19
Hay sangre que derramar
El sargento abrió las manos ante sí.
—Señor, yo ya he mirado dentro. Doy fe del contenido. No sería prudente…
—Abridlo.
A Reiner le temblaban las manos mientras levantaba la tapa. Las moscas salieron zumbando de dentro. Allí era donde moriría. No había escapatoria. ¡Maldito Ranald! El viejo embaucador había vuelto a abandonarlos. Reiner alzó la antorcha en alto de modo que la tapa proyectara sombra sobre el interior del ataúd, y bajó la cabeza. Von Pfaltzen hizo una mueca y se cubrió la nariz y la boca, pero continuó avanzando sin apartar los ojos del interior del ataúd. La luz de la antorcha brillaba sobre el pringoso brazo.
—¿Lo veis, capitán? —dijo el sargento.
von Pfaltzen no le hizo el menor caso y metió la espada dentro del ataúd. Reiner gimió. Se había acabado. Estaban muertos. Los cortarían en pedazos. Von Pfaltzen pinchó las mantas. Reiner esperaba oír un tañido duro cuando la hoja tocara la piedra, pero la punta se hundió como si fuera una almohada. Reiner estuvo a punto de soltar una exclamación.
Se alegró de tener la capucha bien echada sobre la cabeza, porque estaba tan boquiabierto como un campesino que presenciara un espectáculo de magia. Oyó que Darius gimoteaba de alivio. Von Pfaltzen volvió a pinchar, luego, tosió y retrocedió.
—Dejadlos salir —dijo, agitando una mano hacia el capitán de la puerta—. No pueden quedarse aquí.
El capitán asintió, aliviado, y les hizo una señal a sus hombres para que se apartaran y dejaran pasar a los Corazones Negros. Reiner encabezó la marcha, aturdido. Estaba desconcertado. ¿Qué había sucedido? ¿Acaso Ranald había hecho un milagro, después de todo? ¿La piedra se había ablandado? ¿Acaso un hechicero oculto había hecho que von Pfaltzen viera lo que Reiner quería que viera?
A Reiner no le gustaba que las cosas quedaran sin explicación, y estaba casi tan asustado como agradecido por haber escapado.
Cuando se encontraron fuera del alcance auditivo de la puerta, todos suspiraron y maldijeron.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Hals—. Deberíamos estar muertos.
—Fue un milagro —añadió Pavel.
—Brujería —intervino Gert—. ¿Lanzaste tú un hechizo, brujo?
—No soy brujo —insistió Darius.
—Fue una merced de Sigmar —dijo Pavel.
—O de Ranald —añadió Reiner.
—Sólo espero que la porquería no los haya dañado —murmuró Dieter.
—¿Dañado qué? —preguntó Reiner.
Dieter no respondió. Reiner miró atrás y vio que estaban fuera de la vista de la puerta. Justo delante había una calle secundaria.
—Meteos allí —dijo—. Y dejadlo en el suelo.
Los Corazones Negros giraron en la esquina y dejaron el ataúd con gemidos de alivio.
—Ni se os ocurra que los voy a compartir —dijo Dieter—. Los robé yo sólo.
Reiner abrió el ataúd y apartó la manta que había pinchado von Pfaltzen. Junto a la piedra había rollos de lienzo. Reiner los sacó.
—¡Cuidado, cuidado! —dijo Dieter con tono cortante.
Reiner desenrolló los lienzos y se encontró con que eran cuatro cuadros de maestros famosos. Habían sido cortados de marcos que habían estado apilados dentro de la cámara del tesoro.
—¡Fíjate! El maldito petimetre los ha estropeado con tanto pinchazo. Eran una fortuna, eso eran. ¡Ahora no valen nada!
—Nos han salvado la vida —dijo Darius—. No digáis que eso no vale nada.
Dieter bufó.
Reiner volvió a enrollar los cuadros y a meterlos debajo de la manta.
—Bueno —dijo—, una puerta más y seremos libres. En marcha.
Los Corazones Negros atravesaron la puerta del barrio de la Gran Mansión sin dificultad ninguna, y se encaminaron hacia las cloacas y, luego, hacia las catacumbas de debajo de éstas. Fue un recorrido lento y silencioso; lento porque Reiner quería darle a Augustus todo el tiempo posible para que acudiera a las autoridades, y silencioso porque, salvo por las discusiones que de vez en cuando surgían respecto a cuál era la dirección correcta, él prefería no hablar por temor a decir algo que pudiera dejar al descubierto el ardid.
Daba la impresión de que los otros pensaban lo mismo. Franka caminaba a tropezones como una sonámbula, con los ojos inexpresivos fijos al frente. A Reiner le partía el corazón verla de ese modo. Lo que más quería era ponerla al corriente del truco, pero no podía. Su mayor temor era que ella huyera, pero parecía demasiado aturdida. El segundo mayor temor de Reiner —después de haber girado varias veces en el sitio incorrecto y haber tenido que volver sobre sus pasos— era que Augustus tampoco recordara el camino e hiciera dar vueltas en círculos a los rescatadores, mientras el elfo oscuro destruía la piedra.
Al fin, llegaron a la enorme cueva destellante, con el puente que atravesaba la falla, a un lado, y la ciclópea arcada, al otro. Los mutantes salieron de las chozas y los rodearon; eran aún más deformes que antes. Los transportaron, como un mar lleva una botella, al interior de la cámara, donde estaban las celdas y el círculo de piedra.
Valaris los estaba esperando. En los días transcurridos desde que se habían marchado, se había construido un hogar. Hermosas mesas y sillas, aunque desparejas, jarrones y tapices —todo saqueado por sus deformes esclavos—, estaban dispuestos contra una pared. Incluso había logrado encontrar una magnífica cama con baldaquín en la que dormir.
A la derecha de este espacio había un regio trono de roble, y de él se levantó para recibirlos; una sonrisa torcida le tensó los labios cuando dejaron el ataúd en el suelo.
—Amigos míos —dijo—, vuestras aventuras me han proporcionado más diversión que un año de juegos de sangre. Y si el éxito de vuestra empresa no hubiera significado tanto para mí, y si no me hubiera enfadado la noticia de que no logré matar a Teclis, habría reído aún más.
Miró a Reiner con algo parecido al cariño.
—Vos, en particular, capitán, os contorsionasteis mucho más bellamente que una serpiente ensartada por una lanza. ¡Cuántas veces os di por perdido, y cuántas estuve a un tris de permitir que vuestro señor os matara antes de matarlo a él, pero de repente os inventabais una salida a partir de la nada, y yo cedía para ver qué nueva comedia me teníais reservada! —rió entre dientes—. Nunca he visto a un hombre más desgarrado entre obedecer a su conciencia o salvar su propio pellejo. Porque aunque vos afirméis lo contrario, yo sé que no sois del todo el canalla que fingís ser, y vuestra lucha interior resultó tan entretenida como vuestras luchas con los imperiales. Por suerte, vuestra venalidad se impuso al final, como sabía que ocurriría, y se me ofreció el elevado drama y mala comedia que fue el asesinato de vuestro camarada. Hermoso. Casi desearía… —Los miró pensativamente, y luego se encogió de hombros—. Pero, no, es imposible. Khaine necesita sangre pura y fuerte para desbaratar la piedra conductora.
—¿Khaine necesita… sangre? —preguntó Reiner, cuya fugaz sensación de triunfo por saber que había engañado al elfo murió al darse cuenta de que también a él lo habían engañado—. ¿Nuestra sangre?
—Sí —dijo Valaris—. Los mutantes están demasiado enfermos. Su sangre sería un insulto.
—Pero, señor Valaris —dijo Reiner, aunque sabía que era inútil—, nos prometisteis la vida. Prometisteis que nos marcharíamos en libertad con el conde Manfred si os procurábamos la piedra. Es la única razón por la que consentimos hacerlo.
—Naturalmente que lo prometí —replicó Valaris, que volvió a encogerse de hombros—. ¿Os preocuparíais vos por una promesa hecha a un perro, por inteligente que demostrara ser? —Les hizo un gesto a los esclavos—. Sacad al prisionero y atadlos a todos a las piedras. Comenzaremos de inmediato.
—Embaucador —gruñó Hals—. ¡Estafador de lengua retorcida!
—¡Cobarde! —gritó Pavel—. Decidles a vuestras sucias mascotas que se aparten y enfrentaos a mí espada contra lanza.
—Pero, señor —insistió Reiner, desesperado—, nuestra sangre también está contaminada. ¿Aceptará Khaine una sangre envenenada?
Valaris sonrió.
—Las víctimas de sacrificio de Khaine mueren a menudo por envenenamiento.
Sacaron de una celda a Manfred, que parpadeaba. Estaba demacrado y tenía un aspecto espantoso; el pelo y la barba se veían enredados, y las ropas, arrugadas y mugrientas.
Su expresión de desdicha cambió a una de júbilo al ver a Reiner.
—¡Por Sigmar! —dijo, asombrado—. ¿Lo habéis hecho? ¿Por fin me habéis libertado?
Reiner rió mientras los mutantes arrastraban a los Corazones Negros hasta las altas piedras de basalto.
—No, mi señor. Vos nos habéis condenado. El elfo no hace honor a la palabra dada. —Quiso añadir: «a menos que Augustus traiga a nuestros rescatadores», pero ni siquiera ahora se atrevía a hablar por temor a poner sobre aviso al elfo oscuro.
—¡¿Qué?! —gritó Manfred, y miró a Valaris—. ¡Tortuoso embustero! ¡¿Cómo os atrevéis?! ¡Soy un conde del Imperio!
Valaris dirigía a los esclavos que estaban sacando la piedra del ataúd y no le hizo el menor caso.
—Vamos, mi señor —dijo Reiner—, precisamente vos no deberíais sorprenderos ante la traición.
Los mutantes comenzaron a atar a los Corazones Negros fuertemente, aunque de modo inexperto. Les pasaron cuerdas mugrientas en torno al pecho y la cintura, y les inmovilizaron las manos a los lados. A Manfred lo ataron a la piedra situada a la derecha de Reiner, y a Franka, a la de la izquierda.
—Franka —susurró Reiner, pero ella continuaba con la mirada fija hacia adelante.
Cuando los esclavos colocaron la piedra conductora en posición erecta sobre el altar central y retrocedieron hasta los muros de la cámara, Valaris sacó la daga y se acercó a Reiner. Este se tensó, convencido de que había llegado su fin, pero en lugar de clavarle la daga en el pecho, Valaris lo cogió por la muñeca y le abrió un tajo para extraer la esquirla de cristal, que arrojó con descuido al suelo. Ai cabo de un instante, el susurrante zumbido de la piedra de disformidad inundó otra vez la mente de Reiner.
El elfo oscuro recorrió el círculo para extraerles los cristales a todos. Cuando acabó, se desnudó de cintura para arriba y dejó a la vista un torso blanco como el de un muerto, con músculos como finas cuerdas; un cristal azul —madre de las esquirlas— pendía de una cadena alrededor del cuello. Comenzó a salmodiar con voz ronca y sibilante, mientras se hacía tajos en siete puntos del pecho que estaban bien cubiertos de tejido cicatricial. Tocó cada herida con un dedo y se dibujó extraños símbolos con sangre en el pecho y los brazos.
Al trazar el último símbolo, la salmodia de Valaris se transformó en una canción, aguda, hermosa y aterradora. Se puso a danzar sinuosamente en torno a la piedra conductora, y con cada movimiento Reiner se sintió como si le desplazaran toda la sangre hacia la parte frontal del cuerpo. El pulso le palpitaba con fuerza detrás de los ojos y en los oídos. El corazón le latía como si hubiera corrido una carrera de quince kilómetros. Le palpitaban los dedos de manos y pies.
La canción se hacía más violenta, al igual que los movimientos de Valaris, y la presión aumentaba inexorablemente. Dieter y Gert gritaron. Darius vomitó. En el pecho y la espalda de Valaris aparecieron salpicaduras de sangre que ocultaron parcialmente los símbolos. Al principio, Reiner pensó que las salpicaduras procedían de las siete heridas del elfo, pero al bajar los ojos hacia su propio cuerpo vio que la sangre del corte que tenía en la muñeca no caía al suelo, sino que salía disparada hacia Valaris. La sangre volaba desde todos los Corazones Negros hacia el elfo oscuro, como si éste se hubiera convertido en el centro de gravedad.
La gravedad aumentaba. Todo el cuerpo de Reiner era atraído hacia adelante. Las cuerdas se le hundían cruelmente en la carne. Tenía la sensación de que el corazón le saltaría fuera del pecho, y con un estremecimiento se dio cuenta de que eso era exactamente lo que tenía que suceder: un estallido coronario multiplicado por diez que bañaría a Valaris con su sangre y le otorgaría el poder para partir la piedra conductora. De repente, Reiner supo que iba a morir. Augustus no llegaría a tiempo. Ése era el fin.
Volvió la cabeza hacia Manfred.
—¡Manfred! Por compasión, ¿quién era el espía?
Pero Manfred había perdido el sentido y su cabeza colgaba hacia adelante.
Reiner se volvió hacia Franka.
—¡Franka!
Ella alzó la mirada. De la boca le manaba saliva roja y tenía las escleróticas inundadas de sangre.
—¡Franka! —gritó—. ¡Te lo imploro, amada mía, antes de que muramos! ¡Perdóname! ¡Di que me perdonas!
La cara de Franka se contrajo con una mueca de asco.
—¿Antes de que muramos? —preguntó con voz estrangulada—. Yo ya estoy muerta. Me mataste tú cuando mataste a Augustus.
—¡No, escucha!
Abrió la boca para contarle la verdad, pero, con un tirón, la presión aumentó violentamente. La sangre manó por la nariz y la boca para salpicar el torso de Valaris. No podía respirar. No podía hablar. El dolor era increíble, pero la agonía de su mente era aún mayor. Tenía ganas de llorar. No era justo. ¿Cómo podía morir cuando Franka pensaba que era un asesino de sangre fría?
Su cabeza se inundó de gritos y chillidos. Al principio, pensó que eran los otros que morían, o los dementes susurros de su cabeza que lo llamaban, pero luego oyó el tintineo del acero por encima de los gritos. ¿Valaris estaba golpeando la piedra conductora con el cuchillo?
Se obligó a abrir los ojos. Valaris estaba mirando por encima de un hombro. El rugido de la mente de Reiner cesó.
Cuando Valaris abandonó completamente el ritual, Reiner y los otros se desplomaron, laxos, sujetos por las cuerdas, temblorosos. Los pulmones se les llenaron de aire. Ahora Reiner oía mejor: el clamor y el estruendo de la batalla. Los mutantes corrían al interior de la enorme caverna, agitando las improvisadas armas.
Valaris se quedó mirándolos, y luego volvió los ardientes ojos hacia Reiner, con el cuchillo en alto.
—¡Vos…, vos me habéis engañado!
Reiner se encogió y se luchó contra las cuerdas, pero el elfo oscuro se detuvo, echó atrás la daga y alzó la cabeza como un lobo que olfateara sangre en el viento.
—¡Teclis! —En su rostro apareció una sonrisa impúdica—. Me habéis traído a mi presa, capitán. Por eso, moriréis correctamente.
Fue hasta su extraño dormitorio para coger la espada y el arco, y luego llamó a los pocos mutantes que quedaban en la cámara.
—Venid, esclavos. ¡Hay sangre que derramar! —Encabezó la marcha, a grandes zancadas, hacia la caverna grande.
Hals soltó una risa cansada. Le salían hilos de sangre de los ojos, la nariz y la boca.
—Así que Augustus halló el camino, por fin.
—Y no antes de tiempo —añadió Pavel, que escupió saliva roja.
—¿Au…, Augustus? —preguntó Franka, que alzó la cabeza con los ojos muy abiertos.
Reiner tosió y escupió sangre.
—Fue una treta. Dieter sólo hizo como que lo mataba. —Tragó—. No podía contártelo sin que se enterara Valaris. Lo siento.
Franka lo miró, boquiabierta, y luego apartó los ojos con un sollozo e intentó ocultar la cara en un hombro.
—¿Queréis decir… —dijo Manfred, aturdido—, queréis decir que estamos salvados?
—Si Augustus ha traído suficientes soldados —replicó Reiner.
En ese momento, Danziger atravesó la arcada con sus hombres. Sonrió al ver la situación en que se encontraban los Corazones Negros.
—¡Qué conveniente! —dijo—. Nos libraremos de vuestros entrometimientos de una vez y para siempre.