18
Luchamos en el bando equivocado
Reiner gritó y saltó hacia un lado, y luego se lanzó cuan largo era al suelo mientras la lanza de Augustus y las espadas de dos guardias pasaban por encima de él. Rodó para apartarse, lanzando tajos enloquecidamente. En torno a él, los Corazones Negros cruzaban espadas con los guardias.
—¡Piquero estúpido! —gritó Gert, y golpeó a Augustus en la cabeza con la ballesta.
Augustus dio un traspié, gruñendo, y se volvió para alancear a Gert, pero el ballestero le dio en el pecho una patada que lo lanzó de espaldas dentro de una urna de Catai tan grande como un tonel de cerveza. Quedó allí encajado, agitando ridiculamente brazos y piernas para intentar salir de ella.
Reiner se puso de pie mientras paraba las espadas de los guardias, y logró recuperarse. Era una lucha torpe y horrible. La cámara estaba tan abarrotada de objetos que apenas había espacio para moverse, y menos aún para blandir la espada. Cayeron y se hicieron pedazos armaduras y estatuas de mármol, y cuadros invaluables acabaron cortados a tiras.
Los Corazones Negros luchaban con una ceñuda resignación que Reiner no les había visto jamás. Odiaban lo que estaban haciendo. Franka lloraba mientras combatía. Gert maldecía a Manfred con cada tajo. Pavel y Hals tenían los labios apretados de furia. La cara de Jergen era aún más inexpresiva de lo normal. Sólo Dieter parecía imperturbable y apuñalaba a los hombres por la espalda con una sonrisa de superioridad en el rostro.
Reiner retrocedió entre el apiñamiento de estatuas para protegerse los flancos de los dos oponentes con los que luchaba. Las espadas resbalaban sobre hombros y pechos de mármol. De una patada, derribó una estatua hacia uno de los guardias, y lo atravesó cuando la esquivaba. El otro intensificó los ataques, y él y Reiner continuaron luchando entre el bosque de inmóviles figuras.
Jergen combatía como una máquina; destripaba a un hombre con un tajo descendente, y luego decapitaba a otro con el tajo de retorno, antes de girar para enfrentarse con un tercero. Ninguno lograba tocarlo siquiera. Franka derramó una fortuna en marcos de Reildand ante un oponente, y luego le abrió un tajo desde una rodilla a la entrepierna cuando el hombre resbaló sobre las monedas. Gert empuñaba una enjoyada maza ceremonial con una mano, y su destral con la otra. De ambas, goteaba sangre, al igual que de su pecho.
Reiner se agachó por debajo de un tajo y se golpeó la cabeza contra un codo de un antiguo conde elector de Talabecland. Se le nubló la vista y se sentó de golpe. Levantó el brazo de la espada, más para cubrirse la cabeza que para atacar, y destripó al oponente sin proponérselo. El hombre cayó atravesado sobre él, vomitando sangre. Reiner lo apartó, temeroso de que otro guardia aprovechara la oportunidad, pero no lo acometió nadie. Parecía que la batalla había terminado. Los Corazones Negros se encontraban, jadeantes, ante los muertos. Los sollozos de Franka eran el único otro sonido.
Reiner miró al guardia al que había matado. Era apenas un muchacho al que le estaba saliendo la primera barba y tenía los ciegos ojos clavados en el techo. Hetzau se puso de pie e intentó librarse de la tensión que sentía en la garganta. No lo logró.
—¿Estamos todos bien? —preguntó. Vio a Jergen, arrodillado en medio de cuatro cuerpos, con la cabeza gacha—. ¿Estás herido, Rohmner?
Jergen alzó los ojos; Reiner no había visto nunca nada tan triste en su solemne rostro con cicatrices.
—Estoy rezando, capitán.
—¿Que si estamos bien? —gruñó Hals—. No estamos bien ni de lejos. Esto… —Extendió las manos con gesto impotente hacia la carnicería.
Pavel temblaba con tal fuerza que tuvo que sentarse. Le lanzó a Reiner una mirada furibunda.
—Capitán, hemos hecho cosas malas antes, pero… —Hizo la señal del martillo—. Que Sigmar nos perdone.
Los demás siguieron su ejemplo. Franka hizo la señal de la lanza de Myrmidia.
Reiner se lamió los labios.
—Ya me habéis oído cuando lo he intentado —dijo—. He tratado de que se alejaran. No quería… —Se atragantó, y volvió la mirada hacia el muchacho al que había matado, para luego apartar los ojos.
Se oyó un estruendo, y Augustus se levantó de entre los trozos de la urna de Catai, temblando de furia.
—¡Moriréis por esto! —dijo con voz temblorosa—. ¡Echaré a toda la ciudad sobre vosotros! —Comenzó a avanzar de lado hacia la puerta de la cámara.
—No seas necio, muchacho —dijo Gert mientras los otros se desplegaban—. Es mala cosa lo que hemos hecho, pero tuvimos que hacerlo. Manfred…
—¡Maldito Manfred! ¡Malditos seáis todos vosotros! —rugió Augustus—. ¡Luchamos en el bando equivocado! ¡Nos ha convertido en villanos!
Los otros intentaban calmarlo, pero el corazón de Reiner latía con una fuerza tremenda. ¡Eso era! ¡O al menos lo era a medias! Si Augustus huía, podría avisar a las autoridades, y éstas irían por Valaris. Pero no, porque Valaris sabría que se había dado el aviso y les impediría encontrarlo. Si existiera un modo de hacer que el elfo oscuro pensara que habían matado a Augustus…
Reiner se quedó inmóvil cuando la inspiración llegó a él. ¡Por los dioses! ¡Ya lo tenía! Era perfecto, siempre y cuando los demás le siguieran el juego.
—¿Creéis que os dejaremos pasar? —gritó Reiner—. ¿Pensáis que os dejaremos marchar y avisar a la condesa de lo que hacemos y adónde vamos? —Reiner rió—. ¡Suicida egoísta! Puede ser que vos deseéis sacrificar vuestra vida por un bien mayor, pero ya os lo dije antes: somos Corazones Negros. Miramos por nuestro propio pellejo. Al resto del mundo que lo cuelguen. ¿Pensáis que permitiré que un necio sentimental me detenga cuando tenemos la salvación al alcance de la mano? Tenemos la piedra. ¡Lo único que debemos hacer es llevársela a Valaris, y seremos libres!
—Entonces, venid —dijo Augustus, y bajó la cabeza como un toro—. Al menos, moriré en el bando correcto.
Se inclinó para recoger la lanza, pero Reiner fue más rápido. Cogió un pequeño busto de Magnus el Piadoso, saltó hacia el piquero y le golpeó la cabeza con él. Augustus cayó de espaldas, y Reiner le dio una patada en la entrepierna. El piquero gimió y se retorció en el suelo como un escarabajo panza arriba, con las manos entre las piernas.
Los Corazones Negros observaban con mirada fija. Reiner rió y arrojó el busto a un lado, para luego darle la espalda con indiferencia.
—Matadlo, Neff. Matadlo como matasteis al traidor Echert.
—¿Qué? —preguntó Dieter, y por un segundo Reiner pensó que iba a dejar el engaño al descubierto. Pero luego el ladrón sonrió presumidamente y sacó la daga—. ¡Ah, sí! ¡Y será un placer! —Les hizo un gesto a Hals y Pavel—. Muchachos, sujetadlo para que el artista pueda trabajar.
Los ojos de Hals se iluminaron lentamente. Sonrió y tocó con el codo a Pavel.
—Vamos, muchacho, igual que a Echert.
—¡Ah! —dijo Pavel cuando por fin comprendió—. ¡Ah, claro!, como a Echert.
Sujetaron los brazos de Augustus, y Dieter se arrodilló ante él y alzó la daga.
—¿Qué estáis haciendo? —gritó Franka, y saltó para cogerle la mano—. ¿Os habéis vuelto todos locos? ¡No es nuestro estilo!
Jergen la atrapó y sujetó con fuerza, al mismo tiempo que le tapaba la boca con una mano.
Reiner gimió. Franka había estado sirviéndole la cena a Manfred. No había oído a Dieter contar la historia de la falsa muerte del comerciante Echert. No sabía que se trataba de un engaño. Luchaba contra los brazos de Jergen mientras la daga de Dieter subía, bajaba y volvía a subir sobre Augustus, y la sangre lo salpicaba todo. Sus ojos se clavaron en los de Reiner por encima de los gruesos dedos de Jergen. A Reiner se le cayó el alma a los pies al ver el odio y la desesperación que expresaban.
El capitán observaba desde cierta distancia. No quería acercarse demasiado por temor a estropear la ilusión. Si eran listos, Hals y Pavel estarían diciéndole a Augustus que se hiciera el muerto, y era imperativo que Reiner no oyera los susurros, o todo estaría perdido. Ciertamente, desde donde él estaba, la cosa parecía bastante salvaje. De hecho, parecía tan real que de pronto Reiner temió que Dieter hubiera malinterpretado la orden y estuviera matando de verdad al piquero.
Pasado un momento, Dieter se puso de pie, con la daga y las manos goteando sangre, y le sonrió a Reiner.
—Ya está hecho, caballerete.
Reiner avanzó un paso, pero continuaba sin estar seguro de que Dieter no hubiera matado a Augustus. El de Talabheim estaba inmóvil, con la camisa desgarrada y terribles tajos ensangrentados por todo el pecho. Reiner frunció los labios y le volvió la espalda con rapidez, por si Augustus inspiraba.
—Y no es más de lo que merecía, el muy cerdo —dijo—. ¡Vamos, acabemos con este asunto!
Franka estaba laxa en los brazos de Jergen, con los ojos fijos en el cuerpo de Augustus. Tenía lágrimas en los ojos.
Reiner la señaló con un dedo.
—¡Y no quiero oírte ni una sola palabra, muchacho, o serás el siguiente! ¿Me has entendido? —La cogió de los brazos de Jergen, y luego les hizo un gesto a los otros—. Recoged la piedra.
Con Augustus «muerto», sólo quedaban seis para transportarla. Pavel, Jergen y Darius, a un lado; Hals, Gert y Dieter, al otro. La alzaron con un gruñido y salieron de la cámara. Franka los seguía como sumida en brumas, y Reiner la guiaba con una mano posada sobre uno de sus hombros.
Cuando estaban en mitad de la sala de guardia, oyeron unos pies que corrían por el pasillo, e instantes después entró a la carrera el guardia que el capitán había enviado arriba.
—Capitán —dijo—, pasa algo raro. Los hombres de arriba no me dejan… —Se quedó petrificado al ver a los Corazones Negros. Era otro muchacho.
Jergen soltó la lanza y desenvainó la espada. Reiner le hizo un gesto para que retrocediera, y se encaró con el joven.
—Vuestro capitán agoniza dentro de la cámara del tesoro —dijo—. Id junto a él.
El muchacho vaciló.
—Yo no…
—¡Id junto a él, o morid aquí! —le gritó Reiner.
El muchacho retrocedió y corrió hacia la cámara, dando un gran rodeo alrededor de los Corazones Negros.
Reiner sustituyó a Dieter en el transporte de la piedra.
—Encerradlo.
Dieter asintió y, cuando salieron con la piedra por la puerta de reja de la sala de guardia, se arrodilló y accionó la cerradura con sus instrumentos.
Llevaron la piedra conductora escalera arriba hasta el último rellano antes de la puerta de roble. Ya estaba sembrada por los cuerpos de los guardias que los hombres de Scharnholt y Danziger habían matado y habían sustituido. Reiner les hizo un gesto a los Corazones Negros para que dejaran la piedra en el suelo.
—Aquí habrá una lucha más de nuestro gusto —susurró—. Quedaos fuera de la vista hasta que os llame.
Volvió a ponerse la máscara en forma de pico y comenzó a ascender cautelosamente la escalera, mientras los demás desenvainaban las espadas. Al llegar a la puerta, la golpeó con un puño.
—¡Hermanos! —gritó—. ¡Hermanos! ¡Abrid en nombre del señor Danziger! ¡Abrid en el nombre de Slaanesh!
Se oyeron breves murmullos de discusión, y luego la llave giró en la cerradura. Reiner esperaba que, en ese caso, sus dotes dramáticas fueran más eficaces que en el anterior.
—¡Hermanos! —les gritó a los hombres de Danziger en cuanto la puerta se abrió—. ¡Nos han traicionado! ¡El señor Scharnholt ha matado al señor Danziger y ha robado la piedra! ¡Matad a los traidores!
Los adoradores de Slaanesh y los de Tzeentch se miraron unos a otros, alarmados, con la mano en la empuñadura de la espada.
—¡Asesinos! —gritaron los hombres de Danziger.
—¡Es mentira! —gritó uno de los de Scharnholt—. Es una mentira de los adoradores de Slaanesh. ¡Mostradnos el cuerpo!
Reiner maldijo. ¡Iban a ponerse a discutir en lugar de pelearse! Se lanzó escalera arriba y cargó contra el adorador de Tzeentch más cercano.
—¡Yo os mostraré un cuerpo! ¡A mí los de Slaanesh!
Le asestó al hombre un tajo de través en el pecho. El adorador llevaba peto, así que el golpe le causó poco daño, pero logró el efecto deseado. El hombre le lanzó un tajo a Reiner, al igual que dos de sus camaradas. Los hombres de Danziger bramaron, indignados, y saltaron a defender a Reiner. Los dos bandos se trabaron en combate, espada contra espada, gritándose maldiciones y acusaciones.
Reiner paró el ataque del oponente y retrocedió tras sus «compañeros». Nadie le prestó la más mínima atención. Estaban demasiado absortos en matarse unos a otros. Atravesó la puerta con disimulo y bajó rápidamente la escalera hasta donde aguardaban los Corazones Negros, que lo miraron con preocupación.
—Ahora esperaremos a los vencedores —dijo.
—Y los mataremos —añadió Gert.
—Sí.
Oyeron los ruidos de combate, que aumentaban y disminuían por encima de ellos. Las espadas entrechocaban. Los hombres chillaban. Los cuerpos caían pesadamente al suelo. Luego, los ruidos cesaron.
—Lubeck, ¿puedes levantarte? —preguntó una voz—. ¿Cuántos somos?
—¿Es verdad? —preguntó otra—. ¿Nuestro señor tenía intención de traicionar a Danziger?
—Tenemos que bajar a ver —dijo la primera voz.
—¡Ahora! —susurró Reiner.
Los Corazones Negros corrieron escalera arriba hasta la sala cuadrada. Sólo Franka se quedó atrás, con los ojos perdidos en la nada. La lucha acabó casi antes de empezar. Sólo quedaban en pie cuatro hombres de Scharnholt, y ninguno de ellos estaba ileso. Jergen mató a dos de un solo tajo, y Pavel y Hals atravesaron a los otros dos con las lanzas. Dieter se aseguró de que estuvieran muertos.
—Alhora viene la parte más peligrosa de todas —dijo Reiner mientras los otros regresaban junto a la piedra y él recogía a Franka—. Porque si nos descubren antes de llegar al almacén, no habrá asesinatos suficientes para salvarnos.
Subieron con la piedra conductora por la escalera, más arriba del nivel de los almacenes, hasta el de la cocina. Reiner ordenó un alto en la escalera a oscuras, y miró hacia el fondo del largo corredor de la cocina, que estaba tan transitado como antes.
—Volveremos a echarle jeta —dijo—. Haced como que es un hombre moribundo. ¿Preparados?
Pero justo en ese momento, las voces de Danziger y Scharnholt resonaron en la escalera, por debajo de ellos. Reiner sólo logró oír frases parciales.
—¿… mataron también a ésos? —estaba gritando Scharnholt.
—… Hetzau tiene que estar… —chillaba Danziger.
—Maldición —dijo Reiner—. Han descubierto demasiado pronto nuestro truco. De prisa.
Echaron a andar con rapidez por el pasillo de la cocina.
—¡Dejad paso! —gritaba Reiner—. ¡Este hombre se muere! ¡Apartaos!
Cocineros y doncellas corrían para dejarlos pasar. Reiner creyó oír un estruendo de botas que corrían detrás de ellos, pero podía deberse a su imaginación. Giraron a la derecha y pasaron ante el lavadero, ahora sin molestarse en ser sigilosos, y Reiner vio que las mujeres alzaban la mirada con desinterés. Tuvieron que andar de puntillas los últimos veinte metros hasta el almacén, porque los guardias estaban justo al otro lado del recodo.
Ya casi habían llegado a la puerta cuando Reiner volvió a oír pasos que corrían detrás de ellos, y esa vez tuvo la certeza de que no lo imaginaba. Soltó a Franka y se adelantó a paso vivo, mientras sacaba la llave del bolsillo del cinturón. La hizo girar en la cerradura con todo el sigilo posible, y abrió la puerta.
—¿Pasaron por aquí unos hombres? —oyeron que preguntaba Scharnholt—. ¿Llevaban algo?
—Sí, mi señor —replicaron las lavanderas—. Acaban de pasar.
Cuando los pasos de botas volvieron a oírse, los Corazones Negros ya giraban para atravesar la puerta, y se detuvieron en seco. Las lanzas con las que transportaban la piedra formaban un conjunto más ancho que la entrada.
Reiner maldijo.
—¡Ladeadla! —susurró—. ¡El lado de Pavel hacia abajo! ¡El de Hals hacia arriba!
Darius, Jergen y Pavel bajaron los extremos de las lanzas casi hasta el suelo, mientras Dieter, Gert y Hals se esforzaban por levantar los suyos por encima de la cabeza. Reiner ayudó a Darius, que parecía a punto de dejar caer la lanza. En esa engorrosa disposición, volvieron a avanzar. El extremo de la lanza de Pavel se atascó en el borde de la puerta.
—¡A la izquierda! —siseó.
El grupo se desplazó unos pocos centímetros a la izquierda. Reiner pensaba que iba a partírsele la espalda. Los pasos de botas se acercaban. Reiner veía luz de antorcha a la derecha.
—Ahora, adelante.
Volvieron a avanzar, y esa vez pasaron por la entrada con el espacio justo. El extremo de la lanza que sujetaba Reiner raspó ruidosamente contra el suelo, y él se esforzó por levantarlo.
—¡Adelante! ¡Adelante! —jadeó.
Al continuar, volcaron el ataúd. El guardia atado soltó un amordazado grito cuando alguien lo pisó. Los Corazones Negros dejaron la piedra en el suelo, entre gruñidos y jadeos, y Reiner giró para cerrar la puerta. Palpó con los dedos por debajo del picaporte, pero no encontró un ojo de cerradura. No se podía echar llave por dentro.
—¡Jergen, Gert, aquí!
Reiner oyó que Jergen y Gert avanzaban a tientas. Las botas pasaron de largo por el pasillo. Reiner contuvo el aliento.
—Oíd, hombres —dijo la voz de Scharnholt—, ¿han pasado por aquí unos hombres con un bulto pesado?
—No, mi señor —respondió una voz desde la sala de guardia.
Scharnholt maldijo.
—¿Los hemos perdido? Tenemos que volver atrás. ¡Esos adoradores del Caos han robado una valiosa reliquia de la cámara del tesoro! —Luego, les habló a los guardias—. No dejéis que nadie pase sin interrogarlo.
—¡Sí, mi señor!
Se oyó una conmoción en la sala de guardia cuando los hombres salieron al pasillo.
Reiner se inclinó hacia Jergen y Gert.
—Empujad conmigo.
Los tres apoyaron un hombro contra la puerta. Notaron que alguien la empujaba y movía el picaporte.
—Cerrada con llave —dijo una voz, y los pasos de botas continuaron.
Reiner esperó hasta que se desvanecieran por completo y los hombres de la sala de guardia se hubieran alejado. Después, aflojaron la presión sobre la puerta.
—Bien —dijo—. Encendamos luz.
Hals encendió la larga antorcha de los sacerdotes que llevaba Reiner, y se pusieron a trabajar: desataron la piedra envuelta y la metieron en el ataúd, para luego volver a ponerse los hábitos en el espacio incómodamente estrecho, mientras el guardia atado y amordazado que yacía junto al sargento mutante muerto posaba sobre ellos una funesta mirada.
—¿Dónde está el brazo? —preguntó Reiner.
Darius le tendió el largo paquete lleno de bultos con la nariz fruncida. Reiner lo cogió y se acercó al ataúd. Pasó una cuerda en torno a la piedra a la altura del hombro de una persona, y luego desenvolvió el paquete para dejar a la vista un mutante brazo que comenzaba a pudrirse, con siete largos dedos rematados por ventosas. El hedor a muerte manó de él como una sólida ola y les causó arcadas a todos. A Reiner le lloraban los ojos.
Se envolvió las manos en una manta que sacó de un estante del almacén y ató el brazo a la piedra, de modo que pareciera que le había brotado una verdosa extremidad. Los otros cubrieron con más mantas la piedra envuelta en la alfombra para asegurarse de que quedara oculta, pero dejaron el brazo a la vista.
—Ya está —dijo, y se puso de pie—. Ahora, el toque final.
Recogió la manta con la que había manipulado el brazo, mientras Dieter continuaba ocupado con las mantas. Se acercó a Gert, que retrocedió.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
—¡Chsss! ¡Estúpido! —replicó Reiner—. Estáte quieto.
Mientras Gert se encogía de asco, Reiner le pasó la manta por el ropón para ensuciarlo con los espesos residuos del brazo. Repitió el proceso con cada uno de ellos, y acabó haciéndoselo a sí mismo. El hedor era ineludible.
—Ya estamos listos. Levantadlo.
Prestó atención ante la puerta mientras Dieter cerraba el ataúd y los Corazones Negros lo levantaban. Se oían ruidos de alboroto y alarma por toda la Gran Mansión, pero ninguno procedía directamente del otro lado de la puerta. La abrió y avanzó sigilosamente hasta el recodo. La sala de guardia estaba desierta.
Regresó a toda prisa y recogió la antorcha.
—Bien, preparados.
Los Corazones Negros salieron con el ataúd, y Reiner le echó llave a la puerta.
—Con lentitud y dignidad —dijo—. La mejor manera de que nos pillen es que parezca que tenemos prisa.
Les dieron el alto en cuanto abandonaron la roqueta y entraron en la zona moderna de la mansión. Un sargento de la guardia, con diez hombres detrás, los vio salir de la escalera y alzó una mano.
—¡Alto! —dijo, y avanzó hacia ellos, para luego detenerse como si hubiera chocado contra un muro. Retrocedió al mismo tiempo que se cubría la boca y hacía la señal del martillo—. ¡Por la muerte de Sigmar, qué peste! —dijo con voz estrangulada.
Reiner hizo una reverencia.
—Mis disculpas, sargento. El cadáver estaba en avanzado estado de descomposición. Lo estaban devorando sus propias mutaciones.
—Es igual —respondió el sargento, y sus hombres retrocedieron con expresión desdichada—. ¿Dónde está vuestro escolta?
—Eh…, se marchó, señor —dijo Reiner—. Se produjo un alboroto mientras recogíamos el cuerpo. Fue a ver qué sucedía y no regresó. ¿Nos podríais proporcionar otro? Me parece que nos hemos perdido.
—Dejadme ver la orden de retirada del cadáver —dijo el sargento.
Reiner se la sacó de la manga y avanzó hasta él.
—¡Quedaos donde estáis! —gritó el sargento.
Le arrebató a Reiner el documento de los dedos y retrocedió para leerlo. Le lanzó una mirada de disgusto al ataúd.
—Eh…, tendré que mirar dentro. Se ha producido un robo.
—No es una vista agradable, señor —dijo Reiner—. Está muy cambiado.
—Abridlo, maldito.
Reiner se encogió de hombros.
—Muy bien.
Alzó la tapa. El olor a muerte manó al exterior como una nube. El sargento retrocedió, presa de arcadas, y luego volvió a avanzar un poco. Los dedos con ventosas del brazo putrefacto asomaban por encima del borde del ataúd y estaban cubiertos de moscas.
El sargento vomitó.
—¡Que Sigmar nos guarde!
—¿Queréis que aparte la manta para verle la cara? —preguntó Reiner.
—¡Ni se os ocurra! —El sargento estaba furioso—. ¡Qué os pasa, sacerdote! ¿Por qué habéis esperado tanto tiempo para venir? ¡Ponéis en peligro a toda la mansión! ¡Podríamos contraer la locura todos nosotros! ¡Lleváoslo! ¡Daos prisa!
—Pero, sargento —dijo Reiner con voz plañidera—, no tenemos escolta. ¿Cómo vamos a darnos prisa si a cada paso van a pedirnos que nos detengamos y descubramos el cuerpo?
El sargento contraía y aflojaba la mandíbula.
—Es cierto —dijo al fin—. Seguidnos. Pero quedaos bien atrás, ¿me oís? ¡Bien atrás!
—Por supuesto, sargento.
Los Corazones Negros echaron a andar tras los guardias y los siguieron a través de la mansión. Reiner cruzó los dedos. Con la suerte de Ranald, aquél sería el último obstáculo. El sargento los acompañaría al exterior y quedarían libres. Pero al salir al patio delantero y aproximarse a la puerta de reja, vio a von Pfaltzen y Danziger junto a ella. Hablaban con el jefe de la guardia de la puerta.
—Bajad la cabeza, muchachos —susurró Reiner, y tiró del borde de la capucha para echárselo sobre los ojos.
Los Corazones Negros clavaron la mirada en sus pies.
—Nadie debe salir del recinto —estaba diciendo von Pfaltzen—. Nadie, ¿entendido? Los ladrones siguen dentro. Retendréis aquí a todos los visitantes hasta que los hayamos encontrado.
El jefe de la guardia saludó.
—Sí, señor.
—Os ofrezco a mis hombres para que ayuden en la vigilancia de la entrada —dijo Danziger—. Los ladrones podrían intentar salir por la fuerza.
Reiner maldijo. Cinco minutos antes, podrían haber salido y haber desaparecido.
Los guardias volvieron la cabeza cuando la escolta de los Corazones Negros se aproximó a la puerta.
—¡Esperad! Nadie puede salir, sargento. Los sacerdotes deben esperar.
—Pero, capitán, el cuerpo está enfermo. Es…
—Sin excepciones, sargento —declaró el capitán de la puerta—. Von Pfaltzen ha ord… —Se interrumpió cuando llegó hasta él el olor de los Corazones Negros—. ¡Por Sigmar!
—¿Lo veis? —dijo el sargento—. No es conveniente.
—Un momento —dijo von Pfaltzen, que se acercó, seguido por Danziger—. Abrid el ataúd.