11: Bestias y alimañas

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Bestias y alimañas

Reiner gimió. No estaba preparado para ser brillante. Lo único que quería era cerrar los ojos. Inspiró profundamente y avanzó, adoptando el aspecto más serio y preocupado de que fue capaz.

—Mis señores, os pido disculpas si os hemos causado alguna preocupación. Os habría informado antes de los acontecimientos, pero, como podéis ver, hemos tenido un día penoso y acabamos de regresar de la más desesperada aventura.

—No intentéis suavizar las cosas para zafaros de ésta, canalla —dijo el señor Schott con una mueca de desprecio—. ¿Dónde está el conde Manfred?

—Estoy intentando decíroslo, mis señores —dijo Reiner—. Se produjo un atentado contra la vida del conde a primera hora de esta mañana, en esta misma casa. Unos asesinos desconocidos forzaron las cerraduras de su habitación por medios desconocidos, y sólo la destreza de Jergen, aquí presente, logró rechazarlos. Después, por su seguridad, el conde pensó que debía ser trasladado, al igual que Teclis, a un lugar secreto, y eso hemos hecho.

—¿Qué disparates son éstos? —tronó la voz del Gran Maestre Raichskell—. No oímos el ataque. No vimos salir al conde.

—Los asesinos fueron muy silenciosos, mi señor —replicó Reiner—. Y trasladamos a Manfred con toda la discreción posible, con el fin de no alertar a los espías que pueda haber entre el personal de la casa.

—Ya veo —dijo Boellengen, con escepticismo—. ¿Y dónde está el conde ahora?

—Eh…, perdonadme, mis señores —dijo Reiner—, pero el conde me ha pedido que mantenga en secreto su nuevo alojamiento, incluso ante sus aliados. Tiene razones para no confiarles ese conocimiento a las paredes de Talabheim.

Boellengen, Schott y los otros intercambiaron miradas. Boellengen le dijo algo a un ayudante, que se marchó a toda prisa, y luego se volvió a mirar a Reiner.

—Comenzamos a sospechar, Hetzau —declaró, sorbiendo por la nariz—, que habéis secuestrado al conde Manfred. Vos y estos otros entregaréis las armas y os pondréis bajo nuestra custodia.

—Mi señor —dijo Reiner—, os aseguro que no le hemos hecho nada al señor Manfred. Estamos, de hecho, muy preocupados por su seguridad.

—Comoquiera que sea —declaró Boellengen—, os retendremos hasta que consintáis en traer aquí al conde Manfred para que nos confirme que todas estas peculiares medidas se han tomado por orden suya.

—Pero, mi señor… —dijo Reiner, desesperado.

¡Por Sigmar! Si los encerraban, todo acabaría. Vencería el plazo dado por el elfo oscuro y los encontrarían en las celdas, contorsionados y muertos por el veneno de Manfred. Su estúpido deseo de acabar con todo se haría realidad.

Boellengen lo interrumpió.

—Me decepciona no poder interrogaros ahora, pero ha surgido una crisis que requiere nuestra inmediata intervención, y debemos marcharnos.

Junto a Boellengen aparecieron hombres ataviados con sus colores. Otros hombres surgieron por detrás de ellos, en la escalera posterior. Jergen se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

Reiner negó con la cabeza.

—Déjalo, muchacho. Acabaríamos luchando contra todo el Imperio.

—Shaffer, encerradlos, junto con el resto de los sirvientes de Manfred, en la bodega —dijo Boellengen—. Y poned a alguien de guardia, que éstos son hombres astutos. Luego, reuníos con nosotros en el templo de Shallya. Debemos irnos.

El corazón de Reiner dio un salto.

—¿Al templo de Shallya, mi señor? —dijo cuándo un soldado le posaba una mano sobre un hombro—. ¿Así que también vosotros descubristeis el engaño de la dama Magda? ¿Y sabéis que la piedra conductora ha sido robada otra vez?

Boellengen se volvió bruscamente hacia él.

—¿Qué sabéis vos de eso?

—Vimos a los ladrones llevarse la piedra, mi señor —replicó Reiner—. Los perseguimos.

El señor Schott avanzó un paso.

—¿Sois los hombres de quienes hablaron las hermanas? ¿Los que llegaron antes que la guardia de la ciudad? ¿Tenéis conocimiento de las… criaturas?

—¿Los hombres rata, mi señor? —preguntó Reiner—. Sí. Nos habíamos enterado del traicionero intento de la dama Magda de ocultar la piedra, y fuimos a recuperarla, pero las alimañas llegaron antes que nosotros. Intentamos impedirlo, pero, ay…

—No me importan vuestras excusas —lo interrumpió Boellengen—. ¿Los perseguisteis hasta su madriguera? ¿Sabéis dónde está?

—Los seguimos hasta la entrada, mi señor —dijo Reiner—. Pero fuimos atacados por mutantes y tuvimos que retirarnos. Podría conduciros hasta el lugar.

—Señor Boellengen —intervino Raichskell, horrorizado—, ¿confiaréis en este villano?

—¿Con una soga alrededor del cuello y una espada en la espalda? —preguntó Boellengen—. Sí. —Le hizo un gesto al capitán—. Reunid al resto de sus compañeros, y que se preparen para partir. Quiero que vayan delante de nosotros para que hagan saltar cualquier trampa a la que pretendan conducirnos.

Mientras esperaba con los Corazones Negros en el patio de las barracas de la guardia de la ciudad a que se reunieran las compañías de Reikland y Talabheim para emprender una expedición en masa a los dominios de los hombres rata, Reiner dedujo, a partir de conversaciones oídas por casualidad, los acontecimientos que habían desembocado en aquella situación. Poco después de que los Corazones Negros salieran tras los hombres rata del templo de Shallya, había llegado la guardia de la ciudad. Habían perdido el rastro, pero habían hallado los cuerpos de los hombres rata en la bóveda. Esos cuerpos, y la historia del robo del «regalo» de la dama Magda, fueron finalmente llevados a la condesa, que rápidamente sumó dos y dos, y ordenó una búsqueda de la piedra a gran escala por el subsuelo de Talabheim.

Habían pasado cinco horas mientras los diferentes bandos reñían sobre quién debía ir y quién debía quedarse, pero la gran coalición estaba ya casi preparada para ponerse en marcha. Setecientos hombres armados formaban ahora ordenadas filas en espera de la orden de partir; cada compañía estaba pertrechada con rollos de cuerda fuerte, faroles y escalerillas. Además, Nichtladen había proporcionado un mago a cada compañía para impedir que las emanaciones de piedra de disformidad afectaran a los hombres.

De Reikland iban los espadones del señor Schott y los pistoleros del señor Boellengen, además de los templarios del Gran Maestre Raichskell, reforzados por los caballeros de Nordbergbruche, de las fuerzas de Manfred, y los Portadores del Martillo del padre Totkrieg. De Talabheim iba el señor comandante cazador Detlef Keinholtz al mando de cuatrocientos guardias de la ciudad, von Pfaltzen con cuarenta de los guardias personales de la condesa, además de compañías de espadachines tanto del señor Danziger como del señor Scharnholt. Ocupaban todo el patio de las barracas de pared a pared, en espera de que sus señores acabaran de discutir.

—No logro entender —estaba diciendo el señor Scharnholt— por qué se permite que el señor Danziger nos acompañe.

El ministro de Comercio iba ataviado con un peto muy pulimentado que tal vez en otros tiempos le había quedado bien, pero ahora apenas podía contener su gordo cuerpo. Reiner se preguntó si podría siquiera rodearse el vientre para desenvainar la espada.

—No fui yo quien robó la piedra, sino el señor Untern —dijo el señor Danziger, altanero—. Me pregunto por qué el ministro de Comercio, que no ha creído adecuado pisar el campo de batalla en quince años, decide ahora unirse a nosotros. Ni siquiera la invasión de los kurgan bastó para que se levantara de la mesa del comedor.

—Las batallas no se ganan sólo en el campo, Danziger —dijo Scharnholt—. Me quedé atrás para garantizar el aprovisionamiento de las tropas.

—¡Ja! —gritó Danziger—. Tal vez por eso la mitad murió de hambre cuando regresaban de Kislev.

—¿Y dónde está el señor Untern? —preguntó el señor Boellengen, cuyo flaco cuello asomaba por el peto como un espárrago de una maceta—. ¿Y la dama Magda, su esposa? ¿Los han aprehendido?

—Tenemos intención de buscarlos en cuanto se haya recobrado la piedra conductora —replicó von Pfaltzen, y luego le lanzó una fría mirada a Reiner—. Y ahora, si el terrier de mi señor está preparado para conducirnos hasta el agujero de las ratas, nos pondremos en camino.

—Está preparado —replicó Boellengen—. ¿Hacia dónde, ratero?

Reiner inclinó la cabeza y ocultó la furia tras una máscara de servilismo.

—Hacia la puerta del barrio de los Árboles del Sebo, mi señor. Os conduciré a partir de allí.

von Pfaltzen hizo una señal, y las compañías se pusieron en marcha.

A pesar de la amenaza de Boellengen, Reiner no llevaba una cuerda alrededor del cuello, pero le habían quitado el peto y le habían atado bien las muñecas una con otra, y dos de los hombres de Boellengen caminaban detrás de él con las espadas desnudas. A los otros Corazones Negros no los habían atado, pero les habían quitado armas y corazas, y cada uno contaba con un cuidador que vigilaba todos sus movimientos. Reiner no se sentía como un perro ratero, sino más bien como un trozo de queso ante el nido de un ratón.

El pequeño ejército marchó por las oscuras calles de la ciudad, mientras la extraña aurora aberrada del cielo de lo alto del cráter creaba extraños reflejos sobre armas y yelmos. Reiner avanzaba arrastrando los pies, sumido en una niebla de fatiga. Los otros Corazones Negros no estaban mejor que él. Se habían levantado antes del amanecer, y desde entonces, habían perseguido hombres rata y habían luchado contra mutantes.

Cuando llegaron a la barricada del barrio de los Árboles del Sebo, apartaron del camino los enormes troncos y el ejército entró. Reiner se estremeció al entrar otra vez en aquel reino de pesadilla. Casi habría preferido que Boellengen le hubiera vendado los ojos al igual que le había atado las muñecas, para no tener que verlo por segunda vez. Misericordiosamente, le ahorraron el espectáculo. Aunque ardían fuegos en las ventanas rotas de algunos de los edificios de viviendas y había sombras que se movían a lo lejos, los moradores del lunático barrio tenían la sensatez suficiente como para mantenerse alejados de una fuerza de hombres tan numerosa. El ejército no se encontró con nadie por el camino hacia el edificio derrumbado que se hallaba al abrigo de la pared del cráter.

Reiner condujo a Boellengen, von Pfaltzen y los otros señores hasta la ennegrecida bodega, y señaló la viga que yacía sobre la rejilla del suelo.

—Allí hay un túnel estrecho que desciende hasta el ático de un edificio de viviendas enterrado. Abajo hay varias manzanas de calles enterradas, mi señor, excavadas como túneles. La grieta por la que entraron los hombres rata está en un callejón.

—¿Calles enterradas? —se mofó Boellengen—. ¿Qué cuento es ése?

—Dice la verdad, mi señor —intervino von Pfaltzen—. Hace un siglo, se produjo una avalancha de fango tras una lluvia torrencial. Se desprendió una parte de la pared del cráter y desapareció todo un barrio. Murieron miles de personas. Se decidió que sería demasiado costoso desenterrarlo, así que se construyó encima.

—Sólo eran edificios de viviendas —explicó Scharnholt.

—Decir eso es una desconsideración, señor —intervino Danziger, que se irguió—. Mi abuelo era el dueño de esos edificios. Perdió cinco años de renta a causa de ese desastre, por no mencionar los gastos de la construcción de los nuevos.

Después de que un destacamento de treinta hombres hubiese apartado la viga y retirado los cuerpos de los mutantes atrapados, Reiner encabezó el descenso por el túnel inclinado hasta el ático, y luego por la escalera de caracol del edificio de viviendas, donde tropezaba y se iba contra las paredes porque Boellengen se negaba a desatarle las manos. A lo largo del descenso, Reiner no vio más que sombras huidizas.

Hizo falta más de una hora para que todos los soldados bajaran por la escalera y luego formaran en la calle enterrada. Después, Reiner llevó a Boellengen y los otros señores hasta el callejón que había en la parte trasera del edificio, y les mostró la grieta del suelo.

—Bajaron por aquí, mi señor, pero nos atacaron los mutantes y no pudimos seguirlos. A partir de aquí no sé nada más.

Boellengen cogió una antorcha y la dejó caer dentro del oscuro agujero. Rebotó dentro de una chimenea vertical a lo largo de varios metros, y luego giró dentro de un espacio abierto para caer un poco más abajo.

—En ese caso, iréis a explorar —dijo, y se volvió hacia los vigilantes de Reiner—. Bajad una cuerda allí, y ponedle otra alrededor del cuello. —Le dedicó a Reiner una sonrisa presumida—. Si está despejado, dad un tirón. Si tenéis problemas, tirad dos veces y os subiremos.

—¿Por el cuello, mi señor? —preguntó Reiner—. Eso acabará con mis problemas, en efecto.

—¡Pero si os desataremos las manos! Parecéis lo bastante fuerte como para sujetaros.

—Vuestra confianza en mis capacidades resulta inspiradora, mi señor.

Los vigilantes de Reiner ataron dos cuerdas a un poste. Uno lanzó una cuerda al interior del agujero, mientras el otro, que en sus ratos libres debía de ser verdugo, hacía un lazo muy competente con la segunda.

Sonrió al deslizaría en torno al cuello de Reiner.

—No os dejéis ir con demasiada rapidez. Podríais quedaros sin cuerda.

Desató las manos de Reiner, que cogió la primera cuerda y comenzó a descender por el agujero, apoyándose con los pies en las ásperas paredes. Cuando había recorrido el doble de su estatura, la chimenea acabó en un espacio abierto y tuvo que continuar bajando sólo con las manos. Cuando miró hacia abajo, casi esperaba ver un mar de hombres rata con los ojos alzados hacia él y los colmillos brillantes, pero la zona iluminada por la antorcha estaba desierta; se trataba de un estrecho túnel, de suelo arenoso, con oscuras paredes que destellaban.

Cuando sus pies llegaron al suelo, recogió la antorcha. En torno a él vio esparcidos los restos de la estatua de Shallya, que era hueca, como él había sospechado. Las huellas de los hombres rata se alejaban hacia la oscuridad de la izquierda. Reiner caminó un poco en ambas direcciones para asegurarse de que no hubiera ningún peligro oculto, y tiró una sola vez de la cuerda.

Cayeron otras tres cuerdas, pero la que le rodeaba el cuello comenzó a tensarse y tuvo que ponerse de puntillas para evitar que lo ahorcara.

—¡Está todo despejado, malditos! —gritó—. ¡Todo despejado!

—Sí, os hemos oído —respondió la voz de Boellengen desde lo alto—. Simplemente, no quiero que se os ocurra la idea de quitaros la trailla. —Soltó una risilla tonta.

Reiner maldijo en silencio. Tenía calambres en los dedos de los pies y la garganta constreñida. «Cobarde arrogante», pensó. ¿De verdad creía que Reiner huiría en aquel laberinto de horrores?

El capitán de Boellengen y tres de sus hombres descendieron y se encararon con la oscuridad, espada en mano.

—¡Adelante! —gritó el capitán, y se volvió a mirar a Reiner con una ancha sonrisa—. ¿Practicáis la danza del verdugo, villano?

—Practico para danzar sobre tu tumba, hijo de puta.

El capitán le dio una patada en el estómago, y Reiner quedó colgando, presa de arcadas y aferrado a la cuerda, antes de que pudiera apoyar los pies en el suelo otra vez.

—Eso os enseñará —dijo el capitán, que reía entre dientes, y deshizo el lazo, aunque no antes de volver a atarle las manos.

Reiner lo añadió a la lista.

Los Corazones Negros bajaron por las cuerdas tras los hombres de Boellengen, y luego lo hicieron todas las otras compañías, cuatro hombres por vez. Formaron de tres en fondo a lo largo del túnel, de cara a la dirección seguida por los hombres rata. Esa operación requirió otra hora y media. Reiner pensó que si hubiera habido hombres rata por las inmediaciones, habrían levantado el campamento hacía mucho, o habrían atacado.

Al fin se pusieron en camino, una larga serpiente de hombres que se perdía en la oscuridad. El túnel era el lecho de un río que se había secado hacía largo tiempo, tan estrecho en algunos puntos que la compañía tenía que marchar en fila de a uno, y en otros sitios tan empinado que tenían que usar cuerdas para descender.

Pasado un rato se hizo horizontal, y en las paredes se vieron señales que indicaban que lo habían ensanchado.

Poco después de eso, Franka se estremeció.

—La luz —dijo.

Reiner miró a su alrededor. Era casi invisible en el brillante resplandor de las antorchas de la compañía, pero la vio en las sombras; la extraña luz púrpura que alumbraba el mundo de los hombres rata. Reiner también se estremeció al evocar los recuerdos del nauseabundo campamento de los hombres rata, del hombre rata vivisector en el quirófano donde Reiner y Giano habían encontrado a Franka enjaulada y con toda esperanza perdida. Tenía que afectar a Franka muchísimo más que a él, y desplazó una mano para apretar la de la muchacha.

Ella le respondió con otro apretón y, al darse cuenta de lo que hacía, apartó la mano.

Giraron en una curva del túnel y se encontraron con la fuente de la luz, un resplandeciente globo púrpura colocado en lo alto de la pared. Otros similares iluminaban el túnel hasta muy lejos.

—¿Qué es eso? —preguntó Scharnholt, que lo señaló.

—Un farol de los hombres rata —respondió Reiner.

—¿Qué? ¿Hacen faroles? —preguntó el señor Schott.

—Sí, mi señor.

—Imposible —dijo Danziger—. Son bestias. Alimañas. Tiene que tratarse de un fenómeno natural.

—Ésta es la menor de sus maravillas, mi señor —explicó Reiner.

—Y vos lo sabéis todo sobre ellos, ¿no es cierto, charlatán? —se burló Raichskell.

Reiner se encogió de hombros.

—Ya he luchado antes contra ellos.

Boellengen lanzó una aullante carcajada.

—¡Ja! Los mitos no son más que verdades mundanas para él. No le hagáis caso.

Un estruendo distante y unos chillidos los hicieron mirar hacia adelante. Un grupo de figuras encorvadas vestidas con justillos marrones de roña atravesaron el túnel procedentes de un pasadizo situado a unos quince metros de distancia. De los yelmos de latón asomaban largos hocicos peludos, y de las escamosas manos pendían espadas curvas. Se oyó un disparo y uno cayó cuan largo era, mientras sus compañeros seguían corriendo. Otro grupo de hombres rata, éstos con justillo verde grisáceo, los seguían de cerca. Dos se arrodillaron y dispararon fusiles de cañón largo; luego, se levantaron de un salto y continuaron corriendo mientras volvían a cargar las armas.

—¿Bestias y alimañas, mi señor? —dijo Reiner, en tanto Boellengen y los demás miraban, boquiabiertos, a los hombres rata que desaparecían de la vista.

—Pero…, pero… —tartamudeó Boellengen.

—A mí me parece que cuentan con todas las características de la civilización —dijo Reiner con tono seco—. Armas, uniformes, luchan entre sí…

Un poco más adelante, Reiner comenzó a oír un sonido por encima de las pisadas y tintineos de las compañías en marcha. Al principio no distinguió de qué se trataba; sólo parecía un resonante estruendo de gente que gritaba por encima del rugido de una catarata. Luego comenzó a distinguir golpes, alaridos y choques concretos. Era una batalla, no era pequeña, y estaba cerca.

Reiner miró a Boellengen y Schott. También ellos lo habían oído, y sus ojos iban de un lado a otro en busca del origen.

von Pfaltzen avanzó hasta los señores.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Es una batalla? ¿Dónde?

El señor Boellengen se lamió los labios.

—Por delante de nosotros, creo.

von Pfaltzen envió exploradores, que regresaron pálidos y temblorosos. Reiner no pudo oír lo que le decían a von Pfaltzen, pero también el capitán palideció. El y los comandantes de Talabheim y Reikland se reunieron para discutir la estrategia. Reiner oyó sólo fragmentos.

—… miles de ellos… —oyó que decía von Pfaltzen.

—… proteger la retaguardia… —salió de la boca de Scharnholt.

—… esta blasfemia no puede permitirse… —dijo el padre Totkrieg.

—… volver con más hombres… —Ésa era la voz de Boellengen.

Al final se acordó una estrategia, las compañías pasaron apretadamente unas al lado de otras en el estrecho túnel para reorganizar el orden de marcha, y volvieron a ponerse en camino. Reiner y los Corazones Negros iban con los hombres de Boellengen, ahora situados en la retaguardia. A sólo un centenar de pasos, el túnel giraba a la derecha y desembocaba en una vasta cámara, de la que procedían los ruidos de batalla, nítidos y claros.

Las compañías salieron con precaución a una amplia meseta que dominaba un dilatado valle en forma de abanico, cubierto por un techo erizado de estalactitas. Pero a pesar de lo grande que era la caverna, apenas parecía suficiente para contener la arremolinada masa de hombres rata que guerreaban en el interior.