10: Esto no es mi hogar

10

Esto no es mi hogar

—¡Un hombre rata! —dijo Pavel.

Hals escupió por encima de un hombro.

—Otra vez no —dijo Gert.

Reiner gimió. En el fondo lo había sabido desde que había olido el hedor a rata en la bodega del templo de Shallya, pero el hecho de que se confirmaran sus temores lo ponía enfermo.

—No seáis tontos —dijo Augustus—. Los hombres rata son un mito. No existen.

—Bueno, éste desde luego que no existe —dijo Hals—. Ya no. Buen disparo, muchacha.

Rumpolt reculó al mismo tiempo que hacía la señal del martillo. Dieter cruzó los dedos. Darius se acercó más, con los ojos brillantes.

—¡Reivindicación! —exclamó—. Los profesores dijeron que los libros prohibidos que yo leía estaban equivocados, que eran disparates de mentes disformes. Otro ejemplo de su ignorancia reaccionaria. —Alzó la mirada hacia Reiner—. ¿Podemos llevárnoslo?

—De momento, tenemos otras cosas de las que preocuparnos, erudito —replicó Reiner, y miró hacia la grieta.

—No vamos a bajar por ahí, ¿verdad? —gimió Rumpolt—. Hay al menos veinte de esas cosas.

—¡Ah, no!, habrá más que eso, muchacho —dijo Hals—. Centenares.

—Miles —intervino Pavel.

—Pero ¿tenemos alternativa? —preguntó Augustus—. Debemos recuperar la piedra. El elfo nos matará si no lo hacemos.

—Y los hombres rata nos matarán si lo hacemos —dijo Franka.

—Es el chiste del verdugo —rió Gert, y adoptó un acento intelectual—. ¿Preferís el lazo o el hacha, mi señor?

Un estruendo de piedrecillas hizo que alzaran los ojos. Por ambos extremos del callejón llegaba, sigilosamente, una turba de mutantes. Reiner hizo una mueca. Eran más deformes que los pobres hombres quebrantados contra los que habían luchado el día anterior. Había muchos con extremidades u ojos de más. Algunos eran apenas reconocibles como humanos. Uno caminaba con patas como de cigüeña que le crecían en la espalda, mientras las piernas humanas pendían, atrofiadas e inútiles, debajo de él. Una niña de rostro angelical tenía tocones de árbol rematados con costras rocosas en lugar de brazos y piernas. Una mujer a la que no le quedaba rasgo alguno en la cara avanzaba a gatas con manos que tenían ojos en cada dedo. Los muñones de las piernas de un hombre acababan en orificios siempre sangrantes. Vestía los restos del uniforme de un guardia de Talabheim.

Pero por muy patéticos que parecieran los mutantes, sus ojos brillaban de cólera y odio, y aferraban huesos, piedras, garrotes y espadas con manos deformes.

—¡Matadlos! —dijo un gigante flaco de piel translúcida—. Matadlos antes de que traigan soldados y nos maten a todos.

A través de los vidriosos dientes del hombre, Reiner vio cómo movía la lengua.

Los mutantes aullaron y cargaron. Los Corazones Negros se volvieron para hacerles frente y se pusieron a asestar tajos salvajes. Reiner cercenó como si fueran cerillas las patas del hombre que tenía zancos de cigüeña, y éste cayó. Hals clavó la lanza en un hombre cuyo cuerpo parecía una ampolla gigantesca; reventó y lo salpicó todo de pus.

—¡Al agujero! —chilló Rumpolt—. ¡Al agujero! ¡Es nuestra única posibilidad!

—¡No! —bramó Reiner—, quedaríamos atrapados entre estos demonios y las ratas. ¿Estáis loco? —Miró a su alrededor y señaló la parte posterior de un alto edificio de viviendas—. ¡Por esa entrada!

Gert se lanzó contra una puerta de madera podrida y la hundió, y los Corazones Negros recularon a través de la entrada mientras mantenían a los horrores a distancia con veloces estocadas de lanza y espada.

El interior era un vestíbulo mugriento, de paredes enyesadas, y la basura les llegaba hasta la rodilla. Daba a un pequeño patio central —poco más que un pozo de aire—, rodeado en cada piso por balcones que permitían acceder a los apartamentos. Al otro lado ascendía una escalera que se adentraba en el techo de tierra, y allende ésta había una puerta que daba a la calle. Otros mutantes los miraron con ojos desorbitados desde los pisos superiores, antes de ocultarse a la vista.

—Dieter —llamó Reiner—, ¿podéis sacarnos de este agujero infernal?

—Sí —respondió el ladrón—, si podemos pasar a través de esas… cosas.

—Espera, capitán —dijo Franka—. Corre viento, aire fresco.

Reiner alzó la cabeza. De lo alto de la escalera provenía una débil brisa del exterior.

—¡Arriba, entonces! —dijo.

Atravesaron el patio a trompicones y se abrieron paso a codazos entre montones de muebles destrozados, vajillas rotas, verduras podridas, cadáveres putrefactos y huesos de pollo. Cuando los Corazones Negros abandonaron el vestíbulo, los mutantes se desplegaron y treparon por encima de los desperdicios para intentar rodearlos. Reiner clavó la espada en el cuello —al menos, creía que era el cuello— de un ser cuya piel era una alfombra de flagelos rosados que se retorcían. Augustus alanceó a un muchacho con membranas de ala de murciélago entre los brazos y las costillas. Rumpolt tropezó con el cadáver de una anciana mientras blandía enloquecidamente la pistola cogiéndola por el cañón. Franka le clavó una estocada en la entrepierna al hombre transparente, y éste cayó hacia atrás, gritando, mientras por la herida manaba sangre que parecía agua.

—¡Subid ya! —gritó Reiner—. ¡Cuidado arriba!

Empujó a Jergen, y el espadachín tomó la delantera y subió los escalones de dos en dos. Los otros fueron tras él; Hals, Pavel y Augustus se quedaron al final, caminando hacia atrás y con las lanzas en posición horizontal.

Un hombre que tenía las venas por fuera de la piel gritó hacia los pisos superiores.

—¡No dejéis que se escapen! ¡Traerán a los guardias! ¡Deteñedlos!

Manos mutantes pasaron entre las barandillas para cogerles las piernas y los tobillos. Reiner y los otros los pisotearon y les asestaron tajos, y dejaron manos y tentáculos cercenados que se estremecían a su paso. Una creciente ola de horrores trepó y saltó por encima del balaustre. Gert le acertó a uno en medio del aire y lo lanzó desde lo alto hacia sus compañeros, y una sección de la barandilla cayó al suelo inferior en medio de una lluvia de astillas y mutantes que pataleaban. Llegaban más de lo alto, pero sólo de uno en uno o de dos en dos, y la veloz espada de Jergen los despachó con rapidez.

Cuando llegaron al segundo tramo de la escalera y el número de mutantes disminuyó, Reiner empujó a Rumpolt de cara contra la pared.

El pistolero miró a su alrededor con ojos desorbitados; tenía una mejilla sucia de polvo.

—¿Por qué habéis hecho esto?

—Yo doy las órdenes —respondió Reiner, que lo empujó escalera arriba mientras hablaba—. No quiero volver a oír ningún «al agujero» ni «retirada» de vos, ¿entendido?

—Pero…

—Soy jefe contra mi voluntad —continuó Reiner sin hacerle caso—, como os dirán los muchachos. Pero en la batalla hay una sola voz. ¡Y ciertamente no es la vuestra!

—Pero yo sólo estaba…

Reiner volvió a empujarlo.

—¡No me estáis escuchando! Una sola voz, ¿me oís, pistolero? ¡Una sola!

—Sí, capitán —dijo Rumpolt, que adelantó el labio inferior.

Reiner apartó los ojos de él, asqueado, y la compañía continuó subiendo.

Tres pisos más arriba, los escalones se adentraban en el techo de tierra. El viento frío que los Corazones Negros seguían silbaba procedente de la oscuridad. Por encima de ellos no había más mutantes, pero la turba que subía por la escalera había aumentado hasta un centenar o más. La escalera acababa en una puerta abierta, negra como la noche. Reiner se detuvo y asomó la antorcha, que iluminó un ático de techo a dos aguas, bajo y pequeño. Los Corazones Negros se detuvieron detrás del capitán.

—¿Estás seguro de que hay una salida? —preguntó Gert, inquieto.

—Tiene que haberla —replicó Reiner—. De lo contrario, no estarían intentando detenernos.

La primera línea de mutantes era empujada hacia las lanzas de los piqueros por los que subían tras ellos. La escalera crujía ominosamente.

—¡Pronto nos sobrepasarán, capitán! —gritó Hals por encima de un hombro. La hoja de un hacha le erró por un pelo.

Franka asestó varias estocadas y abrió un tajo en el vientre de un mutante. Rumpolt recogió un ladrillo suelto, lo lanzó y le dio a Pavel en la parte posterior de la cabeza.

—¡Rumpolt! —rugió Reiner.

Pavel dio un traspié, gruñendo, y la hoja de una espada resbaló sobre su peto y se le clavó en un brazo. Él alanceó por reflejo y ensartó al mutante que lo había herido, pero estaba mareado y le costaba mantener el equilibrio.

—¿Quién ha arrojado ese ladrillo? —gritó, furioso.

Rumpolt bajó la cabeza con aire de culpabilidad, y Pavel lo vio.

—¡Tendremos unas palabras, muchacho!

—Ya basta, piquero —gritó Reiner—. Defended la puerta hasta que hayamos encontrado la salida.

—No hay problema, capitán —dijo Pavel—, si el niño no nos mata antes. —Le dio a un mutante una patada en una de sus caras, y destripó a otro. Otros tres lo acometían.

Reiner entró en el ático.

—Hafner, conmigo. Coged esta antorcha. Y no lancéis nada.

Reiner avanzó apresuradamente con Rumpolt, Gert y Jergen; todos iban muy agachados bajo el techo inclinado. Franka, Dieter y Darius entraron detrás de ellos. Pavel, Hals y Augustus permanecieron en la puerta y apoyaron en el suelo el extremo posterior de las lanzas inclinadas.

Donde el techo llegaba al suelo, había mantas mugrientas y pilas de paja. Los tablones estaban sembrados de trozos de comida y cabos de vela, y las cucarachas correteaban por todas partes. Algo marginalmente humano retrocedió ante la luz de las antorchas y los miró con ojos reflectantes como los de un gato. La sala de techo bajo se curvaba en ángulo recto. Una brisa fría dio en el rostro de Reiner cuando éste giró en un recodo.

—Allí —dijo Jergen, que señaló hacia adelante.

Reiner siguió la mirada del espadachín. A diez pasos de distancia habían arrancado tablones y tejas para abrir un agujero de un metro de alto y otro de ancho. Desde él partía un tosco túnel inclinado. Reiner avanzó y miró al interior. Haces de luz dorada descendían a través de una rejilla situada pocos metros más arriba.

—Franka —dijo Reiner—, sube a echar un vistazo.

—Sí, capitán.

La muchacha trepó con manos y pies y miró a través de la rejilla.

—Lo único que se ve es el cielo, capitán —gritó.

—El cielo —dijo Gert—. Pensé que no volvería a verlo nunca más.

—Tenemos que arriesgarnos —dijo Reiner—. Sube, Gert, y prepárate para alzar la reja cuando te lo ordene. —Se volvió a mirar a los otros—. El resto subid tras él.

Dieter, Jergen, Rumpolt y Darius comenzaron a agacharse para entrar en el agujero, mientras Reiner corría de vuelta al recodo. En la puerta, Hals, Pavel y Augustus estaban bañados en sudor y sangre. En lo alto de la escalera había una pila de mutantes que llegaba hasta el cinturón de Pavel, y otros pasaban por encima para atacar enloquecidamente a los piqueros con espadas y bastones.

—¡Ahora, Gert! —gritó Reiner hacia la izquierda—. ¡Retroceded, piqueros! ¡Corred! —añadió luego hacia la derecha.

Se produjo un segundo de silencio; después, Reiner oyó un sonido metálico sordo procedente del túnel, y Darius, que se encontraba fuera del agujero con la vista fija en las posaderas de Rumpolt, siguió al pistolero y desapareció.

Los tres piqueros abandonaron la puerta de un salto, giraron y comenzaron a correr agachados. Los mutantes los siguieron al interior tras trepar por encima de la pila de cadáveres.

Reiner les señaló el agujero a los piqueros.

—¡Adentro, muchachos, adentro!

Hals se lanzó de cabeza al agujero, y Pavel y Augustus lo siguieron. Reiner echó una mirada atrás, hacia la muchedumbre de mutantes, y se metió en la abertura. Con la carne de gallina, porque oía a las criaturas arrastrarse y babear detrás, llegó ileso a la rejilla, donde Hals lo levantó a peso y Augustus lo puso de pie en el suelo. Se encontraban en una bodega consumida por las llamas, abierta al cielo. Las vigas ennegrecidas de los pisos superiores yacían como los huesos de un dragón sobre las losas del suelo cubiertas de ceniza.

—¡La rejilla, de prisa!

Jergen y Gert la llevaron hasta el agujero y, al dejarla caer, golpearon cabezas y partieron antebrazos de los mutantes que intentaban salir. Pero detrás de los primeros empujaban demasiados, y la rejilla comenzó a levantarse. Gert y Jergen saltaron sobre ella para intentar inmovilizarla con su peso, pero se mecían y oscilaban como hombres de pie sobre un bote de fondo plano.

Reiner miró a su alrededor. Un extremo de una voluminosa viga del tejado descansaba precariamente en la punta misma de una pared de ladrillos a punto de derrumbarse, junto a la rejilla.

—¡Muchachos! ¡La viga!

Todos los Corazones Negros, menos Jergen y Gert, corrieron hasta allí para empujar la viga por un lado. No se movió. Gruñían y se esforzaban en vano, mientras Jergen y Gert pinchaban a los mutantes a través de la rejilla, que no paraba de moverse.

—¡La viga no! —exclamó Pavel—. ¡La pared! —Y para ilustrar la idea, se puso a hurgonear los desmenuzables ladrillos de debajo de la viga.

—¡Bien pensado! —dijo Reiner—. ¡Todos a la vez!

Los Corazones Negros se pusieron a asestar tajos y golpes con lanzas y espadas. Reiner fue hasta Gert y le cogió el destral del cinturón, para luego golpear la pared con la parte roma de la hoja. Los ladrillos se partieron y se desprendieron del mortero reseco como granizo, hasta que pareció que un gigante le había dado un mordisco a la pared.

De repente, entre crujidos y detonaciones de ladrillos que estallaban, el peso de la viga remató la labor cuando la sección de muro que había quedado en el aire se desmoronó y el voluminoso madero resbaló hacia el extremo de la pared.

—¡Gert! ¡Jergen!

El espadachín y el ballestero abandonaron la rejilla casi en el mismo momento en que la viga caía sobre las losas del suelo con un estruendo ensordecedor. La rejilla se alzó sobre los mutantes que la empujaban, pero la viga rebotó una vez y la hizo bajar y atrapar brazos, dedos y cuellos. Desde debajo llegaron horrendos alaridos sordos.

Reiner palmeó la espalda de Pavel, mientras los otros recobraban el aliento.

—Bien hecho, muchacho. Marchémonos ya.

Reiner los condujo hacia arriba por una escalera de piedra. Atravesaron una puerta que daba a la calle y quedaron petrificados. El vecindario se había transformado en una selva.

Los Corazones Negros se encontraban al pie de la pared del cráter, y a la derecha ascendía rápidamente una calle hacia las hacinadas chozas que se asentaban sobre la curva interior. Pero aunque los rodeaban edificios por todas partes, apenas parecía que estuvieran en una ciudad.

Hacía mucho tiempo que Talabheim era conocida en todo el Imperio como la Ciudad de los Jardines. Los parques eran famosos por su belleza. Los árboles flanqueaban la mayoría de las calles, e incluso las chozas más pobres tenían flores en todas las ventanas. Pero ahora la vegetación lo ocupaba todo. Hiedras mutantes caían por la pared del cráter como una catarata verde. Lo que en otros tiempos habían sido majestuosos robles y hayas, crecían ahora como monstruosidades retorcidas a las que les brotaban nudosas ramas que habían atravesado y habían derribado muros y edificios. A la izquierda había un descomunal gigante de hojas negras que en otros tiempos podría haber sido un alerce, y de cuyas ramas pendían gordos frutos de color púrpura. Las frutas gritaban a través de esfínteres abiertos.

Las estructuras que aún quedaban en pie se hallaban envueltas en tupida vegetación. Algunas estaban atestadas de pálidas lianas palpitantes, con rosadas flores mojadas. De otras colgaban negras enredaderas gruesas como torsos, erizadas de espinas largas como dagas. Edificios de viviendas quemados se alzaban de aquel sotobosque como esqueléticos gigantes ruinosos. De las enredaderas que cubrían los pisos inferiores de uno de ellos, colgaban cuerpos por todas partes. Reiner se estremeció al ver que las enredaderas habían atravesado los cadáveres como curvas espadas. Hierba roja como la sangre crecía entre los adoquines, dura y afilada.

Por aquella selva merodeaban como bestias salvajes monstruosos mutantes que se movían en manadas por seguridad y se miraban con desconfianza unos a otros. Reiner observó a un hombre con pico de loro en lugar de boca que conducía lo que podría ser su familia hasta el otro lado de la calle y al interior de una panadería ruinosa. Antes de que acabaran de entrar, la rama de un roble descendió y le arrebató a uno de los hijos.

El hombre de pico de loro se volvió y golpeó salvajemente la rama con el báculo que llevaba, hasta que, con un susurro de hojas, dejó caer al chiquillo en el suelo. El hombre lo recogió y entró corriendo con su esposa de cuatro brazos.

—¡Por el espíritu de Sigmar! —exclamó Reiner en voz baja—. ¿Dónde estamos?

—En el infierno —respondió Gert con voz hueca—. Esto es el infierno.

—Es el barrio de los Árboles del Sebo —dijo Augustus—. Al menos… ¡Ay, Padre Taal!, ¿qué te hemos hecho? —gritó de repente, apartó la mirada y se cubrió los ojos—. Esto no es mi hogar —murmuró—. Esto no es mi hogar.

También Franka estaba conmovida. Las lágrimas bajaban por sus mejillas.

—Capitán… —dijo con voz estrangulada—. ¡Reiner, éste no puede ser el destino del Imperio! ¡No podemos permitir que esto suceda! ¡Mira a esos pobres seres horribles! Podrían ser mi padre y mi madre. Podrían ser… —Apretó las mandíbulas—. No podemos entregarle la piedra a ese… elfo. ¡No me importa lo que nos haga a nosotros! Debemos llevársela de vuelta a Teclis. ¡Tenemos que devolverlo todo a la normalidad!

—Calla, pequeña tonta —dijo Reiner, que se dio unos significativos golpecitos en el pecho a pesar del terrible dolor que le causaba hacerlo—. Claro que le llevaremos la piedra al druchii. Hicimos un trato con él, y lo cumpliremos.

Los demás le dirigieron miradas hoscas, pero él no les hizo caso y se volvió a mirar a Augustus.

—Bien, Kolbein, vos conocéis este lugar. Llevadnos de vuelta a la civilización.

—Sí, capitán —dijo Augustus con voz apagada. Se volvió para mirar el horizonte—. La calle de la Gracia del Emperador está… por aquí.

Augustus señaló hacia la izquierda, calle abajo, y luego se puso en marcha estoicamente a través de la larga hierba roja. Los otros lo siguieron con las armas preparadas.

El recorrido fue literalmente una pesadilla. Aquí vieron a un hombre que se cortaba la mano izquierda recubierta de pelaje con un hacha. Allá había un ser cuya cabeza parecía un ramo de bamboleantes globos oculares. Aquí vieron a un perro que se arrastraba con las patas delanteras y que tenía los cuartos traseros convertidos en escamosa cola de pez. Por allí iba caminando una mujer desnuda con colmillos que le llegaban al mentón, e intentaba que su bebé muerto mamara de los pechos.

Por suerte, la mayoría de los moradores parecían demasiado ocupados en sus propios asuntos como para molestarse con los bien armados Corazones Negros. Sin embargo, Reiner esperaba que llegaran pronto a destino; el sol bajaba con rapidez, y pensar en viajar por aquella zona durante la noche le helaba la sangre.

Mientras avanzaban, Hals examinó el pelo pegoteado de sangre de la parte posterior de la cabeza de Pavel; éste se envolvía el tajo del brazo con una venda que le había proporcionado Darius.

—No hay de qué preocuparse, muchacho —dijo Hals—. No te ha hecho saltar los sesos. Ni siquiera tienes la cabeza agujereada.

—Yo sí que le haría saltar los sesos a él —dijo Pavel, que le lanzó una mirada furiosa a Rumpolt—, si los tuviera.

—¡Fue un accidente! —gritó Rumpolt—. Quería acertar a los mutantes.

—Si no hubieras lanzado el ladrillo —respondió Hals—, no habría habido ningún accidente.

—Le debes a Voss una pinta de sangre, niño —declaró Augustus.

—Sólo intentaba ayudar.

—Sí —dijo Pavel—, ayudar. No me extraña que los muchachos de tu compañía te enviaran al calabozo. Intentaban salvar sus vidas.

—¿Es que no tienes ni pizca de sentido común? —preguntó Hals—. ¿No recibiste entrenamiento?

—¿Entrenamiento? —rió Augustus—. ¡Pero si acaban de destetarlo!

Los piqueros rieron, al igual que Dieter y Gert.

Rumpolt parecía estar al borde de las lágrimas.

—Capitán, ¿dejaréis que se burlen así de mí?

—Estoy esperando a que digan algo que no sea verdad —respondió Reiner con tono seco.

—¿Os ponéis de su parte —preguntó Rumpolt, incrédulo— cuando me insultan por un error?

—Me pongo de su parte porque son hombres probados —replicó—. Tendréis que demostrar que sois como ellos antes de que yo piense en ponerme de vuestra parte. Y os queda un largo camino por recorrer, muchacho. Un largo camino.

»Por supuesto, uno de los otros es un espía —añadió sombríamente para sí—, pero al menos saben qué hacer en un combate.

Rumpolt bajó la cabeza, y apretó con las manos el cañón de la pistola como si intentara estrangularla.

Reiner gruñó. Maldito muchacho. Parecía invitar al insulto con su mera presencia. Estaba intentando pensar en algo alentador que decirle cuando un grito los hizo volverse a todos.

Treinta pasos más atrás, Darius había sido arrastrado a un callejón por una mujer obesa como un sapo con una boca abierta en el ombligo. El erudito tenía un cuchillo en una mano y un manojo de enredaderas que se retorcían en la otra.

—¡Eh! —gritó Reiner—. ¡Suéltalo!

Los Corazones Negros retrocedieron corriendo, gritando y agitando las armas. La mujer sapo dejó caer a Darius, aterrorizada, y saltó con sorprendente rapidez hacia las sombras.

Reiner puso bruscamente en pie a Darius por un brazo.

—¿Estáis loco? ¿Qué hacéis quedándoos retrasado?

—Lo…, lo siento —dijo Darius—. Recogía muestras.

—¿Muestras?

—Sí, mirad. —Darius alzó las enredaderas que se retorcían—. Las mutaciones son fascinantes. Quiero plantar las semillas y ver si brotan lejos de la influencia de la piedra de disformidad. Imaginad lo que puede aprenderse de…

Reiner le arrebató las enredaderas de la mano.

—¡Estúpido! Están enfermas. ¿Queréis propagar esta locura?

Darius le dedicó una mirada furiosa.

—Soy un hombre de método. No permitiré que eso ocurra.

—Desde luego que no —dijo Reiner—, porque vais a dejarlas aquí.

El capitán empujó a Darius hacia adelante, y los Corazones Negros continuaron.

Cuando la compañía atravesó las barricadas de la periferia del Mercado Viejo e inició la cansada marcha a través del barrio comercial, apenas marginalmente menos lunático, una depresión demoledora se apoderó de Reiner. Con cada paso se hacía más evidente la futilidad de continuar la búsqueda. Los hombres rata tenían la piedra conductora en su poder, y para cuando llegara la mañana, si las fábulas que hablaban de los túneles que esas bestias tenían en el mundo entero eran verdad, podrían haberla llevado a cualquier parte de la tierra. Las probabilidades que los Corazones Negros tenían de recuperarla eran menores que las que tenía un necio de ganar una partida de dados amañada.

Renunciar sería un gran alivio. Lo único que tenía que hacer era tumbarse y no hacer nada durante tres días, y entonces Manfred los mataría a ellos antes de que el elfo oscuro lo matara a él. Se acabaría todo, toda la lucha, toda la confusión con Franka. No habría nada más que bienaventurado olvido.

Pero la débil, mortecina esperanza de libertad flotaba ante él como una luz de pantano sobre un marjal, y por mucho que lo intentara no podía abandonar. Estaba tan atormentadoramente cerca… Sólo un ejército de alimañas se interponía en su camino.

—Bueno, muchachos —dijo cuando llegaron a la puerta trasera de la casa—, continuaremos como hasta ahora, y mañana haremos otro intento de recuperar la piedra, cuando haya pensado en un modo de quitársela a los hombres rata.

El hecho de que nadie se riera de aquella tonta declaración indicaba lo cansados que estaban. Se limitaron a asentir y alejarse hacia sus diferentes habitaciones. Reiner, Jergen, Darius y Franka subieron por la escalera hasta el segundo piso, y se detuvieron al ver a los nobles de la legación de Reildand completamente acorazados y dando vueltas ante las dependencias de Manfred, hablando todos al mismo tiempo. La puerta del dormitorio de Manfred estaba abierta.

—Hetzau —lo llamó el señor Boellengen, cuyo rostro carente de mentón estaba lívido de indignación—, ¿qué significa esto? ¿Dónde está el conde Manfred?