7: La mano de Malekith

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La mano de Malekith

Al principio, Reiner pensó que el elfo pertenecía a la guardia de Teclis, ya que tenía las mismas orgullosas y frías facciones y la misma actitud regia, pero no llevaba armadura alguna, y su jubón y calzones de hermosa factura eran negros, no azules. Sin embargo, era en los oscuros ojos destellantes donde se hacía más evidente la diferencia. Aunque eran tan distantes y extraños como los de Teclis y su guardia, en ellos había una malevolencia que iba más allá de la mera indiferencia ante la suerte de seres inferiores.

—Me acongoja saber —dijo con una voz agradable— que la piedra se me ha escapado. Pero al menos os tengo a vosotros, y con eso tal vez aún podría conseguir la piedra. Entregadles las armas a mis esclavos y acompañadme.

Manfred sonrió burlonamente.

—Ya hemos derrotado antes a vuestros esclavos, señor. Podemos volver a hacerlo.

Una flecha negra se clavó en el pecho del capitán Baerich, que se desplomó a los pies de Manfred. La flecha le había perforado el peto y la punta le salía por la espalda. Reiner no había visto que el elfo se moviera, y sin embargo estaba poniendo otra flecha en la cuerda del arco. Los otros lanceros de Nordbergbruche gritaron y se dispusieron a avanzar, con las lanzas bajas. Murieron antes de que pudieran dar un paso.

—No es a mis esclavos a quienes debéis temer —dijo el elfo, serenamente—. Ellos sólo sirven para evitar que echéis a correr. Bien, ¿hace falta que mueran más?

Manfred bajó la mirada hacia los cadáveres de Baerich y sus hombres, y palideció. Al fin, se lamió los labios y alzó los ojos.

—Entregad las armas —dijo.

—Mi señor —protestó Augustus.

—¡Obedeced mis órdenes! —le gritó Manfred.

Los Corazones Negros, reacios, entregaron las espadas, las lanzas y los arcos a los mutantes, que babeaban; luego, rodearon a los prisioneros con una maloliente muralla de carne enferma. Rendirse era la única opción, pero ceder ante unos enemigos tan lastimosos parecía un despropósito, incluso para un Corazón Negro.

—Ahora, esclavos míos —les dijo el elfo a los mutantes—, llevadme a vuestro más profundo y fétido agujero. Necesito una residencia.

Avanzó, cojeando, con una mueca de dolor, y por primera vez, Reiner reparó en que el elfo tenía el asta partida de una flecha blanca clavada en el justillo, justo a un palmo menor por encima del hueso de la cadera.

—Avanzaremos con lentitud —dijo—, porque aunque los guardias de Teclis son malos arqueros, tienen una suerte tremenda.

Los mutantes los condujeron más al interior de la tierra a través de bodegas abandonadas, pozos de ventilación y lo que parecía ser una antigua mina de latón, hasta que llegaron a unas cavernas naturales cuyas paredes brillaban a la luz de las antorchas como si estuvieran recubiertas de vidrio. Al entrar, Reiner sintió dentro de la cabeza un débil rugido; al principio, pensó que era aire que circulaba por dentro de las cuevas, pero cuando se concentró en él dudó de que fuera un sonido real, después de todo, porque se parecía más bien a un balbuceo de pensamientos mezclados que burbujeaban bajo la superficie de su conciencia, como si tuviera moscas zumbándole dentro del cráneo. Luchó contra el impulso de darse de manotazos. Vio que también afectaba a los otros, que sacudían la cabeza y hacían gestos bruscos. Darius se apretaba las sienes con ambas manos y gemía.

—¿Estáis bien, erudito? —preguntó Reiner.

—Bien, estoy bien —le espetó Darius.

Reiner no lo tenía tan claro.

Al fin, llegaron a una amplia cueva aproximadamente circular con las paredes cubiertas de lastimosas tiendas hechas de harapos y palos, de las que salieron otros mutantes aún más deformes que sus captores. A la izquierda de la entrada principal había una arcada abierta en la pared, y enfrente, donde el suelo estaba atravesado por una profunda grieta, un puente; al otro lado, Reiner vio más túneles en la pared opuesta. Tanto la arcada como el puente eran muy, muy antiguos, y las tallas de forma geométrica que los adornaban estaban casi completamente desgastadas por el tiempo.

El elfo atravesó la arcada con paso cojo, seguido por los mutantes y los prisioneros. Al otro lado había una espaciosa cámara redonda, cuyo centro estaba ocupado por un círculo de piedra negra. La circunferencia doblaba la altura de un hombre, y abrazaba un altar redondo y plano. En las paredes que rodeaban el círculo de piedra había una veintena de celdas excavadas en la roca y cerradas con barrotes de hierro.

El elfo asintió con gesto de aprobación.

—Aquí se adoraba un aspecto de Khaine. Es una morada más apropiada para un hijo de Naggaroth que una cloaca.

Los ojos de Manfred se abrieron más.

—¿Sois un elfo oscuro?

—Soy un druchii —replicó el elfo con el mentón alzado—. El otro nombre es una calumnia inventada por nuestros primos. Ahora, escuchad bien. Hoy es un gran día. El despreciable Teclis está muerto, y una de las preciosas piedras conductoras de Ulthuan está a mí…

—¿Cómo podéis estar seguro de que Teclis ha muerto? —lo interrumpió Manfred.

El elfo posó sus fríos ojos sobre el conde.

—Porque —siseó— lo herí con una flecha envenenada, enferma, y encantada con una magia creada precisamente para asesinarlo a él. Mi querida madre puede haberme dado el nombre de Valaris, pero no soy más que la muerte de Teclis. Me han entrenado desde mi nacimiento, hace setecientos años, para hacer una cosa y sólo una: matar al gran mago de Ulthuan. Se decía que ningún asesino podía vencer la magia de Teclis, y que ningún mago podía atravesar sus defensas, así que me formaron para ser ambas cosas. Aprendí el oficio de los asesinos sobre las rodillas del maestre de sombras, y pasé cien años como siervo en la hermandad de Khaine para que me permitieran aprender sus misterios, todo lo que podría derrotar al hermoso. —Bufó—. Y dado que él está muerto, no me importa si yo sobrevivo. No soy más que la mano de Malekith. Mi dolor, mi muerte, no significan nada.

Reiner miraba fijamente al elfo. Le habían dicho que Teclis tenía miles de años de edad, pero ese conocimiento poseía la calidad de los mitos y resultaba difícil pensar en él como algo real. Allí tenía a un ser que había vivido el equivalente de catorce generaciones humanas dedicado a la persecución de una sola meta.

Valaris desplazó el peso al costado ileso del cuerpo.

—Sin embargo, dado que tengo a mi alcance la posibilidad de destruir una piedra conductora y minar los cimientos del completo dominio que nuestros traicioneros primos tienen sobre el mundo, agradezco haberme salvado, aunque me siento frustrado por el hecho de que esta herida imposibilita que pueda cumplir yo mismo con esa tarea. —Suspiró—. Al menos, cuento con un instrumento que hará lo que yo no puedo.

—¿Os referís a nosotros? —preguntó Manfred—. No somos vuestros esclavos.

—Y me alegro de ello —replicó Valaris, que miró a los mutantes que los rodeaban—. Ellos serían inadecuados para la tarea. La contaminación de la piedra de disformidad les ha destruido la mente, cosa que hace que para mí sea posible controlarlos, pero también los incapacita para pensar por su cuenta. Y no me cabe duda de que hará falta astucia para apoderarse de la piedra.

—¿Y qué os hace pensar que haremos lo que vos queréis, flacucho de cara de yeso? —preguntó Hals.

Valaris alzó una ceja.

—Escuchad, escuchad cómo ladran los perros.

Un mutante situado detrás de Hals alzó un garrote y golpeó al piquero en la nuca. Hals se cogió la cabeza con las manos y maldijo.

—Haréis lo que yo quiera —continuó el elfo, como si no hubiera pasado nada—, porque retendré al conde como rehén, y lo mataré si no me traéis la piedra en un plazo de tres días.

El corazón de Reiner dio un salto. ¡Por Ranald! ¿Era ésa la oportunidad que durante tanto tiempo habían esperado los Corazones Negros? Tal vez el elfo oscuro fuera capaz de controlar las mentes de los mutantes, pero estaba claro que no podía leer el pensamiento. No tenía ni idea de que Reiner y los otros dejarían morir a Manfred sin pensárselo dos veces…, todos menos el espía, claro. Reiner gruñó. Siempre era el espía quien estropeaba cada oportunidad. Pero si podían descubrirlo y matarlo mientras Manfred era prisionero de Valaris, podrían escapar por fin al insidioso veneno del conde.

Reiner advirtió que Manfred se había dado cuenta de lo mismo, ya que su semblante estaba casi tan blanco como el del elfo.

—Señor —gritó, intentando parecer noble, aunque tenía la frente empapada de sudor—, si pensáis que un plan semejante funcionará, es que no conocéis a los hombres del Imperio. La devolución de la piedra a su sitio significa la salvación de nuestro territorio, y mis hombres saben que yo estaría contento de sacrificar mi vida, que carece de valor comparada con esa meta. Si les encomendáis tal tarea, no regresarán, y yo los aplaudiré por no hacerlo.

El elfo sonrió.

—Creo que conozco bastante bien a los hombres del Imperio. ¿Acaso no acabo de ver cómo se abandonaban unos a otros a la muerte para presentarse como el héroe que había rescatado la piedra? Creo, conde, que intentáis engañarme para que os deje marchar. Le tenéis demasiado apego a vuestra vida, a vuestra posición y a vuestra riqueza como para hacer un sacrificio tan noble, y sin duda vuestros hombres son animales tan codiciosos como todos los de su raza, así que me traerán la piedra por las gratificaciones con que vos los cubriréis por haberos salvado.

Reiner disfrutó del silencio que siguió. Los prejuicios del elfo oscuro iban a ponerlos en libertad. Abandonarían las catacumbas y, una vez que descubrieran al traidor, saldrían de Talabheim y se perderían por el mundo, sin que quedara nadie vivo para ordenar que se dejara el veneno suelto por sus venas.

Manfred frunció los labios.

—Entonces, enviadlos y ya veréis. Pero os pido una pequeña merced: que si no regresan, me concedáis unos momentos para rezar —dijo el conde, que posó una mirada astuta en Reiner—, para bendecir a los valientes hombres que se unen a mí en el sacrificio de sus vidas por el bien del Imperio.

El elfo oscuro alzó la mirada, y sus ojos fueron a toda velocidad de Manfred a Reiner.

—¿Bendecirlos, decís?

Frunció el entrecejo; luego, se acercó a Reiner y le envolvió una muñeca con la mano izquierda. Un dolor palpitante recorrió el brazo de Reiner, que intentó zafarse.

Valaris lo retuvo en una férrea presa, y después lo soltó, riendo.

—He subestimado la astucia de los hombres —dijo—. Es casi propio de un druchii. Atados por un veneno. —Le sonrió a Manfred—. Se os permitirá rezar vuestras plegarias. Ahora —Valaris agitó una mano hacia los mutantes, que condujeron a los hombres hacia las jaulas de las paredes— tengo prendas que debo preparar para vosotros. Regresaré.

Dio media vuelta, y salió cojeando de la estancia mientras los mutantes empujaban a los hombres al interior de una jaula demasiado pequeña.

Cuando los mutantes cerraron la celda, Reiner se volvió a mirar a Manfred.

—Bien, mi señor, ¿es vuestro deseo que no regresemos a buscaros y no le traigamos la piedra al elfo oscuro? Vuestro sacrificio es verdaderamente digno de los grandiosos héroes de la edad dorada del Imperio.

—No seáis estúpido, Hetzau —replicó el conde—. Si no traéis aquí la piedra en tres días, no veréis un cuarto.

Reiner lanzó una exclamación ahogada y se fingió conmocionado.

—Pero, mi señor, ¿queréis decir que habéis mentido? ¿Qué no estáis dispuesto a sacrificar vuestra vida por el bien de nuestra tierra? ¿Le teméis a la muerte?

—No le temo a nada —le espetó Manfred—. Y si sirviera para salvar nuestra tierra, recibiría de buena gana la muerte, pero el Imperio me necesita, Hetzau, tanto como necesita la piedra conductora; incluso más, ahora que Teclis ha muerto. Porque al haber desaparecido él, la piedra es inútil hasta que pueda traerse a otro mago elfo desde Ulthuan para que vuelva a colocarla en su sitio. Me necesitarán para mantener el orden y negociar con los elfos. Debo conservar la vida, ¿lo veis?

Lo que Reiner veía era que Manfred tenía miedo de verdad. Resultaba extraño que un hombre que no manifestaba miedo alguno en la batalla resultara ser tan cobarde en el cautiverio. Tal vez era debido a que un hombre que tenía una espada en la mano siempre sentía que había una posibilidad, mientras que un hombre encerrado se sentía impotente. Cualquiera que fuese la razón, había visto a mercenarios e ingenieros que encaraban su fin con más valentía.

—Lo veo, mi señor —replicó Reiner, que no se molestó en ocultar el desdén—. Pero vuestros humildes servidores tienen muchas menos razones para vivir. De hecho, se están hartando de vivir bajo el yugo, y podrían pensar que el Imperio estaría mejor si conservara la piedra conductora y se librara de vos, y tal vez se sentirían dispuestos a sacrificar sus vidas para lograr esa meta.

Franka se quedó con los ojos muy abiertos al comprender el pleno alcance de las palabras de Reiner, y los otros lo miraron fijamente.

Manfred estaba pálido.

—¿Qué estáis sugiriendo?

—Nada, mi señor —replicó Reiner—, salvo que la amenaza de muerte comienza a perder fuerza cuando la existencia de uno no merece la pena de ser vivida. Así que, si de verdad deseáis que le robemos la piedra al Imperio y se la traigamos a un enemigo jurado de la humanidad, con riesgo de nuestras vidas y contra toda inclinación natural, tal vez deberíais considerar la posibilidad de añadir un incentivo a las habituales intimidaciones.

—¿Y qué incentivo sería ése? —preguntó Manfred, también despectivo—. ¿Oro? ¿Habitaciones mejores? ¿Rameras a disposición de vuestro capricho?

—La libertad.

Los Corazones Negros miraron a Reiner con la esperanza destellando en los ojos.

—Que ésta sea la última misión de los Corazones Negros —continuó Reiner—. Prometednos que si os ponemos en libertad, vos nos pondréis en libertad a nosotros. Un simple intercambio.

Manfred alzó una escéptica ceja.

—¿Y decís que estáis dispuestos a morir si yo no accedo?

Reiner pasó una mirada de interrogación por sus compañeros. Esperaba haber juzgado correctamente el temperamento de todos ellos.

—Sí —dijo Hals al mismo tiempo que asentía con la cabeza—. Esto no es vida.

—Será mejor que nos matéis ahora, y nos ahorraremos problemas —dijo Pavel.

Franka adelantó el mentón.

—Estoy dispuesto.

Gert se limitó a mirar ferozmente a Manfred, con los brazos cruzados.

Los hombres nuevos no parecían tan seguros, pero no se mostraron en desacuerdo.

Manfred vaciló, los miró a todos, y luego suspiró.

—Muy bien. Me habéis prestado un buen servicio, y aunque me entristece que unos hombres valientes le vuelvan la espalda al deber de proteger su tierra natal, os dejaré en libertad si conseguís sacarme de aquí sano y salvo.

Los Corazones Negros dejaron escapar suspiros de tensión.

—¿Tenemos vuestra palabra? —preguntó Reiner.

—Tenéis mi palabra de caballero y representante del Imperio de Karl-Franz.

Dado que el propio Reiner había nacido en una familia noble sabía lo que valía la palabra de un caballero, pero no se encontraba en posición de exigirle al conde ninguna otra garantía.

—Muy bien —dijo—. En ese caso, recuperaremos la piedra y os pondremos en libertad.

—En tres días —dijo Manfred.

—Tres días —asintió Reiner.

Se produjo una conmoción entre los mutantes, y los hombres miraron hacia el exterior de la celda. Valaris regresaba.

—Tengo un regalo para cada uno de vosotros —dijo mirándolos a través de los barrotes—. Y otro para el jefe de los hombres que saldrán en misión. —Desplegó un pequeño cuadrado de tela y dejó a la vista lo que parecían pequeñas esquirlas de cristal azul—. Mientras Teclis vivía, vosotros estabais protegidos contra los efectos de la piedra de disformidad de Talabheim. Ahora que ha muerto, la protección ha desaparecido. Vuestro bienestar no me importa lo más mínimo, pero debéis estar cuerdos para resultarme útiles, así que he roto esquirlas de una piedra que llevo encima. Insertadas bajo la piel, mantendrán apartadas de vosotros las emanaciones.

—¿Debajo de la piel? —preguntó Manfred.

—Sí. —El elfo aferró a Rumpolt a través de los barrotes, y lo atrajo hacia sí mismo sin esfuerzo—. Así.

Le subió una manga, seleccionó una de las esquirlas y la metió en la piel del muchacho, de manera que quedó como un quiste justo debajo de la superficie. Rumpolt chilló y se soltó de un tirón. La sangre manó libremente de la herida.

Valaris frunció los labios.

—¿Retrocedéis con temor ante vuestra salvación? Patético. —Les tendió el trozo de tela—. Venid, cogedlas. No me apetece tocar a ningún otro de vosotros.

Manfred, Reiner y los otros avanzaron y cogieron esquirlas. Reiner se clavó la suya con rapidez para no tener tiempo de pensar en el asunto. El murmullo que había ocupado el fondo de su mente desde que entraron en las cuevas disminuyó hasta la casi inexistencia. También los otros se clavaron las esquirlas, con gruñidos o sorbiendo entre los dientes apretados. Darius suspiró, aparentemente aliviado. Sólo Franka vacilaba.

Reiner se le acercó.

—¿Quieres que lo haga yo?

Ella alzó la mirada hacia él, y su expresión se endureció.

—No. Ya me has hecho un corte. —Se clavó la esquirla con vehemencia y reprimió un grito cuando penetró demasiado profundamente.

—¡Franka! —susurró Reiner.

Ella le volvió la espalda y se enjugó los ojos con el dorso de una mano.

—Bien —dijo Valaris—, ¿quién comandará a los rescatadores?

A regañadientes, Reiner se volvió a mirar al elfo.

—Yo.

—Venid, entonces, y descubrios el pecho.

Reiner avanzó hasta los barrotes mientras se soltaba las correas del peto, y luego se abrió el jubón y la camisa. Valaris sacó una daga de hoja negra y, con los ojos cerrados, salmodió en su propio idioma, como en un susurro. De la hoja se alzaron tenues espirales de humo, y Reiner percibió olor a hierro caliente. La punta de la daga brillaba con mortecina luz roja.

Reiner tuvo ganas de salir corriendo y esconderse del ardiente cuchillo, pero la perspectiva de que unos mutantes mugrientos lo arrastraran fuera de la jaula y lo sujetaran mientras Valaris hacía lo que de todos modos estaba resuelto a hacer, lo llevó a decidir que aferrarse a los barrotes y permanecer inmóvil era la mejor opción.

El elfo acabó el encantamiento y abrió los ojos.

—Quedaos quieto —dijo—. Si lo estropeo, tendré que comenzar otra vez, en otro sitio.

Presionó con el cuchillo hasta que la punta de la hoja penetró en la carne de Reiner, justo por debajo de la clavícula derecha, y comenzó a trazar un tajo curvo. El dolor era indescriptible, una brillante línea de agonía que parecía empeorar después de que la punta de la daga hubiera pasado de largo. Reiner quedó bañado de sudor frío. Las palmas de las manos le resbalaban por los barrotes y las rodillas le temblaban.

—Quieto, estúpido —dijo Valaris.

El elfo se movió hacia la izquierda de Reiner y continuó trazando líneas, rápidamente pero con precisión, con la humeante hoja de la daga. Las manos de Reiner apretaron los barrotes con tanta fuerza que sintió que podría doblarlos. Cerró los ojos. Explosiones de color le recorrieron los párpados. Comenzó a darle vueltas la cabeza y pensó que tal vez estaba cayendo. Volvió a abrir los ojos, aterrorizado al pensar que se había movido y Valaris repetiría la tortura desde el principio. No podría soportarlo una segunda vez.

—Hecho —dijo el elfo, que retrocedió un paso.

Reiner se desplomó de rodillas, gimiendo. Con la visión borrosa, bajó los ojos hacia su propio torso. En la parte superior del pecho burbujeaban líneas rojas que formaban una compleja runa.

—No soy un estúpido —dijo el elfo—. Sé que intentaréis traicionarme. Las razas más jóvenes no tienen honor. Ésta es mi salvaguarda. Mientras esas heridas estén frescas, veré y oiré lo que veáis y oigáis vos, así que si intentáis traer al ejército de la condesa cuando regreséis con la piedra, o si concebís alguna otra artimaña, yo lo sabré y el conde morirá. —Sonrió afectadamente—. Después, por supuesto, de que haya rezado sus plegarias.

Se volvió a mirar a los mutantes.

—Ahora, venid, esclavos; devolvedles sus armas a estos nobles guerreros, y dejadlos marchar. Y que las bendiciones de Sigmar los acompañen. —Soltó una carcajada tétrica.

Reiner gimió y se puso de pie cuando los mutantes abrieron la celda. Franka lo observaba y se mordía el labio inferior, pero le giró la cara cuando él intentó mirarla a los ojos.