9: En mi corazón, lo sé

9

En mi corazón, lo sé

Era cerca de medianoche cuando Reiner regresó a la residencia de la legación de Reikland y subió la escalera hasta los aposentos de Manfred. Llamó a la puerta.

—No se puede entrar —dijo Franka con voz soñolienta.

—Soy Reiner.

Se oyeron chasquidos de cerrojos y le abrieron. Franka parpadeó al mirarlo, y se frotó la cara. Él entró, y ella le echó llave a la puerta.

—Al menos, no te acompaña un alguacil —dijo ella, y bostezó.

—No —replicó Reiner—. No estamos arrestados. El Parlamento se distrajo de nuestra villanía a causa de otra mucho mayor.

—¿Y eso?

—Magda.

—¡Ah!

—Ella y Rodick retienen la piedra conductora como rehén, y piden el cargo de condestable mayor y un asiento en el Parlamento como rescate —explicó Reiner, que se sentó con cansancio en la cama y se quitó las botas—. ¿Dónde están Jergen, Dieter y Darius?

Franka señaló con un pulgar las dependencias anexas para los ayudas de cámara.

—Durmiendo.

—¿Algún problema?

—No.

Reiner asintió con la cabeza y le dirigió una mirada tímida a Franka. Abrió la boca, y después volvió a cerrarla. Valaris estaría fisgoneando. Oiría todo lo que Reiner quería decirle a Franka. Se sonrojó. Era como estar sobre un escenario. Luego se encogió de hombros. ¿Qué le importaban sus vidas a Valaris? El sólo quería la piedra. No podía esperar a hablar hasta que el elfo oscuro los dejara en libertad. Podrían morir antes de ese momento.

—Eh…, eh…, Franka…

—¿Capitán?

Reiner suspiró.

—Deja eso de «capitán», si no te importa. Para ti soy Reiner, y lo sabes.

—¿Me ordenas que te llame así? —preguntó ella, rígida.

Reiner lanzó las botas al otro lado de la habitación con un par de patadas.

—Maldición, muchacha —dijo—. Sé que soy un idiota, pero ¿no puedes perdonármelo? ¿No puedes entenderlo?

Franka se encogió de hombros.

—Puedo entender las razones por las que piensas que podría ser una espía, pero ¿puedo perdonártelo? No.

Enojado, Reiner se dejó caer de espaldas en la cama y sorbió entre los dientes por el dolor que eso le causó en el pecho.

Franka bajó los ojos hacia él, con la frente arrugada de dolor.

—Reiner, simplemente dilo. Di que sabes que yo no soy la espía.

—¡Pero claro que sé que no eres la espía! —gritó él—. En mi corazón, lo sé.

—Pero ¿sólo con tu corazón? —preguntó Franka, que clavó en él sus ojos brillantes.

Reiner le sostuvo la mirada durante un largo momento, mientras intentaba forzarse a decir lo que ella quería que dijera, a mentir como les había mentido a tantas a lo largo de su vida. Sería fácil. Pero…

Apartó la mirada, avergonzado, y oyó un sollozo contenido de ella. Se levantó bruscamente de la cama y se puso de pie para componerse el jubón.

—Convoca a los demás, arquero. Haz que se levanten todos.

—¿Ahora? —preguntó Franka mientras sorbía por la nariz.

—Ahora.

Los Corazones Negros entraron, soñolientos y malhumorados, en los aposentos de Manfred, y se repantigaron sobre los muebles disponibles. Reiner, que se encontraba de pie en el centro, con los brazos cruzados, se sentía rígido como la piedra y esperaba tener un aspecto similar.

—Tengo buenas noticias —dijo cuándo todos estuvieron instalados.

—¿Manfred ha muerto de gota y somos todos libres? —preguntó Hals.

—Basta, piquero —le espetó Reiner—. No estoy de humor.

Hals abrió mucho los ojos.

—Lo siento, capitán.

—La primera buena noticia —dijo Reiner, que volvió a comenzar— es que Teclis está vivo.

Los Corazones Negros se alegraron al oír eso.

—El buen viejo de yeso —comentó Gert—. Es más duro de lo que parece.

—La segunda es que Rodick y Magda retienen la piedra conductora y se niegan a entregársela a la condesa, a menos que Rodick sea nombrado condestable mayor.

—¿Eso es una buena noticia? —preguntó Pavel.

—Nos ofrece una oportunidad —explicó Reiner—. Si Rodick le hubiera entregado la piedra a la condesa, estaría bajo llave en su mansión, detrás de doscientos guardias y sabe Sigmar cuántas cerraduras y protecciones mágicas. Por muy listos que sean, Magda y Rodick no cuentan con esos recursos, así que sólo es cuestión de descubrir dónde la esconden.

—En eso tendremos algo de compañía, supongo yo —comentó Hals.

—Sí —asintió Reiner—. La condesa le ha pedido a Magda tres días de tiempo para considerar la oferta, y podéis estar seguros de que no lo hizo para conferenciar con su gabinete. Me sorprendería mucho que no hubiera enviado ya a von Pfaltzen con sus hombres, y a toda la guardia de la ciudad de Talabheim, tras el rastro de la piedra.

—Magda tiene que saberlo —dijo Franka.

Reiner asintió con la cabeza.

—Prácticamente retó a la condesa a que registrara su casa, así que la tienen bien escondida. Por fortuna —añadió con una sonrisa presumida—, dado que somos ladrones, embaucadores y villanos, abrigo algunas esperanzas de éxito para nosotros. —Suspiró—. Sólo recordad esto: si fracasamos y le devuelven la piedra a la condesa, nuestra tarea se volverá mucho más difícil.

Los Corazones Negros asintieron con la cabeza y comenzaron a levantarse.

Reiner alzó una mano.

—Hay…, hay una cosa más.

Los Corazones Negros volvieron a dejarse caer, pero Reiner se limitó a morderse el labio inferior y mantener los ojos fijos en la alfombra de Arabia.

Al fin, alzó la mirada.

—Deberíamos haber hablado de esto hace tiempo, y el hecho de no haberlo hecho nos ha perjudicado. —Rió amargamente—. Podría perjudicarme a mí hablar de ello ahora. Podría matarme, pero no puedo soportarlo por más tiempo. —Los miró a todos—. Uno de nosotros es un espía de Manfred.

Ellos le devolvieron la mirada a los ojos, pero no dijeron nada.

—Veo que esto no es una sorpresa para vosotros —dijo—. Suponía que no lo sería. Desde el envenenamiento de Abel, hemos estado tratándonos como leprosos, y yo he sido el peor de todos. —Reiner se obligó a no mirar a Franka—. No le reprocho a Manfred que desee espiarnos. A fin de cuentas, somos Corazones Negros. Tal vez yo hubiera hecho lo mismo. —Suspiró—. Desgraciadamente, desde la muerte de Abel la presencia del espía ha tenido una consecuencia inesperada. Ha destruido la camaradería y la confianza que son esenciales dentro de una compañía de guerreros. Hasta ahora hemos tenido suerte, pero si no podemos depender unos de otros, eso acabará por matarnos, y no sé vosotros, pero yo quiero vivir para verme libre otra vez.

Los Corazones Negros continuaban sin decir nada, pero Reiner veía que estaban meditando sobre el asunto.

—Así que os voy a proponer algo —continuó Reiner, que dejó escapar un tembloroso suspiro—. Ahora que Manfred ha accedido a darnos la libertad si podemos rescatarlo, estamos todos en el mismo bando. Ya no hay necesidad de secretos. De hecho, hay una necesidad mayor de que seamos honrados y sinceros unos con otros para que podamos trabajar mejor por la salvación de Manfred. —Tragó—. Así pues, le pido al espía que se dé a conocer con el fin de que el veneno de la sospecha deje de carcomernos, y podamos volver a confiar unos en otros.

Los Corazones Negros se miraron unos a otros, expectantes, aguardando a que alguien hablara. Reiner tenía el corazón acelerado y se clavaba las uñas en las palmas de las manos. No habló nadie. Nadie se puso de pie. Nadie alzó una mano ni los atacó. Sólo continuaban mirándose entre sí, a la espera de que alguien dijera algo.

Reiner apretó los puños.

—¿No? —preguntó—. ¿No tenéis el valor para hacerlo? ¿Mis argumentos no os han convencido?

—Tal vez no haya un espía —dijo Gert.

—¡Por supuesto que hay un espía! —le espetó Reiner—. ¡Por la barba de Sigmar! ¡Podría haber dos! ¡Uno nuevo, entre los reclutas nuevos, para mantener vigilados a los viejos! ¡O tal vez tres! ¡Manfred podría haber reclutado a uno de los primeros cuatro para vigilar a los otros! ¡Tal vez todos somos espías! ¡O tal vez lo soy yo! Quizá…

Aunque se calló, quizá fue un poco demasiado tarde porque los otros lo miraban con desconfianza, y dejó caer los brazos bruscamente a los lados.

—Ya podéis largaros —dijo con los dientes apretados—. Fuera. Reuníos al amanecer en el patio de carruajes. Vestíos para cazar.

Los Corazones Negros se levantaron y salieron en silencio, con los ojos fijos en el suelo. Reiner observó a Franka cuando giraba en el corredor. Tenía la cara demacrada y pálida, y los ojos preocupados. No se volvió.

Permaneció despierto en la lujosa cama de Manfred. No podía dormir. Por la cabeza le daban vueltas pensamientos sobre Franka y su testarudez, como dados en un cubilete. También lo mantenían despierto los tajos del pecho, cuyo sordo palpitar aumentaba hasta un dolor agónico cada vez que se giraba en la cama. Necesitaba algo para calmar el dolor, ambos dolores. Necesitaba…, necesitaba emborracharse. No quería abandonar la habitación para buscar una despensa, ya que Boellengen o uno de los otros podría acorralarlo con preguntas. Tal vez Manfred tenía una botella.

Se levantó de la cama, abrió el armario, apartó a un lado la ropa de Manfred y rebuscó entre las camisas, gorgueras, peines y perfumes de una maleta. Nada de beber. Probó con otra maleta. En el fondo, debajo del libro Historias y familias de Talabec, de Hern, había un pequeño libro encuadernado en cuero. Reiner lo abrió sin interés, y luego se detuvo. Era un diario escrito por el propio Manfred. La anotación por donde lo había abierto databa de dos años antes. «El Emperador se ha enterado de la traición de Holgrin por terceros. Lo ahorcarán mañana. Todo discurre según lo planeado».

A Reiner se le heló la sangre. ¡Por las pelotas de Sigmar! ¿Con qué había tropezado? Pasó las páginas hasta la última anotación, fechada sólo dos días antes.

«Es de vital importancia que recuperemos nosotros la piedra conductora. Debe quedar demostrado que Talabheim no puede salvarse por sí misma. Y si pueden hallarse pruebas de que la condesa estuvo detrás de la desaparición de la piedra, mucho mejor. (¿Poner al grupo de Reiner a trabajar en esto?). El Emperador ha expresado el deseo de que Talabecland desarrolle lazos más fuertes con Reildand, ¿y qué mejor manera de lograr eso que hacer que alguien de Reildand gobierne la más grandiosa ciudad de Talabecland y, al cabo de poco el propio ducado? Con el conde elector Feuerbach desaparecido, no habrá un momento mejor para pasar a la acción. Ya he languidecido demasiado tiempo en la sombra. Es hora de que salga al sol».

Reiner contemplaba las palabras boquiabierto. Ya sabía que Manfred había sido manipulador e inescrupuloso con sus subordinados y con quienes consideraba traidores, pero aquella ambición era algo que Reiner no había detectado antes. Y su disposición a destruir inocentes junto con culpables si se interponían en su camino era, bueno, criminal. Reiner se olvidó de la bebida y regresó a la cama. Aumentó la llama de la lámpara y leyó hasta bien entrada la mañana.

* * *

—No estamos solos, eso es seguro —dijo Gert.

El ballestero asomaba un catalejo entre las cortinas de una gélida habitación del segundo piso de una casa solariega abandonada que se encontraba en la avenida de los Héroes, frente a la residencia palaciega del señor Rodick Untern, desde donde Reiner intentaba espiar los movimientos de la dama Magda.

Había resultado sorprendentemente fácil encontrar una casa deshabitada en las proximidades. Muchas familias nobles habían huido de la crisis de Talabheim a las zonas menos afectadas del lago del cráter y Dankerood. Habían tenido la oportunidad de escoger entre tres viviendas.

Reiner observaba la calle a hurtadillas desde la otra ventana de la habitación.

—No —dijo—. También están esos tres de la esquina vestidos como hermanos taalistas. ¿El tipo corpulento no es uno de los hombres de von Pfaltzen?

—Sí —replicó Gert con una risa entre dientes—. Le veo el peto bajo los ropones. —Señaló hacia la izquierda—. Y el joven caballero que ha estado haciendo aspavientos con la brida del caballo durante la última hora era uno de los hombres del señor Danziger que lucharon junto a nosotros en las cloacas.

—Sí que lo es —asintió Reiner—. Fíjate, tiene un vendaje en los dedos de la mano derecha.

—¿Y los dos dandis que pasan ante la puerta de Magda? —preguntó Gert—. Sin duda, son espías de alguien.

—¿Vestidos de mostaza y violeta? —preguntó Reiner—. Sí, he visto antes esos colores. Son los del señor Scharnholt, creo. A estos de Talabheim no parece gustarles trabajar juntos.

—Cierto —dijo Gert—. Igual que ayer. Ninguno de ellos quiere compartir la gloria.

—Un escarabajo de siete patas —murmuró Darius desde el rincón opuesto de la estancia. Alzó del suelo algo que se debatía en las pinzas de cirujano—. Incluso los insectos se ven afectados.

Reiner volvió la cabeza.

—Dejadlo, erudito —dijo—. Sabe Sigmar lo que podría haceros.

Darius suspiró y arrojó el bicho a un lado.

—¿Qué razón hay para que yo esté aquí? —preguntó, enfurruñado—. No necesitáis un erudito. No sirvo para nada en un combate. No tengo habilidades de espía. No soy el brujo que vosotros creéis que soy. No puedo hacer luz ni fuego con una palabra. Si queréis que deduzca el género de una planta a partir de la estructura de las hojas o la raíz, puedo hacerlo en un abrir y cerrar de ojos, pero de algún modo dudo de que surja esa necesidad.

—¿Preferiríais estar de vuelta en la prisión, con el lazo esperándoos al amanecer? —preguntó Reiner.

Darius se encogió de hombros.

—Como vos le dijisteis ayer a mi señor Yaldenheim, la amenaza de muerte pierde su fuerza si la existencia no merece la pena de ser vivida.

Se oyeron pasos en el corredor, y entró Hals vestido con blusa de campesino y sombrero de paja. Reiner alzó interrogativamente una ceja.

Hals negó con la cabeza.

—Nada, capitán. He llevado ese carretón de puerros y calabazas que hemos robado a la puerta de la cocina, como me has pedido, y le he dado palique a la cocinera cuando ha salido, pero no sabe nada. —Arrojó el sombrero sobre una silla y se enjugó el sudor de la cabeza calva—. La señora no está en casa. El señor está fuera luchando contra los dementes. No es asunto de la cocinera preguntar lo que hacen. —Sacó una moneda de plata de la bolsa, y sonrió—. Al menos le he vendido seis puerros y dos calabazas, así que hemos sacado algún provecho.

—¡Hummm! —dijo Reiner—. Pero eso no es nada. No se alimenta a una compañía de hombres con seis puerros y dos calabazas, así que Magda no mintió cuando dijo que Rodick estaba ausente. Pero Magda sí está en casa, aunque la cocinera diga lo contrario. La hemos visto en las ventanas del piso más alto.

La puerta volvió a abrirse, y entraron Franka, Pavel y Dieter.

—¿Y bien? —preguntó Reiner.

Pavel se encogió de hombros.

—He seguido al lacayo hasta las tiendas del fabricante de botas, el pañero y el librero, y las casas de tres señores diferentes. A dos de ellos les ha entregado cartas en la puerta principal. En la tercera casa se ha escabullido por la parte de atrás para jugar a los besitos con una doncella.

—¿Cómo se llaman los dos señores a los que les ha entregado las cartas? —preguntó Reiner.

—No he oído los nombres, pero puedo llevarte a las casas —respondió Pavel.

—Bien —dijo Reiner—. ¿Franka?

—La doncella de las cocinas y la camarera de la señora han ido juntas al mercado, a la modista, al velero y a la tienda de dulces, y luego han regresado. No han hablado con nadie más que con los comerciantes.

Reiner rió.

—Aunque el resto de la ciudad esté en llamas, mi señora no puede prescindir de sus dulces. —Se volvió a mirar a Dieter—. ¿Y vos, maestre Sombra?

Dieter puso los pies sobre una mesa decorativa.

—He logrado entrar. He trepado hasta el tejado y he forzado una ventana de la buhardilla. He recorrido la choza desde el ático a las bodegas. —Sonrió presumidamente—. En tres ocasiones he pasado de puntillas por detrás de la dama. La piedra no está allí, ni tampoco Rodick ni sus hombres. Está sola, salvo por los sirvientes y los guardias. —Hizo una mueca—. Y las ratas. Debería poner trampas en la bodega.

—Capitán —dijo Hals con los ojos brillantes—. ¡Qué oportunidad! Podemos…

Reiner negó con la cabeza.

—No, no me atrevo, no hasta que se haya encontrado la piedra.

—Podríamos arrancarle la información —dijo Franka con frialdad—. Y luego matarla. Se merece eso y más.

—Sí, podríamos —replicó Reiner—, pero estando tan cerca de la libertad, no me apetece torturar y matar a las esposas de los primos de la condesa. Sería muy probable que Manfred nos librara del veneno sólo para entregarnos al verdugo por crímenes cometidos cuando estábamos a su servicio.

—Pero, capitán… —comenzó Pavel, que se vio interrumpido por unas voces procedentes del corredor.

—Ponte a sotavento, maldito —dijo Augustus en el pasillo—. Hueles como el cerdo de un mendigo.

—Lo mismo te pasaría a ti —gimoteó Rumpolt— si yo te hubiera empujado.

Se abrió la puerta, y Jergen entró con expresión dolorida en el rostro habitualmente estoico. Lo seguían Augustus y Rumpolt. El joven pistolero estaba cubierto de un líquido pardo espeso, y la estancia fue inundada por un imponente hedor fecal. Los Corazones Negros sufrieron arcadas y se cubrieron la cara.

—En el nombre de Sigmar, ¿qué…? —preguntó Reiner entre toses.

—Este niño torpe se ha caído dentro de la cloaca —dijo Augustus, riendo.

—¡Tú me empujaste! —chilló Rumpolt.

—¡Intenté cogerte, necio!

—¡Callaos los dos! —gritó Reiner, que se puso de pie—. ¡Rumpolt, id a lavaros al abrevadero! Maldito, ¿por qué habéis subido hasta aquí, para empezar?

—Porque sabía que él iba a mentir sobre…

—¡No importa! ¡Idos ya! —gritó Reiner—. Corred.

Rumpolt hizo un puchero, pero dio media vuelta y corrió hacia la puerta.

Gert hizo una mueca.

—¡Puaj! Por la muerte de Sigmar. ¡Ha dejado huellas!

—Vamos, retirémonos al comedor. No voy a limpiar eso.

Cuando se instalaron nuevamente en torno a una ovalada mesa de comedor, dos pisos más abajo, Reiner miró a Augustus.

—Y bien, ¿habéis encontrado algo abajo?

Augustus negó con la cabeza.

—Nada. No hay ninguna entrada secreta para acceder a la casa. Nada de agujeros, ni cámaras o criptas ocultas. Incluso hemos estado de pesca en el canal, que ha sido cuando ese atontado se ha caído dentro. No ha encontrado nada.

Los otros rieron entre dientes.

—Tampoco yo he encontrado puertas ocultas en el interior —dijo Dieter.

Reiner suspiró.

—Maldita mujer. ¿Dónde la habrá escondido? Tendremos que registrar las casas de los nobles a los que les ha enviado notas, aunque dudo de que sea tan incauta.

—¿La culpáis a ella y no a su esposo? —preguntó Darius—. Él parece un mocoso tortuoso.

Reiner sonrió.

—Vos no conocéis a la dama Magda tan bien como algunos de nosotros. Es más tortuosa que diez Rodicks juntos. De hecho, ella es quien tiene más culpa que nadie de que estemos bajo el dedo de Manfred. Si no hubiera llenado la cabeza del hermano menor de Manfred, Albrecht, con ambiciones malignas, él no nos habría reclutado para que le fuéramos a buscar aquel estandarte maldito, y no habríamos acudido corriendo a Manfred en busca de protección.

—Y Manfred no nos habría envenenado para jugársela a su hermano —añadió Franka con amargura.

Hals escupió por encima de un hombro.

—Yo sabía que era malvada incluso antes de que se volviera contra nosotros en el convento.

—¡No es cierto! —dijo Pavel—, o no habríamos dejado de oírte decirlo durante todo el camino. A ti te engañó igual que al resto…

—¡El convento! —gritó Reiner, y lo interrumpió—. Que Sigmar te bendiga, piquero. ¡El convento de Shallya!

Todos se volvieron a mirarlo, confusos.

Reiner inclinó la silla hacia atrás.

—No parece que la dama Magda le haya dicho a nadie de Talabheim que en otros tiempos fue una hermana de Shallya. Ya no lleva hábito, ni siquiera un collar con el ala de paloma. Nadie pensaría que tiene alguna relación con la fe. Nadie, salvo nosotros. —Se volvió a mirar a Augustus—. Kolbein, ésta es vuestra ciudad. ¿Dónde está el templo de Shallya?

Augustus frunció el entrecejo.

—Eh…, hay un sanatorio y un templo grande en la Ciudad de los Dioses, y una especie de misión en el barrio de los Árboles del Sebo. No conozco ningún otro.

Reiner asintió con la cabeza.

—Bueno, la misión del barrio de los Árboles del Sebo está arrasada, ¿no? Así que tendrá que ser el templo grande. —Se puso de pie—. Venga. Vayamos a hablar con las hermanas antes de que las paredes comuniquen lo que acabamos de decir, y todo Talabheim se una a nosotros.

Las sillas rasparon el suelo cuando los demás se levantaron y se volvieron hacia la puerta, pero entonces apareció Rumpolt, jadeante. Chorreaba agua, que le corría por las botas en grandes regueros hasta el suelo.

—¿Por qué habéis cambiado de sitio? ¿Estabais ocultándoos de mí? —preguntó con tono acusador.

—No seáis burro, Rumpolt —replicó Reiner—. Ahora, dad media vuelta. Nos marchamos.

Rumpolt se apartó a un lado para que salieran los demás.

—No teníais por qué ser tan mezquinos —murmuró.

Los Corazones Negros avanzaron apresuradamente por las anchas avenidas desiertas de la Ciudad de los Dioses, pasaron ante templos y santuarios de Taal, Sigmar, Myrmidia y Ulric, para luego subir por la amplia escalera de mármol del templo de Shallya, un edificio bajo y modesto, de piedra blanca, casi oculto en la gigantesca sombra del anexo sanatorio de mármol deslumbrante. Atravesaron a la carrera el dintel, sobre el que había una escultura en forma de alas de paloma desplegadas, y penetraron en el fresco interior. Pero la habitual atmósfera de tranquilidad calma que uno esperaba del templo de la Señora de la Misericordia no se veía por ningún lado. Las hermanas de hábito gris corrían de aquí para allá, y desde los corredores situados al otro lado de la capilla principal llegaban gritos y gemidos.

La abadesa del templo corrió hacia ellos, con el griñón temblando por la agitación.

—¡Gracias a Shallya que habéis llegado! —dijo—. Han vencido a nuestros guardias y están entrando… —Hizo una pausa—. Pero si no sois los guardias de la ciudad. Envié a las hermana Kirsten…

—No somos los guardias, madre —replicó Reiner—, pero os ayudaremos. ¿Quién os ataca?

—Hombres encapuchados —dijo la abadesa, que señaló la puerta del muro izquierdo—. Llegaron por un agujero que hay en el suelo de las catacumbas. Ahora mismo están entrando en la cámara del tesoro.

—Esperad aquí a la guardia —dijo Reiner—. Veremos qué podemos hacer.

—Que Shallya te bendiga, hijo mío —dijo la abadesa mientras atravesaban la capilla a la carrera.

La puerta daba a una escalera que descendía hacia las catacumbas. Mientras bajaban, llegaban hasta ellos gritos y estruendo de armas.

—Alguien se nos ha adelantado —gruñó Hals.

—Pero ¿cómo lo han sabido? —preguntó Reiner, que cogió una antorcha y miró hacia abajo—. No lo entiendo.

Reiner pasó por encima del cadáver de una hermana que estaba tendido al pie de la escalera. Por el corredor yacían más hermanas, así como tres guardias muertos con la espada fuertemente apretada en las manos ensangrentadas. Los Corazones Negros saltaban por encima de los cuerpos mientras avanzaban a toda prisa. Las ratas huían hacia las sombras al ver que se acercaban.

Una pesada puerta había sido arrancada de los goznes. Los Corazones Negros miraron al interior de la cámara. Estaba atestada de cuadros, pilas de libros y tubos para pergaminos. Una hermana lloraba en un rincón, con el hábito gris salpicado de rojo. La sangre trazaba dibujos interesantes sobre el decorativo suelo de baldosas al fluir de tres cuerpos. Dos eran guardias. El tercero era un encapuchado de ropones pardos que llevaba un saco de arpillera cubriéndole el rostro. Reiner se estremeció al verlo, y rezó para que no fuera lo que él pensaba que era.

La hermana herida gimió y señaló detrás de los Corazones Negros.

—¡Detenedlos! ¡Han robado el regalo de la dama Magda!

—¿Eh? —preguntó Reiner—. ¿Qué regalo?

—Una hermosa estatua de Shallya, más alta que un hombre. ¡Apenas ayer nos la legó, y ya ha desaparecido!

Reiner intercambió miradas con Pavel y Hals.

—Pobre dama Magda —dijo.

—¡Allí! —gritó Franka, señalando un corredor transversal.

Los Corazones Negros corrieron hasta la intersección. En el fondo del corredor, un grupo de figuras encapuchadas maniobraban para hacer pasar un objeto pesado por una puerta.

—Vamos, muchachos —dijo Reiner.

Cargaron corredor abajo, con las espadas desenvainadas. Jergen se adelantó a toda velocidad, pero antes de que llegara, los ladrones hicieron pasar la pesada estatua blanca por la puerta y se la cerraron en la cara. Cuando derrapaba para detenerse, Reiner oyó que deslizaban cerrojos al otro lado.

—¡Derribadla! —gritó.

Gert sacó el destral y se puso a asestarles tajos a los robustos paneles de madera, mientras Jergen clavaba la punta de la espada y comenzaba a arrancarle astillas.

—Estúpidos necios —dijo Dieter—. Dejadme a mí.

Avanzó y se arrodilló ante el ojo de la cerradura, para luego sacar una anilla de instrumentos de extraña forma de su zurrón. Gert y Jergen observaron cómo metía las ganzúas dentro del ojo de la cerradura y las hacía girar. Acabó casi antes de empezar, y abrió la puerta.

—Ya está —dijo.

Los Corazones Negros se precipitaron al interior, donde las ratas huyeron hacia las sombras. Era un almacén lleno de suministros médicos y camas con ruedas. En el suelo había un agujero irregular, rodeado de montones de losas partidas y tierra húmeda. Una cuerda tosca descendía por él. Reiner y los otros corrieron a mirar por el agujero. La lenta corriente del canal de las cloacas brilló a la luz de la antorcha de Reiner. El hedor de las aguas negras se mezclaba con un rancio olor a almizcle animal.

Franka reculó al percibirlo, temblorosa.

—¡Por el escudo de Myrmidia, no! ¡Otra vez no!

Los demás maldijeron y arrugaron la nariz.

—Tal vez sean sólo ratas —dijo Pavel, pero no hablaba como si lo creyera.

—Sí, como las que Magda tenía en la bodega —dijo Reiner, ceñudo—. Venga, vamos abajo.

Cogieron más antorchas del corredor y descendieron por la cuerda de uno en uno, Jergen el primero, y miraron arriba y abajo del curvo túnel. Los ladrones de la piedra conductora no estaban a la vista.

—Por aquí —dijo Dieter tras examinar el suelo.

Corrieron en la dirección indicada, y al cabo de poco rato vieron vagos movimientos mucho más adelante, cuando los ladrones pasaban corriendo por debajo de las rejillas por las que entraba la luz solar.

—¡Qué de prisa avanzan! —dijo Rumpolt, jadeante—. Nosotros no podríamos llevarla ni a la mitad de esa velocidad.

—Son dos veces más numerosos que nosotros —dijo Augustus.

Los Corazones Negros continuaron corriendo para intentar seguir el ritmo de las figuras fugitivas, pero los ladrones no llevaban antorchas y resultaba difícil determinar a qué distancia estaban.

—¿Cómo ven? —preguntó Darius—. Aquí abajo está oscuro como boca de lobo.

Reiner se guardó sus teorías para sí mismo.

Tras un largo trecho en el que no vieron ni rastro de los encapuchados, Dieter derrapó y se detuvo.

—¡Esperad! —gritó, y se volvió para estudiar el terreno—. Han girado.

El resto lo observó mientras regresaba a paso ligero por el reborde, con el ceño fruncido. Se detuvo ante una de las planchas de granito que comunicaban ambos bordes del canal.

—Han cruzado.

Los Corazones Negros lo siguieron cuando atravesó y giró en un túnel transversal, para detenerse a una docena de pasos más adentro.

—Las huellas acaban aquí. Han… ¡Ah! —Se puso a examinar cuidadosamente la pared, pasando suavemente las manos por los ladrillos, que se desmenuzaban—. Tiene que haber… —murmuró para sí. Y luego—: Sí, aquí está el… Entonces, ¿dónde…? ¡Ah!

Con una ancha sonrisa de triunfo, Dieter retiró un ladrillo situado en lo alto de la pared y metió una mano dentro del agujero, que palpó con los dedos. De debajo de los pies les llegó un sordo chasquear de engranajes, y una sección de la pared, se hundió unos cuantos centímetros. Dieter empujó la pared que se abrió hacia dentro para dejar a la vista un corredor lleno de telarañas que se adentraba en la oscuridad y descendía.

El polvo del suelo había sido removido recientemente por numerosos pies. A Reiner no le gustó nada lo pequeñas que eran las huellas ni su forma poco habitual.

Los Corazones Negros continuaron a toda prisa, siguiendo a Dieter a través de otro confuso laberinto de bodegas, catacumbas olvidadas, túneles derrumbados y templos enterrados. De vez en cuando, Reiner creía oír pies que corrían ante ellos, pero resultaba difícil estar seguro debido a que todos jadeaban y les crujían los pertrechos. Continuó mirando hacia adelante, aunque era imposible ver más allá de la luz de las antorchas.

Pasada media hora, entraron en el sitio más extraño que Reiner había visto en el subsuelo de Talabheim. Parecía ser una calle urbana, incluso con altos edificios de viviendas, tiendas a ambos lados y adoquinado, salvo por el hecho de que el suelo estaba inclinado en un ángulo tan pronunciado que costaba caminar, y que el último piso de todos los edificios desaparecía en la tierra bien apisonada del techo. Parecía que la calle había sido excavada después de que la hubiera sepultado una grandiosa avalancha de fango. Desde estrechas chimeneas abiertas en lo alto, entraban oblicuos haces de sol. Las antorchas encendidas, encajadas en derrumbadas paredes de ladrillo, y el olor a carne asada y humo indicaban que el lugar estaba habitado, pero los Corazones Negros no vieron a nadie mientras Dieter los conducía a través de esquinas y calles laterales, con la cabeza inclinada como un lobo que siguiera el rastro de una presa.

Dieter giró en un callejón, y Reiner le posó una mano sobre un hombro porque había movimiento en la oscuridad del fondo. Los ladrones estaban haciendo bajar la estatua de Shallya por una grieta abierta en el suelo del callejón. Los hombros de Shallya desaparecieron mientras observaban. Parecía que la diosa estuviera hundiéndose en un mar de tierra.

—Esta es nuestra oportunidad, muchachos —dijo Reiner—. ¡A por ellos!

Mientras los Corazones Negros echaban a correr, Franka saltó sobre una pila de escombros y disparó una flecha contra los ladrones. Uno chilló y se desplomó con una saeta clavada en el pecho. El resto alzó la mirada, y la estatua cayó de golpe por la grieta. Reiner sintió el estremecimiento del impacto en los pies. Los ladrones empezaron a meterse por el irregular agujero tras ella, con los largos ropones agitados.

Jergen pilló a los últimos y asestó tajos a diestra y siniestra. Los ladrones cayeron por la grieta, y las extremidades cercenadas, girando, los siguieron. Reiner miró al interior de la abertura. Era tan negra como el vacío. Los Corazones Negros se reunieron en torno al capitán y también miraron hacia abajo, cansados.

—Capitán —dijo Franka detrás de ellos.

Reiner y los otros se volvieron. Franka estaba acuclillada junto al ladrón al que había matado con la flecha, y tenía en una mano la máscara de arpillera propia de los leprosos.

El ladrón tenía cabeza de rata.