12: Aquí se practica una gran magia

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Aquí se practica una gran magia

Dos grandes ejércitos combatían en el valle de abajo, aunque la acción era tan feroz que resultaba difícil diferenciar los bandos. No parecía haber orden ninguno en la lucha, sino sólo hordas de lanceros —«lanceras, porque son ratas», se corrigió Reiner—, hordas de ratas espadachines y grupos de ratas de ambos ejércitos que deambulaban y disparaban llamas con cañones de latón portátiles. Por todo el campo surgían explosiones de humo verde que hacían que se desplomaran todos los hombres rata de las proximidades a causa del ahogo. Una enorme rata ogro, como aquella contra la que Reiner y los Corazones Negros habían luchado en el fuerte de Gutzmann, deambulaba entre el apiñamiento de lanceros rata, a los que barría con un hacha cuya hoja era tan grande como el escudo de un caballero. Dejaba cuerpos destrozados y ríos de sangre a su paso.

Justo debajo de los soldados de Talabheim y Reildand, sobre la pendiente que descendía desde la meseta al valle, filas de fusileros rata ataviados de marrón disparaban hacia la refriega. Al otro lado de la cámara, fusileros de verde hacían lo mismo. Por todo el campo de batalla los hombres rata morían a decenas, pero salían más de media docena de túneles y pasadizos para sumarse a ambos bandos.

La mayor parte de la caverna estaba compuesta por la misma piedra centelleante que el resto de las cuevas, pero la pared de la derecha era diferente. Se trataba de una superficie negra y lustrosa con una pátina de color verdoso, y cuando Reiner la miró tuvo la sensación de que los susurros mentales que las esquirlas de cristal de Valaris habían ensordecido aumentaban de volumen. Darius tembló, con los ojos fijos en ella. Estaba cubierta de andamiajes desvencijados, de los que colgaban escalerillas de madera, cuerdas, poleas y cubos. En el suelo, ante los andamios, había vagonetas de mina sobre carriles de hierro que desaparecían en túneles y cámaras adyacentes. Ni el ejército verde ni el marrón usaban los andamios para disparar desde ellos, ni los dañaban.

—Esperaba no volver a ver a esos malévolos bujarroncillos —dijo Gert con la nariz fruncida—. ¿Por qué supones que luchan?

Reiner rió entre dientes.

—¿Por la piedra conductora? Esa condenada cosa parece sembrar la discordia a dondequiera que va.

—Pero ¿por qué? —preguntó Franka.

Reiner se encogió de hombros.

El señor Boellengen se ocultó cobardemente detrás de von Pfaltzen, con los ojos fijos en el mar de hombres rata.

—¡Por Sigmar! Nos superan en número por diez a uno.

von Pfaltzen temblaba de justa indignación.

—Esto no puede permitirse. Hay que exterminarlos. Algo así no puede suceder bajo las calles de Talabheim.

—¡Ni en ninguna parte del Imperio! —añadió el padre Totkrieg.

—Pero tal vez deberíamos regresar con más soldados —sugirió Danziger, que se mordía el labio inferior.

—Y artillería —añadió Scharnholt.

—Los sobreestimáis —dijo Schott—. Mirad con qué facilidad mueren. Los haremos huir ante nosotros.

Procedente de un túnel lateral, apareció en la meseta una descomunal rata ogro, cuyos domadores la hacían avanzar a latigazos hacia los fusileros rata que ocupaban la pendiente. Los pistoleros de Boellengen le dispararon a causa del pánico. La bestia rugió y aplastó a uno de los domadores al caer acribillada por las balas. Los otros domadores entraron corriendo en el túnel.

von Pfaltzen y Schott maldijeron.

Schott se volvió a mirar a Boellengen.

—Mi señor, controlad a vuestras tropas.

El daño ya estaba hecho. Los fusileros rata habían oído los disparos y miraban pendiente arriba. Vieron a las compañías y las señalaron entre chillidos. Algunos dispararon y mataron a unos pocos de la guardia de Talabheim, pero la mayoría corrieron hacia el campo de batalla, gritando advertencias.

—Señor Keinholtz —llamó von Pfaltzen—, formad a vuestros lanceros en una triple línea a cuatro pasos por detrás de la pendiente. Aseguraos de que no os pueden ver desde abajo. Situad a los arqueros a la derecha. Señor Boellengen, vos llevaréis a vuestros pistoleros a la izquierda. Arqueros y pistoleros pillarán al enemigo en enfilada según vayan coronando la pendiente. Señor Schott, vos protegeréis a los pistoleros de Boellengen por la izquierda. Yo protegeré a los de la derecha. Los Portadores del Martillo del padre Totkrieg flanquearán al enemigo por la izquierda cuando se haya trabado el combate. Los caballeros del Gran Maestre Raichskell harán lo mismo por la derecha. Señor Danziger, mantened a vuestros hombres detrás de los de Talabheim y cubrid las bajas que se vayan produciendo. Señor Scharnholt, vigilad la entrada del túnel que tenemos detrás, por si nos atacan por retaguardia.

Las compañías se precipitaron a obedecer; corrieron de un lado a otro, mientras las ratas hacían lo mismo abajo, y tanto el ejército verde como el pardo se volvieron para enfrentarse a la nueva amenaza, momentáneamente olvidada su propia pendencia. Avanzaron hacia la pendiente como uno solo, pidiendo sangre humana a gritos.

Reiner miró a su alrededor. Nadie les prestaba la más mínima atención a los Corazones Negros. El señor Boellengen y su compañía ocupaban su posición y cargaban las pistolas, olvidando su cometido como vigilantes de los Corazones Negros.

—Ésta es nuestra oportunidad, muchachos —dijo Reiner en voz baja—. Retroceded hacia el túnel por el que ha salido la rata ogro, como si fuerais a defenderlo.

Se encaminaron hacia él con disimulo y fingieron montar guardia ante el túnel lateral, a pesar de no tener armas. Jergen avanzó hasta donde estaba el domador aplastado, que aún luchaba por salir de debajo de la rata ogro, y que le lanzó una dentellada. Jergen lo dejó sin sentido de una patada, para luego cogerle la daga y degollarlo con ella.

Regresó junto a Reiner.

—Las manos, capitán.

Reiner le presentó las muñecas, y Jergen cortó las cuerdas de un solo tajo.

—Gracias, espadachín.

Miró a su alrededor. Los hombres de Scharnholt se hallaban a la derecha y guardaban la entrada del túnel más amplio. Todos continuaban sin hacerles caso. El resto de las otras compañías estaban de cara a la pendiente, preparadas para la carga de los hombres rata.

—Bien —dijo Reiner—, vayamos a buscar esa condenada roca.

Cuando entraron en el estrecho pasadizo, Reiner oyó un grito a su espalda y se detuvo en seco por pensar que los habían visto, pero era sólo una orden de fuego, a la que siguió de inmediato un estruendo de disparos y los chillidos de los hombres rata que morían. Reiner suspiró y les hizo un gesto a los otros para que continuaran. Pocos metros más adelante, el pasadizo se bifurcaba; una ramificación era curva e iba hacia la izquierda, en dirección al túnel principal, y la otra era una rampa que bajaba abruptamente en dirección contraria al túnel. Cogieron la rampa y vieron, al llegar al final, una abertura triangular que daba a la gran cámara de la batalla. Ante la salida había montones de cadáveres peludos, restos de algún conflicto secundario.

—Armaos, muchachos —dijo Reiner.

A regañadientes, los Corazones Negros rebuscaron entre los cadáveres. Las armas de los hombres rata tenían formas extrañas y estaban pegajosas de fango y porquería.

Hals y Pavel sonrieron despectivamente al probar unas lanzas con punta serrada.

—Palillos endebles —dijo Hals—. Se parten si los miras mal.

Franka y Gert buscaron arcos en vano, porque los hombres rata no parecían usarlos. Franka se decidió por una curva espada corta. Gert cogió una larga. Dieter encontró un par de dagas.

Cuando Reiner se sujetaba una espada y una daga al cinturón, reparó en unas cuantas esferas del tamaño de un huevo que caían del zurrón de un hombre rata. ¡Las granadas de humo de los hombres rata! Había sido víctima de una de ellas la última vez que los Corazones Negros tropezaron con las alimañas ambulantes. Habían secuestrado a Franka ante sus propias narices, en medio de una nube de humo. Recogió tres y se las metió en el bolsillo del cinturón. Jergen se decidió por la espada más grande que pudo encontrar. Rumpolt sacó un fusil de debajo de la pila.

Reiner negó con la cabeza.

—No, muchacho, coged una espada.

Pareció que Rumpolt se sentía insultado.

—¿Ya no confiáis en mí como tirador?

Reiner reprimió un gruñido.

—No es eso. Resulta demasiado peligroso. Las balas están envenenadas.

—Bien. —Rumpolt tiró el fusil.

El arma se disparó con una detonación ensordecedora y la bala rebotó en las paredes. Todos dieron un salto y se volvieron a mirar al muchacho.

—¡Idiota! —le espetó Hals.

—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó Pavel.

—¡Niño loco! —dijo Augustus—. ¿Es que quieres matarnos a todos?

Reiner chistó.

—¡Silencio! —Los miró a todos—. ¿Le ha dado a alguien? ¿No? Adelante, entonces.

Avanzaron hasta la abertura triangular y se asomaron al interior de la cámara. La horda de hombres rata se lanzaba pendiente arriba entre chillidos, agitando las armas con frenética cólera. En lo alto, los pistoleros de Boellengen desaparecieron tras un humo blanco al disparar la tercera descarga. Los hombres rata que iban en cabeza salieron volando de espaldas, pataleando y chillando. Sus camaradas saltaron por encima de los cuerpos con total indiferencia y cargaron contra la primera línea de los de Talabheim, donde penetraron de diez en fondo.

Los lanceros resistieron aunque los hicieron retroceder varios pasos, y comenzaron a acometer con las armas la muralla de pelaje que tenían delante. Las compañías de Totkrieg y Raichskell cargaron contra los flancos del ejército de hombres rata, y sus espadas y martillos comenzaron a subir y bajar como trilladoras.

—Bien, muchachos —dijo Augustus con tono aprobador.

—Pero no podrán aguantar —comentó Pavel, que contemplaba la hirviente masa de hombres rata que había en la pendiente—. Mirad cuántos son.

—¿Es que no se acaban nunca? —gruñó Hals.

—Al menos no mirarán en nuestra dirección —dijo Reiner—. Escabullios hasta aquel túnel ancho de allá. —Señaló hacia la entrada oscura que estaba situada cerca de la pared negra de los andamios.

Los Corazones Negros salieron con sigilo, pegados a la pared de la caverna, manteniéndose todo lo posible detrás de estalagmitas y afloramientos de roca.

Al aproximarse a la pared negra, los susurros del interior de la cabeza de Reiner aumentaron de volumen, y sintió escozor en la piel, como si estuviera demasiado cerca de un fuego. Reparó en que también los otros daban respingos y fruncían el ceño. Hals hizo girar un dedo dentro de un oído como para rascárselo. Darius hacía muecas como si sintiera dolor.

—Piedra de disformidad —dijo Reiner al mismo tiempo que alzaba los ojos hacia la pared con asombro—. Las alimañas están extrayendo piedra de disformidad.

—¿Cómo pueden soportarlo? —preguntó Darius.

Dieter se miró el brazo y se frotó el bulto que formaba la esquirla de cristal del elfo oscuro.

—¿No se supone que esto nos protege? Estoy oyendo el zumbido otra vez.

—Tal vez porque hay demasiada —dijo Darius—. Las esquirlas tienen un efecto limitado.

—Entonces, encontremos la piedra conductora y salgamos de aquí —decidió Hals—. Ya tengo todos los brazos y las piernas que necesito, gracias.

—A mí me vendría bien otro ojo —dijo Pavel, que se tocó el parche ocular mientras caminaban.

Gert gruñó.

—Pero no en medio de la frente.

De la pared sobresalía un afloramiento de gigantescas rocas. Habían comenzado a rodearlo cuando Franka, que había tomado la delantera, se detuvo en seco.

—¡Alto! —dijo—. Más ratas. Vigilan un túnel.

Reiner y Hals avanzaron con cuidado y se asomaron al otro lado de la gran roca. Había doce hombres rata altos, de pelaje negro y ataviados con brillante armadura de bronce, que se ponían de puntillas ante una abertura baja, para intentar ver la batalla por encima de las rocas. Del túnel situado detrás de ellos manaba un parpadeante resplandor púrpura. Reiner y Hals retrocedieron.

—Son los negros —dijo Hals, ceñudo—. Los recuerdo. Villanos duros de pelar, no como el resto de estos raquíticos.

Reiner asintió con la cabeza al recordar las diez terribles alimañas de la mina de oro de Gutzmann que habían estado a punto de matarlo a él y a Franka.

—De todos modos, tengo la sensación de que lo que buscamos está detrás de ellos. Deben guardar algo importante porque si no estarían en la batalla. —Miró a todos los Corazones Negros—. Tendremos que matarlos a todos a la vez para que no den la alarma. ¿Podemos hacerlo?

—¡Ojalá tuviera un arco! —dijo Franka.

—O una armadura —añadió Augustus.

—O una pistola —murmuró Rumpolt.

Los otros asintieron.

—Bien, entonces —dijo Reiner—. Esperaremos hasta la siguiente salva de pistola. El ruido no dejará oír nuestros pasos. Armas preparadas.

Los Corazones Negros sujetaron el arma contra el hombro y se reunieron detrás de la roca, mientras oían los choques y alaridos de la batalla que se libraba detrás de ellos.

La temblorosa voz de Boellengen se alzó por encima del estruendo.

—¡Fuego!

—¡Ahora! —susurró Reiner.

Los Corazones Negros rodearon la roca a la carrera, en tanto los disparos resonaban por la cámara. Por un instante, las alimañas no los vieron venir, y ésa fue su perdición. Tuvieron encima a los Corazones Negros antes de que pudieran desenvainar, con Jergen en cabeza. Le partió el cráneo al jefe en el momento en que éste sacaba la espada, y luego giró para cercenarle un brazo a otro antes de encararse con dos más. Si el escaso peso y la poca longitud del arma saqueada estorbó en algo al maestro de esgrima, no lo demostró. Continuaba luchando como tres de sus compañeros.

Pavel, Hals y Augustus batallaban en hilera como los piqueros que eran, y hacían retroceder a tres hombres rata. Uno chilló, con la lanza de Hals clavada entre las costillas, pero la punta del arma se partió cuando el skaven cayó.

Hals maldijo.

—¿Lo ves? —Se puso a asestar golpes a diestra y siniestra con el asta.

Gert le lanzó un tajo a uno, pero no era un espadachín y logró poco. Rumpolt se enfrentaba con otro, aunque sólo se encogía ante los ataques del hombre rata, y no le lanzaba un solo tajo ni estocada. Darius se escondió y no hizo nada, pero, a esas alturas, nadie esperaba que lo hiciera. Parecía que Dieter se hubiera evaporado.

Reiner luchaba con dos alimañas, pero blandía con torpeza la espada curva de los hombres rata. Franka permanecía junto a él, y cuando uno de los hombres rata le lanzó a Reiner una estocada dirigida al pecho, ella avanzó y le abrió un tajo en la muñeca. La bestia chilló, sorprendida, y Reiner la ensartó; luego, esquivó una estocada del segundo oponente.

Una segunda rata cayó ante Pavel, Hals y Augustus, y ellos acometieron a la tercera, que retrocedió de un salto, chillando. Rumpolt gritó como un eco de ese chillido y cayó, rodando mientras el hombre rata con quien luchaba le asestaba tajos. Jergen, ante cuya enrojecida espada caían otros dos hombres rata, se volvió al oír el grito de Rumpolt y saltó para desviar a un lado el arma del atacante.

Dieter apareció detrás del hombre rata con el que luchaba Gert, y lo apuñaló en ambos costados con las dagas serradas. El enemigo gritó e intentó volverse, pero en ese momento Gert le atravesó el corazón.

Reiner y Franka mataron al segundo oponente, y miraron a su alrededor. Los otros se encontraban de pie ante los hombres rata muertos, jadeantes, y limpiaban las armas.

Rumpolt rodaba por el suelo y se aferraba un pie.

—Me han asesinado —gemía—. Asesinado.

Reiner le hizo un gesto a Darius, que en ese momento salía de detrás de una roca.

—Atendedlo, erudito.

Jergen recogió una de las espadas largas de las alimañas negras y la probó, para luego asentir con la cabeza.

—¿Mejor? —preguntó Reiner mientras cogía una para sí mismo.

—Un poco —replicó Jergen.

Los demás siguieron el ejemplo de Jergen.

Hals se quedó con la lanza rota.

—Nunca lograré cogerles el truco a estos mondadientes —explicó.

—No tengo mi equipo médico —dijo Darius, que miraba el pie de Rumpolt—. Afortunadamente, no es una herida importante.

—¡Pero duele! —gimoteó Rumpolt.

Nadie había reparado en la refriega. La batalla continuaba en la pendiente, detrás de ellos, y la luz púrpura parpadeaba dentro del túnel.

—Bien —dijo Reiner, que echó a andar hacia él—. En guardia. Levantaos, Rumpolt.

—Pero estoy herido —dijo Rumpolt.

—¡Arriba!

Rumpolt hizo un puchero, pero se levantó y cojeó tras los demás cuando entraron en el túnel.

Darius retrocedió, acobardado, al mismo tiempo que sorbía con los dientes apretados.

—¿Qué sucede, erudito?

—Aquí se practica una gran magia —replicó Darius. Tenía los ojos muy abiertos—. Magia peligrosa.

Los Corazones Negros ralentizaron el paso, inquietos. Hals y Pavel hicieron la señal del martillo. Augustus se tocó las piernas, el pecho y los brazos según el gesto taalista de «raíces, tronco y ramas». Gert escupió. Continuaron a paso muy lento, cautelosos como gatos, mientras la luz púrpura se hacía más brillante a cada paso.

Al girar en un recodo, quedó a la vista el final del túnel: un relumbrante desgarrón púrpura en las tinieblas, que parpadeaba con destellos de rayo. Reiner sintió que se le erizaba el cabello y el pelo de los antebrazos. Un estruendo como el de una tempestad le inundó los oídos y, por debajo de él, una extraña salmodia sibilante.

—No deberíamos estar aquí —dijo Rumpolt—. Le temblaba la espada en la mano.

—Sí —asintió Hals—. Todos deberíamos estar en una cervecería de alguna parte, bebiendo una pinta, sin embargo no lo estamos.

—Si quieres marcharte —dijo Augustus—, no te echaremos de menos.

—Ya basta, piquero —dijo Reiner—. Vamos.

Continuaron avanzando, aunque Reiner tenía la sensación de que se encontraban sumefgidos hasta el pecho en un río e iban en contra de la corriente, y al fin llegaron a la relumbrante abertura. Al otro lado había una cámara más o menos ovalada que disminuía hasta acabar en punta en lo alto, como una tienda. En las paredes había varias entradas. El suelo era un cuenco somero, pulimentado por el agua.

En el centro del cuenco se encontraba la piedra conductora, colocada sobre un símbolo misterioso trazado en el suelo con sangre. En torno a ella, relumbrantes piedras púrpura brillaban dentro de braseros de bronce colocados a intervalos regulares, de los que se alzaba una niebla color espliego. Entre cada brasero, de cara al interior del círculo, había un hombre rata ataviado con largo ropón blanco como la nieve, que temblaba y arañaba el aire mientras salmodiaba siseantes sílabas. A Reiner le pareció que las alimañas atraían la niebla púrpura del aire y la empujaban con grandes esfuerzos hacia el centro del círculo, donde se arremolinaba como un tornado alrededor de la piedra conductora. Los rayos destellaban en la niebla y danzaban en torno a los magos rata vestidos de blanco, que temblaban al luchar por contener el poder que estaban manipulando. Se les agitaba el pelo y los ropones restallaban. Reiner tuvo un escalofrío, porque a pesar de todo el movimiento de remolinos y el ruido, no había viento, sólo una quieta, extraña presión que sentía en el pecho y que hacía que tuviera ganas de destaparse los oídos.

—¿Qué están haciendo? —susurró—. ¿Intentan destruirla?

—Cre…, creo que no —replicó Darius, dudoso.

—¿Qué, entonces?

El erudito frunció el ceño y entrecerró los ojos a causa de los rayos.

—Creo…, creo que intentan volver a colocarla.