13: No soy un niño

13

No soy un niño

—¿Volver a colocarla? —preguntó Reiner—. ¿Queréis decir, eh…, que vuelva a funcionar como antes?

—Sí, creo que sí —replicó Darius.

Reiner volvió la mirada hacia la cámara, donde la salmodia de los magos rata se hacía más aguda, y el temblor de sus cuerpos se tornaba más violento.

—¿Cómo podéis saberlo?

—Eh…, bueno, la ceremonia que están celebrando parece imitar un ritual de sujeción, y el símbolo del suelo parece una runa élfica.

Todos se volvieron a mirarlo.

—Así que sois mago —dijo Reiner.

—¡No, no! —Darius negó con la cabeza—. Ya os lo he dicho. Son cosas que he estudiado en los libros. No puedo usarlas.

Los otros parecían escépticos.

—Pero ¿por qué iban a intentar colocarla? —preguntó Reiner, al fin.

Darius se encogió de hombros.

Reiner miró de nuevo al interior de la cámara ovalada, mientras se mordía el labio inferior.

—¿Tenéis alguna idea de cómo detenerlos?

—¿Detenerlos? —preguntó Darius, alarmado—. Eso sería muy peligroso.

De repente, la presión empeoró mucho. Reiner sintió como si un gigante le aplastara el pecho. Darius gritó y se tambaleó, con la cabeza entre las manos. Los magos rata comenzaron a chillar la letanía al mismo tiempo que el torbellino de niebla giraba con mayor rapidez y los rayos descargaban en las paredes. El rugido era ensordecedor. Los Corazones Negros retrocedieron.

Reiner zarandeó a Darius.

—¿Qué está sucediendo? —gritó.

—Creo que están perdiendo el control de las energías que han invocado —dijo Darius con la cara contorsionada—. ¡Debemos huir!

—¿Huir?

—Si las energías escapan… —Darius se esforzaba por encontrar las palabras—. ¡Podría suceder cualquier cosa!

—¡Retirada! —gritó Reiner.

No hizo falta repetirlo. Los Corazones Negros echaron a correr por el pasadizo en el momento en que el viento aumentó hasta un alarido y la desesperada salmodia de los magos rata se transformó en frenéticos chillidos. Los rayos los persiguieron, lamiendo el túnel. Saltaron por encima de los cuerpos de las alimañas de negro pelaje.

—¡Detrás de las rocas! —gritó Darius.

Los Corazones Negros aceleraron la carrera y se lanzaron detrás del afloramiento.

Se produjo un restallar de trueno ensordecedor y un cegador destello púrpura que los derribaron al suelo. Una lluvia de polvo y rocas cayó sobre ellos. La gran cámara resplandeció con tal brillo que dio la impresión de que en ella había aparecido un sol púrpura. La sombra del rocoso refugio de los Corazones Negros quedó tan nítidamente definida como tinta derramada sobre papel blanco. Por el techo danzaron rayos que descargaron en la pared de piedra de disformidad como atraídos por un imán. Reiner se sintió como si le estrujaran el cerebro hasta el tamaño de una bellota. En los oídos le gritaban voces extrañas, y era como si tuviera la piel en llamas. Aunque podía sentir el suelo debajo de sus pies, tenía la sensación de estar cayendo.

Con los ojos medio cegados veía hombres rata corriendo hacia todas partes, arañándose los ojos y las orejas. Muchos yacían, muertos, con la cara contraída en muecas de sufrimiento. Muchos otros caían. El pútrido almizcle animal colmaba la cámara. Sus chillidos eran lastimosos.

Luego, la luz se desvaneció, y los rayos cesaron y dejaron la caverna sumida en una oscuridad casi total. La luz púrpura de los hombres rata se había apagado. Sólo continuaban encendidas las antorchas de los Corazones Negros y las que tenían los hombres de lo alto de la meseta. No quedaba un solo hombre rata vivo en la cámara.

Los Corazones Negros se retorcían en el suelo, aferrándose los antebrazos y gritando. Reiner frunció el entrecejo ante ese extraño fenómeno, y de repente, él estaba haciendo lo mismo. El brazo le ardía como si se lo hubieran tocado con un hierro candente. Se lo miró y vio un brillante resplandor azul que manaba a través de la piel. ¡La esquirla de cristal de Valaris! Estaba caliente como un ascua.

—¡Haced que pare! —gritaba Rumpolt—. ¡Sacadla de un tajo! ¡Me quema!

El muchacho sacó la daga, pero antes de que pudiera abrirse la piel, las esquirlas comenzaron a apagarse y enfriarse.

Reiner se sentó; le daba vueltas todo y tenía el pelo lleno de polvo y piedrecillas. Los otros también se incorporaron. Sólo Darius permaneció tendido de espaldas, con la cabeza entre los brazos, susurrando para sí mismo.

—¿Todos enteros? —preguntó Reiner—. ¿Todos en nuestro sano juicio?

—Yo no he estado en mi sano juicio desde que Albrecht me marcó a fuego —refunfuñó Hals, mientras los otros asentían con la cabeza.

Reiner sacudió a Darius.

—¿Erudito?

Darius se estiró lentamente. Sangraba por la nariz.

—¿Ha…, ha acabado?

—Vos lo sabréis mejor que yo.

Darius miró a su alrededor, parpadeando y con temblores.

—Las…, las energías se han disipado, pero aún queda mucho residuo.

—¿Podemos regresar sin correr peligro?

Darius se encogió de hombros.

—No correremos más peligro que aquí.

—¿Regresar? —gritó Augustus—. ¿Estáis loco? Lucharé contra cualquier hombre, bestia o monstruo vivos, pero ¿qué puede hacer una lanza contra eso?

—Pero no regresar será nuestra muerte segura —le recordó Franka.

—Tal vez sea mejor morir por el veneno de Manfred —dijo Augustus.

—No —lo contradijo Reiner al recordar el cuerpo contorsionado y el rictus de muerte de Abel—. No, no lo es.

El capitán se puso de pie y alzó la mirada hacia la meseta, donde la guardia de Talabheim y las otras compañías estaban recuperándose, aturdidas. Las ratas de la pendiente habían huido. Las de abajo estaban muertas, y los cadáveres sembraban el suelo de la caverna.

—Vamos. No tenemos mucho tiempo.

Los Corazones Negros recogieron las armas y las antorchas, y lo siguieron. Rodearon la roca y volvieron a detenerse, con los ojos fijos. El lado del afloramiento que miraba hacia el túnel de la cámara de invocación reflejaba la luz de las antorchas como si fuera de vidrio. De hecho, todas las paredes de la caverna tenían el aspecto de haber sido vidriadas en un horno. Las piedras que antes eran puntiagudas, estaban ahora redondeadas como cantos rodados. El arenoso suelo sembrado de escombros se había fundido en una sola losa pulida y llena de bultos. El túnel se había derretido como cera y brillaba con una luminiscencia interna.

—¡Por Sigmar! —dijo Pavel—. Si eso nos hubiera pillado…

Jergen señaló, en silencio, los cadáveres de los hombres rata negros. Sólo eran huesos, y huesos que relumbraban con luz púrpura.

Aunque Reiner era tan reacio como cualquiera de ellos, continuó adelante. Si aún estaba intacta, la piedra conductora se encontraba a sólo veinte pasos de distancia. Ahora no podía vacilar.

Las paredes del túnel eran tan lisas y fosforescentes como los intestinos de un leviatán del mar profundo. Una luz púrpura las recorría en palpitantes ondas y tornaba la piel de los Corazones Negros de un malsano color gris. Reiner oía siseos y pequeñas detonaciones, como si la roca estuviera enfriándose, aunque el túnel estaba tan fresco como el resto de las cuevas.

Las paredes de la sala de invocación se habían fundido hasta adquirir un brillo vidriado fulgente. De la runa pintada con sangre en el suelo del cuenco somero no se veía ni rastro, pero los braseros de bronce eran ahora charcos de metal. Los magos se habían vaporizado, pero permanecían sus sombras: largas siluetas que se extendían desde el centro hacia las paredes. Reiner raspó una con la punta de la bota. Estaban impresas a fuego en la roca.

El pedestal de piedra sobre el que los hombres rata habían colocado la piedra conductora caía hacia un lado como un pastel al que se le hubieran deslizado las capas, pero la piedra en sí, aunque había caído de lado, estaba totalmente intacta, blanca y limpia como un diente.

—Esa cosa es extraordinaria —jadeó Gert.

—Bueno —dijo Darius—, precisamente.

—Vamos —dijo Reiner—. Recojámosla.

—Esperad —dijo Dieter—. Tenemos compañía. —Señaló hacia un túnel que había al otro lado de la cámara.

Los Corazones Negros se pusieron alerta. Oyeron voces, voces humanas que procedían de ese lado.

Reiner maldijo.

—Apagad las antorchas. De prisa.

La compañía apagó las antorchas contra el suelo y se retiró de la cámara. Aún quedaba luz que permitía ver, un resplandor púrpura que radiaba de las paredes.

Unos hombres entraron cautelosamente en la cámara: el señor Scharnholt y la guardia de su casa.

Los ojos de Scharnholt se iluminaron al ver la piedra conductora.

—¡Ah! —gritó—. Excelente. —Avanzó con el pecho hinchado, y los hombres lo siguieron con mayor cautela—. Venid, todos vosotros, antes de que lleguen los demás. La explosión los ha dejado fuera de juego, pero no por mucho rato.

—Otro oportunista —murmuró Franka, asqueada—. Sólo se preocupa por sí mismo.

—¡Esto será una gran victoria para nuestro amo Tzeentch! —dijo Scharnholt, mientras sus hombres tendían pértigas junto a la piedra conductora—. ¡Alabemos todos al que Transmuta las Cosas por devolvernos la piedra!

—¡Alabemos a Tzeentch! —murmuraron los hombres.

—Padre Taal, protégenos —murmuró Augustus.

Los otros hicieron signos protectores y escupieron por encima del hombro.

—Al menos —dijo Reiner con tono seco—, no piensa sólo en sí mismo.

Hals le lanzó una mirada colérica.

—No puedes bromear con esto, capitán. No podemos dejar vivir a ese amante de demonios.

—No. —Reiner desenvainó la espada de las alimañas. Los otros también se prepararon—. En especial, cuando tiene nuestra piedra. Pero esperaremos hasta que la hayan levantado antes de atacar. No queremos…

—¡Ah! —dijo una voz detrás de él.

Rumpolt llegaba saltando sobre un pie y miraba a Augustus con ferocidad.

—¡Pedazo de zoquete! ¡Me has pisado el pie herido! —siseó.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Scharnholt, y alzó la mirada.

Reiner se volvió hacia la cámara y se quedó mirando a los ojos del noble.

—Los villanos de Valdenheim —gritó Scharnholt—. ¡Matadlos!

—¡Maldición! —dijo Reiner—. Bueno, muchachos, allá vamos.

—¡Mira lo que has hecho ahora! ¡Maldito niño! —le espetó Augustus, que derribó a Rumpolt de un empujón, dio media vuelta y corrió tras los otros, que cargaban hacia los hombres de Scharnholt.

—¡No soy un niño!

Los dos bandos chocaron. Reiner se desvió para ir hacia Scharnholt, pero el regordete señor retrocedió detrás de dos de sus hombres al mismo tiempo que murmuraba y movía los enjoyados dedos. Reiner paró la estocada del primero y se agachó por debajo del barrido del segundo, para luego dirigirle un tajo de través a la pierna que tenía adelantada. La espada cortó la pernera, pero ni siquiera arañó la piel. Reiner frunció el ceño. Augustus clavó la lanza entre el peto y la hombrera del oponente y lo detuvo en seco, pero el hombre se limitó a gruñir y a apartarla a un lado, y Augustus tuvo que retroceder de un salto, desesperadamente, para evitar la estocada de respuesta. Jergen descargó la espada con tanta fuerza sobre el desprotegido brazo de su contrincante que el hombre soltó el arma, pero el tajo no dejó señal alguna en la piel.

Hals retrocedió, sangrando por un corte somero que tenía en el cuello, con la lanza rota llena de tajos y astillada.

—¡Muere, inmundicia! ¿Por qué no sangras?

Reiner miró a Scharnholt. Sus dedos trazaban una jaula en el aire.

—Rohmner, a por Scharnholt. Es obra suya.

Jergen asintió con la cabeza y comenzó a abrirse paso a tajos y empujones hacia el noble. Antes de que avanzara mucho, Reiner captó un movimiento detrás de ellos.

Era Rumpolt, que cargaba hacia la espalda de Augustus con lágrimas en los ojos.

—¡No soy un niño! —chilló.

Augustus luchaba contra dos hombres y no lo oyó. Rumpolt le asestó un trajo de través en la espalda que lo hizo sangrar. Augustus lanzó un grito y avanzó un paso, tambaleante. El pomo de la espada del oponente que tenía a la derecha le golpeó una sien, y cayó como un saco de patatas.

—¡Rumpolt! —gritó Reiner, que intentaba retirarse de la lucha.

Jergen saltó ante Augustus para protegerlo de los adoradores de Tzeentch, blandiendo la espada con tal celeridad que estaba en todas partes a la vez. Hals, Pavel y Gert se desplegaron instintivamente para mantener a los otros a distancia.

—¡Qué estás haciendo, estúpido! —le gritó Franka a Rumpolt por encima de un hombro.

La muchacha se agachó hacia la derecha y casi se lanzó contra la estocada del enemigo. Torció el cuerpo con desesperación. Rumpolt alzó la espada y la dirigió hacia la espalda de Franka.

—¡No!

Reiner retrocedió de un salto de los dos adversarios con los que luchaba, recibió un tajo en una pantorrilla y bloqueó el tajo de Rumpolt.

—¡Cálmate, loco, o moriremos todos!

Rumpolt no atendía a razones.

—¿Por qué todos me gritan? —Atacó torpemente a Reiner, llorando.

Reiner paró el golpe con facilidad y le atravesó el corazón.

Los ojos se Rumpolt se abrieron más a causa de la sorpresa.

—No…, no es culpa mía. —Se aferró a Reiner mientras se deslizaba de la espada, que le desgarró el jubón.

Reiner lo apartó de una patada y se volvió para bloquear los ataques de los oponentes que lo habían seguido. No había tiempo para el enojo ni el remordimiento. Los hombres de Scharnholt habían aprovechado la confusión para rodear por todos lados a los Corazones Negros que se encontraban alrededor de Augustus, y reían cuando las espadas de éstos resbalaban sobre sus cuerpos. Pavel recibió un tajo en un hombro. Incluso Jergen sangraba por una herida que le atravesaba la palma de la mano izquierda. Intentó avanzar otra vez hacia Scharnholt, pero los adoradores de Tzeentch ya conocían sus intenciones y le cerraron el paso.

—Darius —dijo Reiner—, ¿podéis contrarrestar esa magia?

—¿Por qué no queréis escucharme? —gimoteó Darius—. No soy un brujo. Soy un erudito.

—¡Jodida magia! —dijo Hals, que le arrojó la lanza partida a Scharnholt.

El arma le dio en un oído, y Scharnholt gritó. En ese momento, sus dedos se detuvieron en el aire.

Tres de sus hombres cayeron al instante, sorprendidos al desvanecerse su invulnerabilidad.

—¡Ja! —gritó Hals al mismo tiempo que recogía la espada de Rumpolt—. ¡Venid, cobardes! ¡Ahora veremos!

Pero antes de que Hals pudiera asestar otro golpe, una potente voz bramó detrás de ellos.

—¿Qué es esto? ¡Cesad la refriega de inmediato!

Reiner miró hacia atrás. Boellengen, Danziger y von Pfaltzen acababan de entrar, con sus compañías y cincuenta hombres de Talabheim. Reiner oyó que Scharnholt maldecía, y él hizo lo mismo, como un eco. Con un poco más de tiempo, podrían haberse llevado la piedra.

—Mis señores —gritó Reiner, que retrocedió de un salto de la lucha—. ¡Gracias a Sigmar que habéis llegado! ¡Acabamos de descubrir al señor Scharnholt robando la piedra que reclamaba para su amo, Tzeentch!

—¡Locura! —chilló Scharnholt—. ¡Miente!

Los dos bandos retrocedieron, mirándose con desconfianza.

—¡Ha usado magia contra nosotros, mis señores! —continuó Reiner—. ¡Nuestras espadas no podían cortar la carne de sus hombres! ¡Arrestadlo por traidor contra Talabheim y el Imperio!

—¿Qué locura es ésta? —preguntó von Pfaltzen—. ¿Acusáis a un noble y miembro del Parlamento de Talabheim de un crimen tan atroz? ¿Tenéis alguna prueba?

—No puede haber duda alguna de que está marcado, capitán —dijo Reiner—. Ningún seguidor de los Poderes de la Destrucción tan adepto como el señor Scharnholt puede quedar inmaculado ante el toque de su amo. Si le quitarais el peto y…

—¡No seáis ridículo! —dijo Scharnholt—. ¿Cómo podéis escuchar a este probado canalla, mis señores?

—¿Así que vos afirmáis que lo que dice es falso, mi señor? —preguntó Yon Pfaltzen. Parecía que estuviera realmente sopesando el caso.

—No —replicó Scharnholt, cosa que provocó exclamaciones ahogadas entre los nobles—. Es cierto en todos sus detalles, salvo por el hecho de que fui yo quien lo encontró a él intentando robar la piedra. Y él quien usó inmunda magia para proteger a sus compañeros. —Señaló a sus hombres muertos—. Mirad a mis pobres muchachos. Los de él apenas si tienen un arañazo, salvo por el valiente joven que se negó a acatar las malignas órdenes, y lo mataron por eso. Nada que no sea la brujería podría permitir que una chusma como ésta prevaleciera sobre mis bien entrenados soldados.

—¿Quieres probar otra vez? —gruñó Hals.

Reiner le lanzó una mirada cortante.

—Mis señores, por favor —dijo—. ¿Acaso no os traje hasta este sitio como prometí? ¿No habéis encontrado todo lo que dije que encontraríais? ¿No está la piedra a vuestros pies? ¿Por qué iba a mentir ahora?

—Porque teníais la esperanza de apoderaros de ella para vuestros propios fines malignos, mientras nosotros luchábamos contra las alimañas —dijo Boellengen.

—Mi señor —imploró Reiner, maldiciendo interiormente a Boellengen por haber hecho blanco en la verdad—, no sabéis a quién estáis ayudando con ese argumento. Si le preguntarais…

—No me abriré el… —interrumpió Scharnholt.

Boellengen alzó una mano y se volvió a mirar a Reiner.

—Hetzau, hay una manera de que demostréis vuestra credibilidad y logréis que tomemos en serio vuestras acusaciones contra el señor Scharnholt.

—Lo que sea, mi señor —replicó Reiner—. Sólo decid cuál.

—Llevadnos hasta el conde Manfred —dijo Boellengen—. Demostradnos que está sano y salvo, y os escucharemos.

Reiner apretó los puños y se le hizo un nudo en el estómago. No podía hacerlo. Ni siquiera podía mentir y decir que lo haría, porque el elfo oscuro estaba escuchando.

—Mi señor, le he jurado al conde Manfred que no revelaría su paradero bajo ninguna circunstancia. No romperé ese juramento, aunque muera por ello.

Boellengen sonrió burlonamente.

—Si ésa es vuestra respuesta, entonces moriréis, pero lentamente, en el potro de tormento, mucho tiempo después de habernos dicho lo que queremos saber.

Escalofríos de miedo recorrieron la espalda de Reiner. Le aterrorizaba la tortura, pero en igual medida le aterrorizaba el veneno de Manfred, y la esperanza, por pequeña que fuera, de poder escapar antes de que lo llevaran al potro de tormento se negaba a desaparecer. Tragó.

—No traicionaré al conde Manfred.

Boellengen suspiró.

—Muy bien. —Le hizo un gesto con una mano a von Pfaltzen—. Capitán, solicito que arrestéis a este hombre y sus secuaces por intentar robar la piedra conductora y condenar a la ciudad de Talabheim a la locura y el Caos.

von Pfaltzen asintió.

—Con placer.

—¡Esperad! —dijo Scharnholt, señalando a Reiner—. ¿Qué es eso que tiene en el pecho?

Reiner bajó los ojos. El jubón desgarrado se le había abierto y dejaba a la vista parte de la obra del cuchillo de Valaris. Alzó una mano para cerrárselo, pero Danziger avanzó un paso y se lo acabó de abrir de un tirón para descubrir el símbolo que el elfo oscuro le había tallado en el pecho.

Boellengen retrocedió, horrorizado.

—¡Una marca del Caos!

Los señores y sus hombres hicieron la señal del martillo y murmuraron plegarias en voz baja.

von Pfaltzen desenvainó la espada con expresión severa y fría.

—A los adoradores del Caos no se los arresta. Se los ejecuta.