2: Una profesión honorable

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Una profesión honorable

Reiner se encontraba sentado en el opulento carruaje de Manfred, esperando a que la caravana del conde se pusiera en marcha. La oscuridad era aún absoluta, y en el patio oscilaba la amarilla luz de las antorchas. Vestía un sencillo jubón que todavía olía ligeramente a amanuense. Llevaba un tintero colgado del cinturón, y un hermoso estuche para pergaminos descansaba sobre su regazo. A través de la ventanilla del carruaje captaba atisbos de Pavel, Hals y Gert, que ocupaban sus nuevos cargos: Pavel silbaba sobre el asiento de un carro de provisiones en el que Gert, malhumorado, cargaba jamones curados y sacos de harina, y Hals, con la calva brillante de sudor, ataba baúles y bultos de equipaje sobre un segundo carro.

Otros hombres ayudaban con los preparativos. Reiner los observaba con atención. No eran sirvientes de la casa de Manfred. ¿Acaso se trataba de los nuevos Corazones Negros? Había un impresionante tipo de pecho de barril y erizada barba roja que se encargaba de los caballos. Un tranquilo muchacho, más o menos igual de corpulento, pero con andares perezosos, seguía al de la barba roja, al que ayudaba y le reía obsequiosamente los constantes chistes. De pie junto a una mula cargada de cartapacios de cuero había un joven delgado que vestía los ropones grises del Colegio de Cirujanos, y miraba alrededor, parpadeando, como perplejo. Junto a él había un villano alto y nervudo, de ojos inquietos, que resultaba muy poco convincente con la blusa y calzas grises de los ayudantes de cirujano.

Manfred subió al carruaje acompañado por Jergen, que llevaba el uniforme de la guardia del conde, y por Franka, vestida con librea de paje blasonada con el león de oro de Manfred. Jergen se sentó junto a Reiner e intentó en vano evitar arrinconarlo con sus anchos hombros. Franka, que se sentó al lado de Manfred, se negaba a mirar a Reiner a los ojos.

Manfred sonrió al ver el atavío de Reiner.

—Creo que al fin habéis hallado vuestra vocación, Hetzau. Tenéis todo el aspecto de un amanuense; tal vez el de uno de esos tipos que escriben cartas para los analfabetos por un pfennig la página.

—Gracias, mi señor —dijo Reiner—. Al menos es una profesión honorable.

Manfred frunció el ceño.

—No hay profesión más honorable que la de defender la tierra natal. Me duele que un noble hijo del Imperio deba ser obligado a cumplir con esa tarea.

—Si no recuerdo mal, mi señor —replicó Reiner—, a nosotros nadie nos lo consultó.

—Eso se debe a que soy un astuto conocedor de los hombres. —Manfred dio unos golpecitos en el techo del carruaje—. ¡Kluger! En marcha. ¡Ya es tarde!

El látigo del cochero restalló y el carruaje partió. Por la ventanilla, Reiner vio que Hals y Pavel hacían girar el carro para seguir a Manfred hacia el exterior.

La procesión recorrió las sinuosas calles de Altdorf en la gris claridad previa a la aurora. El grandioso palacio del emperador Karl-Franz se alzaba en la niebla como un gigantesco grifo que guardara el nido, con los edificios del gobierno imperial reunidos en torno a él como polluelos. Tras dejar atrás el barrio de los comerciantes, llegaron al río y los amarraderos privados del emperador, recinto que cerraban por tres lados barracas, establos y almacenes, y el río, por el cuarto.

Cuando entraron a través del portón, Reiner comenzó a comprender la importancia de la misión. Había supuesto que, como máximo, Manfred viajaría con una escolta de caballeros y espadachines, pero el recinto estaba atestado de hombres de armas de media docena de casas nobles, y todos intentaban al mismo tiempo cargar sus caballos y equipos en cuatro grandes barcazas fluviales.

La luz de las antorchas brillaba en los cascos de los diez caballeros del conde Manfred, y en los de veinte lanceros y veinte espadachines de su séquito de Altdorf, que eran sólo una fracción de las tropas reunidas. Allí estaban los espadones del señor Schott, un capitán de la guardia de honor de Karl-Franz, discutiendo con los caballeros del señor Raichskell, Gran Maestre de la Orden del Yelmo Alado. Detrás de ellos, los pistoleros del señor Boellengen, subsecretario de la baronesa Lotte Hochsvoll, canciller del Tesoro Imperial, estaban trabados en una acalorada competición de gritos con los Portadores del Martillo del padre Olin Totkrieg, representante del Gran Teogonista Esmer III, mientras los encapuchados iniciados que acompañaban al mago Nichtladen de los Colegios Imperiales de Magia los contemplaban, impasibles.

Cada señor llevaba también un séquito de secretarios, ayudas de cámara, cocineros y mozos que rivalizaba con el de Manfred, además de carros cargados de baúles, cajas fuertes y provisiones. Reiner había visto ejércitos enteros ponerse en marcha con caravanas más reducidas.

En el centro de aquella agitada locura había una blanca isla de calma, lo que hizo que Reiner y Franka contuvieran el aliento. Elfos. Aunque Reiner se consideraba un hombre muy viajado y bien educado, nunca antes había visto un elfo. La raza hermosa no salía a menudo de su territorio, y cuando lo hacían no se mezclaban con la gente de tabernas como Las Tres Plumas o El Grifo. Se reunían con jefes de Estado, se los agasajaba con banquetes oficiales, y navegaban de vuelta al hogar con espléndidos regalos. Así pues, por mucho que Reiner intentó mantenerse indiferente y altivo, se quedó mirando fijamente, como todos los demás, a los seis guerreros esculturales, con peto plateado y sobreveste blanca, que permanecían de pie, inmóviles, ante la plancha de la barcaza capitana.

Los rostros de los elfos estaban tan serios como si los hubieran forjado en hierro: afilados, orgullosos y cruelmente bellos. De sus costados pendían largas espadas delgadas, y de las fundas de cuero que llevaban a la espalda se alzaban curvos arcos. Al principio, a Reiner le costó diferenciarlos; parecían hechos con un mismo molde. Pero al fijarse mejor, comenzó a reparar en diferencias sutiles: uno tenía la nariz aguileña, otro los labios más carnosos. De todos modos, esperaba no tener que recordar quién era quién.

—Esperad aquí —dijo Manfred, antes de bajar del carruaje y encaminarse hacia un edificio que en parte estaba construido en madera.

Los ojos de Reiner y Franka permanecieron fijos en los elfos, que no miraban ni a derecha ni a izquierda, ni hablaban entre sí.

—Pensaba —dijo Franka en voz baja— que no serían más que hombres de orejas puntiagudas, pero… no son hombres.

—No —replicó Reiner—, no más de lo que nosotros somos monos.

Él y Franka intercambiaron una mirada, y luego apartaron los ojos.

Para ocultar la incomodidad que sentía, Reiner se volvió a mirar a Jergen, que tenía los ojos perdidos, como si estuviera sumido en una ensoñación.

—No pareces impresionado por nuestros hermosos primos, Rohmner.

—Sí que estoy impresionado —replicó Jergen—. Tienen un gran control.

—¿Control? —preguntó Reiner. Era raro que el taciturno espadachín expresara voluntariamente una observación.

—Se dan cuenta de todo lo que sucede, pero nada los distrae. Es un rasgo que merece ser emulado.

Reiner rió entre dientes.

—Lo estás logrando muy bien, muchacho.

El estruendo del recinto cesó, y todos volvieron la cabeza. Reiner se inclinó por encima de Jergen para mirar por la otra ventanilla. Del edificio salían Manfred y un grupo de funcionarios. En el centro iba un elfo ataviado con ropones blancos como la nieve y tocado con una mitra. Caminaba con una leve cojera y se apoyaba en un báculo intrincadamente labrado, pero no había debilidad ninguna en él. Su porte imponía atención; era majestuoso y aterrador al mismo tiempo. Reiner no podía apartar los ojos de aquella figura. Aunque el semblante del elfo era tan suave y libre de arrugas como los de sus guardias, lo rodeaba un aura de vejez imposible; la profundidad de los ojos opalinos —una mezcla de sabiduría, dolor y conocimientos terribles— podía ser vista desde el otro lado del oscuro embarcadero. Los hombres balbuceaban tras él, todos con la intención de atraer su atención.

—Pero, señor Teclis —gritó el señor Boellengen—, nosotros tenemos que acompañaros. ¡El Tesoro tiene que evaluar los daños!

Era un hombre descarnado y carente de mentón, con el pelo cortado en forma de cuenco, y con la armadura de desfile parecía una tortuga con un caparazón demasiado grande.

—El Emperador me ha pedido que supervise personalmente la situación —gritó el señor Schott, un soldado cuadrado, con barba negra bien recortada—. No puedo desobedecerle.

—¡El Gran Teogonista tiene que conocer la extensión de esta plaga del Caos! —bramó el padre Totkrieg, un sacerdote guerrero, de blanca barba, que llevaba el ropón blanco sobre la lustrosa armadura—. No nos quedaremos atrás.

—Si hay que luchar contra el Caos —dijo el alto señor Raichskell con ferocidad—, la Orden del Yelmo Alado no permitirá que le impidan luchar. No es honorable permanecer en Altdorf mientras los demonios se pasean por Talabheim. —Su rubio cabello pendía en dos trenzas gruesas sobre la armadura esmaltada de verde.

—¡La investigación de las amenazas arcanas es responsabilidad de los Colegios de Magia! —dijo el mago Nichtladen, hombre de mejillas hundidas y barba gris, ataviado con un ropón color borgoña—. ¡Debe permitírsenos cumplir con nuestro deber!

Teclis se mostraba sordo a todos ellos. Acompañado por su guardia, ascendió por la plancha hasta la barcaza, habló brevemente con Manfred y desapareció bajo cubierta.

Manfred regresó a grandes zancadas al carruaje, entró y cerró de golpe la puerta, furibundo.

—Necios presuntuosos —dijo al dejarse caer en el asiento.

El carruaje comenzó a avanzar y maniobró para ascender por la plancha hasta la parte posterior de la primera barcaza.

—Sólo tenían que ir la guardia de Teclis y la mía. Una legación, no un ejército. Ahora somos más de doscientos. Pero si dejamos a alguno de ellos aquí, el Emperador no parará de oír sus quejas. A veces no le reprocho a la raza hermosa que mire con desprecio y burla la chinchorrería de los hombres.

* * *

Navegaron hacia el nordeste remontando el ancho Talabec gris, serpenteando con lentitud a través de tierras de cultivo hacia Talabheim, la Ciudad de los Jardines, ciudad-estado independiente, oculta en las profundidades de los oscuros bosques de Talabecland. Reiner estaba impaciente por verla, dado que era una de las maravillas del Imperio, una ciudad enteramente construida dentro de un cráter, de cuyas murallas se decía que eran inexpugnables.

Las barcazas pasaron entre pasturas verdes y campos pardos, donde macilentos campesinos araban para mezclar los restos de la cosecha del año con el fin de que abonaran la tierra para la siembra de la primavera siguiente. También se veía tierra recién removida en muchos cementerios, ya que había sido un año duro para el Imperio. Muchos hijos de campesinos habían regresado en ataúdes tras luchar contra la invasión de Archaon, en el caso de que hubieran vuelto. Y había habido hambruna, aunque el trigo madurara en las espigas, porque la mayor parte del grano del último año había sido enviada al norte para alimentar a los ejércitos, y los campesinos cuyas granjas habían sido quemadas por el invasor habían acudido al sur, donde se habían convertido en bandidos y habían robado la cosecha restante.

Reiner, Franka y Jergen estuvieron ocupados durante todo el día, haciendo las veces de sirvientes de Manfred mientras éste permanecía reunido con Teclis y otros miembros de la legación en su camarote. A última hora de la tarde, en el punto en que el río se adentraba en el Gran Bosque, Manfred ordenó que las barcazas anclaran junto a la orilla y los sirvientes plantaran el campamento. Nadie lo tuvo en menos por esa precaución. Ejércitos enteros habían desaparecido bajo el espeso dosel de ese viejo bosque, y ni siquiera era seguro navegar por el río, que describía meandros entre los altísimos árboles. De todos modos, ya permanecerían dentro de él cinco días con sus noches antes de llegar a Talabheim. No había ninguna necesidad de tentar a la suerte pasando una sexta noche entre sus sombras.

Manfred hizo que le plantaran una tienda grandiosa en un campo en barbecho y cenó con los otros dignatarios. Reiner y Jergen fueron despedidos y se reunieron con sus camaradas en torno a un fuego, donde Reiner pudo por fin conocer a los nuevos reclutas. Sólo Franka, ocupada en servirle a Manfred el vino y el faisán, no estaba presente.

Pavel y Hals ya se habían hecho amigos —o al menos parecían amistosos compañeros de esgrima verbal— del corpulento mozo de roja barba, con quien intercambiaban alegres insultos mientras se servían estofado de una olla, y Gert reía entre dientes, apreciativamente, junto a ellos.

—Un hombre de Talabecland vale por diez de Ostland —estaba diciendo el de la barba roja.

—En un concurso de meados, a lo mejor —dijo Hals—. Lo único que los piqueros de Talabecland llegaron a defender con éxito fue una cervecería, y se rindieron en cuanto se acabó la cerveza.

—¡Ja! —contraatacó el de la barba roja—. Lo único que defienden los piqueros de Ostland son sus ovejas, y sólo si les son fieles.

Reiner rió.

—Hals, ¿quién es el tipo feroz con el que guerreas?

Hals se volvió a mirarlo, y a Reiner le dolió ver la desconfianza que pasaba por el rostro del piquero al comprobar quién le hablaba.

—Eh…, sí, capitán —dijo—. Éste es Augustus Kolbein, de Talabheim. Es uno de nosotros. Kolbein, éste es el capitán Hetzau, nuestro jefe.

Augustus lo saludó con la cabeza y se tocó el copete con una mano como un jamón.

—Es un placer, sin duda, capitán —dijo—, aunque no pueda decir que me alegre, en términos de servicio.

—Como ninguno de nosotros —replicó Reiner—. Y aunque me sienta complacido de tener entre los míos a un soldado tan fuerte, lamento que hayáis tenido el infortunio de veros obligado a formar parte de nuestra compañía maldita. Pero, veamos, contadnos cómo habéis caído en desgracia ante el Imperio.

Augustus le dedicó una ancha sonrisa, lo que hizo que la barba se le erizara aún más.

—Bueno, debo decir que ha sido totalmente por mi culpa, capitán. Veréis, tengo un temperamento tan ardiente como mi pelo, y en una taberna de Altdorf había un capitán de espada de Reikland, un petimetre de nariz alzada…, eh, con vuestro perdón, señor —dijo, y se puso colorado de repente.

—No pasa nada —replicó Reiner—. A mí tampoco me gusta esa clase de tipos. Continuad.

—Sí, señor. Bueno, el caso es que estaba echando pestes de Talabecland, cosa mala, diciendo que éramos todos unos borrachos y unos patanes, y que, eh…, hacíamos cosas contra natura con los árboles y cosas parecidas, y yo me lo estaba tomando bastante bien. Los de Talabecland tenemos el pellejo grueso para las tonterías. Pero luego tuvo que decir cosas contra la condesa, llamarla puta taalista y soltar que se acostaba con leñadores mugrientos y no sé cuántas cosas más. Bueno, lo vi todo rojo, y lo siguiente que recuerdo es estar en el calabozo y que el carcelero me cuenta que le he roto el cuello al delicadito aquél y le he sacado un ojo con un pulgar. —Augustus se encogió de hombros—. No me cabe duda de que lo hice, pero que me aspen si lo recuerdo.

Reiner asintió con la cabeza.

—Mutilación de un oficial superior. Sí, no cabe duda de que vuestro sitio está entre nosotros, aunque, lo repito, lamento que hayáis llegado a una situación como ésta.

El piquero se encogió de hombros.

—Es mejor esto que el lazo.

Reiner gruñó.

—Puede ser que lleguéis a cambiar de opinión a ese respecto.

Los demás apartaron la mirada.

Reiner se volvió hacia el joven mofletudo que se encontraba sentado junto a Augustus.

—¿Y vos, muchacho? —preguntó—. ¿Cuál es vuestra historia? ¿Sois un asesino de hombres, un devorador de niños…? A lo largo del tiempo los hemos tenido de todas las clases, así que no temáis escandalizarnos.

—Gracias, capitán, señor —dijo el muchacho con sonora voz nasal—. Gracias. Me llamo Rumpolt Hafner, y es un honor servir a vuestras órdenes, señor. —Inclinó la cabeza—. Eh…, lamento decir que no soy un villano importante, aunque haré todo lo que pueda para no decepcionaros. Y, eh…, ciertamente cometeré asesinato si vuelvo a encontrarme con los inmundos guardias negros que me llevaron a esto.

—No podréis decepcionarme si hacéis todo lo posible y depositáis vuestra confianza en mí como yo la deposito en vos —dijo Reiner.

La frase le pareció falsa al decirla, y Hals y Pavel le lanzaron miradas penetrantes por encima de las llamas, tras haberla meditado. Se alegró de que Franka no se encontrara presente.

—Pero contad vuestra historia, y nosotros juzgaremos qué clase de villano sois.

Rumpolt adelantó el labio inferior.

—Aun no entiendo por qué lo mío fue un delito de horca. Lo único que hice fue robar un estandarte. Fue un reto. Acababa de unirme a los pistoleros del señor Loefler en Stockhausen. Allí había otros que eran rivales de Loefler, los hombres del señor Gruenstad, y mi sargento y sus camaradas dijeron que si realmente quería ser uno de ellos debía llevar a cabo un acto de valentía contra esos rivales.

Hals y Pavel sonrieron con expresión presuntuosa.

Rumpolt apretó los puños.

—¡Me dijeron que tenía que robar el estandarte del señor Gruenstad y plantarlo en el retrete del campamento! ¿Cómo iba yo a saber que apoderarse de un estandarte se considera robo de una propiedad del Emperador?

—No es sólo eso, muchacho —intervino Gert, con las manos cruzadas sobre el pesado vientre—. El estandarte es el honor de una compañía. Lo defienden con sus vidas en el campo de batalla. ¿Creías que se tomarían a bien que un mentecato al que aún no se le ha secado la leche de los labios lo clavara en la mierda?

—¡Pero yo no lo sabía! —gimoteó Rumpolt—. Y cuando me atraparon y le conté al capitán que me lo habían hecho hacer el sargento y sus compañeros, los villanos negaron saber nada del asunto. —Los miró a todos con expresión implorante—. Estoy seguro de que os dais cuenta de que se me trató con injusticia.

—Bueno, muchacho —dijo Reiner, con tono consolador—, no importa. Más de uno de nosotros afirma ser inocente, así que estáis en buena compañía. Bienvenido.

—Gracias, capitán —dijo Rumpolt—. Haré todo lo que pueda. Lo juro.

A continuación, Reiner se volvió a mirar al joven de pelo fino vestido con ropones de cirujano.

—¿Y vos, médico, cómo os llamáis?

El tipo dio un respingo cuando le habló.

—Eh…, me llamo Darius Balthus-Rossen. Soy originario de Nuln.

—No tenéis aspecto de soldado —dijo Reiner—. Estoy seguro de que Manfred no os reclutó en un calabozo militar.

—No, señor. Me encontró en la prisión de la ciudad de Altdorf. —Se estremeció—. Una hora antes de que me ahorcaran.

—¿Y por qué iban a ahorcaros?

El joven vaciló y miró alrededor con incertidumbre.

Reiner suspiró.

—Somos una compañía de hombres convictos y perdidos, muchacho. No podéis ser más malvado que algunos de los que hemos llamado camaradas.

El erudito se encogió de hombros y abrió las manos ante sí.

—No soy nada, sólo un estudioso de las plantas y los misterios del proceso natural de la vida. No he matado ni he mutilado a nadie, ni he traicionado al Imperio. En realidad, no soy para nada un villano.

—Tenéis que haber hecho algo —insistió Reiner, con tono seco—. A fin de cuentas, iban a ahorcaros.

Darius vaciló durante tanto tiempo que Reiner pensó que no iba a decir una sola palabra.

—Descubrieron…, descubrieron que estaba en posesión de un libro prohibido.

—¿Qué clase de libro? —preguntó Reiner, aunque ya se había formado una idea.

—Eh… hummm, no era nada. Nada. Un tratado sobre el uso medicinal de ciertas…, eh…, plantas raras.

—¿Y por qué estaba prohibido, entonces?

—Porque —replicó el erudito, repentinamente enfadado— mis sabios profesores son ciegos, conservadores, demagogos carentes de curiosidad que no están interesados en aprender nada que no sepan ya. ¿Cómo puede ampliarse el conocimiento del mundo si a uno le prohíben probar cosas nuevas? —Cerró las finas manos en apretados puños—. Un experimento no es un experimento si ha sido llevado a cabo antes. ¡Sabemos tan poco sobre cómo funciona el mundo, por qué crecen las plantas y los animales, cómo los vientos de la magia deforman ese crecimiento, cómo nos deforman a nosotros! Los pretendidos hombres sabios le tienen demasiado miedo a lo desconocido. ¿Cómo…?

—Magia —lo interrumpió Reiner—. Así que sois un brujo.

Darius alzó los ojos y vio que los otros lo miraban con inquietud.

—No —dijo—. No, soy un erudito.

—Un erudito en magia —insistió Reiner.

El joven suspiró.

—¿Lo veis? Miedo a lo desconocido. Si yo fuera un devorador de infantes, os habríais encogido de hombros y me habríais dado la bienvenida, pero como he estudiado lo arcano, por muy académicamente que lo haya hecho, soy un paria.

—Pero ¿sois un brujo? —preguntó Hals, amenazador.

Darius dejó caer los hombros.

—No. No, no lo soy. Aunque, por supuesto, ahora no me creeréis. Soy un teórico. Tengo menos conocimientos prácticos de ese arte que una curandera de pueblo. Y, desde luego, no puedo embrujaros, si eso es lo que os preocupa.

Hals y Pavel hicieron el signo del martillo, y Gert escupió por encima de un hombro.

Reiner tosió.

—¿Por qué estáis aquí, entonces? Seguro que Manfred no os sacó de la cárcel de Altdorf debido a vuestros conocimientos sobre plantas.

Darius volvió a encogerse de hombros.

—El conde me dijo que debía ocuparme de vuestras heridas. Tengo algunos conocimientos de medicina. Mi padre era cirujano. Puedo reducir una fractura y curar una herida. —Bajó los ojos hacia los ropones de cirujano con una débil sonrisa—. Parece que aquí soy el único cuyo atuendo no es un disfraz.

En torno al fuego se produjo un silencio. Estaba claro que los otros no le creían.

Reiner, tampoco. Si Manfred quería un cirujano, fácilmente podría haber encontrado uno con experiencia en batalla dentro de los calabozos militares. Era obvio que Darius había sido escogido por otra razón.

—Bueno —dijo al fin—, parece que nos habéis escandalizado, después de todo. Pero dadme vuestra palabra de que os guardaréis vuestra brujería para vos, y os daré la bienvenida. Y al resto de vosotros —dijo, y los miró a todos—, os pido que dejéis que el muchacho demuestre quién es por sus acciones, como habéis hecho con todos nuestros otros camaradas.

Darius suspiró.

—No soy un brujo. Pero, de todos modos, os doy mi palabra.

—¿Puedes sacarnos el veneno de la sangre con magia? —preguntó Rumpolt.

El corazón de Reiner dio un salto. ¡La espontaneidad de los niños! No había pensado en eso. ¡Por Sigmar, era verdad!

Darius rió.

—Si pudiera, ¿estaría aquí, soportando este interrogatorio?

Reiner suspiró. Qué cosa tan necia era la esperanza. Manfred jamás escogería a un brujo con tanta pericia. Se volvió a mirar al ayudante de Darius, de rostro aquilino, que arrojaba ramitas al fuego.

—¿Y vos, amigo —dijo Reiner con el tono más alegre que pudo emplear—, tenéis algún oscuro secreto que contarnos? ¿O al menos un nombre que darnos?

El hombre alzó los ojos con cansado desprecio.

—No soy vuestro amigo, caballerete, ni amigo de ninguno de vosotros —dijo mientras sus ojos miraban velozmente a los demás—. Mi nombre es Dieter Neff. Estoy aquí porque era una muerte menos segura que la del lazo. Y me marcharé tan pronto como averigüe cómo burlar el veneno, así que no hay razón para hablar de cómo son las cosas ni para contar historias.

—¡Dieter Neff! —exclamó Reiner con una carcajada—. Os conozco. Sois la Sombra de la Calle Elgin, el Príncipe del Asesinato, con un centenar de muertos a vuestra espalda. Os vi una vez en la plaza Stossi, donde yo solía desplumar a los primos.

—Ciento diecisiete —lo corrigió Dieter.

—Así que al fin os atraparon.

—Nunca —replicó Dieter con una sonrisa burlona—. Me vendió un cliente que no quiso pagarme cuando acabé un trabajo. —Echó otra ramita al fuego—. Iré por…

Reiner esperó a que Neff continuara, pero el hombre se limitó a clavar los ojos en el fuego. Reiner suspiró.

—Bien, si maese Neff no quiere hablar, yo sí que puedo contaros lo que sé. Es el mejor ladrón y asesino profesional de Altdorf, conocido por entrar y salir de lugares que para otros son inaccesibles. En una ocasión mató a puñaladas a un hombre en medio del banquete anual del señor von Toelinger, delante de unos doscientos caballeros armados, y salió ileso.

Dieter lanzó una carcajada, aunque no alzó los ojos.

—No sabéis de la misa la mitad, caballerete. Ese villano era el que me había contratado. Y yo no lo maté.

—¿Qué? —preguntó Rumpolt—. ¿Qué queréis decir?

Dieter guardó silencio, y Reiner vio que estaba contrapesando el desprecio que sentía por los oyentes y su deseo de jactancia.

—El canalla era un comerciante de lana de apellido Echert —explicó, al fin—. Le debía dinero a mucha gente peligrosa, así que decidió que lo mejor era morirse. Me contrató a mí para que fingiera que lo mataba y que lo pareciera de verdad. —Se encogió de hombros—. No es mi línea habitual de trabajo, pero me gustan los retos, de modo que trabajé en el asunto. Le dije que fuera a ese banquete, y luego lo ataqué durante el plato de pescado. Lo corté de mala manera, pero no le di ni una sola puñalada. Y chilló de forma muy creíble porque no le había dicho que lo haría sangrar. Luego, le dije que se quedara tumbado y quieto, y sus sirvientes entraron y se lo llevaron antes de que nadie pudiera echarle un buen vistazo. Funcionó de maravilla. Salió hacia Marienburgo en un carruaje cerrado antes de que se cansaran de buscarme.

Darius bufó.

—Entonces, será mejor para ese Echert que muramos todos, porque nos habéis contado su secreto.

Los ojos de Dieter se encendieron.

—Nunca he traicionado a un cliente. Echert está muerto. Murió de sífilis dos meses después de haber huido, el canalla estúpido. Todo el dinero que me pagó, un desperdicio.

Pavel, Hals y Augustus rieron. Darius se encogió de hombros. Jergen miraba fijamente hacia la oscuridad del otro lado del fuego.

—Bueno —dijo Reiner—, aunque no tengáis intención de quedaros mucho tiempo con nosotros, maese Neff, puede ser que el enigma del veneno de Manfred os resulte más difícil de descifrar de lo que esperáis, así que bienvenido. Nos alegra tener con nosotros a un hombre de vuestra pericia.

—Yo cuido de mi propio pellejo —dijo Dieter—. El resto de vosotros apañaos como podáis.

Reiner suspiró.

—En ese caso, es muy probable que tengáis que cuidar de vuestro propio pellejo, porque nadie más estará ansioso por hacerlo. Continuad, muchachos, yo ya he hecho mi parte. —Se sentó y se metió en la boca una cucharada de estofado, que tragó apresuradamente al ocurrírsele algo—. Eh…, una última cosa.

Los otros alzaron la mirada.

—Os lo contaré ahora, para que luego no haya problemas —dijo Reiner—. Uno de nosotros es una mujer.

—¿Qué? —dijo Rumpolt, que miró a los que lo rodeaban.

Reiner rió.

—Estos rufianes, no. Nuestro arquero, que hace las veces de paje de Manfred en este momento. Lo hemos mantenido en secreto, y lo mismo haréis vosotros.

—¿Un arquero? —preguntó Augustus, consternado—. ¿Es soldado?

—Sí. Y mejor soldado que algunos hombres que he conocido —replicó Reiner—. Pero, oídme bien, si os estáis haciendo alguna ilusión, olvidadla. El hombre que le haga daño responderá ante mí.

—Y ante mí —añadieron Hals y Pavel al unísono.

—Y ante mí —dijo Jergen.

Los nuevos miraron con curiosidad a los otros hombres, y asintieron con la cabeza.

Cuando Reiner volvía a su estofado, oyó que Augustus murmuraba, descontento, con Hals y Pavel.

—Ya sé que no es correcto —dijo Hals—, pero ella no quiere ni oírnos.

—Y pueden matarla —añadió Pavel.

Jergen le habló a Reiner al oído.

—Alguien está vigilándonos.

Reiner se volvió y miró hacia atrás.

—¿Quién? ¿Dónde?

—No lo sé —replicó Jergen, que inclinó la cabeza hacia el río sumido en la oscuridad que rodeaba el campamento de Manfred—. Pero están allí.

Reiner miró hacia donde había señalado el espadachín. No vio nada. Se estremeció.