6: No toquéis la piedra

6

No toquéis la piedra

Teclis cayó de espaldas sobre la piedra conductora. Sus guardias se volvieron, conmocionados, pero se recobraron al instante y saltaron a la acción. Mientras cinco elfos disparaban flechas blancas en dirección al lugar del que había llegado la negra, el capitán partió la flecha justo a ras del pecho de Teclis, a quien luego levantó en brazos como si no pesara nada. Los otros formaron un apretado grupo en torno a ellos, de cara hacia fuera, dos con flechas preparadas en los arcos, los otros con la espada a punto. Sin decirles una sola palabra a los compañeros humanos, se apresuraron en dirección a la salida y mataron a todos los adoradores que se interpusieron en su camino.

—¿Está vivo? —les gritó Manfred—. ¿Teclis está vivo?

Los elfos no respondieron.

Cuando ya habían llegado a las puertas rotas de la sala de los toneles, por ellas entró una marea de deformes mutantes armados con garrotes y espadas herrumbrosas. Los elfos asestaban tajos con furia, pero los mutantes no parecían interesados en ellos, ya que corrieron directamente hacia los hombres que defendían la piedra.

—¡Cobardes! —gritó Rodick, que agitó un puño hacia los elfos, que desaparecían por la puerta—. ¡Nos han dejado para que muramos!

La horda de mutantes de ojos vidriosos chocó contra las compañías y los adoradores de Slaanesh por igual, y los arañaron y los golpearon con extremidades contrahechas.

—La piedra —gemían—. Apoderaos de la piedra.

—Estamos listos —gimoteó Rumpolt, mientras los Corazones Negros luchaban contra un caótico torbellino de adoradores y mutantes—. Esto es la muerte.

—Cierra la bocaza, niño —gruñó Hals.

Los adoradores de Slaanesh atacaban a los mutantes con tanta ferocidad como acometían a las compañías.

—¡Atrás, inmundas alimañas! —gritaban.

—¡La piedra es nuestra!

Los soldados atacaban a todo lo que no llevara uniforme.

Manfred avanzó hasta Reiner y atravesó la garganta de un adorador.

—Coged la piedra —dijo—, mientras nuestros enemigos luchan entre sí.

Reiner asintió con la cabeza, contento de abandonar la primera línea.

—¡Retroceded, Corazones Negros!

Interrumpieron la lucha con precaución para permitir que las otras compañías cerraran filas en torno a ellos.

—¡Coged la piedra! —gritó Reiner.

Se inclinó para coger el extremo de una pértiga, mientras los otros se situaban para hacer lo mismo.

—¿Qué es esto? —gritó Rodick, que giró y se agachó para esquivar una espada mientras los Corazones Negros levantaban la piedra por las pértigas—. ¡Se nos dijo a nosotros que transportáramos la piedra!

—Y volveréis a hacerlo —le aseguró Manfred—. Pero mis hombres ya la han levantado. ¡Al corredor! Aquí estamos demasiado expuestos.

—Esto es algo turbio, señor —dijo Rodick cuando los Corazones Negros comenzaron a avanzar—. ¡Protesto!

—Protestad si sobrevivimos —replicó Manfred.

La piedra conductora era más ligera de lo que Reiner había previsto, y los Corazones Negros avanzaron a buen paso hacia la puerta en medio de una isla móvil de soldados, rodeada, a su vez, por un agitado mar de mutantes y adoradores. El suelo estaba resbaladizo de sangre. Al ver que sus compañeros lo dejaban atrás, el señor Danziger y sus hombres abandonaron la seguridad del portal de piedra fundida y avanzaron tras ellos, luchando. Los mutantes, en particular, parecían ofender el sentido del decoro de Danziger.

—¡Perversiones repugnantes! —bramaba—. ¡Alimañas inmundas! ¡No toquéis la piedra!

Reiner, libre de la lucha, tuvo al fin tiempo para formularse preguntas sobre la flecha negra que había derribado a Teclis. ¿Quién la había disparado y por qué? ¿Y qué terrible poder debía tener para atravesar las defensas mágicas y la armadura de Teclis como si no existieran? A continuación de esas preguntas, llegaron otras: ¿por qué los mutantes, que antes se habían alejado con temor de las compañías, los atacaban tan salvajemente de pronto, y con tal determinación?, ¿y cómo estaban también ellos al corriente de la piedra?

La isla de hombres llegó a la puerta y los Corazones Negros pasaron apretujadamente por ella, rodeados por los lanceros de Manfred y la guardia de la casa de Rodick. Luego, la atravesaron los hombres de Danziger mientras los soldados de von Pfaltzen permanecían en el umbral para mantener dentro a la mayoría de mutantes y adoradores.

—Marchaos —gritó von Pfaltzen, que agitó una mano—. Nosotros los retendremos. ¡Llevadle la piedra a la condesa!

Manfred lo saludó.

—Valor, capitán —gritó, y luego les hizo un gesto a los Corazones Negros para que avanzaran por el corredor, custodiados por los lanceros de Nordbergbruche y los hombres de Danziger y Rodick.

Reiner volvió la mirada hacia von Pfaltzen. Pensó que cabía la posibilidad de que el capitán fuera el único de aquel grupo a quien le importara más la seguridad de Talabheim que su propio progreso personal.

Los hombres de Danziger ocuparon la retaguardia de las compañías, que corrían a través del laberinto de bodegas y catacumbas, y los hombres de Rodick exploraban el camino por delante. Los Corazones Negros chapotearon en cámaras inundadas y pasaron a gatas por túneles sofocantes y bajos. La piedra conductora parecía pesar entonces el doble que cuando la habían levantado del suelo, y tenían la camisa empapada de sudor.

Cuando iban a paso ligero por una serie de criptas y mausoleos saqueados, Rodick dejó que Manfred le diera alcance.

—Ya habéis tenido la piedra conductora durante bastante rato —dijo—. Volveremos a cogerla nosotros.

Manfred sonrió burlonamente.

—Vuestra ambición se hace visible, Untern. Con independencia de quién la transporte, al final irá a parar a manos de Teclis.

—¿Y qué me decís de vuestra ambición? —preguntó Rodick.

—Yo no tengo más ambición que la de servir al Imperio y a mi Emperador —jadeó Manfred.

La discusión fue interrumpida por los chillidos de una turba de mutantes que salió de otro corredor. Chocaron con los hombres de Danziger, a los que se pusieron a arañar con las manos desnudas y a aporrear con ladrillos y piedras. Los espadachines les asestaban tajos y los pateaban entre gritos de cólera y sorpresa. Los mutantes morían a decenas, pero detrás de ellos llegaban más.

Reiner volvió la cabeza, desconcertado.

—¿De dónde salen todos? ¿Cómo nos encuentran?

Manfred sonrió con afectación.

—A caballo regalado, no le miréis el dentado. —Les hizo un gesto a los Corazones Negros para que continuaran adelante—. De prisa. Mientras están ocupados.

—Pero el señor Danziger quedará atrás —dijo Augustus.

—Precisamente —replicó Manfred—. ¡Contenedlos, Danziger! —gritó—. Y no temáis. ¡Le llevaremos la piedra conductora a Teclis!

—¡Os maldigo, Valdenheim! —gritó Danziger—. ¡Regresad!

Manfred suspiró mientras los Corazones Negros seguían a los hombres de Rodick y a los lanceros de Nordbergbruche por un recodo.

—¿Qué se ha hecho del espíritu de noble sacrificio que hizo grande a este Imperio?

Rodick soltó una risilla. Reiner contuvo la lengua.

Los seguían más mutantes, que iban tras el grupo como lobos. Mantenían la distancia, pero Reiner oía sus murmullos.

—Apoderaos de la piedra. Apoderaos de la piedra —repetían en coro monótono.

Los Corazones Negros jadeaban y tropezaban debido al peso de la piedra. La redonda cara de Gert estaba roja como un tomate. Franka tenía los ojos vidriosos. A Reiner le dolían las piernas y le temblaban los brazos. La pértiga estaba resbaladiza por el sudor de sus manos. Maldijo a Manfred por negarles a los hombres de Rodick su turno de transportarla. Habría renunciado de buena gana al cometido.

Al fin, llegaron a la despensa abandonada que ascendía hacia las cloacas. Los Corazones Negros avanzaron con paso cansino y tambaleante hasta la estantería reclinada contra la pared que hacía las veces de escalerilla para ascender hasta el agujero, rodeados por los hombres de Rodick y los lanceros de Nordbergbruche, que iban a paso ligero.

—¡Abajo! ¡Dejadla! —jadeó Reiner.

Agradecidos, los Corazones Negros depositaron la piedra en el suelo mientras el grupo volvía la vista atrás. Saltando y arrastrando los pies, llegaron los mutantes. Eran decenas, algunos ya ensangrentados y cojeando debido a otras refriegas. Reiner no entendía qué los impulsaba. Muchos gritaban de dolor a cada paso, y sin embargo, continuaban adelante sin dejar de repetir la interminable frase.

—Apoderaos de la piedra. Apoderaos de la piedra.

Reiner hizo recuento de las fuerzas de Manfred y Rodick. Baerich y cinco lanceros era cuanto quedaba de los de Nordbergbruche. Rodick había perdido un solo hombre, prueba de que se habían mantenido realmente apartados de la lucha. Los Corazones Negros contaban con todos sus efectivos, aunque no estaban ni enteros ni en plena forma. Reiner apenas podía levantar los brazos.

—Arriba, hombres —dijo Rodick, y subió por la estantería inclinada para pasar por encima de los escombros que sembraban la entrada del agujero, con sus hombres detrás—. De prisa —gritó desde lo alto—, antes de que lleguen hasta nosotros. ¡Pasadnos la piedra!

—Bajad, maldito —vociferó Manfred—. Ocupaos de la defensa. Vuestros hombres están ilesos.

—Pero mis hombres ya están aquí arriba, y no es momento para hacer cambios —replicó Rodick, imitando a Manfred.

—¿Os burláis de mí, señor? —Manfred miró atrás. Ya casi tenían a los mutantes encima. Gruñó con frustración—. ¡Muerte de Sigmar! ¡Lanceros, contenedlos! Corazones Negros, pasadles la piedra.

—Sí, mi señor —dijo Reiner—. Alzadla, muchachos. Frank… Franz, guíanos.

Mientras Baerich y los restantes lanceros se desplegaban en un magro semicírculo, Reiner y los Corazones Negros cogieron las pértigas y alzaron la piedra. Detrás de ellos, Reiner oyó que los mutantes chocaban contra la delgada línea de lanceros. Se encogió. Sentía dagas y espadas que iban hacia su espalda. Notaba aliento fétido en el cuello.

Los estantes crujieron ominosamente cuando Hals y Pavel subieron con la piedra sujeta entre ambos. Dos de los hombres de Rodick se asomaron por el agujero y apoyaron un pie sobre el estante superior para sujetar la estructura. Uno de ellos tenía el otro pie sobre un pesado trozo de granito, que se movió y a punto estuvo de hacerlo caer.

—¡Cuidado! —le gritó Rodick.

Reiner oyó un alarido de agonía a su espalda, y las maldiciones de Manfred.

—¡De prisa, tortugas! —bramó el conde—. ¡Nos abruman!

Los Corazones Negros ascendieron otro paso. Los estantes se curvaban bajo ellos. Los bramidos de los mutantes y las maldiciones de los hombres inundaban los oídos de Reiner.

—¡Un paso! —gritó.

Los estantes crujieron al soportar más peso. Los laterales se curvaron. La piedra se deslizó de modo alarmante, y las cuerdas que la sujetaban crujieron. Rodick se había reunido con ellos, con las manos extendidas.

—Ahora, pasadla hacia arriba —dijo Reiner.

Con gruñidos a causa del esfuerzo, los Corazones Negros pasaron de mano en mano las cuatro pértigas que sujetaban la piedra. En lo alto, Pavel y Hals les entregaron la primera pértiga a los hombres de Rodick, y cogieron la segunda de manos de Dieter y Rumpolt. Jergen y Augustus, tras pasarles la última a Reiner y Gert, se apartaron hacia los lados de la estantería y empujaron contra los laterales para intentar mantenerla de una pieza.

Los hombres de Rodick cogían cada pértiga por turno, y la estantería gemía de alivio al verse descargada de peso. Finalmente, Rodick cogió la cuarta pértiga de manos de Pavel, con un pie apoyado sobre la inestable roca de granito. Al tirar hacia arriba, se resbaló el pie y la roca cayó, destrozó los estantes y golpeó de soslayo un hombro de Jergen, al que derribó al suelo. Los otros Corazones Negros se precipitaron en medio de una lluvia de astillas de madera al desintegrarse los estantes.

Rodick lanzó una exclamación ahogada.

—¡Conde! ¡Perdonadme! ¡Qué accidente tan desafortunado!

—Accidente, mi culo —gruñó Hals mientras se levantaba.

Un mutante cornudo se lanzó hacia él. Hals le dio un codazo en un ojo al mismo tiempo que manoteaba en busca de la lanza. Reiner desenvainó la espada y se situó entre dos de los lanceros, donde se puso a asestar tajos y estocadas. Sólo quedaban tres hombres de Nordbergbruche, y se encontraban muy apurados. Manfred presentaba una docena de heridas sangrantes.

—¡Corazones Negros, mantened la línea! —gritó Reiner.

Los otros recogieron las armas y se situaron en posición, cojeando. Todos, menos Darius, que estaba encogido contra la pared, como de costumbre, y Jergen, que se encontraba sentado y aturdido, con el brazo derecho colgando.

El conde le gruñó a Rodick.

—¡Lo habéis hecho deliberadamente!

Rodick lo saludó mientras levantaba la piedra con sus hombres.

—¡Contenedlos, Valdenheim! Y no temáis. ¡Le llevaremos la piedra conductora a Teclis!

—¡Os maldigo, Untern! —gritó Manfred cuando el joven señor y sus hombres desaparecieron en las cloacas con la piedra.

Un mutante le arañó un brazo a Manfred con las garras, y éste volvió a la lucha y se puso a asestar tajos a diestra y siniestra.

—Hetzau —dijo—, tenemos que ir tras él. Sacadnos de este agujero.

—Sí, mi señor.

Reiner retrocedió para salir de la línea y miró a su alrededor. Uno de los tablones laterales de la estantería aún estaba entero. Lo apoyó contra la pared, debajo del agujero, junto al sitio en que Darius examinaba el brazo inutilizado de Jergen.

—Arriba —dijo—. Los dos.

Darius fue el primero en subir, a toda velocidad, mientras Reiner apuntalaba el tablón con un hombro, y Jergen lo siguió. Reiner gruñó bajo el peso.

—¡Preparados para la retirada, mi señor! —gritó.

Manfred volvió la cabeza.

—Muy bien, Hetzau. Arqueros y pistoleros, retroceded para cubrir a los demás.

Franka, Gert y Rumpolt salieron de la línea y subieron por el tablón. Al llegar al agujero, Gert y Franka se volvieron y dispararon contra los mutantes mientras Rumpolt cargaba la pistola.

—¡Baerich, los de Nordbergbruche! —dijo Manfred—. ¡Retiraos!

El capitán y los últimos dos lanceros retrocedieron, agradecidos, y subieron, cansados, por el tablón.

Ahora sólo Pavel, Hals, Augustus, Dieter y Manfred hacían frente a la horda, y los mutantes comenzaban a rodearlos por los lados para ir hacia Reiner.

—Los restantes tendréis que correr todos a la vez, mi señor —gritó Reiner, que le asestó un tajo a un mutante que manoteaba el tablón.

—A vuestra orden, entonces —respondió el conde.

Reiner mató a otro mutante, y luego les hizo un gesto a los que se encontraban en el agujero y miraban hacia abajo con ansiedad.

—¡Subid el tablón y extendednos las manos!

Darius lo subió; luego, se tumbó boca abajo junto con Jergen, Rumpolt, Baerich y los lanceros, y extendió los brazos mientras Franka y Gert continuaban disparando contra los mutantes.

—¡Ahora, mi señor! —dijo Reiner.

—¡Retirada! —gritó Manfred.

Reiner tuvo que reconocerle el mérito a Manfred. Quizá fuese un astuto manipulador, pero no era un cobarde. Fue el último en apartarse de los mutantes, contra los que asestaba salvajes tajos para proteger a los que se separaban de la lucha, y luego corrió y saltó hacia lo alto de la pared como un hombre que tuviera la mitad de su edad.

Los hombres del agujero atrapaban las manos de los del suelo y los alzaban con toda la rapidez posible, mientras Hals, Pavel y Augustus se ayudaban con las puntas de las botas contra la pared para trepar. Dieter no necesitó ayuda ninguna. Saltó hacia la pared como un gato, y luego se volvió para sumar sus brazos a los de Darius y levantar a Manfred hasta el túnel de las cloacas.

Reiner se había cogido a la mano izquierda de Jergen y vio que el ceñudo rostro del espadachín se ponía blanco de dolor al sujetarse con el brazo herido. Franka dejó caer el arco y cogió la otra mano del capitán; el miedo que sentía porque pudiera pasarle algo a él se hizo evidente en sus ojos, cosa que a Hetzau le causó un estremecimiento. Tal vez no la había perdido, a pesar de todo.

Unas zarpas aferraron los tobillos de Reiner, que gritó y se puso a patalear y patear.

—¡Tirad, malditos!

Jergen y Franka redoblaron el esfuerzo, y Reiner ascendió un poco más, para luego subir de golpe cuando le acertó en los dientes al mutante que lo tenía cogido, y éste lo soltó. Reiner cayó de cara sobre el saliente sembrado de escombros de la cloaca, y rodó sobre sí mismo, jadeando, mientras Pavel, Rumpolt y Dieter le arrojaban piedras a la masa de mutantes que saltaban, y les pisaban los dedos.

Manfred se sacudió la ropa y miró en la dirección por la que se había marchado Rodick.

—¡Basta! Debemos dar alcance a Untern —dijo—. El cachorro necesita una lección.

Los Corazones Negros y los lanceros dejaron atrás el agujero, encendieron antorchas y siguieron a Manfred por el túnel, cojeando y gimiendo.

Reiner echó a andar junto a Franka.

—Franka…

Los ojos de ella se endurecieron al ver la expresión de los ojos de él.

—¿Sí, capitán? —preguntó en voz alta—. ¿Deseáis hablar conmigo, capitán?

Reiner se encogió.

—No importa, es igual.

«Maldita muchacha», pensó.

Llegaron a una intersección de túneles. No se veía la luz de las antorchas en ninguna dirección.

Manfred maldijo.

—¿Adónde ha ido? ¿Se ha ido volando?

Dieter cogió una antorcha y examinó el suelo y las paredes que rodeaban cada una de las esquinas.

—Por aquí —dijo al fin, y señaló un arañazo que había en los ladrillos del pasadizo de la derecha—. Han rozado la pared con la piedra.

—Excelente trabajo —dijo Manfred—. Conducidnos. ¿Fue por aquí por dónde llegamos?

—Sí —replicó Dieter, y echó a andar por el túnel con los ojos fijos en el suelo.

Jergen miraba hacia atrás.

—Capitán —le dijo a Reiner—, los tenemos otra vez aquí.

Manfred lo oyó y maldijo.

—A paso ligero, rastreador.

Dieter gruñó, pero aceleró el paso. Después de un recodo, el túnel se volvió recto.

Manfred sacudió la cabeza al no ver la luz de las antorchas ante ellos.

—¿Cómo pueden haber adelantado tanto?

Cincuenta metros más adelante, Dieter se detuvo bruscamente.

—Esperad —dijo.

Volvió atrás, con la vista fija en el suelo, y luego se detuvo ante una escalerilla de hierro atornillada a la pared de ladrillos. Examinó los peldaños y luego alzó la mirada hacia la oscura chimenea.

—Subieron por aquí.

—¿Subieron? —preguntó Manfred, incrédulo—. ¿Con la piedra?

—Sí —replicó Dieter, y señaló la escalerilla—. Hay arañazos en los peldaños, hebras de cuerda y huellas.

—En ese caso, debemos ir tras ellos —decidió Manfred—. Venid.

Fue hasta la escalerilla y comenzó a subir. Una flecha negra salió silbando de la oscuridad y rebotó en la pared, junto a su rostro. Manfred se echó atrás y gritó.

—Subid otro peldaño, y la siguiente irá a vuestro corazón —dijo una voz.

Todos se volvieron. Un elfo alto, de pálida piel, con un arco negro en la mano izquierda y una flecha en la cuerda tensada, salió cojeando de entre las sombras, rodeado por una muchedumbre de mutantes de ojos negros.

Reiner oyó pies que se arrastraban a su espalda y se volvió. También por allí llegaban más mutantes que entraban en el círculo de luz de las antorchas. Estaban rodeados.