16: No traicionaré a mi ciudad

16

No traicionaré a mi ciudad

—¡Hermanos! —gritó Reiner al salir de un callejón y echar a andar junto a siete sacerdotes de Morr que transportaban un ataúd sencillo entre los escombros del barrio de los comerciantes hacia la puerta del barrio de la Gran Mansión—. ¿Vuestros afanes os llevarán esta noche hacia el barrio de la Gran Mansión?

Reiner también iba ataviado con hábito negro, ya que los Corazones Negros habían aliviado del peso de estos ropones a un grupo que incineraba cadáveres hacía menos de una hora.

—Sí, así es, hermano —dijo el que iba en cabeza—. Un sargento de la guardia ha sucumbido a la plaga, y sus superiores desean que nos lo llevemos sin que nadie vea las, eh…, malformaciones.

—Naturalmente —dijo Reiner, cuyo corazón se animó.

¡Al fin! Era la cuarta procesión como ésa a la que formulaba la misma pregunta, y la medianoche se acercaba con rapidez. Hizo una subrepticia señal hacia atrás.

—¿Por qué lo preguntáis? —quiso saber el sacerdote.

—Eh…, vamos en la misma dirección —respondió Reiner—. Pensamos que podríamos ir juntos, para mayor seguridad.

—¿Pensamos? —inquirió el sacerdote, que miró a su alrededor.

Cuando seis figuras corpulentas salieron a la carga del callejón y cayeron sobre sus compañeros, el sacerdote gritó.

—Un momento, padre —dijo el guardia que estaba ante la Puerta de Hardtgelt—. ¿Adónde vais?

—A la Gran Mansión, hijo mío —respondió Reiner en el momento en que se detenían los Corazones Negros disfrazados de sacerdotes—. Un sargento de la guardia espera ante la puerta de Morr.

—¿Tenéis la orden de retirada del cadáver? —preguntó el guardia, que no parecía ansioso por situarse demasiado cerca del ataúd.

—Un momento —dijo Reiner.

El capitán se sacó un pergamino enrollado de dentro de una voluminosa manga. Se lo tendió, pero el guardia no lo cogió.

—Abridlo, padre. Sin ánimo de ofender —dijo.

—No me ofendéis —replicó Reiner, que desenrolló el pergamino, contento. Cuanto menos propensos fueran los guardias a abordar a los sacerdotes de Morr, más probabilidades de éxito tendrían los Corazones Negros.

El guardia le echó una mirada superficial a la orden.

—Y el ataúd.

—Desde luego —dijo Reiner, que levantó la tapa para que el guardia pudiera mirar dentro.

El guardia se puso de puntillas para no tener que acercarse más, y les hizo un gesto para que entraran.

—Adelante, padre.

—Bendito seas, hijo mío —replicó Reiner.

Los Corazones Negros entraron en el barrio de la Gran Mansión. Gert, Pavel y Hals gemían y hacían eses, con todos los sufrimientos de una salvaje resaca.

—Incluso huelen a muerte —oyó Reiner que murmuraba el guardia detrás de ellos.

Reiner sonrió, porque había una razón para ese olor.

Cuando se aproximaban a la Gran Mansión, Reiner vio que Scharnholt y sus hombres entraban por la puerta. Los guardias apostados en ella los saludaron. Reiner se quedó atrás hasta que hubieron desaparecido de la vista, y luego se acercó. No se veía ni rastro de Danziger. Reiner esperaba que ya estuviera dentro. Era casi medianoche.

La escena de la puerta del barrio de la Gran Mansión se repitió aquí con variaciones menores, aunque el registro fue más minucioso y, en lugar de hacerlos entrar, el jefe de la guardia les asignó un escolta para que los condujera a donde iban: un almacén situado cerca de la sala de guardia de los niveles inferiores de la vieja roqueta. El escolta era un fornido joven que no parecía muy contento con el cometido, y se adelantó con paso rápido a los Corazones Negros como si pretendiera perderlos.

Reiner hizo lo que pudo para memorizar la ruta y buscó escaleras descendentes. El guía los alejó de las zonas públicas de la mansión, donde su presencia podría ofender a los nobles, y los condujo a un laberinto de corredores de servicio y escaleras traseras.

Pasado un rato, los amplios corredores se transformaron en estrechos pasadizos de piedra desnuda, y Reiner supo que habían entrado en la vieja roqueta. Al llegar al pie de una serpenteante escalera, pasaron ante una sala llena de guardias que conversaban y jugaban a cartas, y se detuvieron al girar en un recodo, ante una puerta de madera con remaches de hierro y un guardia soñoliento delante.

—Jaffenberg —dijo el guía—, puedes marcharte. Han llegado.

—Ya era hora —dijo el guardia, mientras sacaba la llave del bolsillo—. Nunca he hecho una guardia más aburrida. —Le entregó la llave al otro y saludó—. ¿Te veré en lo de Elsa más tarde?

—Sí, supongo que sí.

Jaffenberg se alejó apresuradamente mientras el guía hacía girar la llave en la cerradura y abría la puerta para dejar a la vista un estrecho almacén lleno de mantas, pastillas de jabón y frascos de aceite para lámparas. En el suelo yacía un guardia muerto que tenía una segunda cabeza pequeña como el puño de un bebé asomando por el cuello de la ropa, junto a la cabeza original.

El guía se estremeció al verlo.

—Pobre desdichado. Tratadlo bien. Era un buen hombre.

—Mejor de lo que te trataremos a ti —dijo Reiner.

—¿Qué? —El muchacho se volvió y dio un respingo cuando Reiner apoyó la daga contra su yugular—. ¿Qué estáis…?

Gert le tapó la boca por detrás con una de sus manazas y le inmovilizó el brazo de la espada con la otra. Lo hizo entrar marcha atrás en el almacén, mientras Reiner continuaba apoyándole la daga en la garganta.

Los demás entraron tras ellos. Diez personas y el ataúd quedaban realmente muy apretados. Franka apenas pudo cerrar la puerta.

—Y ahora, muchacho —dijo Reiner, que agitó la daga ante los asustados ojos del guía—, ¿dónde está la escalera por la que se llega a los niveles inferiores? Y has de saber que si intentas gritar, morirás mientras inspires el aire para hacerlo. —Le hizo un gesto de asentimiento a Gert—. Déjalo hablar.

El muchacho inspiró. Estaba temblando.

—No…, no os lo diré. Prefiero morir.

Reiner sonrió bondadosamente.

—Muy valiente, muchacho, pero ¿eres lo bastante valiente como para no morir?

—¿Para…, para no morir? —preguntó el joven, confuso.

—Sí —respondió Reiner—. Morir es fácil. Todo acaba en un segundo. Pero Gert sabe cómo partir el cuello de un hombre de modo que pierda toda capacidad de movimiento en las extremidades y, sin embargo, no muera. ¿Te lo imaginas? ¿Vivo dentro de un saco inerte de piel y huesos, incapaz de moverte o comer por ti mismo, limpiarte el culo o hacerle el amor a tu adorada durante los próximos cincuenta años? ¿Eres lo bastante valiente como para enfrentarte con eso?

—¡No traicionaré a la condesa! —farfulló el muchacho—. No traicionaré a mi ciudad…

Gert comenzó a torcer la cabeza del muchacho y fue aumentando la presión poco a poco.

—¿Estás seguro? —preguntó Reiner.

Los ojos del muchacho se salían de las órbitas. Tenía la cara de color rojo brillante. Gert torció un poco más.

—¡A la derecha! —gimoteó el joven, y Gert aflojó la presión—. Hacia la derecha hasta que paséis el lavadero, luego a la izquierda hasta pasar las cocinas, y hacia abajo. Está debajo de los almacenes, y que Sigmar me perdone.

—Y que tú me perdones a mí —dijo Reiner, que golpeó con el pomo de la daga una sien del muchacho. Éste quedó laxo en brazos de Gert.

—Bien —dijo Reiner—. Atadlo y dadme sus llaves. Quitémonos los hábitos.

Gert rió entre dientes.

—¿Partirle el cuello de modo que no se pueda mover? —Se inclinó para atarle las muñecas al joven—. ¿Cómo te inventas esas cosas, capitán?

Reiner se encogió de hombros.

—A causa de la desesperación.

—Mal asunto —gruñó Augustus—, eso de hacerle daño a un muchacho inocente.

—Se interponía en nuestro camino —replicó Reiner con frialdad—. No teníamos alternativa.

—Ninguna alternativa salvo morir —lo corrigió Augustus.

—Ésa no es una alternativa.

Siguieron unos momentos de codazos y maldiciones reprimidas mientras los Corazones Negros se esforzaban por quitarse los hábitos en el reducido espacio.

—Metedlos en el ataúd —dijo Reiner—. También el brazo. Y no os pongáis las máscaras, de momento. Pareceríamos más sospechosos con ellas puestas que sin ellas.

Darius, con aspecto asqueado, extrajo un paquete largo, envuelto en tres capas de papel, del hondo bolsillo del hábito, y lo dejó caer dentro del ataúd, donde aterrizó con un golpe sordo.

—Buen viento —dijo.

Cuando estuvieron preparados, Reiner pasó apretujadamente entre los otros para llegar a la puerta. Una máscara en forma de pico de cuervo, similar a las que tenían los demás, le colgaba alrededor de la cintura, atada a una cinta. Reiner se las había comprado a un buhonero que afirmaba que los protegerían de la locura.

—Bien —dijo mientras apagaba la antorcha—. Dieter, en vanguardia. Jergen, en retaguardia. Vamos a la derecha.

Abrió apenas una rendija y miró al exterior mientras Dieter se reunía con él. Unos pasos de botas hicieron que volviera a cerrarla de inmediato. Esperó hasta que el ruido se desvaneció, y volvió a entreabrir la puerta. Desde la sala de guardia del otro lado del recodo les llegaban voces y el reflejo de la luz de antorchas, pero el pasillo estaba despejado hacia la derecha.

—En marcha.

Los Corazones Negros salieron detrás de Dieter al pasillo a oscuras tan silenciosamente como pudieron. Reiner le echó llave a la puerta al salir y ocupó la retaguardia. Pasado un momento de palpar a ciegas los muros de piedra, la silueta de Dieter se hizo nuevamente visible y oyeron voces femeninas y ruido de agua más adelante. En la pared de la izquierda había una puerta abierta por la que salía luz amarilla. El aire olía a vapor y jabón.

—No es mi novio —dijo una voz aguda.

—Venga, no mientas, Gerdie —cacareó otra—. Te vimos cómo le hacías ojitos. Y está bastante guapo con el uniforme, ¿verdad?

Dieter avanzó con precaución hasta ver el interior. Levantó una palma, y los otros esperaron.

—Así que a ti te gusta, ¿no es cierto? —dijo la primera voz—. Bueno, pues no le gustan las gordas viejas… ¡Ay!, mira esto, no habrá manera de quitarlo. Es sangre, eso es.

Dieter le hizo a Reiner una señal para que avanzara, y al pasar ante la puerta atisbo a un grupo de mujeres que removían ropa sucia dentro de calderos de hierro llenos de agua hirviendo con largas palas de madera. Otra zurcía medias en un rincón.

Dieter fue señalando a los demás Corazones Negros por turno, y pasaron sigilosamente ante la puerta de uno en uno. Las mujeres no apartaron la atención de sus comadreos en ningún momento.

Al otro lado del lavadero se hallaba el corredor de la cocina. Dieter y Reiner se asomaron. Estaba bien iluminado, y de él llegaban voces que se alzaban por encima del ruido de cacharros y el siseo de una cocina atareada. Cinco lacayos que llevaban grandes bandejas sobre un hombro salieron por la puerta de la derecha y avanzaron apresuradamente hacia una umbría escalera situada al final del corredor. Una fregona atravesó el pasillo, cargada con una sartén descomunal.

Dieter frunció el ceño y se frotó el mentón.

—Esto será un poquitín más difícil. Si tuviéramos una de esas granadas de humo de las ratas…

Reiner negó con la cabeza.

—Creo que esto requiere más jeta que acero.

—¿Jeta? —preguntó Dieter.

—Sí. —Reiner se volvió a mirar a los otros—. Bien, muchachos, de dos en fondo, armas al hombro. Dieter, Darius, eh…, haced lo que podáis.

Los Corazones Negros formaron, con Hals y Pavel al frente.

—Y ahora —dijo Dieter—, como si estuvierais en vuestra casa. Marchad.

Cogió una antorcha de la pared y echó a andar a paso vivo. Los Corazones Negros pisaban fuerte detrás de él, como si tuvieran un cometido importante.

Reiner le hizo un gesto a un lacayo que llevaba una bandeja, para que se apartara.

—A un lado, amigo.

El hombre los dejó pasar con una mirada de hosca paciencia, y luego los siguió. Los cocineros y los ayudantes de cocina alzaron la mirada cuando pasaron, pero no les echaron una segunda mirada. Al llegar a la escalera, Reiner condujo a los Corazones Negros hacia abajo, mientras el lacayo subía. Reiner suspiró de alivio. Nadie había notado nada raro.

Mientras los ruidos de la cocina se desvanecían detrás de ellos, otros les llegaban desde abajo, y aumentaban con cada escalón que descendían.

—Eso es una lucha —dijo Hals.

—Sí —asintió Pavel—. Ya la oigo.

—En guardia —dijo Reiner, que desenvainó la espada—. Pero no hay necesidad de darse prisa. Dejemos que Danziger y Scharnholt se ocupen del trabajo sucio.

Pasaron de largo por el nivel de los almacenes y continuaron bajando mientras oían el ruido de la refriega. Al entrar en el último tramo de la escalera, vieron sombras que luchaban en la luz que salía por una arcada amplia.

Reiner alzó una mano, y los Corazones Negros se detuvieron.

—Poneos las máscaras —susurró.

Todos se pusieron los negros picos de cuervo ante la cara. Reiner esperaba que no tuvieran que luchar con las máscaras puestas, dado que los agujeros oculares privaban de visión periférica.

Cuando volvieron a ponerse en marcha, un cuerpo atravesó la arcada volando y derramando sangre. Un hombre con peto negro lo siguió y le clavó una estocada en el pecho para rematarlo. El asesino alzó la mirada y dio un salto al ver a los hombres en la escalera. Era Danziger.

—¿Quién…? —jadeó, y luego se relajó—. ¡Ah, sois vosotros! Llegáis tarde. Venid. Ya hemos entrado.

Lo siguieron al interior de una sala cuadrada y de techo bajo, donde había una robusta puerta de hierro en una pared. El lugar estaba abarrotado por los hombres de Danziger y Scharnholt, ocupados en matar a los doce guardias que vigilaban la puerta. Scharnholt se encontraba en el centro, dirigiendo la operación con descuidados gestos de una mano, mientras con la otra se secaba la redonda cara con un pañuelo blanco de hilo. Reiner reparó en que había hombres, tanto en la compañía de Danziger como en la de Scharnholt, que llevaban pértigas cortas atadas a la espalda para transportar la piedra conductora.

—Pedermann, la puerta —dijo Scharnholt—. Dortig, degüéllalos a todos. Estos hombres nos conocen. No podemos dejar supervivientes. —Frunció el ceño cuando Danziger se le acercó con los Corazones Negros—. ¿Quiénes son éstos?

—Más de los nuestros —replicó Danziger—. Servidores que no se atreven a mostrar su rostro.

Reiner sonrió para sí mismo. Danziger estaba repitiendo sus palabras al pie de la letra.

—Ya veo —dijo Scharnholt con los labios fruncidos—. Espero que sepan luchar tan bien como servir.

—Os aseguro, mi señor —dijo Danziger—, que son muy capaces.

—Dejaré diez hombres aquí —dijo Scharnholt mientras sus soldados abrían la puerta— con la historia de que tropezaron con unos adoradores que estaban asesinando a los guardias y los hicieron huir, para luego hacerse cargo de la vigilancia de la puerta hasta que pudieran llamar a otros guardias.

Danziger guardó un instante de silencio, y le lanzó a Reiner una mirada sabia antes de sonreírle a Scharnholt.

—Un plan admirable, hermano. Pero nuestros hombres deben compartir este peligroso cometido. Me sentiría como un irresponsable si dejara que cargarais totalmente con ese riesgo.

Scharnholt alzó una ceja.

—¿Lo que percibo es desconfianza, hermano? ¿No estamos unidos como uno solo en esto?

—En efecto, estamos unidos —dijo Danziger, indignado—. Por eso me ofrezco a compartir el peligro con vos. Tal vez sois vos quien desconfía. ¿O confundís la preocupación con la desconfianza porque planeáis una traición?

—¿Habla de traición quien traicionó a mis seguidores con Valdenheim y Teclis cuando ya teníamos la piedra? —preguntó Scharnholt, al mismo tiempo que se llevaba una mano a la empuñadura de la espada.

Danziger hizo lo mismo.

Reiner avanzó para intervenir.

—Mis señores —dijo, imitando un acento arrastrado de Talabheim para enmascarar su voz—. Por favor, recordad qué propósito nos trae aquí. —Quería que los dos nobles se enfrentaran, pero todavía no; no antes de que le abrieran la cámara.

Scharnholt soltó la espada.

—Vuestro hombre habla sabiamente. Éste no es sitio para discutir. Muy bien, compartiremos el cometido. —Se volvió hacia la puerta—. Las mazmorras están en el mismo nivel que la cámara y cuentan con sus propias guardias. Haré las cosas de manera que el ruido de nuestra batalla no se propague, pero no debéis permitir que los hombres con quienes luchemos puedan escapar para avisar a los guardias de las mazmorras. Ahora, en marcha.