14
Lo único que tenemos que hacer es no hacer nada
Reiner se atragantó.
—Mis señores…, puedo explicarlo.
Yon Pfaltzen se volvió hacia la guardia de Talabheim.
—Quitadles las armas y que se arrodillen. Mis hombres les cortarán la cabeza.
Los Corazones Negros retrocedieron hasta apiñarse, mientras una veintena de arqueros de Talabheim los apuntaban.
—¡Estúpidos chiflados! —dijo Gert—. ¡Nosotros no somos amantes de demonios! ¡Lo habéis entendido mal!
—¿Tienes un plan, capitán? —susurró Pavel, esperanzado.
Reiner negó con la cabeza, perdido. Dejó caer las manos a los lados y se quedó inmóvil. La mano izquierda tocó el bolsillo del cinturón; dentro había tres bultos duros. El corazón le dio un salto. Miró a su espalda. Sólo tres hombres de Talabheim se interponían entre ellos y el túnel por el que había entrado Scharnholt.
—Deponed las armas, perros —dijo el capitán de Talabheim.
—Haced lo que dice —murmuró Reiner—. Luego, cogeos de las manos y preparaos, que va a haber humo.
—¿Humo? —preguntó Darius.
Mientras los Corazones Negros arrojaban las espadas y las dagas al suelo, Reiner metió la mano derecha en el bolsillo y alzó la voz.
—¡Unid las manos, hermanos! ¡Nos enfrentaremos juntos a este martirio, como lo hemos hecho con todas las otras injusticias cometidas contra nosotros!
Cogió una mano de Franka con la izquierda y alzó la derecha, mientras los otros se tomaban de las manos.
Yon Pfaltzen y los demás se quedaron mirándolos fijamente, desconcertados ante la extraña reacción.
—Nos largamos con viento fresco —dijo Reiner, y estrelló contra el suelo las dos esferas que había ocultado en la mano.
Al instante se levantaron grandes nubes de espeso humo negro, que los envolvieron.
—¡Al túnel posterior! —siseó Reiner, y corrió arrastrando consigo a Franka.
—¡En el nombre de Taal, ¿qué…?! —dijo Augustus, sofocado, pero corrió con los demás.
A través del humo resonaban gritos. Una flecha zumbó al pasar junto a un oído de Reiner, que dio un respingo y siguió corriendo. Le escocían los ojos y no dejaba de toser. Los Corazones Negros carraspeaban y jadeaban a su alrededor, chocando unos con otros y tropezando en medio de la nube, que cada vez se hacía más amplia. La mano extendida de Reiner tocó la vidriosa pared, que palpó a derecha e izquierda, presa del pánico. Si no encontraban el túnel, aquello sería una broma muy pesada. ¡Allí! Avanzó hacia las sombras y el humo se disipó. Volvió la vista atrás. Los Corazones Negros aparecieron a tropezones detrás de él, procedentes del oleoso humo, con los ojos cerrados y las lágrimas corriéndoles por las mejillas.
—¡Ahora, corred! —dijo—. ¡No hemos ganado mucho tiempo!
Y corrieron. Aunque no tenían antorchas, los residuos del estallido mágico de los magos rata aún iluminaban el túnel con un mortecino resplandor purpúreo, así que no iban completamente a ciegas. Detrás de ellos sonaron ruidos de persecución: botas que corrían, hombres que gritaban órdenes. Aceleraron pero, casi de inmediato, también oyeron ruidos por delante.
—¡Las ratas! —dijo Franka—. ¡Vuelven!
Reiner miró hacia atrás. El resplandor púrpura se desvanecía al sobrepasar el radio de la explosión. En la oscuridad, Reiner vio una oscuridad más negra aún, situada en la parte inferior de la pared derecha. Más adelante, se movía una luz púrpura constante, que se aproximaba.
—¡Entrad allí! —susurró.
Los Corazones Negros se lanzaron al interior del agujero que había en la parte baja de la pared y descendieron por él a la máxima velocidad posible.
Luego, Pavel se detuvo en seco.
—¡Puaj! —dijo—. ¿Qué es ese hedor?
Los asaltó una horrenda fetidez a muerte. Todos los Corazones Negros se atragantaron, sufrieron arcadas y maldijeron.
Reiner se tapó la boca. Sólo en una ocasión anterior había oído algo tan repugnante: la última vez que había penetrado en los dominios de los hombres rata.
—Es…, es un vertedero de basura de las alimañas.
—¡Atrás! —dijo Darius—. ¡Buscad otro sitio!
—¡Ah! —gritó Franka—. ¿Dónde he metido la mano?
—No podemos quedarnos aquí, capitán —dijo Augustus—. ¡Es repugnante!
—¡Chsss, malditos!
Los hombres rata estaban justo fuera del agujero, ante el cual pasaban en ese momento, chillando alborotadamente. Los Corazones Negros contuvieron el aliento. De repente, las voces de las alimañas aumentaron, y Reiner pensó que los habían descubierto, pero luego, además de los chillidos, oyeron gritos de hombres más lejos.
—¡Retirada! ¡Son demasiados! —dijo una voz.
—Las ratas deben de haberlos pillado —dijo otra—. Volvamos junto a Boellengen.
Aunque Reiner no entendía el galimatías de los hombres rata, le dio la impresión de que las alimañas eran igualmente reacias a trabarse en combate. Retrocedieron más allá del vertedero, entre chillidos, y luego dieron media vuelta y huyeron. El pasadizo quedó en silencio, aunque oían gritos y movimiento a lo lejos.
—Se han marchado —dijo Pavel—. Salgamos de este estercolero.
—No —respondió Reiner—. Esperaremos hasta que todo se haya calmado un poco.
—¡Pero, capitán! —protestó Augustus—. El olor…
—El olor evitará que nadie venga a mirar aquí dentro, ¿verdad? —dijo Reiner—. Cuando todo se haya calmado, seguiremos al ejército de vuelta al exterior, y veremos si podemos apoderarnos de la piedra por el camino.
—¿Pensáis que podréis quitársela a quinientos hombres? —preguntó Darius.
—Será más fácil que robarla de la mansión de la condesa.
Permanecieron sentados y en silencio mientras el zumbido de las moscas y los rumores de las cucarachas parecían aumentar de volumen. La fatiga que Reiner había mantenido a distancia mientras estaba en movimiento se apoderó de él, y le pareció que las extremidades se le transformaban en plomo.
—¿Qué era ese humo? —preguntó Dieter, al fin.
—Un invento de los hombres rata —explicó Reiner—. Una especie de granada, pero sólo hace humo.
—Un truco fantástico —dijo Dieter—. Resulta útil en mi oficio.
Un grupo de hombres pasó ante el agujero, y todos se quedaron inmóviles. La luz que reflejaban las antorchas del grupo iluminó el entorno de los Corazones Negros. Reiner deseó que no hubiera sucedido. Se encontraban acuclillados contra un montón de cadáveres de ratas, grano podrido, huesos mordisqueados, excrementos y maquinaria rota. Pululaban ratas y cucarachas. Los Corazones Negros hicieron muecas; luego, el grupo pasó de largo y volvió la oscuridad.
—Buen trabajo con Rumpolt, capitán —dijo Hals, pasado un momento—. Sólo que habría preferido que hubiera ocurrido antes.
Reiner tragó. Casi lo había olvidado. El conmocionado rostro del muchacho agonizante apareció como un destello ante sus ojos.
—Un minuto antes me habría venido bien —dijo Augustus—. Ese niño loco me hizo un tajo peor que cualquiera de esos amantes de demonios.
Reiner suspiró.
—Condenado muchacho estúpido. No me dejó otra alternativa.
—No siento ninguna lástima por él —dijo Pavel—. Podríamos habernos llevado la piedra de no haber sido por su culpa. No nos dio más que problemas desde el principio. —Bufó.
—Sí —añadió Gert—. Manfred cometió un error con él; eso es seguro.
—No tenía nada que hacer en la profesión de soldado —dijo Franka—, y mucho menos en la de espía.
Se produjo otro silencio, y luego Hals rió entre dientes.
—¡La expresión de la cara de Pavel cuando le atizó con el ladrillo!
Pavel rió.
—Lo habría destripado en el acto de no haber tenido las manos ocupadas.
—¿Y cuándo se cayó en la cloaca? —comentó Augustus con una risotada.
—¡Qué hedor! —asintió Gert.
—No deberíamos burlarnos de los muertos —intervino Franka, pero también ella soltó una risilla.
Volvieron a guardar silencio.
Reiner apoyó la cabeza sobre las rodillas, sólo para descansar los ojos.
—Nos marcharemos dentro de un momento —murmuró—, en cuanto recobremos el aliento.
Reiner alzó la cabeza bruscamente y abrió los ojos. ¿O todavía los tenía cerrados? La oscuridad era igualmente impenetrable.
¿Dónde estaba? Se llevó una mano a la espada, y ésta raspó el suelo. Al ruido respondieron gruñidos y ronquidos.
—¿Quién anda ahí? —masculló Pavel.
—¿Estamos listos para marcharnos? —bostezó Franka.
Un hedor horrendo asaltó la nariz de Reiner, y entonces recordó dónde estaba y lo que debería estar haciendo.
—¡Las compañías! —Se levantó de un salto y se golpeó la cabeza contra el techo bajo del estercolero—. ¡Ay! ¡Maldición! Nos hemos… ¡Ay! ¡Nos hemos dormido! ¡Se han marchado! —Volvió a acuclillarse mientras se frotaba la coronilla—. Que alguien encienda una luz.
—Sí, capitán —dijo Pavel—. Un momento.
Siguió un instante de gruñidos, maldiciones y los ruidos de Pavel al rebuscar dentro de la alforja; luego, un destello de yesca y, finalmente, el anaranjado resplandor brillante de una antorcha. Los Corazones Negros se habían sentado, bostezaban y se frotaban los ojos.
Franka chilló. Estaba cubierta de cucarachas. Todos lo estaban. Se las sacudieron furiosamente de encima a manotadas.
—¡Fuera! ¡Fuera! —dijo Reiner.
Los Corazones Negros salieron precipitadamente del agujero, maldiciendo y atragantándose, y se recobraron en el pasadizo. Reiner miró en ambas direcciones. No había ni un sonido ni una luz.
—¿Cuánto tiempo hemos dormido? —preguntó Franka.
—Te lo diré la próxima vez que vea el sol —gruñó Augustus.
—Creo que bastante rato, maldición —dijo Reiner—. Las compañías deben de haberse llevado la piedra conductora hace rato.
—¿No crees que las ratas la hayan recuperado? —preguntó Hals.
Reiner negó con la cabeza.
—Lo dudo. Están demasiado dispersas, lo que significa que la maldita piedra está…, está en la mansión de la condesa.
Al comprender la enormidad de lo que había dicho, Reiner gimió y se dejó caer contra la pared, para luego deslizarse hasta quedar acuclillado. La piedra conductora estaba en la mansión, protegida por gruesos muros, portones de hierro y un centenar de guardias. ¿Cómo podrían sacarla de allí? No podían. Era imposible.
—¡Maldición! —murmuró—. ¡Maldito sea todo! Estoy demasiado cansado. Ya no me importa. —Se miró el pecho y se abrió la camisa para dejar a la vista los tajos rojos del elfo oscuro—. Valaris, manipulador con piel de cadáver, ¿me oyes? Se ha acabado. Deja que Manfred diga sus plegarias y termina con nuestra miseria. Pon punto y final a esta vida infecta. En el mundo no hay una sola cosa por la que merezca la pena vivir…
Se detuvo al ver que Franka lo miraba boquiabierta. Sus ojos se encontraron. El corazón le latió con fuerza. Ella estaba furiosa. Conocía sus expresiones lo bastante bien como para saber eso: furiosa porque él renunciaba, furiosa porque los estaba matando egoístamente debido a que sentía que no podía continuar. Pero, de repente, ese rostro iracundo fue lo más hermoso del mundo. Habría recibido con agradecimiento una regañina de ella. Contenta o triste, traviesa, malhumorada o mohína, la amaba, y al darse cuenta de eso —de que tenía algo por lo que merecía la pena vivir—, supo que debía continuar. No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo, pero mientras Franka viviera y Reiner le importara lo suficiente como para enfadarse con él, continuaría intentando encontrar el camino de salida de aquella pesadilla.
—Eh… —comenzó, y luego soltó una alegre risa forzada, que a él le pareció el chillido de un gato al ser estrangulado—. Es broma, señor Valaris. Una broma debida al cansancio. No renuncio. No deseo morir, y recuperaremos la piedra aunque todos los caballeros del Imperio se interpongan en nuestro camino; no temáis.
Los Corazones Negros se habían quedado inmóviles y miraban hacia todas partes como esperando que la muerte de Manfred llegara volando desde la oscuridad. Cuando no sucedió nada, se relajaron.
—Capitán —dijo Hals, al mismo tiempo que dejaba escapar el aliento contenido—. Capitán…
Reiner alzó una mano.
—Lo sé, y os pido disculpas. No tenía ningún derecho de incluiros en mi… bromita. Yo… La próxima vez lo someteremos a votación, ¿de acuerdo?
Hals lo miró fijamente durante un largo rato; luego, soltó una risotada y apartó los ojos.
—Loco. Está loco.
Pavel bufó.
—¿Y en qué nos convierte eso a nosotros?
Los demás rieron nerviosamente entre dientes, todos menos Jergen y Franka, que miraban a Reiner con ojos enormes y perplejos.
—Bien —dijo Reiner, que apartó de ella la mirada con cierta dificultad—, será mejor que regresemos a ver qué han hecho con la piedra. Luego ya veremos qué podemos hacer para recuperarla.
—Eh…, capitán —dijo Augustus, mientras los demás se preparaban—. Como soy un buen hombre de Talabheim, me pregunto… —Hizo una pausa, incómodo—. Me pregunto si tal vez no sería lo más correcto hacer…, hacer lo que habéis dicho hace un momento.
—¿Qué? —inquirió Reiner, confuso—. ¿Qué decís, piquero?
—Bueno, todo está como nosotros queríamos, ¿no? —dijo Augustus con lentitud—, eh…, de no ser por el conde, el veneno y demás. La condesa tiene la piedra, y Teclis la colocará en su sitio. Lo único que tenemos que hacer es no hacer nada, y todo se arreglará, ¿verdad?
A Reiner le dio un vuelco el estómago.
—¿Estáis sugiriendo que deberíamos sacrificar nuestras vidas por el bien del Imperio?, ¿qué deberíamos traicionar al señor Valaris y morir para que otros puedan vivir?
Augustus asintió con la cabeza.
—Sí, supongo que eso es lo que quiero decir, sí.
Reiner suspiró. Desde el momento en que Manfred había hecho el trato con Valaris, el capitán había estado buscando una manera de desbaratar todo aquello: entregarle la piedra al elfo oscuro, poner en libertad a Manfred, y luego hacer caer sobre el elfo oscuro el poder de Teclis y el Imperio antes de que pudiera destruirla. Pero al estar Valaris escuchando cada palabra que se decía en presencia de Reiner, no podía contarles sus planes a los demás. Guardaba la esperanza de que sus viejos camaradas lo conocieran lo bastante bien como para adivinar qué le andaba por la cabeza, pero no tenía manera de tranquilizar a Augustus respecto a sus intenciones. En cambio, debía hacerle creer a Valaris que las intenciones de Augustus no eran las suyas.
—Piquero —dijo Reiner—, existe una razón para que el conde Manfred nos diera el nombre de Corazones Negros. Se debe a que no tenemos honor. Somos criminales y sobre nuestras cabezas él mantiene pendiente un lazo. Hacemos su voluntad porque valoramos nuestras vidas más que cualquier amistad o lealtad para con el país, la raza o la familia. No me gusta lo que le sucede a Talabheim, pero si tengo que escoger entre Talabheim y mi propio pellejo, escogeré mi pellejo y beberé en memoria de Talabheim cuando hayamos regresado a Altdorf. ¿Me habéis comprendido?
Augustus lo miró, parpadeando, y por un instante mantuvo una expresión pasmada. Luego, bajó la cabeza y apretó las mandíbulas.
—Sí, comienzo a entender. Supongo que pensaba que vos podríais tener más honor que ese caballerete de puñalada trapera.
—¿Más honor que un conde del Imperio? No seáis ridículo —rió Reiner—. Somos carne de horca. Y ahora —añadió al volverse hacia los otros—, ya basta de charlas. En marcha.
Los demás lo miraban con la misma expresión hosca de Augustus.
Gruñó.
—¿Qué? ¿Os duele que lo exprese con tanta franqueza? ¡Somos villanos! Vamos, adelante.
Los Corazones Negros avanzaron por la periferia de la sala de extracción; se metieron por túneles laterales y se ocultaron de las patrullas de hombres rata hasta hallar el camino de vuelta a la meseta sobre la que antes había formado filas el ejército de hombres. Permanecieron ocultos y bien alejados de la pendiente porque, por debajo de ellos, en el valle en forma de abanico, los hombres rata se reagrupaban y volvían al trabajo. Los soldados del ejército verde engrilletaban a sus rivales de marrón en largas filas, que luego entregaban a los capataces armados con látigos, y éstos los ponían a trabajar con los picos en el frente de arranque de piedra de disformidad y el transporte del material hasta las vagonetas que aguardaban.
El ejército de hombres tenía que haberse retirado muy de prisa con la piedra conductora, porque había dejado a los muertos donde habían caído y la meseta estaba sembrada de ellos: hombres de todas las compañías que miraban con ojos vacuos, mientras la sangre manchaba sus coloridos uniformes. Los Corazones Negros les robaron a los cadáveres los pertrechos y el oro que llevaban, contentos de volver a tener armadura y armas humanas, además de atracarse con los restos de comida que encontraron en los bolsillos del cinturón de los hombres y hacerse con yesqueros y antorchas. Reiner engulló una pata de pollo a medio comer y algo de pan enmohecido. Estaba tan hambriento que le daba igual.
Hals apoyó el asta de una lanza de roble larga y empujó contra ella. Apenas cedió.
—Esto está mejor —dijo—. Resistiría la carga de un caballero.
Franka encontró un arco, y Gert una ballesta, y llenaron las aljabas con saetas y flechas que arrancaron de cuerpos de hombres rata muertos.
Una vez que todos se hubieron pertrechado, Reiner les hizo una señal y comenzaron la larga caminata a través de los arenosos túneles.
Era media mañana cuando, por fin, regresaron a la superficie y se pusieron en marcha a través del barrio de los Árboles del Sebo. Una vez más, los moradores de la zona corrompida parecieron estar más interesados en luchar entre sí que en hacer presa en los Corazones Negros, y la atravesaron sin ser molestados, con las agitadas nubes y extrañas auroras relumbrando incesantemente, arremolinadas en el cielo.
Mientras avanzaban con cautela, Reiner le hizo un gesto a Franka para que se rezagara un poco.
—¿Sí, capitán? —preguntó ella, rígida.
—Sí —replicó Reiner en voz baja—. Sé que no estás nada contenta conmigo en este momento. Mi pequeña rabieta fue impropia, y me disculpo. Pero quiero contarte qué me apartó del borde del precipicio, porque creo que podría haberme arrojado a él; podría habernos matado a todos por malhumorada infelicidad. Pero cuando vi tu cara… —Se sonrojó. Ahora le parecía sensiblero y juvenil, pero era la verdad—. Bueno, se me quitaron las ganas de morirme.
Franka miraba al suelo y sujetaba con fuerza el pomo de la espada.
—Ya veo.
—He sido un idiota —continuó Reiner—, al no confiar en ti, quiero decir. Dejé que me dominara mi naturaleza suspicaz. Sé que uno de nosotros es espía de Manfred, pero también sé (en realidad, siempre lo he sabido) que no eres tú. Simplemente, no he dejado que mi cabeza confiara en mi corazón. Ahora…, ahora están de acuerdo.
—¿Así que esperas que te perdone? —preguntó ella.
A Reiner se le cayó el alma a los pies.
—No, supongo que no. Nunca debería haber desconfiado de ti, para empezar. El delito inicial no puede borrarse, y no te lo reprocharé si nunca me perdonas, por mucho que eso me duela.
—Vuelve a preguntármelo —dijo ella con cierta frialdad— cuando hayamos regresado a Altdorf y brindemos por la memoria de Talabheim.
Reiner se quedó mirándola fijamente.
—¿Tú, eh…? ¿Cuándo…? ¿Quieres decir que…?
Ella se volvió y le presionó el pecho, justo encima de uno de los tajos de Valaris. Él inspiró entre los dientes apretados a causa del dolor.
—No tendrás más respuestas de mí hasta entonces, capitán —acabó ella, y dio media vuelta.
Reiner se frotó el pecho e hizo una mueca de dolor. El corazón le latía con fuerza a causa de la emoción y la confusión. ¿Qué le había dicho? ¿Quería decir que lo perdonaba?, o que creía que era el villano que él le había dicho a Augustus que era? Ella no podía creer eso, ¿verdad? Sin duda… Se detuvo. ¡Qué brujilla! Le había devuelto la jugada; de eso, no cabía duda. Le estaba demostrando cómo se sentía cuando él no confiaba en ella, a menos que no se fiara de él de verdad. ¿Podía estar tan ciega?
A lo largo de todo el camino hasta la barricada del barrio de los Árboles del Sebo, el cerebro de Reiner giró en cerrados círculos de preocupación, y al final, no se sintió más tranquilo que al empezar.