3: La Ciudad de los Jardines

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La Ciudad de los Jardines

Después de remontar la corriente del río durante cinco días, mientras todos observaban las orillas en busca de sombras furtivas, las barcazas de Manfred, en la mañana del sexto día, rodearon un meandro y Reiner vio el alto cráter que conformaba la inexpugnable defensa natural de Talabheim. Era una vista pasmosa; se alzaba a decenas de metros por encima de la alfombra de árboles, con una amplitud de circunferencia tal que la muralla natural no parecía curvarse. Se extendía como un risco interminable hacia la distancia, en ambas direcciones.

Junto a la borda, Augustus sonrió abiertamente.

—La fortaleza de Taal.

—La jarra de bebida de Taal, diría yo, más bien —añadió Hals con una risa.

Augustus rió entre dientes, de buena fe.

Una hora más tarde, unos botes de remos los guiaron hasta las gradas situadas entre los muelles de Taalagad, el puerto de Talabheim, una pequeña población castigada por los elementos que se acurrucaba a la sombra de la pared del cráter. Era un lugar húmedo y deslucido que parecía consistir en nada más que almacenes y tabernas. Estas últimas estaban abarrotadas de gente, pero los primeros se encontraban desiertos; daba la impresión de que el comercio había cesado. Pilas de cajones, barriles y sacos de arpillera descansaban bajo lienzos alquitranados sobre los muelles y en torno a las oficinas de aranceles sin que nadie los reclamara.

Los señores y sus séquitos desembarcaron y compusieron su aspecto mientras se enviaba a Talabheim noticia de la llegada de la legación. Reiner alzó la mirada hacia el cráter, que llenaba casi todo su campo visual. Un camino zigzagueante ascendía hasta un tercio de la altura y llegaba a una enorme puerta fortificada, la entrada al fabuloso paseo del Hechicero, así llamado debido al rumor de que había sido tallado mediante brujería, no por obra de seres humanos.

Tras una larga espera, una compañía ataviada con los colores rojo y blanco de la guardia de la ciudad de Talabheim descendió por el camino, con las picas destellantes, hasta los muelles. Tenían aspecto cansado y trasojado, como hombres que llevaran demasiado tiempo en el frente de una gran guerra. Con ellos iba un anciano de larga barba, vestido con ricos ropones y un gorro de terciopelo, que se inclinó ante Manfred.

—Os saludo, conde Valdenheim —dijo—. Soy el señor Dalvern Neubalten, heraldo de la condesa. Os doy la bienvenida a Talabheim en nombre de su excelencia y la corte.

—Sois muy amable, señor Neubalten —replicó Manfred, que se inclinó a su vez—. Agradezco a su excelencia la cortesía en nombre del emperador Karl-Franz.

—Gracias, conde —dijo Neubalten—. La condesa ha sido informada de las razones de vuestra visita, y concede al señor Teclis y vuestra delegación permiso para entrar en la ciudad. Os solicita, no obstante, que les pidáis a vuestras compañías que aguarden aquí, en Taalagad, hasta que os hayáis reunido con ella. Os escoltaré hasta su presencia cuando estéis preparados.

—Desde luego —replicó Manfred, que volvió a inclinarse, y se retiró para hablar con el señor Schott y los demás.

—¿Dejar nuestras compañías fuera de la ciudad? —preguntó el señor Schott—. ¿En este nido de pulgas? ¿Desconfía de nosotros?

—De ser así, nos insulta —dijo el Gran Maestre Raichskell—. Nos envía el propio Karl-Franz.

—Es mera precaución, pienso yo —dijo Manfred—. Es un gobernante necio el que deja entrar doscientos hombres armados en su ciudad sin haber parlamentado antes.

—Pero ¿no ha dicho el señor Teclis que hay peligro dentro? —intervino el señor Boellengen, que alzó los ojos con nerviosismo hacia la puerta de la ciudad—. ¿Estaremos a salvo?

—Sigmar está con nosotros —se burló el padre Totkrieg—. No hay nada que temer.

Media hora más tarde, las compañías se acuartelaron junto al río y los emisarios se reunieron en los carruajes, con los sirvientes y el equipaje en fila detrás de ellos, dispuestos para la partida.

—Vos iréis a pie, Hetzau —dijo Manfred al regresar al carruaje acompañado por el heraldo—. El señor Neubalten irá conmigo.

—Muy bien, mi señor —replicó Reiner, y le hizo una reverencia a Neubalten para que subiera al carruaje.

Manfred apartó a Reiner algunos pasos y bajó la voz.

—Vuestra misión comienza ahora —dijo—. Estaréis junto a mí, pluma en mano, cuando nos presenten a la condesa, y vuestro auténtico propósito será observar su corte, tomar nota de nombres y temperamentos. Con independencia de lo que suceda en Talabheim, podéis tener la seguridad de que los miembros del Parlamento de su excelencia estarán intentando aprovechar la ocasión para obtener ventaja sobre sus colegas. Utilizaremos esas rivalidades para desbaratar los intentos que hagan los de Talabheim para salvarse de sus problemas.

Reiner frunció el entrecejo.

—¿No queréis salvar Talabheim? ¿Por qué hemos venido, entonces?

—Me habéis entendido mal —replicó Manfred, impaciente—. Es precisamente lo que quiero. Quiero que sean Teclis y las fuerzas de Reikland las que salven Talabheim. Vosotros estáis aquí para aseguraros de que a Talabheim le resulte imposible salvarse por sí misma. —Inclinó la cabeza hacia los guardias de la ciudad, formados para escoltarlos al interior de la urbe—. Últimamente, estos leñadores se han vuelto demasiado independientes. Deben entender que están mejor dentro del Imperio que fuera de él.

—Haré todo lo posible, mi señor —dijo Reiner.

Cuando Manfred se marchó hacia el carruaje, Reiner sonrió. Manfred, el eterno manipulador. Indudablemente, calculaba el efecto político de lo que desayunaba cada mañana.

Reiner se unió al tren del equipaje con el resto de los Corazones Negros, y se sentó con Augustus y Gert en el carro de provisiones; la procesión se puso en marcha por el zigzagueante camino que llegaba hasta la inmensa puerta fortificada conocida como Atalaya Alta. Pasaron ante las cañoneras y bajo las afiladas puntas del rastrillo, y desaparecieron en la oscuridad de aquella enorme boca como si se adentraran por el gaznate de un behemoth legendario.

* * *

Talabheim se había vuelto loca.

Ya desde que salieron al paseo del Hechicero, situado muy en lo alto de la muralla interior del cráter, Reiner lo supo. Por encima de la ciudad se alzaban columnas de humo que se extendían por debajo de la comitiva para formar un palio que ocultaba el borde opuesto del cráter, situado a cuarenta y ocho kilómetros de distancia. Dentro del manto de humo relumbraban extraños colores, como si se tratara de rayos que se produjeran en el interior, pero no se oía el trueno concomitante. Reiner había visto algo parecido en una ocasión anterior, sobre un campo de batalla de Kislev, cuando su compañía de pistoleros se había enfrentado con una horda de norses. Se estremeció. Hals y Augustus escupieron e hicieron el signo del martillo. Darius se encogió de miedo.

La ciudad ascendía por el interior del cráter casi hasta el paseo del Hechicero, y chozas derrumbadas y moradas primitivas talladas en la misma roca trepaban por la pendiente como pecios dejados al retroceder una inundación. Más abajo, lejos de la muralla natural, había viviendas, edificios y casas solariegas cada vez más grandes y prósperos, y por todas partes se veían parques, jardines y espacios abiertos. Era la ciudad más verde que Reiner hubiese visto jamás. En la periferia de su campo visual, enturbiado por el humo, vislumbraba bosques y tierras completamente salvajes: el Taalgrunhaar, el bosque sagrado de Taal, que tanto figuraba en los chistes sobre las gentes de Talabecland y sus salvajes festividades.

Cuando la legación descendió por un camino gemelo al que había en el exterior del cráter y que discurría en dirección contraria a éste, Reiner vio senderos que se alejaban para adentrarse en los casi verticales barrios pobres. Por los callejones merodeaban figuras furtivas que se ocultaban tras chozas precariamente afianzadas al paso de la procesión. El aire hedía a muerte, vegetación putrefacta y cosas más extrañas, y los oídos de Reiner fueron asaltados por sonoros lamentos y estruendos lejanos. La pared del cráter se alzaba amenazadoramente sobre su cabeza. Se sintió acorralado, atrapado dentro de un manicomio.

Las cosas no hicieron más que empeorar al llegar al nivel del suelo. La ciudad rodeada de árboles a la que los condujo la escolta había sido, en otros tiempos, hermosa y bien cuidada. Ahora, muchos de los edificios no eran más que esqueletos calcinados. Otros tenían destrozadas todas las ventanas y por ellas se asomaban caras furtivas para observar con ojos vacuos a la legación que pasaba. En una plaza ardía una pila de cuerpos desnudos: hombres, mujeres y niños, todos en llamas. Uno de los cuerpos tenía una cara con colmillos donde debería haber tenido el estómago. Había cadáveres que colgaban de un cadalso erigido en unas caballerizas.

Reiner oyó un sollozo ahogado a su espalda. Augustus miraba alrededor, y las lágrimas le corrían por la roja barba.

—¿Qué ha sido de ella? —gimoteó—. ¿Qué ha sido de ella?

Reiner asintió con la cabeza.

—Sí, es terrible.

—¿Y qué sabéis vos? —le gruñó el piquero—. ¡Es mi hogar! Y lo… —Lo interrumpió un sollozo—. Lo han aniquilado. ¡Aniquilado!

Un hombre vestido con harapos salió corriendo de una casa hacia un callejón. Su cabeza era un saco de carne suelta que se agitaba con cada paso. Unos campesinos armados con garrotes lo persiguieron y lo golpearon despiadadamente mientras chillaba y lloraba. Los guardias de Talabheim continuaron marchando, impasibles.

Augustus apartó la mirada.

—No puede ser. Talabheim es la ciudad más hermosa del Imperio, la Ciudad de los Jardines. La…

Calló repentinamente. Al otro lado de la calle había una taberna destrozada. Sólo se mantenían en pie la puerta delantera y el cartel que tenía encima, tan ennegrecido que resultaba ilegible.

—¡El Ciervo y la Guirnalda! —gritó Augustus—. Y entonces, ¿está muerto Hans, el tabernero? —Apretó los puños—. Alguien tiene que pagar por esto. Alguien tiene que morir por esto.

Al acercarse al centro de la ciudad, las calles estaban más concurridas. Sacerdotes de Morr, con la cara cubierta de arpillera, arrojaban cuerpos a las piras. Ladrones descarados acarreaban cuadros y objetos de plata sacados de las casas. Un hombre que vendía amuletos de latón en forma de martillo gritaba que habían sido bendecidos por el mismísimo Gran Teogonista, y que estaban garantizados para proteger contra la locura y la mutación. Y hacía buen negocio. Campesinos macilentos se agrupaban en torno a un sacerdote de Taal, de ojos desorbitados, que agitaba un báculo de madera envuelto en hojas de plantas sagradas.

—¿Es que el despertar de los árboles y la destrucción de los templos sigmaritas no son señales del disgusto de Taal? —gritaba—. Taal está enfadado con nosotros por permitir que el advenedizo Sigmar sea adorado en nuestra tierra. Ésta es la tierra de Taal, y lo hemos traicionado al besar los pies del tirano extranjero Karl-Franz. ¡Arrepentios, infieles! ¡Arrepentios!

Antes de que las palabras se desvanecieran detrás de la procesión de Manfred, los bramidos de un sacerdote de Sigmar que arengaba a otro grupo llegaron a los oídos de Reiner.

—¿El despertar de los árboles no demuestra que Taal es un demonio? —rugía—. ¿Quién sino un demonio lanzaría a sus servidores contra sus adoradores? ¿Quién sino un demonio volvería locos a los hombres y deformaría sus cuerpos con inmundas mutaciones? ¿Quién sino un demonio arrasaría el nuevo templo de Sigmar? ¡Debemos ir con antorchas contra los bosques, valientes sigmaritas, y destruir sus templos ocultos como ellos han destruido el nuestro!

—¡Escoria sigmarita! —gruñó Augustus en voz baja.

—¿Hablas contra Sigmar? —preguntó Gert, cuyo bigote se había erizado—. ¿Quieres un ojo a la funerala?

—Ya basta —intervino Reiner con tono cortante.

—Pero, capitán, ¿no has oído…? —dijo Gert.

Reiner lo interrumpió.

—He oído a un par de estúpidos delirantes. Y vosotros sois también un par de estúpidos si los escucháis. Ahora, basta.

Tanto Gert como Augustus abrieron la boca para protestar, pero los distrajo un movimiento brusco que se produjo a la derecha. Hombres, mujeres y niños de mejillas hundidas salieron corriendo de un edificio abandonado, con las manos tendidas hacia ellos.

—¡Comida, señores! —chilló uno.

—Un pfennig, por piedad —pidió otro.

—Ayudadnos —sollozó una mujer.

Los guardias los hacían caer sobre el adoquinado a fuerza de empujones y patadas. Los mendigos se quedaban donde habían caído y se aferraban la cabeza sangrante entre lamentos. No hacía mucho que eran mendigos. Llevaban la ropa sucia pero aún entera, aunque la esperanza ya había abandonado sus ojos.

—¿Pueden ser éstas realmente gentes de Talabheim? —preguntó Augustus, consternado—. Los de Talabheim no mendigan. No se arredran ante la lucha. ¿Qué los aqueja? Deberían robarnos hasta los calzones, o al menos intentarlo.

—Han sido testigos de demasiadas cosas, te lo garantizo, y eso los ha quebrantado —dijo Gert—. He visto esto antes. Toda una compañía de espadachines de Ostermark. Lucharon contra… algo, en la defensa de Hergig, y aunque lo derrotaron, después fue como si aquella cosa les hubiera arrancado el corazón y les hubiera dejado el resto intacto. Es peor que la muerte, en mi opinión.

Augustus se estremeció, y luego asintió con la cabeza. Los dos parecían haber olvidado la discusión anterior.

En un parque cubierto de malas hierbas, una multitud de burlones rodeaba a una muchacha desnuda atada a una estaca. Le arrojaban guijarros y puñados de tierra, mientras la joven se lamentaba e imploraba misericordia. A los pies tenía balas de heno, y un tipo con una capucha roja puntiaguda danzaba en torno a ella con una antorcha. Era muy hermosa, aunque tenía la cara ensangrentada y amoratada, pero sus piernas eran peludas y estaban rematadas en pezuñas como las de una cabra, y tenía una cola calva color púrpura. Su voz aguda penetraba a través de los aullidos de la turba.

—¡Por favor! No he hecho nada —gemía—. No es culpa mía. Simplemente me sucedió.

El hombre encapuchado acercó la antorcha al heno, que se encendió de golpe. La muchacha comenzó a chillar. Reiner volvió la cabeza, pero los alaridos lo persiguieron un buen rato.

A lo largo de todo el recorrido vieron barricadas que cerraban calles. Estaban defendidas por guardias cansados, algunos ataviados con el uniforme rojo y blanco de la guardia de la ciudad, otros con la librea de este o aquel señor o sin uniforme ninguno; protegían de invasores calles o vecindarios. En algunos casos parecía que los guardias y las barricadas estaban allí para impedir que los habitantes salieran. Aparte de esto, reinaba una destrucción generalizada y abundaban las figuras furtivas que tal vez hubieran sido seres humanos alguna vez.

Más adelante pasaron entre el enorme edificio de piedra gris del Gran Tribunal de Edictos, donde se reunía el Parlamento de Talabheim, y las Oquedades, en cuyas entrañas cumplían condena los sentenciados por los tribunales. Los cadalsos y las jaulas de castigo del patio delantero de los tribunales estaban tan atestados de cadáveres que parecían la ventana de una carnicería.

Por encima de los tejados con buhardilla de los bajos edificios del distrito de juzgados, Reiner vio las construcciones del barrio de los templos, conocido como la Ciudad de los Dioses: la dorada Myrmidia blandiendo una lanza en lo alto de una columna de granito, el esbelto campanario blanco de Shallya, los altos fresnos de Taal y, por encima de todo esto, los severos campanarios de piedra de Sigmar. Parecía un lugar calmo y sereno, hasta que Reiner reparó en las columnas de humo que ascendían entre las torres.

Poco después, la comitiva llegó a una alta muralla de piedra con una gran puerta bien defendida. Ante ella había caballeros montados en formación de desfile, y onagros sobre torretas a cada lado. Por encima de la muralla, Reiner vio los hastiales de bellas casas y las copas de altos árboles. Por la puerta salía una procesión de sacerdotes de Morr que llevaban un hermoso ataúd. Reiner sonrió afectadamente. Al parecer, a los ricos no los quemaban como leña en las plazas de la ciudad.

El capitán de la escolta habló con el capitán de la puerta, y la legación de Manfred penetró una vez más en otro mundo. El horror y el estruendo del barrio de los comerciantes se desvaneció al instante para ser reemplazado por una serena calma y una regia belleza. La calle desierta estaba flanqueada por grandes casas solariegas, elegantes y rodeadas de extravagantes jardines. Las moradas presentaban profusión de ondulantes adornos de hojas de roble, viña y bellotos, y ornamentados extremos de viga en forma de cabeza de ciervo, jabalí y oso. No se veía a nadie por la calle, y Reiner comenzó a darse cuenta de que lo que había tomado erróneamente por calma era, en realidad, parálisis. Los nobles se ocultaban en sus casas a la espera de que pasara la tormenta.

Se detuvieron ante otra alta muralla aún mejor defendida que la anterior y, tras más conversaciones y conferencias, les permitieron pasar. Al otro lado había una finca grandiosa, con extensos terrenos, jardines, arboledas y edificios anexos, y en el centro, una gran casa solariega; era antigua y estaba cubierta de hiedra, pero parecía tan grande como las cinco casas nobles ante las que acababan de pasar juntas. Y, en efecto, era exactamente tal como parecía, ya que Reiner contó al menos siete estilos arquitectónicos diferentes en las secciones que podía ver, y que representaban añadidos que se habían hecho en un número igual de siglos.

—¿Ésta es la residencia de la condesa? —preguntó al mismo tiempo que se volvía a mirar a Augustus, confuso.

El piquero asintió con la cabeza.

—Sí, la Gran Mansión.

—Pero…, pero ¿no vive en el castillo?

—Claro que sí —respondió Augustus—. Mirad a vuestro alrededor. —Abarcó con una mano la pared del cráter, ahora a kilómetros de distancia, pero aún visible entre los árboles en todas direcciones—. El castillo más grandioso del Imperio.

—¡Ah, claro! —dijo Reiner.

—En otros tiempos fue un castillo —explicó Augustus—, en la época de Talgris, cuando aún no se había colonizado todo el cráter. Allí puede verse aún la vieja fortaleza.

Señaló hacia el centro de la casa solariega, donde una achaparrada roqueta de piedra toscamente tallada asomaba la fea cabeza almenada por encima de los civilizados hastiales y buhardillas de los añadidos posteriores.

—Aún se utilizan las mazmorras y las cámaras de tesoros, y también las cocinas, y cosas por el estilo, pero ya nadie se aloja allí. Es fría y tiene muchas corrientes de aire.

La escolta los condujo por una avenida bordeada de árboles que pasaba ante barracas y puestos fortificados de centinelas, y se detuvieron en un patio delantero cubierto de grava, situado en el lado occidental de la Gran Mansión, donde los aguardaba una compañía de espadones de la condesa.

Manfred salió del carruaje con el señor Neubalten, y Reiner ocupó su lugar tres pasos por detrás de ellos. En el patio se hizo un silencio aún mayor cuando se les unió Teclis. Al parecer, los de Talabecland no eran más inmunes que los de Reikland a la reverencia que inspiraban los elfos.

La delegación atravesó las altas puertas dobles, donde la aguardaban los espadones, todos vestidos de verde y piel de ante, con petos de acero bien lustrosos. El capitán, un hombre alto, de cabeza estrecha y pelo rubio muy corto, con los ojos severos de un veterano, avanzó un paso y los saludó.

—Señor Teclis, conde Valdenheim —dijo Neubalten—, permitidme que os presente a Heinrich von Pfaltzen, capitán de la guardia personal de la condesa Elise.

El capitán entrechocó los tacones e hizo una reverencia, esforzándose cuanto pudo para no mostrarse conmocionado por la presencia de Teclis.

—Mis señores —dijo—, la condesa os espera.

La delegación, escoltada por los espadones, siguió a von Pfaltzen a través de una serie de amplios corredores alfombrados. A intervalos regulares había colgados ricos tapices de escenas forestales, y arcadas que daban paso a salas de estar, bibliotecas y galerías lujosamente amuebladas. Era un lugar magnificente y adecuado para la residencia de una condesa, aunque conservaba un ambiente ligeramente rústico, como una cabaña de caza de la realeza.

Ante un par de altas puertas de madera intrincadamente labradas, dos alabarderos ataviados con elaborada librea de piel de ante le dieron el alto a von Pfaltzen. Éste anunció que el señor Teclis de Ulthuan, el conde Manfred de la corte del emperador Karl-Franz de Altdorf, y su séquito, le imploraban a la condesa permiso para entrar.

Los alabarderos saludaron y dijeron que la condesa les concedía a sus huéspedes permiso para entrar, y a continuación abrieron las puertas.

El señor Neubalten hizo una reverencia para que Teclis, Manfred y su grupo entraran en la alta y hermosa sala del trono. Una claraboya de cristales verdes y amarillos pintaba la sala con una suave luz dorada. Hileras de columnas forradas de madera tallada a modo de troncos de árboles, que se extendían en ramas abiertas para dar soporte al techo verde labrado como hojas, producían la sensación de que uno se encontraba dentro de una arboleda iluminada por el sol.

El heraldo condujo al grupo entre las columnas hasta una plataforma elevada, cubierta con un dosel de terciopelo verde, mientras von Pfaltzen y sus hombres ocupaban posiciones a ambos lados de ésta.

En lo alto de la plataforma, sentada en un ornamentado trono de roble, se encontraba la condesa Elise Krieglitz-Untern, gobernante de la ciudad libre de Talabheim. Después de toda la belleza de la Gran Mansión, ella resultaba un poco decepcionante. Achaparrada, corpulenta y poco atractiva pese al vestido verde y oro de exquisita factura que lucía, con facciones pesadas en un rostro redondo y rojo, parecía más una pescadera que una condesa.

«No es de extrañar que el pueblo llano la adore», pensó Reiner. Podían sentir que era una de ellos. Lo único que evidenciaba su nobleza era la actitud. Mostraba una altanería regia suficiente para tres condesas: una postura tiesa como una vara, la bulbosa nariz alta y orgullosa, los ojos duros y destellantes.

Los cortesanos nobles se reunían en grupos en torno a la plataforma. Todos miraban fijamente a Teclis, que parecía relumbrar con su propia luz interior en la umbría sala verde. Incluso la condesa lo miraba con ojos fijos.

El señor Neubalten avanzó y comenzó a anunciar los nombres de quienes se presentaban ante la condesa, enumerando todos sus títulos y honores. Aburrido, Reiner recorrió la sala con la mirada y, según las órdenes de Manfred, intentó determinar los caracteres y la importancia de las damas y los caballeros de la corte de la condesa según su atuendo y modales. Ese de barba pulcramente recortada era, sin duda, un imbécil. Y aquel de hombros caídos y postura desgarbada era un pícaro nato donde los hubiera. Y la mujer que se encontraba detrás de la columna junto a un joven señor era…

El corazón de Reiner se detuvo. La mujer era la dama Magda Bandauer, la tortuosa bruja que había intentado matarlo con el poder del estandarte maldito, el Azote de Valnir, la última vez que la había tenido delante. La mano de Reiner fue hacia la empuñadura de la espada, pero luego la soltó. Ciertamente, la muy perra merecía que la cortaran en pedazos, pero tal vez ése no era el sitio para hacerlo. ¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó. ¿Sabía aquella pobre gente a qué malvada habían acogido en su corte?

Magda se volvió como si sintiera que los ojos de Reiner la estaban escrutando. Al principio su mirada pasó de largo, pero luego volvió precipitadamente hacia él, y la expresión de miedo que apareció en su cara resultó gratificante, aunque fuese desafortunado el hecho de que lo identificara. Se contemplaron el uno al otro, en silencio, a través de la sala del trono, antes de que la voz de la condesa hiciera que Reiner volviera a prestar atención a lo que sucedía.

—Señor Teclis —estaba diciendo—, el más sabio de la raza hermosa, el más benevolente consejero de los hombres, os damos la bienvenida a nuestra humilde corte y a la ciudad libre de Talabheim, joya de Talabecland.

Teclis inclinó la cabeza.

—Os lo agradezco, condesa. —Su voz era suave, pero tenía una resonancia antinatural.

—También os damos la bienvenida a vos, conde Valdenheim —dijo la condesa en un tono mucho más frío—, aunque admitimos sentir desconcierto ante vuestra presencia aquí con una fuerza tan numerosa y sin previo aviso de vuestra llegada.

Manfred hizo una profunda reverencia.

—Gracias, condesa, y os imploro que aceptéis mis disculpas por esta visita no anunciada. Hemos venido por solicitud del gran Teclis, y con las más pacíficas de las intenciones. Él le advirtió a Karl-Franz que un gran mal había caído sobre Talabheim, y con espíritu de preocupación fraternal, el Emperador envió esta humilde embajada para prestaros toda la ayuda posible.

El semblante de la condesa permaneció impasible, pero Reiner se dio cuenta de que interpretaba la diplomática hipérbole de Manfred como lo que era en realidad.

—Nos sentimos conmovidos por la preocupación del Emperador, pero no tenía ninguna necesidad de molestarse. Aunque acogeremos con agradecimiento la sabiduría del señor Teclis en cualquier momento, tenemos la situación bien controlada. Esperamos desentrañar muy pronto la causa de las alteraciones, y somos perfectamente capaces de defender nuestra ciudad hasta que llegue ese momento.

—No tenéis la situación controlada —intervino Teclis, cuya voz sonó tan serena como antes—. Las corrientes del Caos se hacen diariamente más fuertes en Talabheim, vuestros súbditos mueren en las calles y no tenéis los recursos humanos necesarios para detener esto, sino sólo para proteger los vecindarios menos afectados y las moradas de los ricos. Y si la causa es la que yo creo, ni siquiera vuestros grandiosos eruditos podrán corregirla.

Reiner vio que los ojos de la condesa se encendían ante esa franca exposición de los hechos, pero no podía decir gran cosa. Teclis era un elfo. No tenía ninguna necesidad de entregarse a cortesías porque su condición no se veía afectada por las maniobras políticas. Había visto a muchos emperadores aparecer y desaparecer, y muy probablemente sería testigo de otros tres ascensos al trono de Altdorf.

—Agradeceremos cualquier ayuda que podáis prestarnos, gran Teclis —respondió con los labios apretados—. Pero, si como decís, no hay nada que los humanos podamos hacer, ¿no habría sido lo mismo que acudierais vos solo?

Manfred intervino antes de que pudiera responder Teclis.

—El Emperador no permitiría que un huésped tan noble viajara en solitario por sus dominios, ni tampoco que las sutilezas de la cortesía demoraran la llegada de auxilio a nuestra bella hermana Talabheim, si lo necesitara. Hemos acudido en gran número, pero con la esperanza de que no se nos precisara. Y aunque puede ser que vuestros soldados tengan la situación bien controlada, no existe ninguna razón para enviar de vuelta unas reservas que están aquí para ayudar.

—Para interferir, querréis decir —corrigió la condesa—. Para llevarse el mérito de la victoria de Talabheim sobre esta situación.

—Condesa —comenzó Manfred—, os aseguro…

—Y yo os aseguro que vuestra ayuda no es necesaria. Habéis acompañado al gran Teclis hasta aquí, y por eso os damos las gracias. Ahora podéis retiraros con la seguridad de que lo mantendremos a salvo y no avergonzaremos al Imperio mientras sea nuestro huésped. Gracias.

Era una despedida inconfundible, pero Manfred se limitó a inclinarse y sacar un rollo de pergamino del jubón.

—Condesa, me aflige tener que recordaros que, aunque Talabheim es una ciudad libre, se halla dentro de Talabecland, y Talabecland es un estado del Imperio, sujeto a sus leyes y a las órdenes del Emperador. —Alzó el pergamino—. Aunque está redactado en suaves términos, este documento no es una oferta de auxilio, sino una orden de Karl-Franz, firmada por su propia mano, donde os exige que permitáis que sus representantes os ayuden hasta habernos asegurado de que ha pasado el peligro para Talabheim y el Imperio.

Manfred le entregó el pergamino a Neubalten, quien se lo llevó a la condesa. Ella se lo pasó a un escriba, que avanzó rápidamente desde detrás de la plataforma. El hombre lo leyó de prisa y luego le susurró al oído, mientras los nudillos de la condesa se ponían cada vez más blancos sobre los reposabrazos del trono.

—Esto es un ultraje —dijo ella, al fin—. El Emperador ha pasado por encima de las leyes imperiales. Los ducados ejercen el gobierno de sus propios territorios y no necesitan tolerar interferencia alguna del Emperador, como no sea en asuntos que afecten a la totalidad del Imperio. Esto es claramente un problema de Talabheim y…

—Perdonadme, condesa —intervino Teclis—. Yo no tomo partido en los asuntos de los hombres, pero estáis equivocada. Aunque esta alteración tiene lugar en Talabheim, si no se la detiene, afectará no sólo a Talabecland y al Imperio, sino también a la estabilidad del mundo entero. De otro modo, yo no estaría aquí.

La condesa palideció.

—¿De verdad es un asunto tan serio?

Teclis asintió con aire grave.

—Lo es.

—Entonces —dijo al mismo tiempo que le lanzaba a Manfred una penetrante mirada—, por vuestra autoridad, gran Teclis, y sólo por ella, me someteré a esta interferencia indeseada por parte de señores extranjeros.

—Gracias, condesa —respondió Teclis—. Me reuniré con los miembros de vuestra corte a los que concierna este asunto tan pronto como sea conveniente para vos, con el fin de enterarme de qué han averiguado.

—Por supuesto —dijo la condesa—. Convocaré una reunión de emergencia del Parlamento para esta noche. Os ilustraremos a vos y a la embajada del Emperador sobre nuestros asuntos. Hasta entonces, si tenéis la amabilidad de seguir al señor Neubalten, él tomará las disposiciones necesarias para vuestro alojamiento.

Teclis, Manfred y todos los demás de Reikland hicieron una reverencia y retrocedieron.

—Gracias, condesa —repitió Teclis.

—Vuestra excelencia es la más bondadosa —dijo Manfred.

Mientras el grupo seguía a Neubalten fuera de la sala del trono, Reiner se inclinó hacia Manfred.

—Mi señor, ¿recordáis a la dama Magda Bandauer?

—¿Cómo podría no recordarla? —dijo Manfred con el ceño fruncido—. Esa mujer llevó a mi hermano a la guerra contra mí. ¿Por qué?

—Está aquí —explicó Reiner—, con el joven vestido de azul y borgoña que se halla a la izquierda de la plataforma.

Manfred miró discretamente por encima de un hombro, y luego asintió con expresión ceñuda.

—Ya la veo.

—Mi señor —dijo Reiner—, me causaría un gran placer que me dierais la orden de acabar con ella.

—Y a mí me proporcionaría un gran placer daros esa orden —replicó Manfred—. Desgraciadamente, el joven es el barón Rodick Untern, y la dama Magda viste sus colores. Por mucho que pueda desear la muerte de la corruptora de mi hermano, en este momento no sería políticamente conveniente asesinar a la esposa del primo de la condesa.