9
En profundidades solitarias
Tso y Zha tuvieron muchos hijos varones, y el más grande fue Zhafaris, príncipe de la noche. En su gran halcón negro surcaba el cielo y cuando veía bestias o demonios que pudieran amenazar las tiendas de los dioses los mataba con su hacha de piedra volcánica, que se llamaba Trueno: el arma más poderosa, oh hijos míos, que se haya visto.
Revelaciones de Nushash,
Libro I
—Sé que piensas que es porque estoy… grueso —dijo Chaven mientras se apoyaba en la pared del corredor y se abanicaba con la mano vendada—. Pero no es eso. Es decir, lo estoy, pero…
—Tonterías —le dijo Sílex—. No está tan gordo, y menos después de pasar una decena ocultándose y sufriendo hambre. Si necesita descansar, necesita descansar. No es ninguna vergüenza.
—¡Pero no es eso! Tengo miedo de estos túneles. —Se le notaba la palidez aun bajo el fulgor de las piedras luminosas, que hacían que todos parecieran pálidos como setas.
Sílex se preguntó si no sería la oscuridad lo que enervaba al médico: aun para un cavernero, la luz era muy tenue en la linde de la ciudad, donde la avenida del Mineral se acercaba a los pasadizos sin nombre que estaban en construcción o abandonados por un cambio de planes del gremio.
—¿Teme a la oscuridad… o es otra cosa? —Sílex recordó al misterioso Gil, que lo había llevado a la ciudad para conocer a los qar. Gil también era cauteloso, y no parecía tener miedo de los túneles sino de algo que acechaba en las profundidades—. ¿Soy impertinente al preguntar?
—¿Impertinente? —Chaven sacudió la cabeza—. ¿Preguntas eso después de salvarme la vida y recibirme en tu hogar, amable amigo? No, déjame recobrar el aliento… y te lo contaré. —Al cabo de unos minutos de respiración entrecortada, comenzó—: Sabes que vengo de Ulos, en el sur. ¿Sabías que pertenezco a una familia rica, los Makari?
—Sólo sé lo que usted me ha contado. —Sílex trató de ser paciente, pero pensaba en Ópalo, que lo esperaba en casa, agobiada por la presencia de un niño que se había vuelto un extraño. Gran parte de la mañana se había deslizado como arena escapando de una rotura, pero Sílex aún ignoraba para qué habían ido allí.
—Pues era rica, y quizá aún lo sea… Rompí con mi familia años atrás, cuando comenzó a recibir oro de Parnad, el viejo autarca de Xis.
Sílex no sabía mucho sobre los autarcas, vivos o muertos, pero trató de actuar como si habitualmente hablara de esos asuntos con gente de mundo.
—Ah —dijo—. Sí, desde luego.
—Me crié en Falopetris, en una casa que estaba a orillas del mar Hesperiano, sobre un gran acantilado lleno de túneles como éste.
Sílex sabía que los túneles del monte Midlan no eran sólo la morada principal sino la cuna de su raza, que la laguna Salada había visto la creación del pueblo de los cavemeros, así que le disgustó que los comparasen con los míseros túneles de Falopetris, pero se contuvo, pues el médico no había querido ofender. Sílex ansiaba continuar la marcha y comprendió que estaba siendo grosero.
—He oído hablar de esos acantilados —dijo—. Muy buena piedra caliza, y excelente toba calcárea para ladrillos. Allí hay piedra de gran calidad.
Esta vez fue Chaven quien se impacientó.
—No lo dudo. En todo caso, cuando yo era pequeño mis hermanos Y jugábamos en las cuevas, no en las más profundas, porque sabíamos que era peligroso, sino en las cavernas externas del acantilado, bajo nuestra casa que daba al mar. Fingíamos que éramos piratas vutianos, o que defendíamos una fortaleza contra los invasores xixianos. —Frunció el ceño, soltó una risa seca—. Una buena broma, veo ahora.
»En uno de esos días mis hermanos mayores se enfadaron conmigo por algo que ya no recuerdo y me dejaron en la caverna. Habíamos descendido por un sendero empinado, y al final había una escalerilla de soga que habíamos robado del cobertizo del cuidador, y teníamos que bajar por allí para llegar a la entrada. Mis hermanos y mi hermana Zamira se me adelantaron, y se llevaron la escalerilla.
»Al principio pensé que regresarían enseguida. Yo tenía apenas cinco o seis años, y no podía imaginarme otra cosa. Y quizá habrían regresado después de asustarme un poco, pero mi hermano menor, Niram, se cayó sobre unas rocas y se quebró la pierna de tal modo que el hueso sobresalía de la piel. Desde entonces cojeó siempre, aun después de curarse. En todo caso, lograron regresar al sendero y llevarlo a casa, pero en su terror, y en la prisa por conseguir un cirujano de la ciudad, nadie pensó en mí.
»No te aburriré con cada momento de espanto —dijo Chaven, como temiendo la impaciencia del otro, aunque eso ya se había disipado, pues Sílex pensaba en el horror de un niño en semejante situación, pensaba en Pedernal pocos días atrás, solo en las profundidades, pasando experiencias que él y Ópalo nunca conocerían. Sílex tembló—. Baste decir que oí gritos y alaridos en la ladera, y creí que querían asustarme, y lo estaban logrando. Luego el silencio se prolongó tanto tiempo que dejé de pensar en un engaño. Creí que realmente se habían olvidado de mí, o que habían muerto en una caída, o que los habían atacado pumas u osos. Lloré sin cesar, como cualquier niño, pero al fin no pude más… No me quedaban lágrimas.
»No recuerdo bien lo que sucedió a continuación. Debí haber encontrado el agujero del fondo de la caverna y entrado, aunque no lo recuerdo. Apenas recuerdo luces, o un sueño con luces, y voces, pero sé con certeza que cuando mi padre y los sirvientes fueron a buscarme, llevando antorchas porque ya había anochecido, me encontraron acurrucado en una caverna más pequeña y más profunda cuya entrada nunca habíamos descubierto. Mi padre hizo bloquear esa caverna interior e hizo retirar la escalerilla. Nunca volvimos a ir allí… y Niram no habría podido bajar, de todos modos. —Chaven se pasó las manos por la coronilla calva—. Desde entonces he sentido horror por los lugares oscuros y angostos. En estos últimos tres días tuve que reunir todas mis fuerzas para bajar a Cavernal a buscarte, aun sabiendo que moriría si no encontraba ayuda.
Costaba imaginar la sensación de que la piedra fuera opresiva en vez de protectora. ¡Era mucho menos seguro estar al descampado, sin lugar para ocultarse de los enemigos o de los dioses coléricos! Pero Sílex hizo lo posible por entender.
—¿Quiere que regresemos?
—No. —Chaven aún temblaba, pero demostraba una determinación muy semejante a la furia—. No, no puedo permitir que los Tolly saqueen mi casa sin saber qué buscan. No puedo. Mis objetos… son valiosos…
El médico se puso a murmurar cosas que Sílex no entendía mientras se apartaba de la pared y echaba a andar de nuevo, internándose valerosamente en las largas sombras que había entre una luz y otra. Sílex sabía que para un hombre de la superficie esas sombras debían parecer siniestras y tenebrosas.
Mientras se detenía para colocar una nueva piedra de coral en el agua salada del farol, Sílex evocó sus últimos dos viajes por esos túneles. Había pasado con Pedernal cuando le llevaron la extraña piedra a Chaven, y luego en dirección contraria con Gil, en su marcha hacia la ciudad conquistada por las hadas al otro lado de la bahía. ¿Cómo era posible que su vida apacible y convencional se hubiera trastocado tanto?
—Y la piedra, la piedra de Pedernal, fue lo que mató a un príncipe… —dijo Sílex en voz baja mientras procuraba alcanzar al médico. A pesar de todo lo que le había ocurrido en los últimos días, aún le costaba creerlo, le resultaba casi imposible asimilar el relato de Chaven. ¡Él, Sílex Cuarzo Azul, había llevado esa piedra en sus manos!
Chaven, caminando resueltamente adelante, no pareció oírle.
—Si me hubiera puesto esa piedra en la boca —dijo Sílex, elevando la voz—, ¿yo también me habría transformado en un demonio? ¿O había que decir algunas palabras mágicas?
—¿Qué? —Chaven parecía perdido en una ensoñación que no lo dejaba en paz—. ¿La piedra kulikos? No, no a menos que conocieras el hechizo que le daba vida y poder, y eso habría requerido algo más que palabras.
—¿Más que palabras?
—Esa vieja sabiduría que los hombres llaman magia no funciona como la cerradura de una puerta, que cualquiera puede abrir si tiene la llave. Cuando tu gente cincela cristales y gemas, ¿le basta con golpear una piedra para darle forma, o se requiere algo más?
—Mucho más, desde luego. Años de práctica, y a menudo la piedra se parte.
—Así sucedería si tú sostuvieras el kulikos en la mano y yo te dijera las antiguas palabras. Podrías decirlas cien veces de cien maneras y sólo sería una piedra. Las viejas artes requieren práctica, aprendizaje, sacrificio… y aun así, el precio a menudo es mayor que la recompensa… —Calló. Cuando volvió a hablar, le temblaba la voz—. A veces el precio es terrible.
Sílex le apoyó una mano en el hombro.
—Nos acercamos al fondo de su casa. Deberíamos andar en silencio. Si no han hallado la puerta inferior, quizá aún puedan oírnos a través de las paredes y vengan a investigar a qué se debe el ruido.
Chaven asintió. Se veía tenso y asustado, como si después de contar esa historia de su infancia no hubiera podido deshacerse de ese terror.
Atravesaron otros dos corredores y llegaron a la puerta, que llamaba la atención en ese lugar desierto, con su madera y sus adornos de bronce tan bruñidos que hasta la tenue luz del coral le arrancaba un destello. Sílex quiso preguntar si Chaven salía al pasadizo en ocasiones para limpiarla, pues los sirvientes desconocían su existencia, pero ahora debía tener la prudencia de guardar silencio.
Sílex miró la puerta lisa. No había manija, aldaba ni cerradura, sólo un cordón para la campanilla, y obviamente no iban a usarlo.
El médico le tiró de la manga para llamarle la atención, e hizo un gesto que el cavemero no entendió de inmediato. Chaven lo repitió, agitando los dedos vendados con creciente impaciencia hasta que Sílex comprendió que Chaven quería que se girase, que había algo que el otro no quería que viese. Era exasperante después de todo lo que habían pasado juntos, después de que él y Ópalo hubieran asilado a Chaven en su hogar y lo hubieran ayudado a recobrarse, pero no era momento de discutir. Sílex dio la espalda a la puerta.
Oyó el susurro de un objeto pesado que se deslizaba y el chirrido de un pasador, y un momento después Chaven le tocó el hombro. La puerta estaba abierta, derramando un creciente triángulo de luz. Chaven se inclinó con expresión de urgencia. Parecía un hombre hambriento que olía comida pero que aún no sabía qué debía hacer para conseguirla. Sílex prestó atención, conteniendo el aliento.
Al fin Chaven se enderezó y asintió, y pasó por la puerta abierta. Sílex lo siguió por el corredor de piedra, sosteniendo el farol. El médico se detuvo frente a un cortinaje tan desteñido y perlado de rocío que la escena que representaba se había vuelto invisible, una cosa extrañamente fuera de lugar en ese sitio húmedo, oscuro, poco frecuentado. Chaven titubeó, alzando los dedos quemados como si fuera a pedirle a Sílex que volviera a ponerse de espaldas, pero luego se impacientó, corrió la cortina y se agachó, formando un bulto bajo la antigua tela. Un instante después el bulto desapareció, como si el médico se hubiera esfumado.
A pesar del supersticioso escalofrío que le recorría la nuca, Sílex se disponía a investigar, pero algo le llamó la atención. Avanzó por el corredor en silencio, dejó atrás la cortina y llegó al pie de la escalera. Tapó el farol, dejando el pasadizo en penumbra mientras escuchaba.
Llegaban voces de arriba. ¿Eran los sirvientes de Chaven, cuidando la casa en su ausencia? Improbable.
Un gemido bajo pero penetrante sobresaltó a Sílex. Miró en torno pero el corredor aún estaba desierto. Regresó hacia la cortina, la apartó y descubrió una puerta entornada. El ruido se repitió, más alto, el gemido ahogado de un alma perdida, y Sílex se armó de coraje y empujó la puerta.
Chaven estaba tumbado en el suelo, retorciéndose como si lo hubieran apuñalado, rodeado por telas arrugadas. Sílex corrió hacia él, le dio la vuelta, pero no encontró ninguna herida.
—¡Arruinado…! —gruñó el médico. Aunque hablaba en voz baja, a Sílex le sonó como un grito—. ¡Arruinado! ¡Se lo llevaron…!
—Silencio —susurró el cavernero—. ¡Hay alguien arriba!
—¡Lo tienen! —Chaven se incorporó con ojos desorbitados y comenzó a forcejear en los brazos de Sílex como un hombre a quien le hubieran arrebatado su único hijo—. ¡Debemos detenerlos!
—¡Cállese o nos matarán! —susurró Sílex, aferrando al hombre corpulento con todas sus fuerzas—. Quizá sea la guardia real, buscándolo a usted.
—Pero lo han robado… ¡Estoy destruido! —sollozó Chaven. Sílex no podía creer que ese hombre que había respetado tanto se portara como un niño con una rabieta.
—¿Qué han robado? ¿A qué se refiere?
—Debemos prestar atención, debemos escucharlos. —Chaven logró zafarse del cavernero, pero su expresión ya no era de rabia sino de astucia. Se arrastró por la habitación antes de que Sílex pudiera levantarse, y poco después pasó bajo la desteñida cortina para salir al corredor. Sílex lo siguió.
El médico se detuvo ante la escalera. Se tocó los labios para pedir silencio, un gesto innecesario, pues Sílex estaba muerto del susto, no sólo por el peligro en sí como sino por la aparente locura de Chaven. El médico temblaba, pero de furia, en vez de tener la sensatez de temblar por miedo a la captura, la cárcel y la casi inevitable ejecución.
¿Y yo?, pensó Sílex. Si matan a Chaven, el médico real, ¿qué harán con un mero cavernero que es su cómplice? Tendré suerte si alguien se entera de mi muerte. Ah, mi querida Ópalo, tenías razón: tendría que haber aprendido a quedarme en casa y ocuparme de mis propios asuntos.
Respiró para tratar de calmarse. Quizá sólo fueran los sirvientes de Chaven. Quizá…
—Os aseguro, lord Tolly, que aquí no hay nada más de valor. —La voz aflautada bajó por la escalera, y Sílex se quedó rígido, conteniendo el aliento como si debiera durarle para siempre. Vio con horror que los ojos de Chaven volvían a dilatarse con esa furia insensata e inexplicable, y el médico intentó ir hacia la escalera. Sílex estiró la mano y lo aferró como si cerrara los dedos sobre un andamio mientras colgaba sobre un abismo mortal.
La voz del otro era serena, pero sugería que podía volverse cruel como un áspid en cualquier momento.
—¿Es verdad, hermano, o aquí hay cosas que crees que no serían valiosas para mí, pero que a ti podrían agradarte?
Confundido, Sílex supuso que Hendon Tolly y su hermano, el nuevo duque de Estío, estaban en el pasillo. No entendía la expresión de furia de Chaven. Por los Ancianos de la Tierra, ¿acaso no comprendía que los Tolly no sólo poseían el castillo sino que eran los amos incuestionables de toda Marca Sur? Bastaría un encontronazo con esos hombres para que Chaven y Sílex fueran despellejados en la plaza del mercado frente a una turba entusiasta.
—Os aseguro que ya tenéis una pieza de auténtico valor. Prometo que con el tiempo descifraré sus secretos, pero por el momento falta algo, un elemento que no he descubierto, y no se encuentra en esta casa… —De pronto esa voz aguda soltó un chillido—. ¡Ah, alejad eso de mí!
—Es sólo un gato —dijo el otro.
—Odio a los gatos. Son instrumentos de Zmeos. Ah, ha echado a correr. Bien. —Cuando volvió a hablar, había recobrado la calma—. Como decía, no hay nada en esta casa que pueda resolver el enigma… Os lo juro, milord.
—Pero tú lo resolverás —dijo el otro—. Lo harás.
El otro no pudo ocultar su temor.
—Desde luego, milord. ¿Acaso no os he servido bien y fielmente durante años?
—Supongo que sí. Vamos, cerremos este lugar y podrás volver a tu nigromancia.
—Creo que sería más atinado llamarlo captromancia, milord. —El hombre había recobrado la compostura. Sílex sospechó que se había equivocado, que uno de ellos era un Tolly, pero no ambos—. Los nigromantes invocan a los muertos. Los captromantes usan espejos en sus artes.
—Quizá una pizca de ambas cosas, entonces, ¿eh? —dijo el otro con tono saltarín mientras las voces se alejaban—. ¡Ah, qué mundo fascinante estamos construyendo!
Cuando los dos se fueron y la casa quedó en silencio, Sílex pudo respirar con libertad y descubrió que le temblaba todo el cuerpo, como si apenas hubiera evitado una caída fatal.
—¿Quiénes eran esos dos hombres?
—Hendon Tolly, por dar un nombre a uno de esos canallas —rugió el médico—. El otro es el traidor más ruin que existe, un animal aún más sucio que Hendon, un hombre al que consideré mi amigo, pero que por lo visto era el perro faldero de los Tolly. Si tuviera su cuello entre mis manos…
—¿De qué está hablando?
—¡Él ha robado mi posesión más preciada! —Chaven aún tenía los ojos desencajados, y Sílex pensó que el médico aún estaba a tiempo de hacerse ver y lograr que los mataran a ambos. Volvió a aferrarle la túnica.
—¿Qué es lo que robó? ¿Quién era?
Chaven sacudió la cabeza, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No, no puedo decírtelo. Estoy avergonzado de mi debilidad. —Miró a Sílex con ojos desesperados e implorantes—. Tolly lo llamó hermano porque el hombre que lo ayudó a robar mis secretos pertenece a la Academia de Marca Este. Es Okros, el hermano Okros, en quien confié como si fuera de mi familia.
Sílex nunca había visto al médico tan desvalido, tan derrotado, tan vacío.
Chaven se apoyó la cabeza en los brazos, y se aflojó como si nunca fuera a levantarse de nuevo.
—¡Por todos los dioses, debí haberlo sabido! Viniendo de una familia como la mía, debí saber que la confianza es para los necios y para los débiles.
* * *
—¿Estás loca? —Teloni no se habría asombrado más si su hermana menor le hubiera sugerido que saltaran al mar desde la muralla—. ¡Es un prisionero! ¡Y es un hombre!
—Pero míralo: siempre está aquí, y parece tan triste. —Pelaya Akuanis había visto al prisionero varias veces, y el anciano siempre estaba sentado en el banco de piedra en silencio, como si escuchara música. Desde luego, no había música, sólo el ruido de las aves y el distante estruendo y susurro del mar—. Voy a hablar con él.
—Los guardias no te dejarán —le advirtió otra muchacha, pero Pelaya no le hizo caso. Se levantó y se alisó el vestido antes de cruzar el jardín. Dos guardias se pusieron de pie, pero después de echarle una atenta mirada uno de ellos volvió a apoyarse en la pared; el otro se acercó un paso al hombre barbado que estaban custodiando, al parecer un modo de resolver una extraña mecánica interna de responsabilidad. Luego los dos guardias reanudaron su conversación en susurros. Pelaya lamentó no tener el aspecto peligroso de alguien que liberaría a un prisionero, pero los guardias la habían juzgado bien: hablar con él rodeada por sus amigas y los guardias era aventura suficiente, por mucho que ella quisiera actuar de otra manera.
El hombre la miró con indiferencia, como si ella fuera un escarabajo o una hoja. De pronto Pelaya comprendió que no tenía nada que decirle. Habría dado media vuelta y se habría alejado, pero no soportaba que Teloni le dirigiera una de esas miradas de irónica superioridad.
Vaciló, pensando cómo empezar, y él se limitó a mirarla. Por un instante el jardín pareció muy silencioso. Él tenía al menos la edad de su padre, quizá más viejo, con pelo y barba largos y rojizos, ambos salpicados de gris y con algunos mechones blancos. Mientras ella lo examinaba, él la estudiaba a su vez, y su mirada serena la puso nerviosa.
—¿Quién eres? —preguntó con brusquedad, como si fuera un reto. Sintió que se le enrojecían las mejillas y tuvo que luchar contra el afán de huir.
—Ah, mi buena niña, pero eres tú quien me ha abordado —dijo él con severidad. Parecía muy serio, aunque el tono le hizo sospechar que se burlaba de ella—. Eres tú quien debes darme tu nombre. ¿Nunca has leído cuentos, no has leído ningún libro sobre el discurso cortés? Los nombres son importantes. Sin embargo, una vez que se han dado, no pueden retirarse. —Hablaba el hierosolano con un acento raro, áspero pero musical.
—Pero creo que yo conozco el tuyo —dijo ella—. Eres el rey Olin de Marca Sur.
—Ah, tienes razón a medias. —Él frunció el ceño, como si reflexionara, luego asintió despacio—. Lo justo sería que me dijeras sólo la mitad de tu nombre.
—¡Pelaya! —gritó su hermana, con un extraño gemido de vergüenza.
—Ah —dijo el prisionero—. Ahora he recibido mi parte, a tu pesar.
—No es justo. Ella te lo dijo.
—No sabía que se trataba de una competición. Interesante. —Algo se movió en sus labios, fugaz como una sombra. ¿Una sonrisa?—. Como decía, los nombres son muy importantes. Muy bien, haré lo posible para adivinar el otro nombre sin ayuda de las espectadoras. Conque eres Pelaya. Un bonito nombre. Significa «océano».
—Lo sé. —Ella retrocedió un paso—. Estás ganando tiempo. No puedes adivinarlo.
—Claro que puedo. Déjame analizar lo que ya sé. —Se acarició la barba, la viva imagen de un filósofo de la Academia del Trígono Sagrado—. Lo primero que debo tener en cuenta es que estás aquí. No cualquiera puede ingresar en este jardín. A mí sólo me han otorgado ese privilegio recientemente. Estás bien vestida, con seda y un bonito cuello de encaje, así que estoy bastante seguro de que no eres una repostera recogiendo menta ni una criada que se dispone a orear la ropa de cama. Si eres una de ellas, estás eludiendo descaradamente tus obligaciones, pero no tienes cara de haragana.
Ella se rió contra su voluntad. Él divagaba para entretenerla, pero había algo más. Le estaba mostrando cómo pensaría en las cosas si de veras se propusiera resolver un problema.
—Hemos de suponer, pues, que eres una dama del castillo, y veo que has traído un imponente cortejo. —Señaló a Teloni y las demás, que la miraban con ojos desencajados, como si Pelaya se hubiera metido en la boca del lobo—. Una de ellas te interpeló por el nombre de pila, lo cual sugiere una familiaridad que una dama podría demostrar con sus criadas u otras amigas, pero como tenéis rasgos parecidos (los tuyos son más finos, más delicados, pero espero que guardes ese secreto), diría que ambas sois parientes. ¿Hermanas?
Ella lo miró con severidad. No se dejaría engatusar tan fácilmente para ayudarlo.
—Bien. Diré que es así, por seguir con mi argumentación. Ahora bien, sé que mi captor, el lord protector, no tiene vástagos reconocidos. Algunos dirían que es una bendición, pues los hijos pueden ser un incordio, pero yo no comparto esa opinión. Aunque lamente su falta de descendencia, no puedo considerarlo tu padre, por mucho que me esmere, así que debo buscar en otra parte. Entre sus ministros, algunos tienen la piel demasiado oscura o demasiado clara, algunos son demasiado viejos, y algunos tienen otras preferencias como para ser padres de agraciadas jóvenes como tu hermana y tú, así que debo limitarme a los que sé que tienen hijos. Hace más de medio año que estoy aquí, así que he aprendido algunas cosas. —Sonrió—. De hecho, ahora veo que tus compañeras te hacen señas con alarma, y debo ir al meollo del asunto antes de que te lleven. Sospecho que tu padre es el mayordomo de este castillo, el conde Perivos Akuanis, y que tú eres la hija menor, mientras que la niña morena es la mayor, Teloni.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Ya lo sabías.
—No, debo alegar sinceramente que no lo sabía, aunque se me aclaró mientras hablábamos. Quizá te haya visto alguna vez con tu padre, pero sólo ahora lo recordé.
—No te creo.
—No le mentiría a una joven que tiene el nombre del océano. El dios del mar es el patrón de mi familia, y últimamente el mar es muy valioso para mí. Desde un rincón de mi habitación de la torre, si me inclino un poco, puedo verlo en el borde de una ventana. Con tales cosas se hacen corazones fuertes y duraderos. —Se tocó la cabeza, casi una reverencia—. Y lo cierto es que me recuerdas a mi propia hija, que también siente debilidad por los perros viejos y los animales inútiles y vagabundos, aunque creo que eres un poco menor. —Puso una cara extraña, como si sintiera un dolor súbito pero no quisiera mostrarlo—. Pero los niños cambian deprisa; de pronto ya no son como eran. Todo cambia. —Tardó un rato en hablar de nuevo, como si el dolor le hubiera quitado el aliento—. ¿Y cuántos años tienes, lady Pelaya?
—Tengo doce. Dicen que me casaré el año próximo o el siguiente, después de que se haya casado mi hermana Teloni.
—Te deseo felicidad, ahora y después. Parece que tus amigas están dispuestas a pedir al lord protector que acuda a rescatarte. Quizá debas irte.
Ella se dispuso a irse, pero se detuvo.
—Cuando dije que eras el rey Olin de Marca Sur, ¿por qué respondiste que sólo tenía razón a medias? ¿No eres él? Todos saben quién eres.
—Soy Olin de Marca Sur, pero nadie es rey si es prisionero de otro. —Esta vez la sonrisa triste y cansada no apareció—. Ve, joven Pelaya del Océano. Las otras te esperan. Que la gracia de Zoria te acompañe; ha sido un placer hablar contigo.
Al salir del jardín, las otras muchachas rodearon a Pelaya como si fuera una desertora que debía comparecer ante la justicia. Ella miró furtivamente hacia atrás, pero el hombre volvía a mirar al vacío: quizá a las nubes, o a la incesante procesión de olas en el estrecho. No se podía ver otra cosa desde ese jardín de altos muros.
—No tendrías que haberle hablado —dijo Teloni—. Es un prisionero… ¡Un extranjero! Nuestro padre se enfadará.
—Sí. —Pelaya se sentía triste, pero también diferente. Extraña, como si hubiera aprendido algo al hablar con el prisionero, algo que la había cambiado, aunque no se imaginaba qué era—. Sí, supongo que se enfadará.