15: Tenemos esta noche

15

Tenemos esta noche

Reiner giró una salchicha sobre el pequeño fuego que Jergen había encendido en la bodega de una tonelería del barrio de los comerciantes. Una luz sanguinolenta se filtraba a través del piso hundido de la planta de encima. Reiner, Franka, Jergen, Augustus y Darius estaban sentados a la luz del fuego y se preparaban una comida de salchichas, pan negro y cerveza, por la que habían pagado diez veces más del precio normal. A Reiner no le importaba el dinero. Pagaron con el oro de los soldados muertos, y al menos habían encontrado comida que comprar. Era algo que resultaba cada vez más difícil, porque los campesinos de fuera de la ciudad se mantenían alejados por miedo a la locura, y el saqueo y los robos habían aumentado en los vecindarios.

Reiner recorrió a sus compañeros con la mirada y rió entre dientes, sin alegría. ¿Ése era el grupo de valientes aventureros que iban a atacar la casa de la condesa y robar la piedra conductora ante las narices de un centenar de guardias? Franka contemplaba el fuego con ojos vidriosos. Los dedos de la mano en que Jergen tenía el tajo estaban tan hinchados que apenas podía cerrarla. Dieter giraba la cabeza de un lado a otro como si tuviera un tirón en el cuello. Augustus estaba tan silencioso como Jergen. Darius mascullaba para sí mismo. Nadie parecía propenso a conversar con los demás.

Unos pasos inseguros de pies calzados con botas hicieron crujir las tablas del piso superior. Todos miraron hacia lo alto, y hasta ellos llegó la voz de Hals.

—¿Esh aquí? —preguntó con voz de borracho—. A mí me parecen todosh igualesh.

—Creo que ssí —replicó la voz de Pavel—. Recuerdo lo barrile.

Las botas fueron hacia la escalera.

—No importa si no lo es —dijo Gert en voz alta—. Podemos con cualquier bestezuela que pueda acechar en la oscuridad. Somos tipos duros, eso es lo que somos.

Los tres piqueros bajaron a trompicones por la escalera y lanzaron gritos de alegría al ver a los otros.

—¡Aquí estamos, muchachos! —gritó Gert.

—O dije que era el ssitio —dijo Pavel.

—¡Larga vida a losh Corazonesh Negroshl —saludó Hals con voz enronquecida.

—¡Silencio, borrachos estúpidos! —susurró Reiner—. ¿Es que os habéis bebido todo el alcohol de la ciudad?

Hals se llevó un dedo a los labios, y los otros soltaron risillas tontas. Ocuparon sitios en torno al fuego.

—Lo shiento, cabitán —dijo Hals—. Bebimoss un boco bara que las lenguass sepushieran en movimiento. Eshoss de Talabheim shaben guardarshe lash cosash.

—Espero que no os hayan dicho nada —murmuró Augustus.

—No, no, ssí que noss han conta o —dijo Pavel—. Pero sson mala noticia.

—Sí, muy malas —dijo Gert—. Muy malas.

—¿Cómo de malas? —preguntó Reiner con expresión ceñuda.

—Bue —dijo Hals mientras ensartaba una salchicha con un palo y la sujetaba sobre las llamas. A continuación habló con mayor lentitud y atención—: Nos encontramos con algunos de los muchachos de von Pfaltzen en la taberna El Roble y la Bellota. Acababan de salir de las profundidades de la mansión de la condesa, donde vigilaban no sabían qué que había en la cámara del tesoro de la casa.

—No les han confiado el secreto a los soldados rasos —explicó Pavel, que también se esforzaba por hablar correctamente—, pero saben que es algo importante. Todos los nobles han estado sonriendo de oreja a oreja y dándose palmadas en la espalda por alguna victoria.

—Y nosotros sabemos cuál, ¿verdad? —dijo Gert con un guiño.

—¿Así que está en la cámara del tesoro? —preguntó Reiner.

—Sí —confirmó Hals—. La cámara está a tres pisos por debajo de la vieja roqueta, debajo de las cocinas y los almacenes, junto a las mazmorras. Se ha doblado la guardia ante ella, y en lo alto de la escalera que baja hasta las mazmorras.

—Eso no es lo malo —dijo Pavel—. Lo malo es que la cámara tiene tres cerraduras. Y las tres llaves de esas tres cerraduras las tienen tres capitanes diferentes de tres turnos de guardia distintos.

Reiner alzó cuatro dedos.

—Así que tenemos que atravesar el portón del distrito, el de la casa de la condesa, la puerta que va a las mazmorras y la de la cámara del tesoro, y volver a salir con un bloque de piedra de media tonelada. Encantador.

—Y tampoco podremos pasearnos tranquilamente por la casa —dijo Pavel—. Hay guardias y sirvientes por todas partes. Seguro que alguien se fijaría en nosotros.

—¿Conocéis los nombres de los capitanes que tienen las llaves? —preguntó Reiner.

Hals, Pavel y Gert se miraron entre sí con el ceño fruncido.

—¿Uno de ellos no era Lossberg, o Lassenhoff, o…? —preguntó Gert.

—¿Bromelhoff? —preguntó Gert—. ¿Bramenhalt?

—Era Lundhauer —dijo Pavel con determinación—. ¿O… Loefler? ¿Lannenger?

—Así que no conocemos los nombres —concluyó Reiner con un suspiro—. Tendremos que hablar con más guardias.

—Capitán —dijo Hals con aspecto mareado—. Tendríais que traernos de vuelta si esta noche tuviéramos que beber más para arrancarles más respuestas a los guardias.

—Y dudo que recordáramos los nombres aunque nos los dijeran —masculló Pavel.

—Iré yo —dijo Reiner—. Vosotros, compañeros, no habéis aprendido el truco de jugador de sólo aparentar que se bebe.

—Malas noticias —dijo la voz de Dieter detrás de ellos.

Los Corazones Negros dieron un respingo. El ladrón se encontraba al pie de la escalera. Nadie lo había oído acercarse.

—¡Qué sorpresa! —dijo Reiner, secamente.

Dieter se aproximó al fuego y hundió una jarra en el barril de cerveza abierto. Bebió un sorbo y se sentó.

—Me he ocupado de lo de Scharnholt, como pedisteis —dijo—. He encontrado un sitio en el exterior de la ventana de la biblioteca desde donde he podido escuchar sus idas y venidas sin ser visto. —Al sonreír, enseñó dientes afilados—. No está contento ese caballerete Scharnholt. Alguien a quien llama su «maestre» no está muy satisfecho con él. Han pasado unos cuantos mensajeros para decírselo.

—¿Eso es una mala noticia? —preguntó Gert—. Los problemas de Scharnholt no son malas noticias para nosotros.

—Aún no he llegado a las malas noticias —contestó Dieter, fastidiado—. La mala noticia es que Teclis se ha recuperado, y según Scharnholt, tiene intención de ejercer su magia mañana sobre la piedra. La encerrará bajo tierra, en alguna parte, con protecciones, maldiciones y sortilegios tan abundantes como para que nadie la encuentre jamás, y mucho menos que la robe.

—Así que —dijo Reiner, a quien se le cayó el alma a los pies— tenemos esta noche.

—¿Esta noche? —preguntó Hals, consternado—. ¿Es posible, capitán?

—Todavía hay algo peor —dijo Dieter.

Todos se volvieron a mirarlo.

—Si intentamos hacernos con la piedra esta noche —continuó—, tendremos compañía. El «maestre» le ha ordenado a Scharnholt que se apodere de ella. Convocó una reunión para una hora después de la puesta de sol, con el fin de poder trazar planes.

Se oyeron gemidos de los Corazones Negros, pero Reiner sonrió.

—¡Ja! —dijo—. ¡Es la mejor noticia que hemos tenido!

—¿Qué? —Preguntó Pavel—. ¿Por qué lo dices?

—Otra máxima de jugador —replicó Reiner—. De la confusión nace la oportunidad. —Miró a Dieter—. Tenemos que asistir a esa reunión. ¿Sabéis dónde la celebrarán?

Dieter negó con la cabeza.

—No, pero no será ningún problema seguir a Scharnholt hasta donde vaya.

—¿Aunque os acompañe yo?

Dieter lo miró de arriba abajo con desprecio.

—Nos las apañaremos.

Reiner había esperado que Scharnholt se escabullera de su casa por la puerta trasera, con capa y máscara, furtivamente, y en consecuencia vigilaron la puerta posterior. Pero Scharnholt estuvo a punto de escapárseles cuando salió abiertamente, en el carruaje, y atravesó el distrito de la Gran Mansión por la calle principal.

Dieter y Reiner lo siguieron hasta un edificio antiguo, de piedra, que se alzaba al borde de un parque llamado Lomas de la Corneja Negra. Era el tipo de construcciones que principalmente podían encontrarse en la periferia del distrito de la Gran Mansión, y todos tenían estandartes colgados encima de la puerta. Se trataba de las casas capitulares de las órdenes de caballería de Talabheim, pero algunas lo eran de órdenes que tenían caballeros por todo el Imperio. En otros casos, se trataba de órdenes fundadas por familias nobles de Talabecland, o por grupos de caballeros que se habían reunido allí con algún propósito grandioso en tiempos pasados.

Desde la sombra de un alto seto de tejo, Reiner y Dieter observaron cómo Scharnholt entraba en la casa capitular de los Caballeros del Corazón de Buena Voluntad, cuya divisa era un corazón coronado que sujetaban dos manos rojas. Llegaron más carruajes, así como hombres a caballo, y algunos a pie.

—¿Es posible que sea aquí? —preguntó Reiner—. Tal vez haya hecho una parada a medio camino.

—Es la hora —dijo Dieter.

—¿Una orden corrupta? —se preguntó Reiner en voz alta—. ¿O no saben lo que se hace bajo su techo?

Dieter se encogió de hombros.

—Será mejor echar un vistazo.

Reiner miró el edificio con escepticismo. Tenía las proporciones de una casa urbana, pero estaba construida como un castillo, con un patio detrás de una puerta fortificada, y poco más que saeteras en lugar de ventanas.

—¿Estáis seguro de que podéis lograr que entremos?

—Siempre hay un modo de entrar —dijo Dieter cuando echó a andar por la calle en dirección opuesta a la casa capitular—, aunque a veces sea el asesinato.

Reiner lo siguió hasta media manzana, donde atravesaron la calle y se escabulleron entre dos viviendas. Como sucedía con todas las casas capitulares, ésta tenía grandes establos en la parte posterior, cuyas puertas daban al parque, que estaba dividido en corrales de entrenamiento para caballerías, patios de torneo, estadios para carreras y pistas de tiro con arco, de propiedad colectiva, todos desiertos a esa hora. Reiner y Dieter avanzaron sigilosamente a lo largo de los setos para regresar al edificio de la Orden del Corazón de Buena Voluntad.

—Esperad aquí —dijo Dieter—. Podría haber alguna patrulla.

Y la había. Momentos más tarde, dos guardias vestidos con los colores de la orden rodearon la esquina derecha del patio de establos hacia el herboso callejón que había entre la casa capitular y la vecina de la izquierda. Se veía un resplandor mortecino tras las ventanas de cristales coloreados.

—Allí, tal vez —dijo Dieter.

—¿En la capilla de Sigmar? —preguntó Reiner—. Eso sí que es tener morro.

Dieter estudió la capilla. Las ventanas de cristales coloreados se encontraban a dos pisos de altura, con contrafuertes rematados por grifos entre ellas.

—Es fácil trepar —dijo—. Subiré y os echaré la cuerda. Atáosla al cinturón antes de trepar, para que no quede abajo, ¿de acuerdo? No quiero dejarla colgando, que podrían verla.

—De acuerdo —replicó Reiner.

Cuando los guardias volvieron a girar en el callejón herboso, Dieter salió, agachado y en silencio, y trepó por uno de los contrafuertes sin esfuerzo aparente. Al llegar a lo alto, sacó una cuerda del saco que llevaba y la ató alrededor de una gárgola.

Reiner estaba a punto de salir al descubierto para seguirlo cuando Dieter alzó una mano. Se ocultó mientras los guardias volvían a aparecer y desaparecer, y luego Dieter dejó caer la cuerda y le hizo una señal. Avanzó con prisa e intentó ser tan silencioso como Dieter, pero sus pies golpeaban la hierba con sonido sordo, y hacía ruido con los codos al rozar los arbustos que atravesaba. Se sentía tan sigiloso como una horda de orcos en marcha.

Reiner llegó al contrafuerte, se ató la cuerda al cinturón y comenzó a trepar por ella. A pesar de todas las carreras, luchas y escaladas recientes, no le resultó fácil. Los brazos le temblaban antes de llegar a media altura. Raspó con uno de los zapatos las piedras al intentar apoyarse, y oyó un gruñido de aversión en lo alto. Al fin, Dieter lo izó por el cinturón hasta lo alto del contrafuerte, donde quedó tendido como un jadeante saco de patatas.

—No lograríais ser un ladrón de segundos pisos, caballerete —susurró Dieter.

—Ni jamás he querido serlo —replicó Reiner—. Es Manfred quien me pone en estas indignas posiciones.

—Silencio.

Dieter izó el resto de la cuerda mientras Reiner contenía el aliento. Los guardias aparecieron debajo de ellos, murmurando entre sí, y pasaron de largo sin alzar la mirada.

—Vamos —dijo Dieter—. Veamos qué podemos ver.

Sacó un botecito tapado del bolsillo y extrajo de dentro una bola de masilla, que presionó contra el vitral. Luego, sacó una herramienta de vidriero y trazó un círculo irregular en torno a la masilla, que sujetó a continuación con una mano mientras le daba unos golpecitos muy suaves al cristal. Se oyó un chasquido, y Reiner quedó petrificado. Dieter agitó ligeramente la masilla, que retiró con un disco de vidrio.

—Probad a mirar, caballerete —dijo, y se deslizó detrás de Reiner, sobre el contrafuerte.

Reiner apoyó un hombro contra la pared de la capilla y se inclinó hacia el agujero. Hasta él llegó un murmullo bajo de voces, pero al principio no vio más que vigas y bancos. Sin embargo, al cambiar un poco de posición localizó el altar, y estuvo a punto de caerse del contrafuerte.

Quizá en otros tiempos había sido una capilla de Sigmar, pero ya no lo era. El sencillo altar había sido cubierto con rico terciopelo del azul más intenso, con símbolos arcanos bordados en oro que parecían retorcerse ante los ojos de Reiner. Sobre el paño había tres someros cuencos de oro con brasas de intenso brillo dentro. El martillo de Sigmar, que debería haber estado colgado encima del altar, había sido reemplazado por lo que parecía el esqueleto de un niño, que pendía atado por los tobillos, totalmente cubierto de pan de oro y remolinos de lapislázuli, y era eso lo que había hecho que el corazón de Reiner diera un salto, porque el cráneo tenía ojos que parecían mirarlo directamente a él.

Cuando aquello no extendió un esquelético brazo para señalarlo, Reiner controló la agitada respiración y continuó examinando la capilla. Un grupo de hombres silueteados por la luz ocupaban los bancos cercanos al altar, de cara a otro que se encontraba de pie. Todos llevaban ropón, la mayoría de color azul y oro, pero en el caso de unos pocos era de color púrpura y negro. El hombre que estaba de pie llevaba el más rico de todos, con más oro que azul, y también tenía puesta una máscara. Aunque la cara y cada centímetro de él estaban cubiertos por pesadas telas, su presencia resultaba tangible incluso desde el sitio en que se encontraba Reiner.

Acercó un oído al agujero, y las palabras murmuradas se hicieron más discernibles. Contuvo la respiración y prestó toda la atención posible.

—Maestre —gimoteó la voz de Scharnholt—, maestre, con toda humildad, objeto esta alianza con los seguidores del color púrpura. ¿Acaso no condujeron, hace apenas unos días, a las fuerzas del maldito Portador del Martillo hasta nuestra cámara de invocación secreta e interrumpieron el ritual de destrucción?

—Lo hicieron —respondió el maestre con un siseo susurrante—. Y precisamente por eso los hemos invitado a este coloquio. Las metas del que Transmuta las Cosas y del Señor del Placer no siempre coinciden, pero en este caso nuestros planes corren en paralelo. Es una necedad luchar unos contra otros cuando el regreso de Talabheim al Caos favorece a ambos patrones.

—Ésas son bonitas palabras —dijo otro hombre, cuya cara Reiner no podía distinguir—, pero ¿cómo podemos confiar en vosotros? No por nada es conocido Tzeentch como el Dios de las Muchas Caras. Esta cara presenta una sonrisa, pero ¿y las otras?

Reiner se quedó boquiabierto. Era la voz de Danziger. ¿El estricto tesorerillo era un seguidor de Slaanesh?

—¿No os hemos confiado nosotros el emplazamiento de nuestro cuartel general secreto? —preguntó el maestre—. ¿No podríais entregarnos a la condesa con una sola palabra? Sin duda, eso es prueba suficiente de nuestras intenciones.

Danziger guardó silencio durante un momento.

—Muy bien —dijo luego—. ¿Y tenéis un plan para apoderaros de la piedra?

—No nos apoderaremos de ella —replicó el maestre.

Los hombres encapuchados alzaron la mirada con sorpresa.

—¿Por qué arriesgarnos a que nos la vuelvan a quitar cuando hay una alternativa mejor? —continuó—. Puesta en libertad por el desplazamiento de la piedra élfica, la piedra de disformidad les confiere a los hechizos de nuestros brujos más potencia de la que han tenido jamás. Cuando antes se necesitaba a un centenar de iniciados para invocar siquiera al más inferior de los moradores del vacío, ahora sólo diez pueden invocar a un señor demonio. Y eso haremos. Una vez que abramos la cámara del tesoro, invocaremos a un ser infernal dentro de la mansión y le imploraremos que se lleve la piedra conductora al vacío para alejarla por siempre del alcance de Teclis.

—Un plan brillante, maestre —dijo Scharnholt, obsequioso.

—Pero la cámara está muy bien protegida —objetó Danziger—. ¿Acaso el señor no podría forzarla y llevarse la piedra?

El maestre suspiró.

—Ése es el problema que hay con los seguidores del Señor del Placer. No les gusta trabajar. Por desgracia, sólo en los niveles más profundos, mucho más abajo de las mazmorras de la mansión de la condesa, serán las emanaciones de la piedra de disformidad lo bastante fuertes como para permitir que nuestros magos invoquen a alguien grandioso que tenga bastante poder. Tenemos que llevar la piedra hasta allí, o fracasaremos. Por suerte —continuó—, nuestros patrones os han bendecido a ambos con una posición y un poder que os permiten entrar con vuestros hombres a través de las puertas de esa perra taalista sin que os hagan preguntas. Por lo tanto, sólo tenemos que hallar el modo de atravesar las puertas que bajan hasta las mazmorras y abrir la cámara.

—Derrotaremos con facilidad a los hombres que hacen guardia ante la puerta de las mazmorras —dijo Scharnholt—. Y si entonces mis hombres la defienden y dicen que los guardias fueron asesinados por unos adoradores del Caos que hemos hecho huir, distraeremos la atención de los estúpidos de von Pfaltzen.

—Uno de los capitanes que tienen las llaves de la cámara es de los nuestros —dijo Danziger—, y la entregará por la causa.

—Entonces sólo nos quedan por robar dos, y derrotar a los hombres que hacen guardia ante la cámara —concluyó el maestre.

—Nosotros conseguiremos la llave del capitán Lossenberg —dijo Scharnholt.

—Y nosotros nos apoderaremos de la del capitán Niedorf —añadió Danziger.

—Y juntos, derrotaréis a los hombres de la cámara —declaró el maestre—. Y luego descenderéis a las profundidades. Al fin, se lograrán nuestras metas. ¡Toda la gloria para Tzeentch!

—Y Slaanesh —añadió Danziger.

—Por supuesto —consintió el maestre.

Reiner se apartó del agujero, absorto en sus pensamientos, y se volvió a mirar a Dieter.

—Tenemos que hallar un sitio desde el que podamos verlos salir.

* * *

—¡Señor Danziger! —llamó Reiner—. ¡Un momento de vuestro tiempo!

Reiner y Dieter habían seguido el carruaje de Danziger, que, como el de Scharnholt, había ido abiertamente hasta la Orden del Corazón de Buena Voluntad y de vuelta, hasta que su destino lo había apartado de los vehículos de los otros conspiradores. Entonces, Reiner le dijo a Dieter que se quedara fuera de la vista, y corrió tras el señor, aparentemente solo.

Danziger miró atrás, y sus dos guardias, que estaban sentados con el cochero, se pusieron de pie con una mano sobre la empuñadura de la espada.

A Danziger se le salieron los ojos de las órbitas al verlo acercarse.

—¡Vos! —gritó—. ¿Os atrevéis a dejar ver vuestro rostro, inmundo adorador del Caos? ¡Horst! ¡Orringer! ¡Matadlo!

Reiner se detuvo al disminuir la velocidad del vehículo y saltar los guardias al suelo.

—En efecto, soy un adorador, mi señor —dijo sin alzar la voz—. En efecto, acabamos de asistir a una reunión de adoradores, vos y yo.

—¿Qué? —exclamó Danziger—. ¿Yo, un adorador? ¡Ridículo! —Alrededor de las pupilas del noble se veía el blanco de los ojos—. Matadlo.

—Matadme si queréis, mi señor —replicó Reiner, que retrocedió ante los guardias—, pero debéis saber que Scharnholt tiene intención de traicionaros.

—¿Qué? ¿Traicionar…? —Agitó una mano—. ¡Desistid, Horst! Traedme al villano. Pero quitadle la espada y sujetadle los brazos.

Reiner entregó el cinturón con la espada y entró en el carruaje. Los dos guardias lo apretujaron por ambos lados en el asiento situado enfrente de Danziger.

—¿Estáis loco? —dijo el tesorero con un susurro feroz—. ¿Hablando de cosas semejantes en la calle?

—Os presento mis disculpas, mi señor —dijo Reiner—, pero estaba desesperado por advertiros sobre las traicioneras intenciones de Scharnholt.

Danziger miró a Reiner de arriba abajo.

—¿Quién sois, señor? Tengo la impresión de haberos visto en todos los bandos de este juego. ¿Cómo estáis enterados de los asuntos de Scharnholt? La última vez que os vi, luchabais con uñas y dientes el uno contra el otro.

Reiner inclinó la cabeza.

—Mi señor, hacéis bien en mostraros cauteloso, y admito que mis actos podrían parecer extraños vistos desde fuera. Por favor, permitidme que os lo explique.

—Es lo que debéis hacer —replicó Danziger—. Y explicaros bien, o saldréis de este carruaje con la garganta cortada.

—Gracias, mi señor —dijo Reiner, y tragó—. A principios de este año, mi amo, el que Transmuta las Cosas, creyó conveniente permitir que me situara, junto con mis compatriotas, al servicio del conde Valdenheim, uno de los más influyentes hombres del Imperio. Como su secretario, estaba enterado de los más secretos asuntos del Emperador, y he usado ese conocimiento para aumentar la gloria de Tzeentch.

—Continuad —dijo Danziger, escéptico.

—Cuando la legación de Reikland llegó a Talabheim, intenté ponerme en contacto con el señor Scharnholt y ofrecerle la ayuda que pudiera, pero, antes de que lograra hacerlo, vos abordasteis a Valdenheim para traicionar a vuestros rivales del culto de Tzeentch con el fin de apoderaros de la piedra.

—Sólo es lo que él me habría hecho a mí —intervino Danziger, malhumorado.

—En efecto, mi señor —dijo Reiner—. Por desgracia, esto significó que yo me viera forzado, para no quedar al descubierto, a luchar precisamente contra el hombre al que pretendía ayudar. —Suspiró—. Naturalmente, cuando por fin nos encontramos, el señor Scharnholt pensó que era un falso adorador de Tzeentch, y dijo que debería haberme vuelto contra Manfred dentro de las cloacas y que debería haber ayudado a los que tenían la piedra en su poder. Le expliqué que eso habría sido un suicidio, cosa que, debido a mi posición privilegiada, habría desagradado a Tzeentch. Pero se negó a entenderlo. —Reiner sorbió por la nariz—. Y no quiso incluirme en sus planes para recuperar la piedra.

—Eso parece realmente muy propio de Scharnholt —murmuró Danziger—. ¡Burro pomposo!

—Como ya sabéis, luego engañé a von Pfaltzen para que entraran en las cuevas con el fin de robar la piedra mientras ellos luchaban con los hombres rata, pero Scharnholt me atacó por la espalda e intentó llevársela él. Después de eso…, bueno, me harté.

Reiner suspiró.

—Tal vez soy un mal estudiante, pero siempre había pensado que los seguidores del Gran Traidor debían traicionar a los infieles, no traicionarse unos a otros. —Miró a Danziger con tristeza—. Por eso he acudido a vos. Quiero aprender más sobre Slaanesh, para quien la traición no es un sacramento, y para advertiros que Scharnholt podría volver a poner en peligro la causa del Caos por intentar alzarse con toda la gloria.

El tesorero se inclinó hacia adelante.

—¿Qué tiene intención de hacer?

Reiner bajó la voz.

—Mi señor, tiene intención de conducir a von Pfaltzen para que caiga sobre vosotros cuando concluya la ceremonia en las profundidades de la mansión. Ayudará a von Pfaltzen a mataros, os denunciará como adorador y se convertirá en héroe por haber descubierto vuestra conspiración.

Danziger hizo una mueca de desprecio.

—Siempre le ha importado más su posición mundana que el bien del Caos. Quiere destruir el Imperio y gobernarlo él. Pero… —se mordió el labio inferior—. ¿Cómo va a hacerlo?

—¿Recordáis que dijo que sus hombres guardarían la entrada a los niveles inferiores? —preguntó Reiner—. Lo hace para que le permitan salir y dejaros atrapados dentro mientras llama a von Pfaltzen.

Danziger palideció.

—Pero…, pero ¿cómo voy a impedir que eso ocurra? Debemos destruir la piedra, y sin embargo…

—Es simple —dijo Reiner.

—¿Simple? —preguntó Danziger, esperanzado.

—En efecto. —Reiner abrió las manos ante sí—. No permitáis, en ningún momento, que los hombres de Scharnholt defiendan una posición en solitario. Decidle que deseáis compartir el honor de defender la escalera de las mazmorras. Si dice que sus hombres deben ir a hacer esto o aquello, enviad también a los vuestros. Advertidles a vuestros hombres que tengan cuidado con las dagas que se clavan en la espalda, y que devuelvan cualquier ataque semejante multiplicado por diez y rápidamente, con el fin de que la lucha no provoque alarma ninguna.

Danziger asintió con la cabeza.

—Sí. Sí, claro.

—Yo os ayudaré, si lo deseáis —dijo Reiner, solemne—. Mis hombres agradecerán la oportunidad de ayudar a Slaanesh y devolverles alguna a los otros.

Danziger frunció el entrecejo.

—Sin duda, Scharnholt os reconocería y sabría qué sucede algo raro.

—No nos verá la cara —dijo Reiner—. Tenemos nuestros propios medios para entrar en la mansión, y llevaremos máscaras cuando nos reunamos con los vuestros en el interior. Le diréis a Scharnholt que somos sirvientes de la mansión y que no nos atrevemos a dejar ver nuestro rostro.

Danziger asintió con la cabeza.

—Muy bien. Slaanesh es un dios cordial, y recompensa la lealtad y la valentía. Ayudadme a poner de rodillas a Talabheim y acabar con Scharnholt, y descubriréis que soy generoso. Traicionadme… —Clavó la vista en los ojos a Reiner, que se encogió ante la fría mirada fija de lagarto—, y nada de lo que hayáis aprendido a los pies con garras de Tzeentch os preparará para la exquisita agonía que puede imponer un seguidor de Slaanesh con un solo toque. —Se recostó en el asiento y agitó una mano—. Ahora, marchaos. Entraremos en la mansión a medianoche.

Reiner se puso de pie e hizo una reverencia mientras los guardias le soltaban los brazos y le devolvían la espada.

—Muy bien, mi señor.

Estuvo a punto de caer de rodillas al bajar del carruaje. El corazón le golpeaba el pecho como si fuera un tambor de guerra de los orcos. Lo había logrado. Había engañado a Danziger para que le permitiera atravesar la puerta de las mazmorras pegado a sus faldones, y esperaba que también le franqueara la entrada a la bóveda. Ahora, lo único que le quedaba por hacer era buscar un modo de escabullirse dentro del castillo y volver a salir de él con media tonelada de roca. Rió amargamente. ¿Eso era todo?