4
Una gran oportunidad
Aquel anochecer, el Parlamento de Talabheim se reunió en una gran sala forrada de madera del Gran Tribunal de Edictos. La condesa Elise ocupaba el asiento situado más al norte de la gran mesa en forma de U. Los miembros del Parlamento —representantes de las familias nobles de Talabheim, de los gremios de mercaderes, de los templos de la ciudad, de los Colegios de Magia, el tesorero de la condesa y tres generales del Consejo de Cazadores (Christoph Stallmaier, comandante del Taalbaston; Detlef Keinholtz, comandante de la guardia de la ciudad, y Joerg Hafner, comandante de la milicia), el ministro de Comercio y el de Obras Públicas— ocupaban los otros asientos. Se habían colocado sillas adicionales para Teclis y Manfred, y situaron otras a lo largo de las paredes para los de Reikland. Reiner se sentó entre ellos e intentó emparejar nombres con caras y títulos.
Estaba hablando el archilector Farador, voz de Sigmar en Talabheim.
—Los hermanos de la Orden de la Llama Purificadora les han arrancado muchas confesiones a los mutantes capturados, pero poco se ha averiguado por este método. Parece que algunos mintieron, incluso bajo tortura, y aunque las confesiones de otros nos condujeron a nuevos nidos de mutantes y herejes, aún no hemos encontrado al villano que ha lanzado esta maldición sobre nosotros.
—Los hermanos de Taal tampoco han permanecido ociosos —intervino Heinrich Geltwasser, representante del templo de Taal—. Aunque despreciamos los incivilizados métodos de los sigmaritas, le hemos rezado incesantemente al padre Taal y hemos oficiado ceremonias para tranquilizar a los árboles, aunque admito que hemos tenido poco éxito. —Le lanzó una tétrica mirada a Farador—. Demasiados de nuestros fieles están siendo captados por otras religiones, y nuestras plegarias ya no tienen la fuerza de antes.
—La plegaria no puede reemplazar a la acción —dijo Farador—. Si hubierais estado persiguiendo mutantes en lugar de danzar desnudos en el bosque, quizá esta crisis ya se habría resuelto.
—¿Os burláis de los misterios de Taal? —gritó Geltwasser.
—Si el tesorero no fuese tan tacaño —intervino el señor Otto Scharnholt, un dandi de ancha quijada con anillos en todos los dedos que era el ministro de Comercio de Talabheim—, tendríamos más soldados en las calles y estarían mejor pertrechados.
«Mi señor se ha enriquecido con su cargo —pensó Reiner al contemplar la prominente barriga—. Sin duda, saca tajada de cada cargamento que pasa por Taalagad».
—¿Y de dónde espera el ministro de Comercio que salga ese dinero? —preguntó el señor Klaus Danziger, tesorero de la condesa, hombre serio y carilargo, vestido con jubón negro del más sencillo corte—. ¡El tesoro está vacío, mi señor, vacío!
—Padres, señores, por favor. —La suave voz de Teclis atravesó con facilidad el vocerío de los otros—. Los intentos que habéis hecho para acabar con el problema son encomiables, pero la locura y las mutaciones no son el resultado de la falta de fe y no pueden ser derrotadas por soldados. En algún lugar de la ciudad se ha producido una grandiosa erupción de energías del Caos. Sólo cuando se halle el emplazamiento de esa erupción y se la… tape, cesarán las mutaciones, y la locura desaparecerá. —Recorrió a los que se encontraban en torno a la mesa con su penetrante mirada—. Lo que yo debo saber es lo siguiente: ¿en qué zona de la ciudad prevalecen más las mutaciones?, ¿se ha desenterrado dentro de los límites de la ciudad alguna ruina antigua o artefacto extraño?, ¿se ha robado alguna arma o artefacto de gran poder? Cualquiera de esas cosas podría señalar el origen de las alteraciones.
Todos los miembros del Parlamento comenzaron a hablar a la vez.
—La calle Pfaffen está plagada de mutantes —dijo el maestre del gremio de comerciantes de lana.
—La calle Pfaffen no es nada comparada con la plaza Girlaeden —intervino el maestre del sindicato de toneleros y carreteros—. Allí son más numerosos.
—Son esos mugrientos campesinos del barrio de los Árboles del Sebo —declaró Scharnholt—. Mis inquilinos se han vuelto locos. Me han quemado la finca. Los árboles…
—En el distrito de la Gran Mansión no hay ninguno —afirmó Danziger, remilgado—. No se atreverían.
—Procede de los bosques —dijo un sigmarita.
—Lo trae el viento —intervino un taalista.
—Sale de los pozos de agua —declaró el maestre del gremio de panaderos.
—¡Caballeros, por favor! —La condesa golpeó la mesa con la maza que le correspondía por su cargo—. Todos tendréis oportunidad de hablar. Ahora…
—Perdonad, condesa —la interrumpió Teclis con una mano alzada.
Los presentes guardaron silencio y se volvieron a mirarlo. Teclis señaló con un largo dedo a un altivo mago ataviado con ropones verdes y dorados, que tragó con nerviosismo.
—¿Vuestro nombre, mago? —preguntó Teclis.
—¿Yo, señor? Eh…, soy el magíster señor Dieter Vogt, representante del Colegio de Magia Jade de Talabheim.
—Acabáis de decir algo, señor magíster —dijo Teclis—. Repetidlo, por favor.
—Eh…, bueno, he dicho que unos miembros del colegio hallaron recientemente una gran piedra. Pero no salió nada de ella —añadió con presteza—. No tenía ningún poder.
Teclis apoyó las palmas de las manos sobre la mesa.
—Ya veo. —En su voz había un ligero temblor—. ¿Y dónde encontrasteis esa piedra?
El magíster señor Vogt tosió, muy consciente de que Teclis se sentía disgustado.
—Eh…, bueno, cuando el templo de Sigmar se derrumbó…
—¡El templo no se derrumbó! —gritó el archilector Farador—. ¡Fue destruido por miembros de un culto!
—No fue así —intervino el ministro de Obras Públicas—. Lo construisteis sobre un hoyo de desagüe que se hundió y acabó por desplomarlo todo dentro de las cuevas.
—Una señal —dijo el sacerdote de Taal, Geltwasser—, como si la necesitáramos, de que la fe de los sigmaritas está fundada sobre una doctrina insensata.
—¿Qué cuevas son ésas? —le preguntó Teclis al ministro de Obras Públicas.
—Eh…, bueno, señoría —comenzó el ministro, que agachó la cabeza—, no supimos de su existencia hasta que el templo las abrió, pero hay cuevas debajo de la ciudad. Aún no hemos tenido la oportunidad de inspeccionarlas con toda esta locura.
—Es en esas cuevas donde encontramos la piedra, mi señor —explicó el magíster señor Vogt—. Cuando se enviaron hombres para buscar supervivientes, descubrieron que las piedras del templo habían abierto una cripta antigua excavada en el suelo de una cueva. Se le pidió a nuestro colegio que determinara si la cripta era una amenaza arcana.
—Era élfica —dijo Teclis.
El señor Vogt alzó la mirada con sorpresa.
—Eh…, sí, lo era. ¿Cómo…?
—Y contenía una piedra cubierta de runas de la altura de un hombre.
—En efecto, mi señor —asintió el mago—. La mayor parte de la cripta fue destruida por el derrumbamiento del templo, y la piedra rúnica fue derribada de su pedestal, pero, milagrosamente, quedó intacta.
Al oír esto, Teclis suspiró de alivio.
—Así que tenéis la piedra, entonces.
Vogt asintió con la cabeza.
—Sí, señor. Nuestros eruditos pensaron que podría tener algunas propiedades mágicas, así que la trasladaron a nuestra morada para examinarla, pero no tenía magia alguna ni parecía servir a ningún propósito más elevado.
—Ninguno más elevado que el de mantener la estabilidad del mundo —dijo Teclis. Se reclinó en el respaldo de la silla y se presionó el pecho con las manos, como si le doliera; luego, alzó la mirada—. Lo que descubrieron vuestros eruditos es una piedra conductora. Parece mágicamente inerte porque su finalidad es alejar la magia. Absorbe las emanaciones de energía mágica, energía del Caos, y las encierra en… otro lugar. Sin ella, la fuente del Caos que hay debajo de vuestra ciudad se propaga sin estorbos.
—Pero, señor Teclis —dijo el magíster señor Vogt—, Talabheim es uno de los lugares menos mágicos del Imperio. Aquí, incluso para lanzar el más sencillo de los hechizos hace falta una concentración enorme. Al menos, así era hasta que… ¡Ah, ya entiendo!
—Sí —asintió Teclis—. Desde que estalló la plaga de locura, habéis descubierto que vuestros poderes han aumentado muchísimo. Pero también ha aumentado el riesgo de influencia de los hechizos, y muchos magos se han vuelto locos. ¿No es así?
Vogt parecía reacio a hablar, y fue la condesa quien lo hizo en su lugar.
—Durante la pasada semana se ha dado muerte a diez magos que habían sucumbido a la locura. He decretado una moratoria contra la práctica de ese arte hasta que haya pasado la crisis.
Teclis asintió con la cabeza.
—Este cráter, donde Krugar, jefe de la tribu Talabec, fundó la ciudad hace miles de años, se formó miles de años antes de eso, cuando un grandioso meteorito de piedra de disformidad pura cayó en la tierra. Mis ancestros, a quienes pertenecía el territorio en aquella época, colocaron la piedra conductora sobre los fragmentos del meteorito con el fin de que la zona volviera a ser habitable. Hay muchas piedras conductoras como ésa enterradas por todo el mundo, que cubren sitios similares de energías del Caos. Cuando se retira una de estas piedras, el peligro no sólo surge para el territorio del entorno, sino para el mundo en general. Porque del mismo modo que la eliminación de un eslabón debilita toda una cota de malla, la pérdida de una de las piedras conductoras debilita todas las demás y hace que se deshaga el tejido de protección con que rodean el mundo. Si se deja el lugar sin cubrir, las emanaciones que envenenan vuestra ciudad se propagarán como ondas en un estanque y desplazarán otras piedras conductoras cercanas que a su vez desplazarán otras, hasta que la tierra se convierta en la interminable pesadilla de locura que fue cuando se abrieron por primera vez las grietas del Caos, hace eones. —Teclis tosió y volvió a tocarse el pecho—. Y esta vez, los elfos no podríamos contener el proceso porque ya no estamos donde estábamos antes.
La condesa y el Parlamento palidecieron ante aquella visión apocalíptica.
—Sois afortunados —continuó Teclis— de que me encontrara lo bastante cerca de aquí como para percibir la erupción cuando la piedra fue retirada, ya que sólo un mago elfo con conocimiento de la sabiduría antigua puede volver a colocarla adecuadamente. Si hubierais tenido que enviar un mensajero a Ulthuan en busca de ayuda, tal vez yo habría llegado demasiado tarde. —Se volvió a mirar a la condesa—. Me llevaré la piedra conductora y la prepararé. En el entretanto, la cripta donde fue encontrada debe limpiarse de escombros, y prepararlo todo para sellarla de nuevo una vez que yo haya vuelto a colocarla. Ya se ha perdido mucho tiempo. Mientras hablamos, mueren hombres innecesariamente.
—Sí, señor Teclis —replicó la condesa con la cabeza inclinada—. Así se hará. Magíster señor Vogt, escoltad a nuestro huésped hasta vuestra morada.
Vogt se puso de pie e hizo una reverencia.
—Sí, condesa. De inmediato.
—¡La han perdido! —rió Manfred al cerrar la portezuela del carruaje y reclinarse contra el respaldo del asiento—. ¡Media tonelada de piedra tan alta como un hombre, y la han perdido!
Reiner había permanecido sentado dentro del carruaje durante la última hora, ante el complejo arbolado del Colegio de Magia Jade, esperando mientras Manfred, Teclis, el mago Nichtladen y la condesa —únicas personas cuyo acceso habían permitido los secretistas magos— entraban con el magíster señor Vogt para recuperar la piedra.
—¿La han perdido? —preguntó.
—¡Sí! —asintió Manfred con una risa entre dientes—. Había magos correteando por todas partes como doncellas de servicio, mirando dentro de armarios y áticos. Pero ha desaparecido. Lo más probable es que la hayan robado —dijo frotándose las manos.
—¿Y eso os complace?
—¿Eh? —dijo Manfred—. ¡No seáis necio! Claro que me complace. Si Vogt la hubiera entregado, el Colegio Jade se habría llevado el mérito, pero ahora nosotros tenemos tantas probabilidades como cualquiera de encontrarla. Es una gran oportunidad.
—Vuestra preocupación por los ciudadanos de Talabheim es admirable, mi señor —comentó Reiner con tono seco.
—Mi preocupación —contestó Manfred— es por el Imperio en su totalidad, y si deben morir unos pocos para asegurar su estabilidad a largo plazo, estoy dispuesto a cargar con esas muertes sobre mi conciencia.
Reiner sonrió afectadamente.
—Muy noble por vuestra parte.
Cuando regresaron a la casa del distrito de juzgados que la condesa había puesto a disposición de la legación de Reikland para que se alojaran sus miembros, encontraron al señor Danziger, el remilgado tesorero ataviado de negro, esperando a Manfred en el salón.
—¿Podría hablar en privado con vos, señor conde? —preguntó. Tenía modales tan rígidos como el cuello duro del jubón que vestía, al igual que lo era su postura.
—Desde luego, señor Danziger —replicó Manfred—. Hetzau, acompañad a su excelencia a mis aposentos.
Cuando se hubieron instalado en las habitaciones privadas de Manfred, y Reiner hubo servido vino de Reikland, Danziger comenzó a hablar.
—Como tesorero de la condesa —dijo—, me duele ver todos los fondos que se han derrochado hasta ahora en atacar este problema desde el ángulo erróneo. Como ya habéis visto, el Parlamento es un grupo dividido. Todos están demasiado preocupados por quitarse de encima la culpa como para emprender acciones decididas y, aunque detesto decirlo, creo que algunos miembros tienen la esperanza de sacar beneficio de este problema. Por eso he venido a veros. Contáis con la confianza de Karl-Franz y Teclis. Sé que debéis situar los intereses del Imperio por encima de todo, y deseáis poner fin a esta desagradable situación con toda la rapidez posible.
—En efecto —replicó Manfred, cuya actitud tenía toda la apariencia de la sinceridad—. Y si vos tenéis alguna información que pueda contribuir a esa meta, estaré extremadamente complacido de oírla.
—Creo tenerla, señor —replicó Danziger—. Yo, como la mayoría de hombres de buena posición de la ciudad, he ofrecido voluntariamente la guardia de mi casa para que ayude a proteger las barriadas que continúan intactas. Cuando el señor Teclis habló de esa piedra conductora, recordé un incidente que me comentó recientemente el capitán Gerde, de mi guardia. No me pareció que fuera nada importante en ese momento, pero ahora…
—Por favor, continuad, señor —pidió Manfred, y Reiner vio que intentaba disimular la ansiedad.
—Gerde estaba defendiendo las barricadas de Schwartz Hold —explicó Danziger—, y justo después de medianoche vio a un grupo de hombres que llevaban un bulto pesado al interior de un viejo granero que había sido quemado a comienzos de la plaga de locura. Gerde envió a uno de sus hombres a seguirlos y ver en qué andaban.
—¿Y qué descubrió ese hombre? —preguntó Manfred.
—Regresó al cabo de una hora y dijo que los ladrones habían pasado con la carga por un agujero que había en las bodegas del granero y que comunicaba con las cloacas situadas debajo. Les había seguido la pista a través de las cloacas y las catacumbas del subsuelo de Talabheim, hasta que al fin llegaron a un sitio bien guardado por hombres armados, y no pudo continuar.
Manfred se inclinó hacia él.
—¿No se informó a la guardia de la ciudad de ese incidente?
—No creo que lo hayan hecho —replicó Danziger.
—¿Así que somos los únicos que estamos enterados?
—Sí, mi señor. Y sería prudente que continuara siendo así —dijo Danziger—. Talabheim es una ciudad de intrigas, y hacerle una confidencia a un solo hombre equivale a hacérsela a un centenar. Si queremos golpear con rapidez, debemos obrar en secreto.
Manfred asintió con la cabeza.
—Muy bien. En ese caso, golpearé mañana por la mañana, antes del amanecer. Enviadme a vuestro hombre para que nos guíe. Gracias por la información, señor Danziger.
—Eh…, con vuestro permiso, señor: si yo añadiera mis hombres a los vuestros, pienso que tendríamos la seguridad de vencer.
Manfred le dedicó una sonrisa torcida.
—Desde luego. Estad aquí mañana a la hora quinta, y veremos si podemos encontrar la piedra.
—Excelente —replicó Danziger—. Mañana por la mañana, entonces.
Se puso de pie e hizo una brusca reverencia. Reiner lo escoltó hasta la puerta.
—¿No confiáis en él, mi señor? —preguntó a su regreso.
—Tanto como en que puedo desarzonar a un caballo —replicó Manfred—. Por esa razón me he asegurado de que nos acompañe.
—Dando a entender que preferiríais que no lo hiciera.
Manfred asintió con la cabeza.
—Podría haber tenido la intención de enviarnos a la muerte. Y si nos hubiera permitido ir solos, habría sabido que era ésa su intención. Ahora sé que su juego es otro.
—Intenta que lo ayudemos a recuperar la piedra, para luego llevársela y alzarse con el mérito —dijo Reiner—, del mismo modo que vos tenéis intención de usarlo a él con el mismo propósito.
—Aprendéis bien el oficio, Hetzau —dijo Manfred.
—Pero ¿qué va a impedir que él logre sus intenciones? —preguntó Reiner.
Manfred sonrió.
—Teclis me acompañará.
—¡Ah! —dijo Reiner—. Y Danziger no se atreverá a arrebatarle la piedra al elfo, mientras que en vuestro caso podréis reclamar el mérito de su descubrimiento para Altdorf y para vos mismo, porque fuisteis quien trajo aquí a Teclis.
—Espero que ése sea el resultado, sí —asintió Manfred—. Pero, por si acaso, os llevaré conmigo a vos y a vuestros Corazones Negros, para asegurarme.
Reiner suspiró mientras recogía las copas de vino.
—Y vos me tacháis a mí de bribón —dijo en un susurro.
Manfred le lanzó una mirada penetrante.