Andaba renqueante, iluminado por una llama muy viva de bruscos fulgores verdes y purpúreos. Después, cayó rendido sobre la cama e intentó dormir, pero le resultó imposible. Estaba aterrorizado. Se quedó callado, como extrañamente transformado, mientras yo le observaba con calma y trataba de comprender las palabras que en su delirio pronunciaba. Comprendí que a su vida mental la traspasaban graves dolencias y que estaba ya paralizado por una enfermedad que le quitaba la palabra y el recuerdo, le desarraigaba el pensamiento. Me miró al ver que la vida se le escapaba. Con esa alegría que a veces suele encontrarse en los estados de plena ebriedad me dirigí al espejo y me coloqué una cabellera rubia, me pinté de rojo los labios, contorsioné las caderas, sonreí, me coloqué un sombrero de alto copete y canté Lazy, cuyo estribillo,
Out of the world,
repetí hasta la saciedad. Él intentó incorporarse. Su aspecto no era nada tranquilizador: su labio inferior, por ejemplo, colgaba como un cable; sus dientes estaban ensangrentados y se entremezclaba el polvo con las ondas rubias de sus cabellos.
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