8
La condesa exige una explicación
Tras el largo recorrido agotador de vuelta a la superficie a través de las catacumbas y las cloacas, y después de atravesar la demente ciudad bajo las nubes rojo sangre de última hora de la tarde, Reiner hizo que los Corazones Negros se detuvieran justo antes de llegar a la puerta trasera de la casa de la legación de Reikland.
—Esperad un momento —dijo con un gemido. El sudor que se deslizaba al interior de los cortes hechos por el cuchillo de Valaris le causaba un escozor tal que parecía que tenía la piel en llamas—. Acaba de ocurrírseme. Sin Manfred, nos encontramos en una posición difícil. Si regresamos sin él, nos interrogarán sobre su desaparición, y muy posiblemente nos arrestarán.
—¿Así que no entramos? —preguntó Pavel.
—¿Cómo vamos a apoderarnos de la piedra si no lo hacemos? —preguntó Reiner—. No permitirán que una banda de rufianes sin señor se acerque siquiera a la piedra. Necesitamos la influencia de Manfred para llegar hasta ella.
—Así que hemos fracasado antes de comenzar —concluyó Hals.
—No —dijo Reiner, mientras pensaba—. No, entraremos con Manfred.
—¿Qué? —preguntó Rumpolt—. El conde Manfred está en la cueva con…
—En absoluto —lo contradijo Reiner, que sonrió de repente. Abarcó con la mirada a todos los Corazones Negros—. Darius, dadle vuestra capa a Jergen. Jergen, échate la capucha bien hacia adelante y mantén baja la cabeza. Bien. Ahora, pásanos un brazo por los hombros a mí y a Darius, y mira a ver si puedes cojear. Excelente. —Miró a los otros—. Cuando entremos, nos dispersaremos para vestirnos nuevamente con los atuendos de sirvientes. Curaos las heridas lo mejor que podáis. Enviaré a Franka con un mensaje cuando haya averiguado dónde guardan la piedra y haya trazado un plan para llegar hasta ella. Ahora, adelante.
—Abrid la puerta —gritó Reiner cuando llegaron a ella—. ¡Abridle la puerta al conde Manfred!
Un arquero de Nordbergbruche miró al exterior, y luego, al verlos, la abrió.
—¿Está herido el conde? —preguntó, preocupado.
—Sí, herido, maldito seas —le espetó Reiner—. ¡Ahora, ve delante de nosotros y despeja el camino!
—¿Dónde está el capitán Baerich?
—Muerto. Venga, adelante.
El arquero palideció, pero condujo a Reiner, Dieter y Jergen hacia la casa, mientras unos servidores los precedían para dar la noticia. Los otros Corazones Negros se encaminaron hacia las dependencias de la servidumbre. Reiner, Dieter, Jergen y Franka siguieron al arquero a través del patio de los establos y la cocina sin que nadie los molestara, pero al llegar a los aposentos que Manfred tenía en el segundo piso, los otros miembros de la legación de Reildand aparecieron en el pasillo, todos llamando a Manfred y exigiendo saber dónde había estado.
—Darius —dijo Reiner, que se quitó de encima el brazo de Jergen—, llévalo dentro. Arquero, vuelve a tu puesto.
Reiner abrió la puerta y se acercó a los señores y clérigos que parloteaban incesantemente, mientras los otros metían a Jergen en el dormitorio del conde.
—¡Mis señores, por favor! —dijo Reiner en voz alta—. ¡Guardad silencio! El conde Valdenheim está gravemente herido y debe quedarse en cama. Está demasiado mal como para hablar.
—¡Pero debe hacerlo! —gritó el señor Boellengen, que parecía un ganso confundido—. ¡Nos ha puesto a todos en una situación vergonzosa con sus artimañas! ¡La condesa exige una explicación!
—Al igual que nosotros —resolló el Gran Maestre Raichskell—. ¿Por qué no se nos informó de la empresa de esta mañana? Es ultrajante que no se haya incluido a los caballeros de la Orden del Yelmo Alado.
—¡Tampoco se incluyó a mis Portadores del Martillo! —gritó el padre Totkrieg.
—Aquí hay algún misterio —declaró el mago Nichtladen.
—¡Si Valdenheim ha hecho algo que deshonre el nombre del Emperador —declaró el señor Schott—, responderá ante mí!
—Mis señores —dijo Reiner—. No puedo hablar por el conde, pero le comunicaré vuestras preguntas y os traeré las respuestas. Ahora, si me excusáis…
—No os excusamos —intervino el señor Boellengen con tono imperioso—. Debemos hablar con el conde Valdenheim, con independencia de cuál sea su estado. La condesa Elise ha convocado una reunión de emergencia del Parlamento. El conde debe asistir.
Reiner suspiró y abrió la puerta de Manfred.
—Entrad si tenéis que hacerlo, mis señores. Pero el conde Valdenheim es incapaz de hablar. Sufrió un tajo de una espada infectada, y tiene la boca y la garganta llenas de llagas. Su médico teme que puedan ser contagiosas. Podrían ser alguna clase de plaga del Caos.
Los nobles recularon y se taparon instintivamente la boca con las manos.
—¿Está…, está enfermo? —preguntó Raichskell.
—Así parece, mi señor —replicó Reiner.
—Pero debe asistir —insistió Boellengen, al mismo tiempo que retrocedía—. La condesa expulsará a la legación si no se le proporciona una explicación de los acontecimientos de esta mañana.
Reiner se detuvo y fingió que pensaba.
—¿Tal vez se me permita a mí comparecer en lugar del conde y dar las explicaciones necesarias?
—¿Vos? —se burló Boellengen—. ¿Un amanuense?
—Puede ser que a la condesa le resulte más apetecible mi presencia que la del conde Manfred, mi señor —dijo Reiner—. El aspecto de él es un poco… desagradable de contemplar.
Los señores hicieron muecas, y luego murmuraron entre sí durante largo rato. Al fin, Boellengen se volvió hacia Reiner.
—Muy bien. La reunión del Parlamento tendrá lugar dentro de una hora. Procurad estar presentable.
—Desde luego, mi señor.
Reiner hizo una reverencia, luego se deslizó por la puerta, la cerró con llave y dejó escapar un suspiro de alivio. Darius había desenrollado su instrumental de cirujano y atendía las heridas de Dieter, Jergen y Franka, que estaban sentados en la enorme cama con baldaquín de Manfred.
—¿Sobreviviremos, erudito? —preguntó Reiner.
Darius se encogió de hombros.
—Nada de esto parece mortal, señor, pero mi pericia como médico es limitada.
—¿Cómo tienes el brazo, Rohmner?
El espadachín se había quitado la camisa y se masajeaba el musculoso hombro, que estaba negro y azul.
—Entumecido y rígido, capitán. Pero se me pasará, según creo.
—Es de agradecer. —Reiner se volvió hacia el armario de Manfred—. Mientras yo permanezca ausente, debéis mantener la puerta cerrada con llave y no dejar que entre nadie, con independencia de lo que digan y quiénes sean. ¿Está claro?
—Sí, capitán —replicó Franka.
Los otros asintieron con la cabeza.
—Yo —dijo mientras sacaba una camisa limpia del armario— debo ir a hablar con la condesa y el Parlamento. —Suspiró—. Preferiría volver a enfrentarme con los mutantes.
—Cuando la legación de Reikland se presentó ayer ante nos —dijo la condesa Elise desde el asiento situado en el extremo norte de la mesa del Parlamento, en forma de U—, mostramos precaución, pero el conde Manfred prometió cooperar. Nos prometió la ayuda del gran mago Teclis. Sin embargo, menos de diez horas después de haber pronunciado esas palabras, intenta recuperar la piedra conductora sin informar a ningún dignatario de Talabheim y…
—Yo estaba allí, condesa —intervino Danziger.
Tenía cardenales en la cara, y la mano izquierda cubierta por un voluminoso vendaje. Von Pfaltzen también estaba presente, con un tajo encima de un ojo. Reiner se sorprendió al verlos. Cuando los habían dejado se encontraban en situaciones que parecían desesperadas.
—¡Sin mi autorización! —le espetó la condesa a Danziger—. Y con un conocimiento que deberíais haberle comunicado al Parlamento. ¿Y qué ha salido de esta empresa no sancionada? La piedra se perdió en cuanto fue encontrada. Casi treinta hombres muertos. El conde Manfred y el señor Teclis heridos y al borde de la muerte…
Reiner se atragantó y luego sufrió un ataque de tos. ¿La piedra perdida? ¿Teclis vivo? ¿Eran buenas noticias o malas? Se golpeó el pecho y estuvo a punto de gritar de dolor. Había olvidado los cortes del cuchillo de Valaris. ¡Valaris! Gimió. Ahora, el elfo oscuro sabía que Teclis estaba vivo. Al menos no había abierto una boca en el pecho de Reiner, así que no podía ordenarle que matara al alto elfo.
Al alzar la mirada, Reiner vio que la condesa y su Parlamento clavaban en él miradas feroces. Bajó la cabeza.
—Perdonadme, condesa, miembros del Parlamento, pero el conde me envió inmediatamente para que compareciera ante vosotros. No habíamos oído las noticias acerca de Teclis y la piedra.
—En ese caso, permitidme que os informe —dijo la condesa con tono seco—, con el fin de que podáis, a su vez, informar al conde. El noble Teclis está vivo, aunque a duras penas. Por solicitud suya, lo hemos alojado en un lugar secreto con el fin de que pueda atender a su curación si temer nuevos ataques contra su vida. Y nuestro primo Rodick nos ha informado de que unos adoradores le robaron la piedra cuando salía de las cloacas. Es, por tanto, con gran expectación —continuó al mismo tiempo que posaba sobre Reiner una mirada fría— que esperamos que el portavoz del conde Valdenheim explique las razones que tuvo su señor para emprender esta acción.
Reiner se puso de pie e hizo una reverencia.
—Condesa, el conde os agradece vuestra cortesía, y responde que actuó en secreto con el fin de tomar por sorpresa a quienes tenían la piedra en su poder. Además, dice que, aunque sólo les comunicó sus planes a Teclis y sus propios hombres, el señor Rodick y el capitán von Pfaltzen estaban enterados de ellos al llegar la mañana. Se siente herido al pensar que sus nobles anfitriones puedan haberlo tenido bajo vigilancia.
—¿Y acaso sus actos no han demostrado que nuestra precaución era necesaria? —preguntó von Pfaltzen.
—Al conde Valdenheim también le resulta inquietante que hubiera agentes de los Poderes de la Destrucción que tuvieran conocimiento de la misión casi al mismo tiempo que el capitán von Pfaltzen y el señor Untern —continuó Reiner—. Sin duda, se sentirá aún más disgustado cuando se entere de que la piedra fue robada después de que él corriera riesgos personales tan grandes para recuperarla.
—¿Acaso sugiere —gritó la condesa— que el Parlamento de Talabheim está en colusión con adoradores?
—No sé lo que él sugiere, condesa —replicó Reiner—. Sólo sé lo que dice.
—Parece que Talabheim tiene más espías e informadores que árboles —comentó, sorbiendo por la nariz, el señor Boellengen, que se encontraba sentado contra la pared, junto con el resto de la legación de Reikland.
Esa frase provocó un estallido. Cada miembro del Parlamento gritaba a los de Reikland, y cada dignatario de Reikland respondía a gritos, lo que convirtió la cámara en un resonante estruendo de insultos.
En medio de ese tumulto, entró un paje que susurró algo al oído de la condesa. Al principio ella escuchó con confusión, y luego con sorpresa, y a continuación llamó al orden a los presentes. Cuando eso no logró el silencio, aporreó la mesa con la maza, y al fin los miembros del Parlamento y los representantes de Reikland se volvieron hacia ella y guardaron silencio.
—Nobles visitantes y sabios colegas —dijo ella con sarcasmo evidente—, puede ser que todas nuestras recriminaciones no sirvan de nada, porque me dicen que afuera aguarda alguien que conoce el paradero de la piedra y desea hablarle a la asamblea. ¿Queréis oírlo?
Unas pocas voces preguntaron quién podía ser, pero la mayoría dijo que sí, y la condesa hizo un gesto para que abrieran las puertas de la cámara. Reiner y los otros estiraron el cuello para ver de quién se trataba. El corazón de Reiner dio un salto al ver que era la dama Magda Bandauer —o ahora la dama Untern— quien entraba, ataviada con un vestido de satén con gorguera muy fruncida, con los colores verde y borgoña de su esposo. Su rostro estaba compuesto y sereno como el de una estatua. Parecía ser ella quien gobernara la ciudad, en lugar de la condesa. «Y si se sale con la suya —pensó Reiner—, lo hará».
Los señores contemplaron a Magda con solemnidad, mientras ella le hacía una profunda cortesía a la condesa, y luego adoptaba una actitud recatada, a la espera de que le hablaran.
—Dama Magda —dijo la condesa—, esposa de mi querido primo Rodick, bienvenida. Se me ha dicho que tenéis algún nuevo conocimiento concerniente a la piedra conductora.
—Lo tengo, condesa —replicó Magda—. Y os agradezco que me permitáis entrar en estas sagradas estancias. Es un gran honor. —Hizo otra cortesía y continuó—. Como ya sabéis, mi esposo, vuestro primo, no ha descansado desde que los villanos enmascarados le han robado la piedra en el día de hoy. Los ha buscado por todas partes, ha ofrecido recompensa a cambio de cualquier información, ha enviado hombres de nuestra casa a los lugares más peligrosos e indeseables de Talabheim en busca de noticias sobre la piedra, y al fin, ha tenido algo de éxito. Cree saber, casi con certeza, dónde está la piedra y quién la tiene.
—¿Sí? —dijo la condesa—. ¿Y quién es esa persona? ¿Dónde tiene oculta la piedra?
La dama Magda bajó los ojos.
—Eso, yo no lo sé, condesa, porque Rodick no quiso decírmelo.
Los ojos de la condesa se encendieron.
—Entonces…, entonces, ¿por qué habéis acudido aquí? ¿Habéis venido a atormentarnos? No lo entiendo.
—Os pido disculpas, condesa —dijo Magda—. No intentaba parecer reservada. —Alzó la cabeza; tenía la mandíbula apretada—. La dificultad reside en que la persona que al parecer tiene la piedra en su poder ocupa una posición tan elevada y es tan poderosa que Rodick no se atreve a revelar su nombre hasta no tener pruebas irrefutables de su culpabilidad. Por desgracia, la capacidad de Rodick para reunir esas pruebas se ve estorbada por su impotencia y falta de hombres.
La condesa alzó una ceja cuando el Parlamento se llenó de murmullos. Se recostó en el respaldo de la silla.
—No puede decirse que Rodick sea impotente, señora —dijo—. Es un caballero del reino, y si lo que necesita son hombres, no tiene más que pedirlos. A fin de cuentas, soy su prima.
—Y él os agradece vuestra caridad, condesa —dijo Magda—. Pero Rodick teme represalias de las que ni siquiera vos podríais protegerlo. Suponed que mi esposo recupera la piedra sin haber reunido pruebas suficientes contra quien la tiene. Esa persona podría atacarlo a su vez, y sin una posición más eminente ni una fuerza militar que pueda llamar suya, Rodick podría ser asesinado a causa de su valentía. Ésa no debería ser la recompensa del hombre que salve a Talabheim y al Imperio.
La condesa sonrió como si acabaran de darle respuesta a una pregunta.
—¿Y qué recursos piensa mi querido primo que garantizarán su seguridad?
—Condesa —dijo Magda—, con el fin de que pueda continuar con las investigaciones y garantizar que tendrá el poder oficial necesario para contestar a cualquier acusación después de recuperar la piedra, Rodick solicita que se le nombre señor comandante cazador de la guardia de la ciudad de Talabheim, y se le otorgue el sitio en el Parlamento que acompaña a esa dignidad.
El Parlamento estalló en protestas, entre las que la voz de Detlef Keinholtz, comandante de la guardia de la ciudad en ese momento, fue la más alta de todas.
—¡Eso no es más que chantaje! —gritó.
—¡Rodick ya ha recuperado la piedra! —gritó el señor Schamholt—. No existe ese villano de elevada posición.
—¿Que la ha recobrado? —gritó el maestre del gremio de panaderos—. ¡No seáis necio! ¡No llegó a perderla!
—¡Es una artimaña! —dijo el archilector Farador—. Es una jugada para obtener un asiento en el Parlamento. ¡Y pone en peligro la seguridad de la ciudad para lograrlo!
La condesa golpeó con la maza para imponer orden, y el alboroto disminuyó lentamente. Le dirigió una agradable sonrisa a Magda. Sólo la chispa de sus ojos revelaba la furia que sentía.
—¿Así que, si le concedemos ese nombramiento, Rodick nos garantiza la recuperación de la piedra?
Magda asintió con la cabeza.
—En la vida no hay ninguna garantía, condesa, pero sin duda eso hará que su tarea sea mucho más fácil.
—Sin duda —dijo la condesa—; particularmente si ya tiene la piedra conductora en su poder.
—Mi señora —dijo Magda con aire herido—, no puedo expresar cuánto me duele hallar tanta desconfianza en los corazones de tan nobles hombres y mujeres. Si debéis registrar la casa de mi señor con el fin de aplacar vuestras sospechas…
—Sin duda no encontraríamos nada, por supuesto —replicó la condesa con tono seco—. Y la razón por la que mi primo no presenta su caso en persona no tiene nada que ver con el hecho de que yo podría ordenarle que entregara la piedra y encarcelarlo en caso de no hacerlo, sino que se debe a que en este preciso momento le sigue la pista a la piedra y no puede abandonar la búsqueda.
—Pues sí —dijo la dama Magda—. Ésa es exactamente la razón, condesa.
Esa frase provocó más vocerío. La condesa se inclinó sobre la mesa para hablar con los que tenía a su lado. Reiner no apartaba los ojos de Magda. ¡Qué mujer! ¡Qué aplomo! Se sentía desgarrado entre los impulsos de inclinarse ante su maestría y estrangularla con las manos desnudas.
La condesa alzó una mano.
—Dama Magda, os damos las gracias por traernos estas noticias y por darnos a conocer los deseos de nuestro primo. Necesitamos un poco de tiempo para considerar sus condiciones y os pedimos que regreséis dentro de tres días para conocer la respuesta.
—Gracias, condesa —dijo Magda—. Esperaremos cuanto deseéis, aunque os recuerdo que la plaga de locura empeora día a día, y muchas tragedias pueden acaecer en tres días.
—Gracias, señora —replicó la condesa, que se irguió, altiva—. No necesitamos que nos recuerden los problemas de la ciudad. Podéis retiraros.
La dama Magda hizo una profunda cortesía y se encaminó hacia la puerta con pausada elegancia. Reiner miró a los miembros del Parlamento. Si las miradas mataran, la dama Magda podría haber sido una mancha roja sobre el lustroso suelo de la cámara.