Le envié imágenes, le hice señales al personaje, le advertí que perdería la vida aquella misma noche. Si ya mi vista, de llorar cansada, de cosa puede prometer certeza, bellísimas he de confesar que eran aquellas imágenes de la muerte que yo, bailando bajo la colina, me dediqué a enviarle. El se olvidó un instante de su querido fichero y se quedó pensativo. Sintió un pánico infinito y quiso llevar a cabo su antiguo proyecto: para cuando le rondara la muerte tenía previsto convertir la casa en un laberinto y cavar en el centro del gran salón la fosa en la que se enterraría para siempre. Tuvo un último recuerdo para su hermana Ariadna, desaparecida hacía años, y pensó en las largas noches de invierno en las que juntos pintaban retratos de místicos sometidos a intensas convulsiones, a traumatismos enloquecidos y a estados de éxtasis como los de su cuerpo, al que la fiebre atormentaba.
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