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La marea del Caos
El cuerpo de Abel Halstieg yacía a los pies de Reiner Hetzau con un rictus sonriente en la cara y la lengua, hinchada, asomándole entre los dientes desnudos. Tenía las extremidades tan torcidas por el veneno que le inundaba las venas que casi parecían partidas. Los compañeros de Reiner —Pavel y Hals, Franka (la muchacha que se hacía pasar por arquero), Gert y Jergen—, también contemplaban fijamente el cadáver. Reiner los miró, sabedor de que uno de ellos lo había envenenado y tenía el poder de envenenar a los otros con una palabra. Pero ¿cuál había sido? ¿Quién era el espía?
Todos alzaron la mirada hacia él. Hals y Pavel sonrieron como si compartieran un secreto. Los ojos de Gert destellaron con maliciosa alegría. Jergen lo miró con ferocidad. Franka sonrió afectadamente. El miedo aferró el corazón de Reiner. ¿Acaso todos eran espías? ¿Estaba solo? ¿No había nadie en quien pudiera…
Reiner despertó con un estremecimiento, el corazón acelerado. Parpadeó en la oscuridad que el claro de luna apenas iluminaba. Se encontraba en la cama que ocupaba en la casa que el conde Manfred Valdenheim tenía en la ciudad de Altdorf.
Sólo había sido una pesadilla. Rió amargamente entre dientes. ¿Qué hacía uno cuando sus pesadillas no eran más que la verdad?
Alguien llamó con unos golpecitos. Reiner rodó sobre el lecho y clavó los ojos en la puerta. Tenía que ser eso lo que lo había despertado. Deseó tener una daga, pero el conde Manfred no permitía que los Corazones Negros llevaran arma alguna dentro de la casa.
—¿Quién es? —gritó.
La puerta se abrió, y entró una figura esbelta con una vela en una mano. Era Franka; aún vestía con ropas de muchacho, aunque los demás Corazones Negros conocían su secreto.
—Sólo vuestra ayuda de cámara, mi señor —susurró mientras cerraba la puerta e iba de puntillas hasta el lecho—. Vengo a sacarle brillo a vuestra… espada.
—¿En? —preguntó Reiner, que aún tenía la mente enturbiada por la pesadilla.
Franka sonrió.
—Venga, ya. Estoy segura de que un hombre tan mundano como vos no puede ser tan obtuso.
Reiner la miraba con perplejidad. Ella suspiró y se sentó sobre el edredón, tras lo cual dejó la vela en la mesilla de noche.
—De acuerdo, te lo explicaré con todo detalle. Ya hace un año que murió Yarl, y mi duelo ha concluido. En realidad, he dejado pasar un año y una semana para no dar la impresión de tener una prisa indecorosa. Pero ahora… —Calló, repentinamente tímida—. Ahora estoy a las órdenes de mi señor.
Reiner parpadeó. Desde que los Corazones Negros habían regresado del fuerte de las Montañas Negras, había estado tan absorto en sus tortuosos pensamientos que el tema que antes había ocupado sus momentos de vigilia —y también los de sueño— se le había ido completamente de la cabeza. Recordaba haber contado los días, las horas, hasta poder estar con Franka, pero ahora, aunque su deseo de ella era más ardiente que nunca, ahora…
—Tal vez… —contestó—, tal vez deberíamos esperar un poco más.
—¿Tal vez…? —Franka se echó a reír—. ¡Reiner! ¡Vaya bufón eres! Casi has… —Calló al ver que Reiner no sonreía—. ¿No estás bromeando?
El negó con la cabeza.
—Pero ¿por qué? —inquirió, perpleja.
Reiner no podía mirarla. Si ella sólo hubiese sido una de entre la legión de busconas y seguidoras de campamento con las que se había enredado a lo largo de los años, ya habrían estado de lleno en ello; pero Franka no era el tipo de muchacha que uno usa y tira después.
—No…, no somos libres. Eso arruinaría las cosas. No quiero estar contigo si tenemos que ocultarlo.
Franka frunció el entrecejo.
—¿Es éste el mismo hombre que quería poseerme en una tienda rodeada por nuestros ignorantes compañeros? ¿No me presentaste entonces unos argumentos diametralmente opuestos al decir que estaríamos robando momentos de libertad? ¿Qué te anda por dentro?
—¡Veneno! —dijo Reiner. La frase salió de él como una explosión antes de que pudiera evitarlo—. Me anda veneno por dentro.
Franka se encogió de hombros.
—Pero han pasado todos estos meses, y ya por entonces no hiciste muchos aspavientos con el asunto.
—No me refiero a ese veneno —replicó Reiner—. Me refiero al veneno de la desconfianza que nos ha perseguido desde…
—Desde que encontramos a Abel.
Reiner asintió con la cabeza.
—Uno de nosotros es espía de Manfred. Uno de nosotros hizo el hechizo que envenenó a Halstieg. Ya has visto cómo nos ha perjudicado eso. Apuesto a que nuestros compañeros no han intercambiado ni diez palabras entre sí desde que regresamos a Altdorf.
—Tú, desde luego, no —dijo Franka—. Pero lo entiendo. Gert y Jergen son buenos compañeros. Soy tan reacia como tú a pensar que uno de ellos podría ser el secuaz de Manfred.
—¿Y quién dice que tiene que tratarse de Gert o Jergen? —le espetó Reiner, y luego maldijo y cerró la boca. Demasiado tarde…
Franka lo miró con perplejidad.
—¿A qué te refieres, entonces?
—A nada. Olvida lo que he dicho.
—Reiner, ¿qué quieres decir?
Reiner miró al suelo.
—Sé que soy un estúpido, pero desde aquel día no he sido capaz de quitármelo de la cabeza. Manfred ha podido convertir en su espía a uno de nosotros, uno del grupo original, mediante alguna promesa, una oferta de libertad, oro, lo que sea, a cambio de que espiara al resto.
—Pero, Reiner —dijo Franka—, los únicos que quedamos del grupo original somos Hals, Pavel, tú y yo. Seguro que no puedes sospechar… —Se quedó petrificada al pensarlo, y luego se puso bruscamente de pie, temblorosa—. ¿Por eso no quieres estar conmigo?
—No, yo…
Franka se encaminó hacia la puerta. Reiner apartó las mantas y corrió tras ella.
—¡Franka, escúchame!
Ella abrió.
—¿Qué tienes que decir? ¿Piensas de verdad que yo soy la espía de Manfred?
—¡No! ¡Por supuesto que no! —No podía mirarla a los ojos—. Pero… no tengo modo de estar seguro.
Se hizo un silencio. Reiner sentía que los ojos de Franka lo taladraban.
—Estás loco —dijo—. Te has vuelto loco. —Salió al corredor y cerró la puerta de golpe.
—Sí —le respondió él a la puerta cerrada—. Creo que sí.
* * *
A los Corazones Negros les servían la comida en el salón de los sirvientes para mantenerlos fuera de la vista de los frecuentes visitantes de Manfred. En esos días, los compañeros que antes habían chanceado y habían discutido como pescaderas de Altdorf comían como ceñudos autómatas, del mismo modo que lo habían hecho desde su regreso de las Montañas Negras. Franka mantenía la vista fija en el plato. Hals y Pavel murmuraban el uno al oído del otro, con las cabezas juntas. El fornido maestro de espada, Jergen, miraba al vacío mientras masticaba. Gert les lanzaba miradas tristes a los demás. El ballestero de pecho de barril era un narrador nato, y parecía causarle dolor físico no tener a nadie con quien hablar.
Por tanto, fue un alivio cuando, al día siguiente, justo cuando Reiner limpiaba el plato con un trozo de pan, en la escalera sonaron tacones de botas y Manfred entró en la cocina y agachó la leonina cabeza plateada para pasar por debajo de las vigas ennegrecidas. Los cocineros y lacayos desaparecieron a un gesto de su mano, y él se sentó a la mesa con un suspiro. Reiner vio que estaba cansado y preocupado, aunque mantenía una expresión tan plácida como siempre.
—Mañana salgo hacia Talabheim —dijo— para acompañar al mago elfo Teclis en una misión diplomática. Vendréis conmigo como sirvientes. —Sonrió al ver la reacción de los Corazones Negros—. Vuestra misión se vería perjudicada si os diera el nombre de espías, ¿no os parece? Y voy a añadir a otros cuatro a vuestro grupo; los conoceréis mañana.
Los Corazones Negros se pusieron tensos al oír la noticia. Las cosas ya eran lo bastante tirantes, sin añadir extraños a la cazuela.
—¿Creéis que tendréis necesidad de espías en Talabheim? —Preguntó Reiner—. No es un territorio extranjero.
Manfred bajó la mirada y se puso a jugar con un cuchillo de mesa.
—Es algo que no debe comentarse, como comprenderéis, pero ha sucedido algo en Talabheim: una erupción de fuerzas del Caos tan potente que anoche despertó a Teclis, que está en Altdorf. Él cree que si no se la detiene, Talabheim caerá en manos del Caos, si es que no lo ha hecho ya. —Pinchó la mesa con el cuchillo—. Y cuando la ola del Caos se alza, mi deber es sospechar que hay por medio agentes de los Poderes de la Destrucción. Ahí es donde intervenís vosotros. —Manfred alzó la mirada—. Yo encabezaré una embajada de Reikland que le ofrecerá ayuda a nuestros hermanos de Talabecland en su hora de necesidad. Pero mientras estemos allí, pronunciando discursos de apoyo mutuo, vosotros andaréis a la caza de miembros de cultos, criminales y conspiradores, pues no me cabe duda de que resultarán ser la causa del problema.
Suspiró y se levantó.
—Saldremos mañana antes del amanecer. Espero que durmáis bien. —Y acto seguido volvió a subir la escalera con pesados pasos.
Reiner y los otros permanecieron sentados y en silencio.
—¿Una ola del Caos se alza en Talabheim? —dijo Pavel, al fin, mientras se rascaba la cuenca ocular vacía por debajo del parche que se la ocultaba—. ¿Y nosotros vamos de cabeza hacia ella? Muy bonito, ya lo creo.
—Al menos, no volvemos a las malditas montañas otra vez —gruñó Hals.
—Quizá en esta ocasión moriremos todos, y acabaremos con el asunto —dijo Franka con los ojos fijos en el plato.
La tristeza de la muchacha era como una puñalada en el corazón de Reiner.