Y recordó entonces un episodio de su vida: siendo un niño entró un día sin previo aviso en la habitación de su hermana sorprendiéndola desnuda frente al espejo. Ariadna, que le doblaba en edad, enfureció y con crueldad le castigó duramente. Le ató de pies y de manos y le flageló con dureza hasta conseguir que la sangre recorriera su pequeño cuerpo. Accedió luego a desatarle con la expresa condición de que, arrodillándose ante ella, besara sus pies y agradeciera el castigo recibido. Así lo hizo y fue entonces cuando, bajo el látigo e inclinado ante la gran belleza de su hermana, se despertó en él por primera vez una sensación de goce y de placer estrechamente ligada a su descubrimiento de la mujer. Siempre creyó que este episodio iría borrándose de su memoria y se equivocó. Porque no tenía otro deseo que el de reencontrar a su hermana muerta y volver a hallarse rodeado de los muros de entonces; sentir que Ariadna le seguía llamando con aquel tono de voz que, desde las largas fiebres de la infancia, le había sido tan familiar.
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