Aquella noche comprendió que, lejos de aquellas dulces llamadas, se sentía perdido y caía en la desesperación. Ariadna le había dejado un día en el que, precipitándose los acontecimientos, renunció a la vida embriagándose hasta reventar y desplomarse muerta sobre el sillón en el que se había sentado a observarla, mudo de terror y de sorpresa ante el último espectáculo que ella le deparaba. Comenzó a imaginar que la veía emerger del fondo del espejo de su gabinete y que ella le llamaba dulcemente como antaño y le retenía unos instantes entre sus brazos. En realidad, cuando imaginaba esto, lo que deseaba era olvidarse de mí. Yo estaba detrás de él contemplándole. Él se hallaba sentado de espaldas, con los codos y antebrazos reposando sobre el tablero de una mesa mientras su cabeza estaba inmóvil. Se levantó y cerró los cortinajes y fue hacia el espejo. Se contempló largo rato y en un ángulo inferior del espejo le pareció ver la sombra de un personaje que volaba a su lado. Tenía mi rostro ese personaje. Dos alas, grandes y abiertas, me tapaban casi enteramente y me convertían en una nube. Apartó inmediatamente aquella imagen y la atribuyó a la fatiga.

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