17
Matadlos
—Sólo estaban cumpliendo con su deber —oyó Reiner que murmuraba Augustus para sí, mirando a los guardias muertos, mientras las compañías formaban para atravesar la puerta. Tenía los puños cerrados a los lados, con los nudillos blancos.
Tanto Scharnholt como Danziger dejaron atrás diez hombres para defender la puerta, y condujeron al resto escalera abajo. Los Corazones Negros marcharon detrás de ellos y comenzaron a descender. La gran puerta se cerró con estruendo en lo alto. Reiner tragó. Ahora no podían volver atrás.
En el segundo rellano, Scharnholt comenzó a murmurar y agitar sus dedos regordetes. Reiner notó que el aire parecía espesarse y sintió presión en los tímpanos, como si se hubiera zambullido en aguas profundas. Los adoradores del Caos y los Corazones Negros abrían la boca y hacían girar un dedo dentro de los oídos para intentar aliviar la presión, pero no lograban nada.
—¿Qué es eso? —preguntó Franka con una mueca.
Reiner apenas podía oírla. Era como si le hablara desde detrás de un grueso cristal. Todos los ruidos circundantes estaban ensordecidos. Los tintineos y crujidos de los arreos de los hombres que lo rodeaban eran casi inaudibles. Aunque caminaban, sus pasos hacían tanto ruido como los de un gato que avanzara entre la hierba. Era como si el aire se hubiera convertido en gelatina y los sonidos quedaran atrapados en él.
Tres tramos más abajo, la escalera acabó en un amplio corredor que se alejaba en la oscuridad, con otros pasadizos que lo cruzaban a largos intervalos. «¿Aún nos encontramos dentro de los muros de la roqueta?», se preguntó Reiner. Lo que estaba claro era que el corredor se extendía más allá de ella. Sacudió la cabeza. Era asombroso que todo Talabheim no se desplomara, considerando que estaba plagada de túneles.
Danziger señaló un pasadizo situado a la derecha, y los hombres entraron por él. Acababa en una puerta de reja de hierro a través de la cual se veía luz de antorcha.
Scharnholt le entregó el aro de llaves a Danziger sin saltarse una sola sílaba en sus murmullos. Danziger se volvió hacia la compañía y dio una orden que nadie pudo oír. Miró hacia el techo con aire irritado, y agitó la espada con movimientos exagerados.
Los adoradores y los Corazones Negros desenvainaron, mientras Danziger hacía girar la llave en la cerradura. No se oyó ni un sonido, como tampoco el ruido de la puerta al abrirse. Danziger hizo un gesto para que avanzaran y los hombres entraron a la carga en la sala, tan silenciosos como una brisa.
Mientras cargaba, Reiner recorrió la estancia con los ojos. Se trataba de una abovedada cámara rectangular con arcadas a derecha e izquierda, y había diez guardias en fila ante una maciza puerta de piedra situada al otro lado, la cual estaba rodeada por bandas de hierro.
Los guardias gritaron de sorpresa al ver a los adoradores del Caos, aunque sus voces apenas se oyeron en la burbuja creada por Scharnholt. Desenvainaron las armas y enfrentaron la carga con valentía, pero eran demasiado pocos. Los hombres de Danziger y Scharnholt los hicieron pedazos rápidamente en un horrible y silencioso baño de sangre. Reiner y los Corazones Negros se quedaron rezagados y no participaron en la matanza, a pesar de lo cual Reiner se sintió avergonzado. ¿Quedarse al margen y dejar que mataran a hombres buenos era una villanía inferior a blandir uno mismo la espada que les daba muerte? Augustus estaba maldiciendo en voz alta. Por suerte, nadie podía oírlo.
—¡Las llaves! —gritó Danziger para hacerse oír.
Uno de sus propios hombres le entregó dos llaves. Uno de los de Scharnholt tenía la otra. Pero cuando giraba para encararse con la puerta, más de una veintena de guardias salieron por las dos arcadas y cargaron contra la retaguardia de los adoradores del Caos.
—¡Matadlos a todos! —gritó Danziger, aunque se le oyó como si susurrara—. ¡No dejéis que ninguno escape!
Scharnholt retrocedió hasta la puerta mientras los adoradores se volvían para hacer frente a los enemigos. No podía dar órdenes porque tenía que mantener los encantamientos. Ambos bandos chocaron casi sin ruido, con la boca abierta como actores de mimo que hicieran como que gritaban.
Augustus miraba con ferocidad las espaldas de los adoradores que luchaban con los guardias y aferraba la lanza con las manos como si estuviera a punto de atacar. Reiner le puso una mano sobre un hombro. El piquero gruñó y se apartó. Los demás también parecían a punto de amotinarse. Reiner no se lo reprochaba, pero no había nada que hacer. Tenían que apoderarse de la piedra conductora.
Se acercó a Danziger y le gritó con voz casi inaudible al oído.
—Mi señor, dadnos las llaves y defendednos, y mis hombres abrirán la cámara para que podamos marcharnos más de prisa.
—Sí —respondió Danziger—. Bien. Y preparad también la piedra para transportarla.
—Por supuesto, mi señor —contestó Reiner, cuyo corazón le dio un salto. El muy necio le concedía más de lo que había pedido.
Reiner recogió las llaves y las pértigas que llevaban los adoradores del Caos, y les hizo a los Corazones Negros un gesto para que fueran hacia la puerta mientras los hombres de Danziger y Scharnholt formaban un semicírculo protector en torno a ellos y les asestaban tajos y estocadas a los guardias enloquecidos. Les dio llaves a Franka, Darius y Dieter.
—Guardadles las espaldas —les chilló a los otros.
Asintieron y se situaron de cara a la refriega, detrás de los hombres de Danziger…, todos menos Augustus, que se limitaba a mirar con ferocidad la carnicería, con la lanza a un lado. Aunque no eran invulnerables como lo habían sido los hombres de Scharnholt en las cuevas de los hombres rata, muchos de los adoradores llevaban amuletos con viles runas grabadas. Reiner vio que la espada de un guardia viraba para apartarse de la cabeza de un adorador del Caos, como empujada por una mano invisible.
La placa de acero de las cerraduras, de forma oblonga y con dibujos geométricos, estaba empotrada en el suelo, delante de la puerta de la cámara. Franka, Darius y Dieter se arrodillaron ante ella. Los dibujos que rodeaban cada ojo eran diferentes —uno cuadrado, otro circular y un tercero en forma de diamante— y coincidían con la parte posterior de cada una de las tres llaves.
Dieter negó con la cabeza cuando las estaban introduciendo en las cerraduras.
—Obra de enanos —le gritó a Reiner—. Me alegro de que no me hayáis pedido que las forzara. —Miró a los otros—. Ahora, todos a la vez, o tendremos que empezar de nuevo.
Franka, Darius y Dieter giraron las llaves con lentitud, y las accionaron al mismo tiempo. Reiner sintió un pesado golpe bajo el suelo.
Dieter sonrió.
—El sonido más bonito del mundo.
Reiner comprobó cómo iba la batalla. Ahora los guardias estaban rodeados y caían con rapidez. Les dio una palmada en la espalda a Hals, Pavel, Gert, Augustus y Jergen.
—¡Aquí! ¡Empujad!
Se volvieron y empujaron una de las macizas hojas de piedra de la puerta. Al principio, no se movió, y Reiner temió que no la hubieran abierto, después de todo; pero luego comenzó a desplazarse lentamente.
Cuando la rendija se ensanchó lo bastante como para atravesarla, Reiner les hizo un gesto para que se detuvieran. Pavel y Hals recogieron las pértigas y las cuerdas, y los Corazones Negros entraron en la cámara. Los débiles sonidos de batalla se apagaron completamente tras la puerta. Se detuvieron, boquiabiertos de asombro. La luz de la antorcha de Augustus destelló al reflejarse en un millar de tesoros. Había veinte sillas doradas y una enjoyada armadura de plata con yelmo en forma de dragón; espadas metidas en vainas con filigrana de oro y gemas arracimadas como flores en un jarrón de Catai que formaban el pomo; hermosos cuadros, estatuas y tapices apilados por todas partes; cofres y baúles se alineaban contra cada pared. La piedra conductora se encontraba entre un grupo de hermosas estatuas de mármol, entre las que parecía estar fuera de lugar.
—¡Diantre! —dijo Pavel, pero aún se encontraban dentro del círculo de silencio de Scharnholt, y Reiner apenas pudo oírlo.
—¡Bonito botín! —gritó Dieter—. Me gustaría coger algunas cosillas de esos cofres.
—No estamos aquí para eso —contestó Reiner—, desgraciadamente. —Señaló la piedra conductora—. Preparadla. Cuando Scharnholt y Danziger hayan derrotado a los guardias, intentaré volverlos al uno contra el otro, y luego mataremos a los supervivientes.
—Alabado sea Sigmar —dijo Hals.
—¡Ya era hora, demonios! —dijo Augustus.
Los demás asintieron con la cabeza, se acercaron a la piedra y la tumbaron sobre las pértigas.
—Esperad —gritó Franka, de repente—. ¡Esperad! ¡Tengo una idea mejor!
—¿Qué? —preguntó Augustus—. No hay mejor idea que matar a esos malditos amantes de demonios.
—Sería mejor que nosotros sobreviviéramos y escapáramos, ¿verdad? —le espetó ella.
—¿Qué idea es, muchacha? —bramó Reiner.
Franka se puso a explicarla, pero Reiner no la oía.
—¿Qué? ¡Tienes que gritar!
Frustrada, Franka señaló la estatua de una ninfa pechugona que estaba junto a la piedra conductora y tenía aproximadamente la misma altura y circunferencia, y luego una alfombra enrollada.
Reiner se puso a reír. Era un plan brillante. Podrían salir sin tener que luchar.
—¡Sí! ¡Muy bien! —agitó los brazos hacia los otros, y se puso a gritar—. Esconded la piedra y envolved eso en su lugar. De prisa. Jergen, no dejes entrar a nadie.
Reiner ayudó a Hals, Pavel, Augustus y Gert a transportar la piedra y dejarla detrás del grupo de estatuas, mientras Franka y Darius desenvolvían la alfombra y cubrían con ella la estatua.
—¿Colará? —gritó Gert cuando tendían la estatua envuelta sobre las pértigas.
Reiner se encogió de hombros.
—Si no cuela, tendrás la pelea que quieres.
Gert le dedicó una ancha sonrisa. Ataron la estatua a las pértigas, asegurándose de que las cuerdas hicieran que resultara imposible apartar la alfombra para mirar debajo.
—Perfecto —dijo Reiner cuando acabaron—. Levantadla. Si la cosa sale mal, matad primero a Scharnholt y Danziger.
Miró al exterior, mientras los otros levantaban la estatua envuelta. Justo a tiempo. Los adoradores estaban matando a los últimos guardias y limpiando las espadas. Scharnholt interrumpió el encantamiento y se volvió hacia la cámara, junto con Danziger. A Reiner se le destaparon los oídos y el sonido entró como un torrente en su cabeza y le aporreó los tímpanos. Los tacones de botas sobre las losas del suelo, las risas de los adoradores del Caos, los gemidos de los moribundos, parecieron de pronto insoportablemente fuertes.
Reiner les hizo un gesto a los Corazones Negros para que avanzaran, y luego salió y les hizo otro a Danziger y Scharnholt.
—¡Mis señores! La tenemos.
Los Corazones Negros sacaron con cuidado la estatua a través de la puerta parcialmente abierta. A Reiner le sudaban las palmas de las manos. Si los nobles pedían ver la piedra, tendrían problemas. Si les pedían a los Corazones Negros que la transportaran, también sería un problema.
—Abrid la marcha, mis señores —dijo al mismo tiempo que agitaba una mano—. Nosotros llevaremos la piedra.
—¿Qué? —dijo Danziger, repentinamente suspicaz—. ¿Vosotros llevaréis la piedra?
—¿Qué dice? —intervino Scharnholt—. ¿Acaso vuestro servidor nos da las órdenes?
—Vuestros hombres han estado luchando —dijo Reiner—. Nosotros estamos descansados y con todas nuestras fuerzas. No os molestéis. Lo tenemos todo bien controlado.
Danziger y Scharnholt intercambiaron una mirada, y luego se volvieron hacia Reiner.
—No, hermano —dijo Danziger—. Nosotros llevaremos la piedra. Ya que vuestros compañeros están frescos e ilesos, nos guardaréis las espaldas por si acaso nos siguen.
Reiner se encogió de hombros e hizo una reverencia para ocultar la sonrisa.
—Como vuestra excelencia desee —dijo, y les hizo un gesto a los Corazones Negros para que dejaran la piedra en el suelo.
Tras algunas discusiones, Scharnholt y Danziger acordaron que la piedra la transportarían hombres de ambos, y el grupo se puso en marcha sin encender antorchas. Al aproximarse al pasillo de las mazmorras, Scharnholt comenzó otra vez con los murmullos, y el silencio volvió a cerrarse en torno a ellos. Reiner miró hacia el fondo del corredor cuando pasó ante él. A poca distancia vio sombras de barrotes y de hombres que se movían en un cuadrado de luz proyectado sobre el suelo.
El corredor principal volvía a sumirse en tinieblas después del pasillo de las mazmorras. Scharnholt cambió de encantamiento y encabezó la marcha con una débil luz azul que parpadeaba por encima de la palma de una mano extendida. La retaguardia de la columna quedaba sumida en una completa oscuridad. Reiner les hizo un gesto a los Corazones Negros para que caminaran más despacio, y para cuando llegaron a la escalera que descendía hacia las entrañas de la mansión ya se encontraban a veinte pasos por detrás. Descendieron dos tramos de escalera a oscuras, y luego Reiner se detuvo a escuchar.
—Atrás. Vamos por la piedra. En silencio —susurró al no oír que los llamaran desde abajo.
Los Corazones Negros volvieron a subir a paso de gato, y desanduvieron el camino hecho por el corredor, hacia la luz de antorcha. Ralentizaron la marcha al llegar al pasadizo de las mazmorras, y pasaron sigilosamente ante él a medida que Reiner lo indicaba. Augustus raspó las losas del suelo con el asta de la lanza al pasar, y el sonido fue horrendamente alto para los hipersensibilizados oídos de todos. Reiner se preguntó si lo habría hecho a propósito.
Cuando no se produjo ninguna reacción en el corredor de las mazmorras, continuaron hacia la cámara del tesoro. Estaba tal y como la habían dejado: con la puerta abierta y los cuerpos de los guardias tendidos sobre charcos de sangre que aumentaban de tamaño ante ella. Atravesaron la sala de guardia con rapidez, se quitaron las sofocantes máscaras en forma de pico, y cogieron cuatro lanzas con las que transportar la piedra.
Entraron en la cámara del tesoro, y Hals, Pavel, Gert y Jergen cubrieron la piedra con otra alfombra y la ataron a las lanzas mientras los otros observaban, nerviosos, y Dieter deambulaba por la habitación y examinaba los tesoros. Pero justo cuando la levantaban, les llegaron sonidos de movimiento en la sala de guardia.
—¡Sigmar! ¡¿Qué es esto?! —gritó una voz—. ¡Capitán! ¡La cámara del tesoro!
—¡Maldición! —dijo Reiner, y salió a la carrera espada en mano.
Sin embargo, el guardia ya se encontraba en el corredor y gritaba a pleno pulmón. Reiner estaba a punto de correr tras él, pero se detuvo; volvió corriendo a la cámara y les hizo gestos a los Corazones Negros.
—¡Dejad la piedra y ocultaos!
Volvió a la sala de guardia. Por el corredor se aproximaban voces y pasos. Se tumbó y rodó sobre un charco de sangre, y también se ensució con ella la cara; luego, se dejó caer como si estuviera muerto, justo cuando el capitán entraba corriendo con diez de los guardias de las mazmorras.
El capitán se quedó mirando la escena con ojos fijos.
—¡Sigmar! ¡Esto…, esto es imposible! ¿Cómo no hemos oído nada?
—Y la cámara del tesoro está abierta, capitán —dijo el primer guardia—. Tal vez los que hicieron esto están…
Reiner fingió un espasmo y gimió con mucho arte.
—Los ladrones… —dijo—. Ellos… —Hizo como si mirara a su alrededor sin ver durante un momento, mientras los guardias se volvían hacia él, y entonces extendió una mano—. ¡Capitán! ¡Adoradores del Caos! ¡Han robado algo! ¡Se lo han llevado a los sótanos y quieren hacer alguna magia extraña con lo que robaron! ¡Si os dais prisa, podréis detenerlos!
Reiner había esperado —de hecho, le había rezado a Ranald, con los dedos cruzados, para que así fuera— que el capitán saliera corriendo tras los ladrones, presa de un pánico atroz; pero el maldito estoico se limitó a alzar una ceja.
—¡Yaeger! —dijo—. ¡Id con dos hombres a las bodegas a ver qué hay! ¡Krieghelm! ¡Informadles a los muchachos de arriba que han forzado la cámara del tesoro! Decidles que necesitamos a von Pfaltzen. El resto quedaos conmigo. La cámara del tesoro no puede quedar sin vigilancia.
Los hombres se alejaron a la carrera.
Reiner gimió.
—¡Pero, capitán —dijo—, son más de treinta! ¡Tres hombres no bastarán!
—Ni quince, señor —replicó el capitán—, que es todo lo que tengo. —Se volvió hacia la cámara del tesoro y les hizo un gesto a los hombres restantes—. Tres de vosotros, conmigo.
Reiner contempló con horror cómo el capitán y los tres hombres comenzaban a abrir la cámara del tesoro.
—¡No! ¡Cuidado! —gritó—. Usaron una magia terrible para abrir la puerta. ¡Es demasiado peligroso!
El capitán no le hizo caso y entró en la cámara con una antorcha en alto. Reiner maldijo, sabedor de lo que se avecinaba. Se puso de pie, aún fingiendo estar herido, y avanzó ansiosamente hacia la puerta.
—¡Eh! —oyó que decía la voz del capitán—. ¡Salid al descubierto!
Sonó un pesado golpe.
Los guardias de la sala se volvieron a mirar con sorpresa. Reiner entró corriendo en la bóveda y se encontró con un cuadro vivo inmóvil. El capitán y sus tres hombres estaban en guardia, con una armadura derribada a los pies, encarados con los Corazones Negros, que se encontraban en un rincón oscuro más allá de la piedra conductora, con las espadas desnudas.
—¡Capitán, esperad! —dijo Reiner, aunque no sabía qué tenía intención de decir después.
—¡Guardias! ¡A mí! —llamó el capitán—. ¡Los ladrones están aquí!
Reiner maldijo.
—¡Matadlos! —dijo.
—¡Reiner, no! —gritó Franka.
Pero cuando el capitán acometió a Reiner, ella avanzó junto con el resto. Sólo Augustus y Darius se quedaron atrás; Darius, oculto tras una pila de cuadros, y Augustus, mirando fijamente, boquiabierto.
Reiner paró la estocada del capitán, y el hombre murió con el espadón de Jergen clavado en la espalda. Los otros tres murieron un instante después, ensartados por las lanzas de Pavel y Hals, y debido a tajos de las espadas de los otros. Pero cuando caían, otros nueve entraron corriendo en la cámara. Gritaron al ver muerto al capitán, y rodearon las estatuas a la carrera para acometer a los Corazones Negros, que se desplegaron para hacerles frente.
—¡No! —gritó Augustus—. ¡No, maldito traidor! ¡Yo no toleraré esto! —Bajó la lanza y cargó directamente hacia Reiner.