5
¿La destruirá una hoguera?
—¿Disfrutando de la buena vida, capitán? —preguntó Hals con una sonrisa burlona—. ¿Mariposeando por ahí con condes, condesas y elfos?
—Mientras nosotros nos ocupamos del equipaje —dijo Pavel.
—Y de los caballos —añadió Gert.
—Y lustramos las botas —intervino Franka.
—No me culpéis a mí de eso —dijo Reiner—. El plan fue de Manfred, no mío.
Hetzau suspiró. Lo que habían sido chanzas joviales en la época anterior a la muerte de Abel Halstieg, ahora iban en serio. El veneno de la sospecha había agriado la camaradería de los Corazones Negros. Deseó que se le ocurriera algo que decir que pudiera devolver las cosas a su estado anterior, pero dado que sabía que uno de ellos era un espía e informaría a Manfred de cuanto dijera, se quedó sin palabras.
Los Corazones Negros, de pie en el patio de carruajes situado en la parte posterior de la casa del barrio de los juzgados, temblaban y se frotaban las manos. Aún no se había levantado el sol, y la niebla matinal que se arremolinaba a la luz de las antorchas era terriblemente fría. Iban vestidos con la librea de la guardia de la casa de Manfred —un jubón negro y un peto que llevaba pintado el león blanco y dorado del noble—, y armados con espadas y dagas, además de las armas preferidas por cada cual. Augustus y Rumpolt le lanzaban miradas de curiosidad a Franka, que llevaba su equipo de soldado, pero no dijeron nada. Con el atuendo de soldado, Darius y Dieter tenían un aspecto aún más ridículo del que habían tenido vestidos como cirujanos.
Diez de los lanceros de Nordbergbruche, de las fuerzas de Manfred, formaban cerca de ellos en dos ordenadas filas ante su capitán, un muchacho vigoroso llamado Baerich. Les lanzaban miradas hostiles a los Corazones Negros, que bostezaban, con posturas desgarbadas, absolutamente indiferentes a la disciplina militar.
Se oyeron unos golpes en la puerta trasera, y el capitán Baerich abrió para dejar entrar a Danziger y diez espadachines, todos ataviados con ropas tan negras y sencillas como las de él.
—¿Iremos a cazar conejos con este ejército? —murmuró Hals—. Nos oirán llegar desde kilómetros de distancia.
Pocos minutos después, Manfred y Teclis salieron de la casa, seguidos por la guardia de elfos, que habían cambiado su atuendo blanco como la nieve por sobrevestas azul oscuro sobre las brillantes armaduras. También Teclis iba vestido para la guerra, con una larga espada fina sujeta a la espalda, aunque aún se apoyaba en el blanco báculo para caminar.
Danziger se quedó boquiabierto al verlo.
—¿El señor…, el señor Teclis viene con nosotros? —le preguntó a Manfred.
El conde asintió gravemente con la cabeza.
—Por supuesto. Los ladrones podrían disponer de magia propia. Sería una necedad intentar arrebatarles la piedra conductora sin llevar un mago con nosotros.
Danziger se lamió los labios.
—Por supuesto, por supuesto —dijo; sin embargo, de repente, parecía mucho menos entusiasta respecto a la aventura.
Manfred sonrió con presunción a sus espaldas.
Mientras los hombres del capitán Baerich abrían la puerta para que el grupo pudiera ponerse en camino, se oyó un estruendo de botas que corrían por el callejón, y los soldados del patio se pusieron en guardia.
Hombres con uniforme de color verde y ante se detuvieron en la puerta; había un destacamento más reducido ataviado de azul y borgoña detrás. Reiner los observó en la oscuridad y reconoció al capitán von Pfaltzen, con quince de los guardias personales de la condesa y, detrás de ellos, al señor Rodick Untern, primo de la condesa y esposo de la dama Magda, con ocho de sus propios guardias.
—¿Qué reunión es ésta? —exigió saber von Pfaltzen, que jadeaba a causa de la carrera—. ¿Adónde vais armados de esta manera?
Manfred suspiró, fastidiado.
—Vamos, capitán, a recuperar la piedra conductora.
—¿Os habéis enterado de su paradero? —preguntó von Pfaltzen, conmocionado.
—Nos guiamos por un rumor.
—¿Y olvidasteis informar a la condesa? —preguntó Rodick—. Eso me resulta muy extraño. —Tenía una voz chillona y penetrante.
—Pensamos —explicó Manfred— que cuantas menos personas conocieran el secreto, menos posibilidades habría de que quienes tienen la piedra se enteraran de nuestra llegada. Al parecer, no fuimos lo bastante cautelosos. —Miró a Teclis en busca de apoyo, pero el elfo los miraba a todos con igual aversión.
—Yo más bien creo ver reticencias a incluir a Talabheim en la recuperación de la piedra —dijo von Pfaltzen— que cualquier preocupación por posible brujería.
—Sí —dijo Rodick—. Intentáis estafarnos nuestra parte de gloria.
—¿Acaso soy invisible, señores? —preguntó Danziger, indignado—. Soy un hombre de Talabheim. La ciudad está representada.
—¿De verdad lo sois, mi señor? —preguntó Rodick, cortante—. ¿Un verdadero hombre de Talabheim no habría informado a la condesa en caso de tener noticias de la salvación de la ciudad?
—Debo insistir en que esta aventura no continúe adelante a menos que yo y mis hombres formemos parte de ella —declaró von Pfaltzen.
—Y como pariente de la condesa, también yo debo acompañaros con el fin de representar sus intereses.
Manfred frunció el entrecejo.
—Esto es una locura, caballeros. Estorbáis el trabajo del señor Teclis. La situación requiere sigilo y rapidez. Ya somos demasiados. Si se suman vuestros hombres, no sorprenderemos a nadie. —Se volvió hacia Teclis—. Señor, ¿no podéis decir algo que les haga entender…?
—No me importa quién se quede o quién se marche —replicó Teclis, con frialdad—, siempre y cuando partamos con rapidez. Ya se ha perdido demasiado tiempo.
—Muy bien —dijo Manfred a regañadientes—. Podéis acompañarnos todos.
Mientras las compañías comenzaban a organizarse en orden de marcha, Reiner vio que Danziger se mordía el labio inferior y sus ojos iban velozmente de un comandante a otro, para luego desviarse hacia el hombre que los guiaría hasta la piedra conductora.
Hetzau se acercó rápidamente a Manfred y le susurró algo al oído.
—Mi señor, Danziger no está complacido. No creo que desee recuperar la piedra en las presentes circunstancias. Si se le da la oportunidad, le dirá a su hombre que nos lleve por el camino equivocado.
—En ese caso, no debe dársele la oportunidad —replicó Manfred, que se encaminó hacia Danziger hablando en voz alta—. Bien, mi señor, ¿quién es el hombre que nos conducirá? Me gustaría conocerlo.
Rodeó los hombros de Danziger con un brazo, sin hacer caso de la incomodidad del tesorero, y permaneció a su lado mientras ambos, Teclis, von Pfaltzen y Rodick Untern, junto con los sesenta y un hombres que sumaban sus compañías, salían de la casa tras el guía y recorrían las calles de la ciudad bajo las nubes de extraño resplandor que cubrían el cráter y ocultaban el amanecer.
Todos los Corazones Negros marchaban detrás de Reiner en hosco silencio, menos Augustus.
—Me alegra ver a von Pfaltzen con nosotros —dijo alegremente—. No parecía correcto obrar a espaldas de la condesa. En Talabheim, ha de ser un hombre de Talabheim quien esté al mando.
Danziger no compartía el placer que Augustus sentía por la compañía de von Pfaltzen.
—Éste es el problema con los hombres de esta ciudad —oyó que le susurraba a Manfred al oído—. ¡No piensan en nada más que en su propio ascenso!
—Sí —convino Manfred sin el más leve rastro de sarcasmo—. Eso hace que a los hombres honrados como nosotros les cueste mucho más lograr que se hagan las cosas.
Manfred llamó a Reiner con un gesto mientras Danziger y von Pfaltzen hablaban con el jefe de la guardia de la barricada de Schwartz Hold.
—En el improbable caso de que esta acrecentada compañía logre recuperar la piedra conductora —susurró—, deberéis aseguraros de que sólo Teclis, vuestros Corazones Negros o mis lanceros de Nordbergbruche consigan llevársela.
—Sí, mi señor —dijo Reiner—. Eh…, ¿tenemos permiso para emplear la fuerza?
—¿Eh? ¡No! —replicó Manfred—. Aquí ya nos miran con malos ojos tal y como están las cosas. Simplemente procurad estar en el lugar adecuado en el momento oportuno.
—Muy bien, mi señor —dijo Reiner, contento por haber logrado mantener una expresión neutral.
Manfred regresó junto a Danziger antes de que von Pfaltzen lo dejara solo.
Cuanto más se adentraba la compañía en el maltrecho vecindario, más opresivas parecían las nubes de lo alto. Un viento húmedo gimoteaba en torno a ellos con una voz casi humana. Justo cuando la curva negra del cráter de Talabheim comenzaba a destacar contra las nubes grises del fondo, los hombres llegaron al granero destruido. Mientras los Corazones Negros esperaban a que los demás avanzaran con precaución entre los escombros, Reiner vio que Dieter miraba por encima de un hombro con los ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Dieter le dirigió una mirada hosca.
—Nada, caballerete.
—¿Nada? ¿O quizá se trata de algo que no queréis contarme?
Dieter le lanzó una mirada furibunda, y luego se encogió de hombros.
—Nos están siguiendo.
Reiner comenzó a volverse.
Dieter lo detuvo.
—¡Condenado necio! ¡No pongáis en evidencia que lo sabemos! De todos modos, no hay nada que ver.
Reiner miró al ladrón con escepticismo.
—¿Podéis oír si os están siguiendo cuando vais en medio de un ejército?
—Lo siento —replicó Dieter—, como un picor en la nuca.
—¿Y de quién se trata?
Dieter se encogió de hombros.
—No se ha dejado ver. Es un tipo astuto, ya lo creo.
Reiner se estremeció y recordó a Jergen en el camino hacia Talabheim con la mirada fija en la oscuridad. Había dicho lo mismo.
Tardaron un cuarto de hora, pero al fin todos los soldados descendieron a la carbonizada bodega y pasaron por el negro agujero al interior de las cloacas. Las compañías se alinearon en los dos márgenes elevados del canal maloliente que corría por el centro de un túnel abovedado y bajo, de ladrillo. Por el canal bajaba un lento arroyo pardo en el que flotaban muchos bultos que Reiner prefirió no identificar. A intervalos regulares había planchas de granito que unían ambos márgenes, y la corriente era alimentada por tuberías que descendían por las paredes. Los oxidados escalones empotrados en los muros desaparecían por chimeneas que ascendían hasta las rejas de hierro de las alcantarillas pluviales de la calle.
Manfred hizo formar a los Corazones Negros y los lanceros de Nordbergbruche a la izquierda del canal, detrás de los elfos, mientras los hombres de Danziger, y Pfaltzen con la guardia de la condesa, se alineaban a la derecha. Los hombres de Rodick se encontraban en alguna parte de la oscura retaguardia. Cuando todos estuvieron en posición, las compañías partieron eras el guía de Danziger, que trotaba por delante como un sabueso.
Las ratas huían ante ellos, impelidas hacia agujeros y tuberías de desagüe por la luz de las antorchas. Y había otras alimañas. Furtivas sombras humanas desaparecían por túneles transversales, y siluetas acechantes los espiaban desde detrás de pilas de escombros. Vieron figuras encorvadas que se agrupaban en torno a fuegos en el fondo de largos corredores. Algunas no eran del todo humanas. Reiner captó fugaces atisbos de extremidades deformes y cabezas contrahechas, y oyó lejanos gruñidos infrahumanos. Ninguno parecía inclinado a atacar a una fuerza tan numerosa y bien armada.
Vieron sitios en los que se habían abierto agujeros en las paredes. Daban a bodegas sucias o umbrías y a cámaras inundadas. De una de ellas salía un hedor a rata tan fuerte que se sobreponía al hedor omnipresente de las cloacas. Reiner y los otros Corazones Negros intercambiaron miradas de inquietud, pero no dijeron nada. Era mejor no especular sobre ciertas cosas.
En una intersección en lo alto de la cual se veían pintados descoloridos nombres de calles, el guía de Danziger se detuvo y frunció el ceño mientras miraba a derecha e izquierda.
Reiner observó que a Danziger se le iluminaban los ojos y avanzaba.
—Eh…, Egler, ¿no me dijiste que habías girado a la izquierda en la calle Turring?
El hombre miró a Danziger, parpadeando.
—Eh…, no, mi señor. Ahora que lo decís, creo que fue a la derecha.
—¿Estás bien seguro? —preguntó Danziger con los dientes apretados.
Egler no captó la indirecta.
—Sí, mi señor. A la derecha en la calle Turring. Acabo de recordarlo.
El guía condujo al grupo hacia la derecha mientras Danziger intentaba mantener una expresión serena.
Poco después llegaron a otro agujero sembrado de escombros por el que se metió el espadachín de Danziger, y las compañías lo siguieron. Daba a la parte superior de la pared de la despensa de un viejo almacén. El suelo estaba sembrado de barriles y jarras de terracota hechos pedazos. Habían apoyado una estantería de madera contra la pared a modo de escalerilla, y dos de los hombres de Danziger la sujetaron para que los demás bajaran con cuidado por ella, de dos en dos.
Aquella despensa era la primera cámara de un extraño laberinto de sótanos, corredores, tramos de cloaca en desuso, túneles excavados en la tierra, pasadizos por los que había que pasar a rastras y cimientos interconectados, todos con muros rajados y techos combados y apuntalados con maderos. La compañía subió y bajó escaleras y atravesó charcos que les llegaban hasta la rodilla. Algunos pasadizos eran tan bajos que los soldados tenían que doblarse por la cintura, y otros tan estrechos que tenían que recorrerlos de costado. En estos puntos, Reiner se encogía de aprensión. No era el mejor sitio para que los pillaran si las cosas se torcían.
Por todas partes se veían los círculos negros dejados por antiguas fogatas, al igual que botellas rotas, huesos medio roídos y pilas de porquería maloliente. En las paredes había escritas frases en varios idiomas. «¡La condesa es una puta!», «Peder, ¿dónde estás?», y «¡Alzaos y arded!», decían algunas de las que leyó Reiner. Y también había cosas peores, como runas de aspecto maligno y dibujos de actos indescriptibles y caras que gritaban, pintados con inmundicia. En las sombras yacían cuerpos resecos cuyas calaveras sin ojos contemplaban el paso de los soldados.
Al fin, el guía de Danziger se detuvo en un corredor antiguo y señaló un par de puertas de madera podrida que colgaban de los goznes más adelante, en la pared izquierda.
—Al otro lado de esas puertas —dijo—, hay una sala grande con un agujero en la pared de enfrente. La vigilan unos guardias. Allí llevaron la piedra.
—Tenemos que eliminar a los guardias antes de que den la alarma —dijo Danziger—. Tal vez dos de mis…
—Tengo un muchacho que puede acertarle al ojo de una paloma desde cincuenta pasos —lo interrumpió Manfred—. Es…
—No hay ninguna necesidad —intervino Teclis, que les hizo un gesto a un par de elfos para que avanzaran.
Los elfos fueron en silencio hasta las puertas mientras ponían flechas en los arcos. Se asomaron y en un instante actuaron con tanta rapidez que costaba creer que hubiesen tenido tiempo de encontrar los objetivos; tensaron los arcos y dispararon. Luego, entraron, con flechas nuevas ya preparadas. Un momento después reaparecieron en la entrada e hicieron un gesto.
—Podemos continuar —dijo Teclis, y echó a andar.
Las compañías lo siguieron. Cuando atravesaba la entrada, Reiner vio un rápido movimiento en el corredor, pero como se habían producido tímidos movimientos en las sombras a lo largo de todo el recorrido, no le hizo caso.
La sala era ancha y larga, y olía a cerveza rancia. La pared de la izquierda estaba oculta tras una hilera de enormes tinajas de madera. A la derecha, pirámides de gigantescos toneles se alzaban en la oscuridad. No había ni uno solo intacto; todos habían sido espitados, y en torno a ellos se veían secos charcos de pegajosa cerveza evaporada.
Ante la pared opuesta había un pequeño fuego que iluminaba dos cuerpos que yacían junto a él; tenían flechas blancas clavadas en el cuello. Detrás, el grueso muro de piedra, como si fuera un bloque de grasa de cerdo atravesado por un espetón al rojo, estaba perforado por un agujero perfectamente circular de la altura de un hombre, con el borde tan brillante como el vidrio. Bajo él se veían congeladas ondas de roca que parecían cera fundida. Reiner se estremeció ante las implicaciones de aquel agujero. ¿Quién, o qué, tenía el poder para hacer algo semejante? ¿Y la cosa que lo había hecho se encontraba en la sala contigua?
Reiner vio que los mismos pensamientos pasaban por la mente de Manfred. Danziger, sin embargo, no parecía sentir ningún temor. Instaba ansiosamente a sus hombres a avanzar.
—Vamos —dijo—, antes de que se enteren de que estamos aquí.
Manfred vaciló.
—Eh… ¿Gran Teclis? ¿Es…?
—No temáis —respondió el elfo—. Tiene siglos de antigüedad. El portal y los corredores del otro lado cuentan con toscas protecciones, pero las desactivaré a medida que vayamos avanzando. Continuad.
Manfred asintió con la cabeza y les hizo a los Corazones Negros una señal para que dieran alcance a Danziger. Von Pfaltzen y Rodick también hicieron avanzar a sus hombres.
El extraño agujero daba a una vieja prisión. El aire del interior olía a humo y formaba halos en torno a las antorchas. Los elfos abrían la marcha por el corredor al que daban los calabozos, y Teclis no dejaba de mover las manos y susurrar para sí durante todo el tiempo. A veces, el aire rielaba ante él como una burbuja de jabón antes de reventar, y Reiner sentía en el pecho la presión que exhalaba.
En tres ocasiones, en el fondo del corredor aparecieron hombres que dieron media vuelta para huir, y en todas ellas los arqueros elfos los derribaron antes de que pudieran dar un paso.
—Bien podrían habernos dejado en casa —refunfuñó Hals.
Teclis volvió a uno de los muertos con una bota puntiaguda y le apartó la camisa a un lado con la punta de la espada. Sobre el corazón del hombre había una extraña runa marcada a fuego.
—Miembro de un culto —dijo Teclis—. Ésta es la marca del que Transmuta las Cosas.
Reiner tragó, y aunque no era piadoso por naturaleza, hizo el signo del martillo. Los hombres que lo rodeaban hicieron lo mismo. Teclis pasó por encima del cadáver y continuó adelante.
El corredor desembocaba en una escalera. El humo que colmaba la prisión procedía de ella. Teclis y los demás elfos atravesaron la estancia y comenzaron a bajar los escalones. Las compañías los siguieron, tosiendo. Para fastidio de Reiner, los elfos no parecían afectados.
Al pie de la escalera había una arcada que relumbraba como la boca roja del infierno. Reacios, los Corazones Negros y los hombres de Danziger siguieron a Teclis a través de la arcada y salieron a un balcón que miraba hacia un profundo pozo cuadrado. Las otras compañías intentaron apretujarse detrás de ellos, pero no había espacio. El balcón estaba rodeado por una jaula de barrotes de hierro. A derecha e izquierda había escaleras que descendían hacia el pozo. En otros tiempos habían tenido puertas de reja, pero las habían arrancado de los goznes. El humo era tan denso dentro del pozo que, al principio, lo único que Reiner logró distinguir fue que en el centro ardía una hoguera enorme; pero al enjugarse los ojos vio que el fuego estaba rodeado de hombres. Tenían las manos alzadas y salmodiaban, presididos por uno vestido con ropones azules.
—¡La piedra! —siseó Franka, y señaló con un dedo—. ¡Están destruyéndola!
Reiner entrecerró los ojos para enfocar. En el centro de la hoguera había un menhir oblongo toscamente tallado y negro de hollín.
Teclis sonrió levemente.
—Pueden intentarlo —dijo—, pero hizo falta el derrumbamiento de un templo para derribarla del pedestal. ¿La destruirá una hoguera?
Se oyó un grito ronco en el fondo del pozo cuando uno de los reunidos vio a los intrusos. Uno de los elfos de Teclis le disparó en la espalda, y el hombre se fue hacia adelante por entre los otros y la cabeza cayó dentro de la hoguera. Los adoradores que rodeaban el fuego se irguieron de un salto y cogieron armas al mismo tiempo que se volvían hacia el balcón. El hombre de ropones azules se puso a entonar una salmodia y a hacer elaborados movimientos con los brazos.
Los elfos le dispararon, pero las flechas se desviaron como empujadas por el viento. Los adoradores cargaron, rugiendo, hacia las escaleras. Eran al menos cincuenta.
—¡Los de Nordbergbruche! —gritó el capitán Baerich, que desenvainó la espada—. ¡Defended la izquierda!
—¡No! —gritó Manfred—. ¡Mi guardia va primero! —Empujó a Reiner al frente mientras Baerich los miraba con ferocidad—. Debéis pasar primero —susurró Manfred—. ¡Adelante!
Reiner gruñó y desenvainó la espada.
—Bien, muchachos, metámonos en faena.
—Ya era hora —gruñó Hals.
Los Corazones Negros bajaron a la carga por la izquierda, con Manfred y los de Nordbergbruche detrás, mientras Danziger y sus hombres descendían corriendo por la derecha. Los adoradores se encontraron con las compañías al pie de las escaleras, una turba frenética de degenerados que espumajeaban, armados con dagas y garrotes, pero sin armadura.
De inmediato, Pavel y Hals destriparon a dos con las lanzas. Reiner le abrió un tajo a un tipo que tenía la cara cubierta de llagas púrpura, y luego lo lanzó de una patada contra sus camaradas. Jergen, el maestro de esgrima, atravesó a uno, luego a otro, y hendió el cráneo de un tercero. Augustus ensartó con la lanza a uno de la segunda fila mientras Rumpolt, tras haber disparado la pistola, agitaba ineficazmente la espada a su alrededor. Franka y Gert disparaban por encima de los hombros de sus compañeros y clavaban flechas en pechos y cuellos desprotegidos.
Detrás de ellos, Darius y Dieter no hacían más que intentar mantenerse fuera del camino. De todos modos, era poco lo que podrían haber hecho, y carecían de espacio para hacerlo. Los Corazones Negros estaban en una posición táctica perfecta; se encontraban en terreno elevado, en un estrecho punto de estrangulamiento. Lo único que tenían que hacer era resistir allí y…
Manfred tocó a Reiner por detrás.
—¡Salid! —gritó—. ¡Coged la piedra! Los lanceros defenderán la escalera.
Reiner gimió. No quería morir a causa de las rivalidades políticas de Manfred, pero el disgusto del conde significaba una muerte segura, mientras que meterse entre una multitud de fanáticos enloquecidos era una muerte casi segura.
—¡Corazones Negros, adelante! —gritó.
Se abrió paso hacia el interior de la turba con Jergen a la izquierda y Pavel y Hals a la derecha. Gert y Augustus se situaron al frente. Franka, Dieter y Rumpolt caminaban hacia atrás para formar la cara posterior de un pequeño cuadro en cuyo centro se encontraba el erudito Darius, con los ojos desorbitados de miedo.
—Esto es una locura —tartamudeó el erudito.
—Acostúmbrate a ella —respondió Gert mientras los adoradores caían a su alrededor. Le lanzó una mirada furibunda a Manfred, que les gritaba frases de aliento desde detrás de los lanceros de Nordbergbruche—. Estoy pensando que antepone el orgullo al deber.
—Parece que vamos a morir en una prisión, después de todo —refunfuñó Hals.
Jergen decapitó a dos adoradores de un solo tajo, y se metieron entre la muchedumbre. Algunos los siguieron, pero la mayoría continuó empujando hacia las escaleras. Los hombres de von Pfaltzen intentaban entrar en el balcón desde la escalera de ascenso para llegar hasta la refriega. Rodick y los guardias de su casa habían logrado adelantarlos de algún modo, y luchaban en la escalera de la derecha junto a los espadachines de Danziger. Teclis permanecía junto a los barrotes, con un puño cerrado ante sí, mientras los elfos disparaban flechas y más flechas hacia el pozo. Cuando Teclis alzó el brazo, el brujo de Tzeentch salió disparado al aire por encima del fuego, y se aferró la garganta como si el alto elfo estuviera estrangulándolo. Luego, cayó y rebotó contra la piedra conductora para irse a las llamas. El camino hasta la piedra estaba despejado.
—¡Hals, Pavel, Augustus! —gritó Reiner cuando los Corazones Negros se apresuraban a avanzar—. Meted las puntas de las lanzas debajo de la piedra para hacer palanca y sacarla de la hoguera.
Mientras Reiner, Jergen y los demás los protegían, Hals, Pavel y Augustus metieron las lanzas entre las llamas y las encajaron debajo de la piedra conductora, para luego hacer palanca usando los leños encendidos como puntos de apoyo.
—¡Todos juntos, muchachos! —gritó Hals.
Era un trabajo difícil. La piedra se encontraba en el centro de la hoguera, y las lanzas eran justo lo bastante largas como para alcanzarla. Al instante, los piqueros quedaron bañados de sudor, y los extremos de las hirsutas cejas de Augustus comenzaron a humear. Defenderlos era también dura tarea, ya que los adoradores del Caos estaban abandonando las escaleras para detenerlos. Reiner, Jergen, Rumpolt y Dieter formaban un semicírculo en torno a Hals, Pavel y Augustus para protegerles las espaldas de la hirviente muchedumbre, mientras Franka y Gert disparaban flechas y Darius permanecía agachado detrás, con la cabeza oculta y gimoteando.
Sin embargo, los miembros del culto eran diezmados con rapidez porque, al retirarse de las escaleras, habían permitido que las compañías entraran en el pozo, y un mar de coloridos uniformes y petos de acero se extendió por el fondo para acometer los flancos.
Manfred avanzaba hacia Reiner a través de la turba.
—¡Bien hecho, muchachos! —gritaba.
Con un último gruñido colectivo, Hals, Pavel y Augustus lograron sacar la piedra conductora de la hoguera. El menhir ennegrecido rodó por el suelo hasta el otro lado del fuego, y se detuvo con una sacudida justo ante las exquisitas botas ribeteadas de oro del señor Rodick Untern.
El joven noble apoyó de inmediato un pie sobre el menhir como si fuera un dragón que acabara de matar, y se volvió hacia Teclis, que avanzaba hacia ellos.
—Señor Teclis —dijo con una reverencia—, ya tenemos la piedra conductora. Por favor, concededle a la casa de Untern, familia de la gran condesa, protectora de Talabheim, el honor de transportarla hasta vuestro alojamiento.
Reiner maldijo. El muchacho era rápido.
Manfred, Danziger y von Pfaltzen alzaron todos la voz para protestar, pero Teclis levantó una mano.
—Para impedir discusiones —dijo—, sí, transportad la piedra. Ahora, marchémonos.
—Gracias, señor Teclis —dijo Rodick.
Uno de sus hombres deshizo un hato que llevaba a la espalda y que contenía cuatro pértigas robustas y varios rollos de cuerda. Rodick había ido preparado.
—Necio chapucero —le susurró Manfred a Reiner al oído—. Mirad lo que habéis hecho.
—Sí, mi señor —replicó Reiner—. Lo siento, mi señor.
Manfred le volvió la espalda, asqueado.
—¿Qué clase de Corazones Negros sois?
«Ni de lejos tan bueno como tú, villano», pensó Reiner.
Los hombres de Rodick estaban intentando hacer rodar el menhir para situarlo sobre las pértigas, usando lanzas y leños.
—Podéis usar las manos —dijo Teclis—. Estará fría al tacto.
No pareció que los soldados le creyeran. Uno extendió una mano con precaución y rozó la piedra con los dedos.
—Tiene razón —dijo, asombrado—. No está nada caliente.
Los soldados no se sintieron tranquilizados por aquel fenómeno antinatural, pero de todos modos usaron las manos para subir la piedra sobre las pértigas y la ataron con las cuerdas. Cada uno cogió un extremo de una de las pértigas, y levantaron el conjunto como si fuera una silla de mano.
—¿Así que ya hemos acabado? —preguntó Augustus cuando las compañías comenzaron a subir por las escaleras para salir—. No ha sido tan difícil como lo había presentado el conde.
—Sí —asintió Pavel—. Realmente no valía la pena que saliéramos de casa, ¿verdad?
—Es mejor que quedarse con el culo en una silla en Altdorf —dijo Hals.
Las compañías recorrieron la prisión abandonada con los hombres de Rodick en el centro, y Danziger, con aspecto petulante y malhumorado, en retaguardia.
Habían salido de la prisión a través del portal abierto en la piedra fundida y se encontraban en mitad de la sala de los toneles cuando Teclis se detuvo con los ojos fijos en las sombras. Los elfos se pusieron instantáneamente en guardia.
—Aquí hay hombres —dijo en voz alta, pero serena— ocultos mediante magia. Nos han tendido una emboscada.
Antes de que acabara de pronunciar las palabras, un centenar de siluetas oscuras salieron de detrás de los toneles, agitando espadas y gritando.
—¡La piedra! ¡Apoderaos de la piedra!
Teclis pronunció una frase breve y, con una detonación, una bola de luz brillante como el sol apareció por encima de su cabeza y dio nítido relieve a cada objeto de la estancia. Los soldados de las compañías quedaron conmocionados por la repentina iluminación, pero los emboscados tuvieron que ver algo más que luz en la radiante bola, porque retrocedieron y algunos dieron media vuelta y huyeron.
—¡Corazones Negros! ¡Los de Nordbergbruche! —gritó Manfred—. ¡Proteged a Teclis! ¡Proteged la piedra!
Reiner y los otros formaron un cuadro más o menos ordenado en torno a Teclis y Rodick, justo en el momento en que acometía la primera oleada de atacantes. Von Pfaltzen y sus hombres también los rodearon, pero Danziger, que justo entonces atravesaba el agujero de piedra fundida, retrocedió por él.
La mente de Reiner funcionaba a toda velocidad mientras luchaba. Quienesquiera que fuesen, aquellos locos no estaban allí cuando las compañías habían atravesado la sala por primera vez. Teclis los habría percibido. Eso significaba que estaban al corriente de que las compañías iban hacia allí para arrebatarles la piedra a los adoradores de Tzeentch. Y era imposible que los hubieran seguido desde el granero. Aun sin Teclis, las compañías habrían reparado en que los seguía una fuerza tan numerosa. Eso quería decir que sabían con antelación dónde estaba la piedra, lo cual implicaba que alguien tenía ojos en más de un bando.
Esos atacantes eran tan frenéticos como los adoradores de Tzeentch, pero, a diferencia de aquéllos, éstos no parecían encolerizados sino embelesados. Tenían los ojos en blanco y sonrisas beatíficas en los labios mientras les asestaban tajos a las compañías. Cuando Reiner le hizo un corte en un brazo a uno de ellos, el hombre gimió de éxtasis. Tampoco se trataba de acólitos mal pertrechados y cogidos por sorpresa. Iban bien armados y ataviados con cuero y acero.
—¿Quiénes son? —gritó Rodick, que les asestaba salvajes tajos a dos hombres babeantes.
—Adoradores del Señor del Placer —dijo Teclis, y comenzó a murmurar un nuevo encantamiento.
Los elfos dispararon un torrente de flechas blancas contra los atacantes, y cada una de ellas dio en el blanco.
Rumpolt retrocedió dando traspiés, con las manos en la frente. Reiner tenía los nudillos pelados por haberle dado un puñetazo en los dientes a un enemigo. Vio que uno de los de Nordbergbruche caía con un destral clavado en la espalda, y más abajo de la línea, se desplomó sin vida uno de los guardias de la condesa. Pero una vez pasada la confusión inicial debida al inesperado ataque, la disciplina de las compañías comenzaba a imponerse y caían más adoradores.
—¡Adelante, holgazanes! —gritó Manfred.
Al volver la cabeza, Reiner vio que el conde empujaba a Rodick y sus hombres hacia la primera línea de combate.
—¡Si queréis el honor de transportar la piedra, debéis aceptar de buena gana el honor de defenderla!
Reiner sacudió la cabeza con asombro, mientras paraba un tajo de espada. Incluso en medio de una emboscada a la que podrían no sobrevivir, Manfred maniobraba para hacerse con la piedra.
La voz de Teclis ascendió y el aire que lo rodeaba vibró con energías contenidas. Alzó los brazos y dirigió una mirada feroz hacia la delirante horda. De sus manos comenzaron a manar hilos resplandecientes. Pero justo cuando declamaba las últimas palabras del encantamiento, de la oscuridad salió volando una flecha negra que le atravesó el pecho.