ponerlo en libertad.

—¡A mí no, tonto! —le gritó Reiner—. ¡A Jergen!

Augustus viró a la derecha y cortó las cuerdas de Jergen. La lanza era una herramienta inapropiada para esa finalidad, pero por suerte las cuerdas estaban podridas y la fuerza de Jergen era inmensa. Estiró con todas sus fuerzas las cuerdas parcialmente cortadas, que se partieron y quedaron colgando.

—¡Detrás! —gritó Reiner.

Augustus giró sobre sí mismo y ejecutó un barrido con la lanza como si fuera una espada, lo que hizo retroceder a los hombres de Danziger que habían corrido tras él.

Jergen sacó la daga y cortó las cuerdas que le rodeaban el pecho.

Augustus recibió un impacto de espada en el espaldar y se refugió detrás de la piedra de Jergen. Los adoradores del Caos lo siguieron.

—¡Imbéciles! —chilló Danziger—. ¡No matéis al que está libre! ¡Matad a los que están atados antes de que sean soltados!

Y transformando las palabras en acción, comenzó a avanzar otra vez hacia Manfred mientras sus hombres intentaban rodear a Augustus para llegar a los Corazones Negros que estaban atados. Por maltrecho que estuviera Manfred, aún le quedaban ánimos para luchar, y le dio a Danziger una patada en el estómago.

Danziger maldijo y lo esquivó por un lado con la intención de cortarle la garganta al conde desde detrás, pero llegó demasiado tarde. Jergen ya estaba libre y saltó hacia él con la espada desnuda. Danziger retrocedió, y Jergen cortó las ataduras de Manfred, para luego girar y hacer lo mismo con las de Reiner, antes de correr a defender a Pavel y Hals de los adoradores. Augustus se situó de un salto ante Dieter y Gert para mantener a distancia a otros dos.

Reiner avanzó con paso tambaleante y recuperó la espada con movimientos torpes de sus brazos entumecidos y débiles. Aún tenía la boca y la nariz llenas de sangre y le costaba respirar. A la derecha, Manfred forcejeaba con Danziger por la posesión de la daga. A la izquierda, dos adoradores del Caos se aproximaban a la piedra de Franka.

—¡No! —gritó Reiner.

Se lanzó hacia ellos, pero cuando se volvieron, descubrió que tenía poca fuerza para luchar. La ceremonia de Valaris lo había dejado tembloroso y dolorido. Logró parar la estocada del de la izquierda, pero el otro estuvo a punto de rebanarle una oreja.

En el resto de la estancia, sin embargo, se invertía la situación. Jergen había puesto en libertad a Hals y había matado a otro adorador, y Hals cortaba las cuerdas de Pavel. Ahora en poder de la daga de Danziger, Manfred caminaba en círculos ante el jefe del culto, que le lanzaba estocadas con la espada.

Reiner se limpió la nariz y salpicó de sangre los ojos del oponente de la izquierda, para luego hacer que el de la derecha retrocediera hacia Franka. Ella alzó un pie calzado con bota y le dio una patada en la espina dorsal. El hombre avanzó con un traspié y gritó antes de ensartarse en la espada extendida de Reiner, lo que dejó al capitán enfrentado con un solo contrincante.

Al ver que Jergen mataba a otro de sus hombres, Danziger decidió que ya era suficiente. Se apartó de Manfred de un salto.

—¡Retirada! —gritó—. Esto es una estupidez. ¡Ganaremos por otros medios!

Sus hombres se apartaron de la lucha y corrieron con él hacia la entrada. Hals y Pavel los persiguieron.

—¡No! ¡Reagrupaos! —gritó Reiner para hacerse oír por encima del estruendo de la batalla de fuera.

Pavel y Hals se detuvieron y regresaron, y luego ayudaron a Reiner a poner en libertad a Franka y los otros que quedaban atados, mientras Dieter degollaba a los hombres cuyas piernas había aplastado la piedra conductora.

—Gracias, muchacho —le dijo Reiner a Augustus—. No estaba seguro de que fuerais a volver.

El rostro de Augustus se ensombreció.

—He vuelto por la piedra.

—Podrías haberlo hecho sin cortarnos las cuerdas —dijo Hals—. Te estamos agradecidos.

Augustus bufó y le dirigió a Reiner una colérica mirada.

—No podía dejar que el capitán muriera. Le debo una patada en los huevos.

—Todos lo habéis hecho bien —dijo Manfred mientras se vendaban las heridas y recogían las armas—. Si sobrevivimos a esta aventura, seréis todos muy generosamente recompensados.

—Olvidad eso, caballerete —dijo Hals—. Simplemente, libertadnos como prometisteis. Es todo lo que pedimos.

Manfred sonrió.

—No debéis temer por eso. Y ahora, ¿estamos preparados?

Reiner frunció el entrecejo cuando los Corazones Negros echaron a andar detrás de Manfred. ¿Qué había querido decir, exactamente? También Gert parecía preguntárselo, porque clavaba una dura mirada en la espalda del conde.

Cegadores destellos de rayos azules y blancos iluminaban la entrada a través de la cual veían la batalla sólo como breves parpadeos que silueteaban cuerpos en movimiento y brillantes espadas. Los mutantes rodeaban a un cuadro de hombres en numerosa horda indisciplinada, y salían más de los túneles que desembocaban en la caverna.

En vanguardia, luchaban von Pfaltzen y los guardias de la condesa, cuyos uniformes de ante y color verde estaban salpicados de sangre y fluidos negros. Al otro lado de la batalla, Boellengen les gritaba órdenes a los pistoleros, que disparaban contra la hirviente masa. Los hombres de Scharnholt y los Portadores del Martillo de Totkrieg daban apoyo a los pistoleros y mataban a los mutantes que sobrevivían a los disparos. Un centenar de soldados de Talabheim, a las órdenes del señor comandante cazador Keinholtz, defendían el lado de la formación que miraba hacia la arcada, con los lanceros en primera línea y los arqueros disparando por encima de sus cabezas. Danziger, que había regresado al cuerpo principal de sus fuerzas, los alentaba desde la retaguardia con gritos, y agitaba la espada. Más cerca de la entrada principal, los espadones del señor Schott y los templarios de Raichskell hacían una carnicería entre los dementes. Estaban rojos hasta los codos, y los mutantes yacían en torno a ellos en montones que les llegaban a la cintura.

Pero aunque los mutantes morían en manadas y estaban pertrechados sólo con las más toscas corazas y armas, también luchaban con abandono suicida; se lanzaban hacia los hombres sin la más mínima consideración hacia su propia seguridad, y con su último aliento arrancaban más de una garganta y destripaban a más de un hombre. Se ensartaban ellos mismos en espadas y lanzas con el único objeto de arrastrarlos al suelo para que sus hermanos y hermanas pudieran echárseles encima y acabar con ellos.

En el centro de la lucha se encontraba la fuente de la cegadora luz. Como estrellas claras y oscuras que se movieran en círculos una frente a la otra en un arremolinado torbellino celestial, Teclis, con resplandeciente armadura, y Valaris, con el torso desnudo, se atacaban el uno al otro con hechizos y espadas. Las espadas resbalaban sobre las protecciones de ambos en medio de lluvias de chispas, y sus hechizos de ataque y respuesta se encontraban en el aire como olas que chocaran una contra otra. Ninguno lograba sacarle ventaja al otro. Parecía que el perdedor sería el primero que se cansara, y Teclis, aunque ya no estaba a las puertas de la muerte, parecía débil y exhausto.

A Reiner le sorprendió ver a Teclis sin sus guardias, pero luego los vio, tendidos a los pies de Valaris, con flechas negras clavadas en el pecho y el cuello.

—Mi señor —le dijo Reiner a Manfred—, los mutantes sólo luchan por orden del elfo oscuro. Una vez que haya muerto, perderán el valor.

Manfred asintió con la cabeza.

—En ese caso, ya sabéis cuál es vuestro deber, capitán. Matadlo. Me reuniré con Boellengen y dirigiré a sus hombres para que cubran vuestro ataque.

—Pero… pero, mi señor —dijo Reiner—, está protegido por magia oscura. No tenemos ni la más mínima esperanza…

—En ese caso, distraedlo para que Teclis lo pueda vencer.

Reiner saludó para no darle un puñetazo al conde.

—Sí, mi señor. Como ordenéis, mi señor. —Se volvió hacia los compañeros—. ¡Corazones Negros! ¡Lanzas al frente! ¡Adelante!

—Despreciable petimetre —gruñó Hals—. Quiere matarnos antes que tener que dejarnos libres.

Teclis y Valaris luchaban detrás de las líneas de mutantes, y los más grandes y monstruosos defendían al elfo oscuro de las lanzas de los guardias de Talabheim. La espalda de Valaris, sin embargo, estaba completamente desprotegida, y los Corazones Negros cargaron hacia él a través de un espacio despejado: Hals, Pavel y Augustus, en vanguardia; Reiner, Dieter y Jergen, en los flancos, y en retaguardia, Franka y Gert, que cargaban flechas en el arco y la ballesta, respectivamente. Darius caminaba dando traspiés tras ellos, gimoteando como de costumbre.

Jergen, Reiner, Dieter y los lanceros acometieron al mismo tiempo la espalda desnuda de Valaris. Estallaron chispas cegadoras y las armas rebotaron como si hubieran golpeado granito. A Reiner le escocía la mano como si hubiera cogido un arbusto espinoso.

Valaris echó una breve mirada atrás, y en ese breve segundo, Teclis saltó adelante y lo vapuleó con una andanada de hechizos y golpes de espada. El elfo oscuro se volvió hacia él para parar los golpes, mientras murmuraba enloquecidamente para protegerse. Al fin, se recuperó, y la lucha continuó como antes.

—¡Otra vez! —gritó Reiner.

Los Corazones Negros volvieron a acometer a Valaris, pero esa vez su atención no se desvió de Teclis. En cambio, cinco de los corpulentos mutantes, cada uno más alto que Augustus y más ancho que Jergen, se apartaron como autómatas de la línea de batalla y los atacaron con enormes barrotes, zarpas y espadones herrumbrosos.

Pavel y Hals le plantaron cara a un ser gigantesco que tenía una cabeza parecida a un cráneo de caballo y huesos que le atravesaban la piel para formar un enrejado de aristas acorazadas, y se pusieron a esquivar los puños como martillos del mutante. Jergen se enfrentó con una bestia roja con pelo lanoso que tenía cuatro brazos y empuñaba cuatro espadas. Augustus clavó la lanza en un obeso ser pastoso. La lanza se atascó como metida en pegamento, y el monstruo atacó con las zarpas al lancero que intentaba arrancarle el arma. Dieter le lanzó un tajo a una flor ambulante. Tenía largas piernas e inútiles brazos atrofiados que le colgaban a los lados, pero estaba dotada de una cabeza parecida a una anémona marina con largos tentáculos correosos y un peligroso pico en el centro. Gert y Franka se mantuvieron a distancia y rociaron a los mutantes con flechas y saetas.

Reiner le asestaba tajos a un ser ancho, de piel correosa, con una boca que le dividía la cabeza de calabaza de oreja a oreja y se reía de sus ataques. Una de las flechas de Franka le rebotó inofensivamente sobre la gruesa piel. Reiner maldijo mientras se agachaba para evitar las zarpas del monstruo. Si los Corazones Negros podían llegar una vez más hasta Valaris, tal vez sería suficiente. Había quedado demostrado que una simple distracción podría significar la perdición del elfo oscuro, pero ¿tendrían esa oportunidad? Teclis estaba más débil que antes. Se había empleado demasiado a fondo en el último ataque con la esperanza de acabar con la lucha, y comenzaba a flaquear. Valaris lo percibió y redobló los ataques, con los ojos brillantes. El cristal que llevaba colgado del cuello brillaba como una estrella. Al otro lado de la línea de los de Talabheim, Reiner vio a Manfred, que dirigía a Boellengen y Schott hacia ellos. Sin duda, llegarían demasiado tarde.

Reiner parpadeó. El cristal. ¡El cristal!

—¡Reiner! ¡Cuidado! —chilló Franka.

Reiner retrocedió, y unas zarpas con piel correosa le arañaron un hombro y lo derribaron al suelo. El monstruo alzó los brazos, rugiendo, y luego retrocedió dando traspiés y gritando, con una flecha asomando por el paladar. Pavel y Hals lo hirieron simultáneamente, y cayó, sangrando. El de cabeza de caballo yacía, muerto, detrás de ellos, con sangrantes heridas de lanza entre las costillas externas.

—Gracias, muchachos —dijo Reiner mientras se levantaba.

El capitán tenía el hombro desgarrado y sangrante, pero no podía apartar los ojos de Valaris. El cristal debía contribuir a absorber los ataques mágicos de Teclis. Si Reiner pudiera quitárselo… Pero era imposible. Si una espada no podía atravesar las defensas del asesino, ¿cómo iba a hacerlo una mano?

Entonces, reparó en algo curioso. Cuando Jergen hizo retroceder al monstruo de cuatro brazos, éste entró en el círculo protector de Valaris y no fue rechazado, aunque sí rebotaban en él las salvajes acometidas de sus cuatro espadas.

Augustus, Hals y Dieter mataron al pegajoso mutante obeso. Hals y Augustus lo mantuvieron a distancia con las lanzas, mientras Dieter le clavaba el cuchillo debajo de una oreja. Pero tuvieron que abandonar las armas, porque no lograron arrancárselas. Encontraron recambios pésimos entre los mutantes muertos, y fueron a ayudar a los demás. Gert le clavó una saeta en el corazón a la flor ambulante, que murió agitando los tentáculos con violentos espasmos. Jergen le cortó las piernas al de cuatro brazos, y lo clavó al suelo cuando cayó de cara.

—¡Todos contra Valaris! —dijo Reiner—. Y no deis importancia a que no podéis herirlo.

Los Corazones Negros acometieron la espalda y los flancos del elfo oscuro, aunque todos los golpes resonaban en el aire rielante antes de tocarlo.

—¡Retroceded! —gritó Teclis, enfadado, antes de reanudar sus murmullos.

—¡No! ¡Continuad! —dijo Reiner, que se situó detrás del elfo oscuro mientras rezaba para que los otros lo mantuvieran entretenido.

Reiner extendió una mano. Le pareció que la metía dentro de un viento caliente. El aire relumbraba alrededor de sus dedos. Se movió con mayor lentitud y el viento disminuyó, pero al avanzar más sintió un cosquilleo en la mano, y luego un intenso dolor. Era como meterla en agua hirviendo. Esperaba que se le levantaran ampollas, pero la mano no cambió de aspecto.

El dolor hizo que intentara penetrar con más fuerza, y perdió más de siete centímetros cuando la barrera le empujó la mano hacia atrás. Se obligó a avanzar muy poco a poco, aunque temblaba de dolor y el sudor se le metía en los ojos. Otro par de centímetros. Tenía que desplazarse a medida que Valaris y Teclis se movían en círculo, y los Corazones Negros continuaban con sus fútiles ataques. Otro par de centímetros. Casi podía tocar un hombro del elfo oscuro. Le parecía que tenía el brazo en llamas hasta el hombro. El dolor le causaba mareo. Le temblaban las rodillas. Otro par de centímetros. Sus dedos ascendieron hacia la cadena de plata. Ahora su cara estaba metida dentro de la esfera. Tenía la sensación de que se le caía la piel de las mejillas. Los dedos de Reiner se cerraron en torno a la cadena de plata. Se lanzó hacia adelante y fue violentamente repelido por la barrera. La cadena se rompió y voló con él. Cayó hecho un guiñapo, a tres metros de distancia, presa de espasmos y mareado.

—¡No! —gritó Valaris, y giró sobre sí mismo—. ¿Qué habéis…?

Los ojos de Teclis destellaron, y empujó el aire con las palmas de las manos hacia el elfo oscuro. Él aire que rodeaba a Valaris se deformó, y el pecho del elfo oscuro se hundió cuando se le partieron las costillas y le atravesaron la blanca piel. El aire le salió con un siseo por la boca floja. Se desplomó en el suelo, muerto y con los ojos desorbitados, y la sangre comenzó a formar un charco a su alrededor.

Teclis también cayó al suelo, exhausto, y los Corazones Negros formaron un círculo protector en torno a él. No había ninguna necesidad. Con la muerte de Valaris, la furia de los mutantes se disipó y huyeron de las compañías reunidas.

Teclis alzó la mirada hacia Reiner, respirando agitadamente.

—Os lo agradezco. —Sacó un frasco del bolsillo del cinturón y bebió todo su contenido. Cerró los ojos al recorrerlo un estremecimiento, y luego se recuperó un poco—. Y ahora, ¿dónde está la piedra?

Al otro lado de la cámara, en medio de los cansados soldados, Manfred alzó una espada ensangrentada.

—¡Bien hecho, hombres deTalabheim! ¡Bien hecho, hombres de Reikland! —gritó—. Pero hay más trabajo por hacer. —Se volvió hacia Danziger—. Tenemos traidores en nuestro…

—¡Seguidores de Tzeentch! —lo interrumpió Scharnholt—. ¡Matad a los infieles! ¡La piedra será nuestra! —Se volvió hacia von Pfaltzen, que se encontraba junto a él, y lo degolló de oreja a oreja.