Preludio

Preludio

Hacía una hora que los mayores buscaban en vano al niño desaparecido, pero su hermana sabía dónde encontrarlo.

—Sorpresa —dijo—. Soy yo.

Con sus calzas oscuras y su túnica de terciopelo agrisadas por el polvo, y con la cara manchada de mugre, parecía un duende muy triste.

—La tía Lanna y las demás mujeres están armando un gran alboroto —dijo ella—. No puedo creer que no hayan buscado aquí. ¿Acaso no se acuerdan de nada?

—Lárgate.

—Ahora no puedo, tonto. Lady Simeón y dos criadas me pisaban los talones… Les oí venir por el corredor. —Ella puso la vela entre dos losas del suelo—. Si me voy ahora, sabrán dónde estás escondido. —Sonrió, complacida con su treta—. Así que me quedaré, y no puedes obligarme a irme.

—Entonces cállate.

—Sólo si yo quiero. Soy una princesa y no puedes darme órdenes. Sólo nuestro padre puede hacer eso. —Se acomodó junto al hermano, mirando los anaqueles, que rara vez se usaban ahora que habían construido cocinas nuevas cerca del salón. Sólo habían quedado algunos cacharros cascados y media docena de frascos tapados cuyo contenido era tan antiguo que abrirlos, como una vez había dicho Briony, sería un experimento peligroso aun para Chaven de Ulos. (Los niños se habían emocionado al enterarse de que el nuevo médico de la corte era un hombre interesado en cosas extrañas y fascinantes.)—. ¿Por qué te estás ocultando?

—No me estoy ocultando. Estoy pensando.

—No seas embustero, Barrick Eddon. Cuando quieres pensar, vas a pasear por las murallas, o a la biblioteca de nuestro padre… o te quedas en tu habitación como un mantis del templo diciendo sus plegarias. Vienes aquí cuando quieres esconderte.

—¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo eres tan lista, cabeza de paja?

Era un apodo que usaba a menudo cuando se enfadaba con ella, como si su diferente color de pelo (el de ella era dorado, el de él rojo como el lomo de un zorro) cambiara las cosas, como si por eso fueran menos mellizos.

—Pues lo soy. Vamos, cuéntame. —Briony aguardó, luego se encogió de hombros y cambió de tema—. Una de las patas del foso ha abierto sus huevos. Los patitos son una monada. Hacen ruiditos y siguen a la madre en fila, como si estuvieran atados a ella.

—Tú y tus patos. —Él frunció el ceño mientras se frotaba la muñeca. Su mano izquierda era como una garra, con dedos curvos y deformes.

—¿Te duele el brazo?

—¡No! Lady Simeón ya se debe haber ido… ¿Por qué no vas a jugar con tus patos o con tus muñecas?

—Porque no me iré hasta que me digas qué te pasa —replicó Briony con firmeza. Conocía esta negociación tan bien como conocía sus plegarias matinales y vespertinas, tan bien como la historia de Zoria fugándose de la fortaleza del cruel señor de la Luna, su cuento favorito del Libro del Trígono. Podía alargarse, pero al final ella triunfaba—. Dímelo.

—No me pasa nada. —Él se acomodó el brazo malo sobre las piernas con el mismo cuidado que Briony prodigaba a los corderos y los perritos barrigones, pero su expresión se parecía más a la de un padre que arrastraba a un hijo idiota e indeseado—. Deja de mirarme la mano.

—Sabes que vas a decírmelo, cabeza roja —se burló ella—. ¿Para qué reñir?

Él respondió con más silencio, un recurso inusitado en esta etapa de esa vieja y conocida danza.

El silencio y la lucha se prolongaron. La resistencia de Barrick enfadaba a Briony, pero también estaba intrigada. Tenían ocho años y habían nacido a la misma hora, y siempre habían vivido en mutua compañía, pero ella rara vez lo había visto tan contrariado fuera de las horas de noche cerrada, cuando a menudo gritaba, presa de sueños malignos.

—Muy bien —dijo él al fin—. Si no piensas dejarme en paz, tendrás que jurar que no se lo contarás a nadie.

—¿Yo? ¿Jurar? ¡Qué cerdo eres! ¡Jamás he contado nada que pudiera perjudicarte! —Y era verdad. Ambos habían sufrido castigos por cosas que había hecho el otro mellizo, sin delatarlo jamás. Era un pacto tan profundo y natural que nunca lo habían mencionado hasta ahora.

Pero el niño fue terminante. Esperó a que su hermana desquitara su furia, con una sonrisa infeliz en su carita pálida. Ella se rindió al fin: los principios tenían un límite, y ella sentía una dolorosa curiosidad.

—De acuerdo, cerdo. ¿Qué quieres que haga? ¿Por quién debo jurar?

—Un juramento de sangre. Tiene que ser un juramento de sangre.

—Por la cabeza de los dioses, ¿estás loco? —Ella se sonrojó por su blasfemia, y miró en torno con inquietud, aunque estaban solos en la despensa—. ¿Sangre? ¿Qué sangre?

Barrick sacó un puñal de la manga. Se cortó en la yema del dedo con una leve mueca de dolor. Briony miró con fascinada repulsión.

—No debes llevar un puñal salvo en las ceremonias públicas —dijo. Shaso, el maestro armero, lo había prohibido, temiendo que el obstinado e iracundo hermano de Briony se lastimara o lastimara a otro.

—¿Ah, sí? ¿Y qué debo hacer si alguien trata de matarme y no hay guardias en las cercanías? Soy un príncipe, después de todo. ¿Debo golpearlos con el guante y pedirles que se vayan?

—Nadie quiere matarte. —Ella miró mientras la sangre formaba una gota y se deslizaba por el dedo—. ¿Por qué querrían matarte?

Él meneó la cabeza y suspiró ante su inocencia.

—¿Piensas quedarte allí sentada mientras me desangro?

Ella le clavó los ojos.

—¿Quieres que también haga eso? ¿Sólo para que me cuentes un estúpido secreto?

—De acuerdo. —Él sorbió la sangre, y se enjugó el dedo en la manga—. No te lo contaré. Lárgate y déjame en paz.

—No seas malvado. —Lo miró atentamente y vio que él no cambiaría de parecer. Podía ser terco como una mula—. Bien, lo haré.

Él titubeó, negándose a hacer algo tan poco viril como entregarle el arma a su hermana, pero al final cedió. Ella sostuvo el afilado borde sobre el dedo durante largo tiempo, mordiéndose el labio.

—¡Deprisa!

Como ella no se decidía, él estiró el brazo bueno, le cogió la mano y le apretó la piel contra la hoja del cuchillo. Hizo un corte poco profundo; cuando ella terminó de insultarlo, lo peor del dolor había pasado. Una perla roja brotó en la yema del dedo. Barrick le asió la mano con más suavidad y unió ambos dedos.

Fue un momento extraño, no por la sensación en sí, que no era mucho más fuerte de lo que cabía esperar si la niña hubiera frotado un dedo magullado contra el de su hermano, untando de sangre las circunvoluciones de las yemas, sino por la intensidad de los ojos de Barrick, el modo en que observaba esa mancha roja con la avidez de alguien que presenciara algo mucho más cautivador: un acto de amor o una ejecución, la desnudez o la muerte.

Él vio que ella lo miraba fijamente.

—No me mires así. ¿Juras que nunca revelarás lo que te cuente? ¿Que los dioses podrán infligirte un castigo espantoso si lo haces?

—¡Barrick! Qué cosas dices. Sabes que no se lo contaré a nadie.

—Hemos mezclado nuestra sangre. No puedes cambiar de opinión.

Ella sacudió la cabeza. Sólo un varón podía pensar que una ceremonia con cuchillos y cortes en el dedo era un vínculo más fuerte que haber compartido la cálida oscuridad del seno materno.

—No cambiaré de opinión. —Hizo una pausa para encontrar las palabras que comunicarían su determinación—. Lo sabes, ¿verdad?

—Muy bien. Te lo mostraré.

Él se levantó y, para sorpresa de su hermana, trepó a un bloque de madera que se había usado como taburete desde que ambos tenían memoria, luego hurgó en uno de los anaqueles superiores y extrajo un bulto envuelto en un trapo. Lo bajó y se sentó, sosteniéndolo con cuidado, como si fuera algo vivo y potencialmente peligroso. La muchacha no sabía si acercarse para mirarlo o retroceder por si la atacaba. Cuando Barrick echó hacia atrás el trapo manchado, ella clavó los ojos.

—Es una estatua —dijo al fin, casi decepcionada. Tenía el tamaño de una de las ardillas rojas del jardín sentada sobre las patas traseras, pero allí terminaba toda semejanza con algo común: esa figura encapuchada, con el rostro medio tapado, estaba hecha de astilla de nube, un cristal blanco grisáceo y turbio como escarcha en algunos lugares, claro y brillante como el vidrio de una catedral en otros, con colores que abarcaban desde el azul más claro hasta tonos rosados como la piel humana o la sangre aguada. La figura rechoncha y poderosa empuñaba un cayado de pastor, y un búho se posaba en el hombro como una segunda cabeza—. Es Kemios. —Lo había visto antes en alguna parte, y estiró la mano para tocarlo.

—¡No lo toques! —Barrick lo echó hacia atrás y volvió a envolverlo con el trapo—. Es… es maligno.

—¿A qué te refieres?

—No sé. Es sólo que… lo odio.

Ella lo miró con curiosidad, y de pronto recordó.

—¡Oh, no! Barrick, ¿es la estatuilla de la capilla de Erivor? ¿La que provocó el enojo del padre Timoid cuando desapareció?

—Cuando alguien la robó. Eso fue lo que dijo, una y otra vez. —Barrick se sonrojó, y sus mejillas pálidas enrojecieron—. Tenía razón.

—Por la piedad de Zoria, ¿acaso tú…? —Él no dijo nada, pero eso ya era una respuesta—. ¿Por qué, Barrick?

—No sé. Ya te he dicho, lo odio. Odio su aspecto, tan ciego y apacible, sólo pensando. Esperando. Y lo siento todo el tiempo, pero es peor cuando estoy en la capilla. ¿Tú no lo sientes?

—¿Sentir qué?

—No sé… Es caliente. Me produce una sensación caliente en la cabeza. No, no es eso. No sé decirlo. Pero lo odio. —Su cara pálida y severa volvía a demostrar determinación—. Lo arrojaré al foso.

—¡No puedes hacer eso! ¡Es valioso! Nuestra familia lo ha tenido durante… mucho tiempo.

—No me importa. La familia dejará de tenerlo. No soporto mirarlo. Recuerda que prometiste no contárselo a nadie. Hiciste un juramento: mezclamos nuestra sangre.

—Claro que no se lo contaré a nadie. Pero no creo que debas hacerlo.

Él meneó la cabeza.

—No me importa. Y no puedes impedirlo.

Ella suspiró.

—Lo sé. Nadie puede impedir que hagas nada, cabeza roja, aunque sea una tontería. Sólo iba a decirte que no lo arrojaras al foso.

Él la observó con el ceño fruncido.

—¿Por qué?

—Porque lo vacían. ¿No recuerdas cuando lo hicieron el penúltimo verano y encontraron los huesos de esa mujer que se ahogó?

Él asintió lentamente.

—Merolanna no nos dejaba ir a ver… ¡Como si fuéramos bebés! Yo estaba tan furioso. —Por primera vez la miró como a una cómplice y no como a una enemiga—. Si lo arrojo al foso, alguien lo encontrará un día. Y volverá a ponerlo en la capilla.

—Así es. —Ella reflexionó—. Habría que tirarlo al mar. Por el muro externo, detrás de la Laguna Este. Allí el agua llega hasta el pie de la muralla.

—¿Pero cómo puedo hacerlo sin que me vean los guardias?

—Yo te diré cómo, pero debes prometerme algo.

—¿Qué?

—Sólo promételo.

Él frunció el ceño, pero le había picado la curiosidad.

—Está bien, lo prometo. ¿Cómo lo arrojo sin que me vean los guardias?

—Yo iré contigo. Diremos que queremos subir para contar las gaviotas o una tontería por el estilo. Todos creen que somos niños, y no prestan atención a lo que hacemos.

—Es que somos niños. ¿Y en qué ayudará que vengas tú? Puedo arrojarlo solo. —Se miró la agarrotada mano izquierda—. Puedo tirarlo fácilmente al agua. No es muy pesado.

—Porque yo me caeré cuando lleguemos arriba. Tú estarás frente a mí y los guardias se detendrán para ayudarme. Temerán que me haya roto la pierna o algo así… y tú te acercarás a la muralla y… lo harás.

Él la miró con admiración.

—Eres astuta, cabeza de paja.

—Y tú necesitas a alguien como yo para no meterte en problemas, cabeza roja. Ahora, la promesa.

—¿Bien?

—Quiero que prometas, por nuestro juramento de sangre, que la próxima vez que pienses en hacer cosas tales como robar una estatua valiosa de la capilla, hablarás primero conmigo.

—No soy tu hermano pequeño…

—Júralo. De lo contrario, el juramento que yo presté ya no tiene validez.

—Está bien, lo juro. —Él sonrió un poco—. Me siento mejor.

—Yo no. Ante todo, piensa en esos sirvientes que fueron desnudados y revisados e incluso aporreados cuando el padre Timoid buscaba la estatua. ¡No era culpa de ellos!

—Nunca lo es. Están acostumbrados a eso.

—Pero al menos tuvo la sensatez de demostrar cierta preocupación.

—¿Y qué hay de Kernios? ¿Crees que le gustará que roben su estatua y la arrojen al mar?

Barrick volvió a encerrarse en sí mismo.

—Eso no me importa. Él es mi enemigo.

—¡Barrick! ¡No digas esas cosas de los dioses!

Él se encogió de hombros.

—Vamos. Lady Simeón ya debe haber desistido. Volveremos a buscar la estatua más tarde. Mañana por la mañana podemos llevarla a la muralla. —Se puso de pie y tendió la mano buena para ayudar a su hermana, que estaba luchando contra sus largas faldas—. Será mejor que nos limpiemos la sangre de las manos antes de volver a la residencia, o querrán saber dónde hemos estado.

—No es mucha sangre.

—Es suficiente para que nos hagan preguntas. Les encanta hacer preguntas… y todos se fijan en la sangre.

Briony abrió la puerta y salieron al corredor, sigilosos como fantasmas. La sala del trono estaba sumida en un silencio sepulcral, como si el inmenso y viejo edificio hubiera contenido el aliento mientras escuchaba las voces que susurraban en la despensa.