8
Un hombre común y corriente
Onyena se encolerizó cuando le ordenaron que asistiera a su hermana Surazem en el parto, y exclamó que hallaría un modo de vengarse de Sveros el Crepúsculo, y cuando los tres hermanos nacían del vientre bendito de Surazem, Onyena robó parte de la esencia del viejo dios. Se marchó en secreto y usó la simiente de Sveros para hacer tres hijos propios, pero los crió para que odiaran al padre y todo lo que construyera.
El principio de las cosas,
Libro del Trígono
En los momentos en que Pinimmon Vash tenía que mirar directamente los ojos claros y temibles de su amo, le costaba recordar que el autarca Sulepis era parcialmente humano.
—Todo se hará, Dorado —le aseguró Vash, rogando en silencio que le permitieran irse. A veces le daba escalofríos estar cerca de su joven monarca—. Todo se hará tal como ordenáis.
—Rápido, anciano. Ella ha tratado de escapar de mí. —El autarca alzó los ojos como si contemplara algo invisible para todos los demás—. Además los dioses… los dioses están impacientes por nacer.
Desconcertado por esta extraña declaración, Vash titubeó. ¿Era algo que se debía comprender o responder, o al fin estaba en libertad de seguir con sus ocupaciones? Era el ministro supremo de la poderosa Xis, reflexionó el viejo cortesano con amargura, y teóricamente más poderoso que la mayoría de los reyes, pero no tenía más autoridad que un niño. Aun así, ser un ministro que andaba saltando para satisfacer los caprichos del autarca era mejor que ser un ex ministro: los altares de los buitres que se hallaban en los techos del Palacio del Huerto estaban llenos de huesos de ex ministros.
—Sí, los dioses, desde luego —dijo al fin Vash, sin saber de qué hablaba—. Los dioses deben nacer, por supuesto…
—Entonces que se haga ahora. O el cielo mismo llorará. —A pesar de sus duras palabras, Sulepis soltó una risotada casi insolente.
Mientras Vash salía precipitadamente de la cámara del baño, tropezando con su exquisita túnica de seda, esperó que uno de los eunucos que rasuraba las largas y aceitadas piernas del autarca le hubiera hecho cosquillas por accidente. Sería perturbador creer que el hombre que tenía poder de vida y muerte sobre él y casi todos los demás seres humanos del continente se hubiera reído como loco sin ningún motivo.
Parcialmente humano, se recordó Vash. Debe tener una parte humana. Aunque Parnad, el padre del autarca, también hubiera sido un dios viviente, la madre era una mujer mortal, pues había llegado a la Reclusión como obsequio de un rey extranjero. Pero al margen de lo que se hubiera mezclado con la herencia del divino Parnad (ahora, sin embargo, indiscutiblemente muerto), el hijo había heredado pocos rasgos mortales. El joven autarca, con sus ojos brillantes, era despiadado e inescrutable como el halcón heráldico de la familia. Sulepis también tenía ocurrencias inexplicables y aparentemente descabelladas, como lo demostraba este último capricho, el encargo que ahora llevaba a Vash al cuartel de la guardia.
Mientras abandonaba el refugio del Patio de la Mandrágora para atravesar la cavernosa cámara de audiencia del corazón del Patio del Granado, los subalternos se dispersaban como palomas, tan temerosos de su ira como él de la ira del autarca. Pinimmon Vash se recordó que debía ofrendar un sacrificio pleno a Nushash y los otros dioses. Después de todo, era un hombre muy afortunado, no sólo porque había ascendido en el mundo, sino porque había sobrevivido tantos años de la autarquía del padre y este primer año de la autarquía del hijo: otros nueve ministros de Panad habían sido ejecutados en los escasos meses del gobierno de Sulepis. Si Vash necesitaba un ejemplo de cuán afortunado era en comparación con otros, sólo necesitaba pensar en el hombre que iba a ver, Hijam Marukh, nuevo capitán de los Leopardos. Mejor dicho, debía pensar en el predecesor de Marukh, el soldado campesino Jeddin.
El ex capitán había sufrido suplicios que habían horrorizado aun a Pinimmon Vash, que estaba familiarizado con torturas y ejecuciones. El autarca había ordenado que el espectáculo se celebrara en la famosa biblioteca de Lepthis, para poder leer mientras observaba el procedimiento. Vash había mirado con oculto terror mientras el dios viviente hacía bailar sus dedales en el aire al ritmo de los alaridos de Jeddin, como si disfrutara de una actuación encantadora. Muchas noches Vash aún veía las terribles visiones en sueños, y el recuerdo de los gritos del capitán también lo rondaba en la vigilia. Hacia el final de los sufrimientos del prisionero, Sulepis había ordenado que los músicos de la corte tocaran un improvisado acompañamiento para sus horribles aullidos. En ciertos puntos, Sulepis había cantado al son.
En más de veinte años de servicio, Vash había visto de todo, pero nunca había visto nada como el joven autarca.
¿Cómo podía un hombre común juzgar si un dios estaba loco o no?
* * *
—Esto no tiene sentido —dijo Hijam Marukh.
—Eres un necio al decirlo —le reprochó Vash.
El impasible oficial conocido como Corazón de Piedra apenas alzó una ceja, pero Vash vio que Marukh había comprendido su error, uno de esos errores que en Xis podía ser fatal. Recientemente promovido a quiliarca, o capitán, el nuevo y musculoso jefe de los Leopardos había sobrevivido a grandes batallas y mortíferas escaramuzas, pero no estaba habituado a los peligros de la corte xixiana, donde se entendía que alguien oiría cada palabra pública y la mayoría de las privadas, y que era probable que esa persona estuviera interesada en la muerte del que las decía. Marukh había sufrido tantos tajos, puñaladas y quemaduras que su oscura piel estaba cubierta de franjas como la de un perro de campamento, y se había ganado su famoso apodo afrontando sin pestañear las peores masacres de la guerra, pero esto no era el campo de batalla. En el Palacio del Huerto nadie veía venir su muerte.
—Desde luego —dijo Hijam Corazón de Piedra, despacio y con claridad, para quienes lo escucharan—, el Dorado tendrá su competición si la desea. Pero yo soy sólo un soldado y no sé de estas cosas. Explicadme, Vash. ¿De qué sirve que mis hombres luchen entre sí? Varios ya están malheridos y necesitarán semanas de curación.
Vash aspiró. Nadie parecía estar fisgoneando, pero eso no significaba nada.
—Ante todo, el Dorado es mucho más sabio que nosotros, así que quizá no tengamos la inteligencia para comprender sus motivos. Sólo sabemos que son válidos. Segundo, debo recalcar que no son tus hombres, los Leopardos, quienes luchan por el honor de la misión especial del autarca, Marukh. Son los Sabuesos Blancos, y aunque son combatientes valiosos, son meros bárbaros.
Vash ignoraba tanto como el capitán por qué Sulepis había ordenado esa competición de fuerza entre sus famosos Sabuesos Blancos, mercenarios extranjeros cuyos padres y abuelos habían ido a Xand desde el continente septentrional, pero a veces los dioses vivientes hacían esas cosas, y Vash lo sabía mejor que nadie. Una mañana el autarca, al despertar de un sueño profético en las primeras semanas de su reinado, había ordenado la destrucción de todas las grullas silvestres de Xis. Vash había llamado a los ministros inferiores al Patio del Granado para exponer los deseos del autarca, y cientos de miles de aves habían sido exterminadas. Otro día el autarca declaró que había que capturar y liquidar a los tiburones de los canales de agua salada de la ciudad, y las calles de la capital apestaron a tiburón podrido durante meses.
Vash volvió su atención al combate. La imprevista orden del autarca los había obligado a improvisar una liza en una cámara de audiencia en desuso del Patio del Tamarindo, pues los zapadores y artilleros del autarca ocupaban la plaza de armas y no podían mover su equipo en tan poco tiempo, aunque los amenazaran de muerte, pues algunas piezas de artillería pesaban toneladas. Dos hombres sudorosos luchaban ahora en el improvisado cuadrilátero. Uno era grandote y tenía músculos de toro, pero su rival de barba rubia era un auténtico gigante, una cabeza más alto, con hombros anchos como una carreta. Este monstruo rubio llevaba las de ganar y parecía jugar con su oponente.
—Yaridoras ganará. —Hijam Corazón de Piedra soltó una risotada—. Creedme, es una bestia temible. Ah, mirad. —El gigante de barba rubia acababa de alzar al otro sobre su cabeza. Lo sostuvo así un instante para que todos apreciaran la gloria del momento, y luego lo arrojó al suelo de piedra. El inconsciente y ensangrentado perdedor quedó tumbado mientras Yaridoras alzaba los brazos triunfalmente. Los otros Sabuesos Blancos lo ovacionaron.
—¿Eso es todo? —Vash estaba cansado de estar de pie y sólo quería darse un baño caliente, y ser atendido por sus jóvenes sirvientes de ambos sexos. Se arrepentía de haber tenido el orgullo de rechazar la silla que le había ofrecido el quiliarca—. ¿Ya está? ¿Podemos terminar con esto?
—Hay otro retador —dijo Marukh—, un sujeto llamado Daikonas Vo. Me han dicho que es el mejor espadachín de los Sabuesos Blancos.
—¡El autarca ordenó que demostraran su destreza luchando sin armas! —exclamó Vash con irritación, escudriñando a esa cincuentena de soldados perikaleses. Ninguno de ellos parecía tan corpulento como para rivalizar con Yaridoras—. ¿Cuál es?
Por toda respuesta, Marukh se puso de pie y gritó:
—Ahora el último luchador… Adelante, Vo.
Se levantó un hombre de aspecto común y corriente. Salvo por su ascendencia perikalesa (el pelo rubio y la tez clara que lo identificaban como extranjero), cualquier hombre de Xis se podría haber cruzado con él en la calle sin mirarlo dos veces. Era nervudo pero de complexión liviana; su cabeza apenas llegaba al musculoso pecho de Yaridoras.
—¿Ése? —resopló Vash—. El grandote rubio lo partirá como una ramilla.
—Es probable. —Marukh se volvió y bramó—: Ninguno de los dos puede portar armas en el espacio sagrado. Así lo ha ordenado nuestro amo Sulepis, dios en la tierra, Gran Tienda, Dorado. Lucharéis hasta que uno de vosotros ya no pueda levantarse. ¿Estáis preparados?
—¡Preparado y sediento! —bramó Yaridoras, haciendo reír a sus compañeros de armas—. Terminemos con esto, así podré beber mi cerveza.
El soldado delgado, Daikonas Vo, sólo asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo el capitán—. Comenzad.
Al principio, el hombre más pequeño presentó una excelente defensa, moviéndose con fluidez de serpiente para esquivar los poderosos brazos de Yaridoras, y una vez trabó el talón del grandote con el pie y lo tumbó de espaldas en el suelo de baldosas, provocando una estentórea y sorprendida carcajada de los otros Sabuesos Blancos, pero el gigante se levantó rápidamente, sonriendo de un modo que sugería que él no le encontraba la gracia. Después Yaridoras fue más cauto, y se desplazaba en ángulo para cortar la retirada del oponente, y a Vo le resultaba cada vez más difícil permanecer fuera de su alcance. Vo no cedía fácilmente, y varias veces propinó rápidos golpes más potentes de lo que sugería su tamaño, y uno de ellos abrió un tajo encima de los ojos de Yaridoras, de modo que la sangre goteaba por un costado de la cara hacia la barba. Por inevitable que pareciera el desenlace, el grandote no disfrutaba de la postergación, y mientras intentaba apresarlo dejó varios cardenales sangrantes en la cara y los brazos del hombre menudo. Los clamores que llenaban la sala al principio del enfrentamiento comenzaron a menguar, reemplazados por un murmullo de inquietud a medida que la pelea tomaba un cariz más desesperado.
El grandote embistió. Vo esquivó sus brazos y le asestó un rodillazo en el vientre, y el sorprendido Yaridoras escupió una espuma roja, pero alargó la mano nudosa y pilló a Vo en su retirada, derribándolo de un porrazo. Yaridoras se arrojó sobre Vo antes de que su oponente recobrara la lucidez y por un instante pareció que el soldado más pequeño había sido devorado.
Se acabó, pensó Vash. Pero luchó asombrosamente bien. El ministro supremo estaba sorprendido: siempre había pensado que los perikaleses aprovechaban principalmente su tamaño y su salvajismo bárbaro. Era extraño y perturbador ver a uno que sabía pensar y planificar.
Por un instante, mientras estaban trenzados en el suelo, Yaridoras apresó la cabeza del rival entre las piernas. Empezó a apretar, y la cara de Daikonas Vo se oscureció, hasta que asestó un codazo en la entrepierna del rival y se zafó. Pero estaba lesionado y fatigado, y Yaridoras lo pilló antes de que lograra alejarse, esta vez con un brazo enorme sobre la garganta. El gigante rodó sobre el oponente y trató de aflojar los brazos y piernas que impedían que Vo fuera aplastado de bruces contra el suelo. El grandote sonreía ferozmente en medio del sudor y la sangre, mientras Vo mostraba los dientes en una mueca, tratando de respirar.
—Lo matará —dijo Vash, fascinado.
—No, sólo lo sofocará hasta que afloje —dijo Marukh—. Yaridoras no mata a nadie sin necesidad, y menos a otro Sabueso Blanco. Es un veterano en estas luchas.
La cara amoratada de Daikonas Vo estaba cada vez más cerca del suelo. Arqueó los codos, aplastado por el peso del grandote. Luego, para asombro de Pinimmon Vash, Vo alzó una mano y dio un codazo contra el suelo, con tal fuerza que sonó como un mosquetazo. Poco después los dos se derrumbaron en una pila de músculos enredados, gruñendo y forcejeando. Luego los dos cuerpos se quedaron quietos.
Con el rostro y el torso brillantes de sangre, Daikonas Vo se liberó del peso de Yaridoras, apartando al gigante, y la larga astilla de baldosa clavada en el ojo del rubio quedó a la vista como un objeto sagrado expuesto ante una congregación. El público de Sabuesos Blancos jadeó y maldijo, pasmado, luego lanzó un rugido de furia y varios avanzaron sobre el exhausto y ensangrentado Vo con intención asesina.
—¡Alto! —exclamó Pinimmon Vash. Cuando comprendieron que era el ministro supremo del autarca, los Sabuesos Blancos se detuvieron y se cuadraron entre murmullos—. No lastiméis a ese hombre.
—¡Pero mató a Yaridoras! —gruñó Marukh—. ¡El autarca ordenó que no se usaran armas!
—El autarca ordenó que no se llevaran armas al cuadrilátero, quiliarca. Este hombre no llevó un arma, sino que la inventó. Limpiadlo y llevadlo al Patio de la Mandrágora.
—Los Sabuesos se indignarán. Yaridoras era popular…
—Pregúntales si conservar la cabeza será compensación suficiente. De lo contrario, al autarca le complacerá disponer otras medidas.
Vash se alisó la túnica y salió del recinto.
* * *
El Dorado estaba reclinado en el lecho de piedra ceremonial de la Cámara del Sol Nuevo, desnudo salvo por una falda corta decorada con escamas de jade. A cada lado un sacerdote arrodillado vendaba las heridas de los brazos del autarca, delicados tajos abiertos poco antes por cuchillos dorados sagrados. Esa pequeña cantidad de sangre regia, suficiente para llenar los dos cuencos dorados que el sumo sacerdote Panhyssir llevaba en una bandeja, sería vertida en el Canal Sublime poco después del ocaso, para asegurar el regreso del sol tras el largo viaje invernal que lo separaba de su prometida la tierra.
Sulepis se volvió lánguidamente cuando entró el soldado Daikonas Vo, acunando su codo como si fuera un niño dormido. Le habían limpiado la sangre, pero aún tenía moratones y rasguños en la cara y el cuello.
—Me han dicho que mataste a un valioso integrante de mis Sabuesos Blancos —dijo el autarca, estirando los brazos para probar los vendajes. Ya se veían diminutos capullos rojos a través del lino.
—Luchamos, amo. —Vo se encogió de hombros, y sus ojos de color verde grisáceo eran vacíos como esferas de cristal. No había nada notable en él, pensó Vash, salvo su logro. Había olvidado el rostro del hombre desde que lo había visto por última vez, y lo olvidaría en cuanto se fuera—. A vuestro pedido, tengo entendido. Yo vencí.
—Hizo trampa —protestó el capitán de los Leopardos—. Rompió una baldosa y se la clavó a Yaridoras.
—Gracias, quiliarca Marukh —dijo Vash—. Lo has entregado y nada más se requiere de ti. El Dorado decidirá qué hacer con él.
Notando que llamaba la atención en un sitio donde la atención rara vez era beneficiosa, Hijam Corazón de Piedra palideció, hizo una reverencia y se retiró caminando de espaldas.
—Siéntate —dijo el autarca, estudiando al pálido soldado—. Panhyssir, tráenos algo de beber.
Un extraño honor para un mero luchador, ser atendido por el sumo sacerdote de Nushash, pensó Pinimmon Vash. Panhyssir rivalizaba con Vash por el tiempo y la atención del autarca, pero Vash había perdido la competición tiempo atrás: el sacerdote y el autarca intimaban como murciélagos en su nido, siempre llenos de secretos, con lo cual resultaba aún más extraño que el poderoso Panhyssir oficiara de copero como un esclavo.
Mientras el sumo sacerdote de Nushash se dirigía con cauta dignidad hacia un nicho oculto en el costado de la gran cámara, un eunuco llevó un taburete para que Daikonas Vo pudiera sentarse a poca distancia del dios viviente. El soldado se sentó con delicadeza, como preocupado por las lesiones que había sufrido. Vash supuso que debían ser bastante dolorosas: ese hombre no era propenso a mostrar sus flaquezas.
Panhyssir regresó con dos copas, y tras inclinarse y ofrecer una al monarca, le dio la otra a Vo, cuyo titubeo antes de beber fue tan breve que Vash casi creyó que lo había imaginado.
—Daikonas Vo, me han dicho que tu madre era una prostituta perikalesa —declaró el autarca—. Una de esas mujeres compradas en el continente septentrional para servir a mis tropas de Sabuesos Blancos. Tu padre era uno de los Sabuesos originales… y ahora está muerto. Me han dicho que murió en Dagardar.
—Sí, Dorado.
—Pero antes mató a tu madre. Tienes el aspecto de tu gente, pero ¿sabes hablar el idioma de tus antepasados?
—¿El perikalés? —preguntó Vo sin sorprenderse—. Mi madre me lo enseñó. Antes de que ella muriera, era lo único que hablábamos.
—Bien. —El autarca se reclinó, formando un minarete con los dedos—. Entiendo que eres ingenioso, y también implacable. Yaridoras no es el primer hombre que matas.
—Soy un soldado, Dorado.
—No hablo de muertes en el campo de batalla. Vash, lee, por favor.
Vash alzó un libro contable encuadernado en cuero que un esclavo de la biblioteca le había llevado un rato antes, pasó el dedo por una página hasta encontrar lo que buscaba.
—Medidas disciplinarias de los Sabuesos Blancos de este año. Por las declaraciones de dos esclavos, se sabe que Daikonas Vo fue responsable de la muerte de tres hombres y una mujer —leyó—. Todos eran xixianos de casta baja y las muertes no tuvieron mayor repercusión, así que no se requirió ningún castigo. Éste es sólo el informe de este año, que aún no ha terminado. ¿Queréis que lea los de años anteriores, Dorado?
El autarca negó con la cabeza. Miró al impasible soldado con ojos socarrones.
—Te estarás preguntando por qué me importan estas cosas, y si al fin serás castigado, ¿verdad?
—En parte, amo —dijo Vo—. Ciertamente es extraño que el dios viviente que nos gobierna a todos se interese en alguien tan insignificante como yo. En cuanto al castigo, no lo temo en este momento.
—¿No? —Él autarca apretó los labios—. ¿Por qué no?
—Porque me estáis hablando. Si desearais castigarme, Dorado, sospecho que lo habríais hecho sin derrochar los frutos de vuestro divino pensamiento en alguien tan vil. Todos saben que los juicios del dios viviente son rápidos y certeros.
El largo cuello del autarca se aflojó y se quedó inmóvil, como una serpiente tomando sol en una roca.
—Sí, así es. Rápidos y certeros. Y tu razonamiento es defectuoso pero apropiado: no perdería mi tiempo contigo si no necesitara algo de ti.
—Lo que deseéis, amo —dijo el soldado con voz inexpresiva.
El autarca terminó su vino e indicó a Daikonas Vo que lo hiciera.
—Sin duda habrás oído que ya no me conformo con el tributo de las naciones del continente septentrional. Pronto llegará la hora en que tomaré el antiguo puerto de Hierosol y comenzaré a expandir nuestro imperio hacia Eion, exponiendo a esos salvajes a la radiante y sagrada luz de Nushash.
—Así se rumorea, amo —dijo Vo lentamente—. Todos rogamos que ese día llegue pronto.
—Llegará. Pero antes quiero recobrar algo que he perdido, y se encuentra en alguna parte de esos páramos del norte, las tierras de tus antepasados.
—¿Y vos deseáis que recobre esa cosa, amo?
—Lo deseo. Requerirá astucia y discreción, y buscar esa cosilla que deseo será más fácil para un hombre de piel blanca que sepa hablar una de las lenguas de Eion.
—¿Puedo preguntar qué es esa cosa, Dorado?
—Una muchacha. La hija de un sacerdote insignificante. Aun así, la escogí para la Reclusión y tuvo la pésima educación de fugarse. —El autarca rió, con un gruñido sordo, como un gato estirando las zarpas—. Se llama… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí… Qinnitan… Me la traerás de vuelta.
—Desde luego, amo. —La expresión del soldado se volvió aún más rígida.
—Estás pensando de nuevo, Vo. Eso es bueno. Te escogí porque necesito a un hombre que sepa usar la cabeza. Esta mujer se encuentra en las tierras de nuestros enemigos, y si alguien se entera de que la busco, puede ser objeto de una competición. No quiero eso. —El autarca se reclinó y agitó la mano. Esta vez fue sólo un sirviente común el que se apresuró a llenarle la copa—. Pero tú te estarás preguntando otra cosa. ¿Por qué el autarca me deja en libertad en la tierra de mis antepasados? Aunque yo sinceramente trate de cumplir su misión, no puede someterme a ningún castigo si fracaso, a menos que yo regrese a Xis. No, no te molestes en negarlo. Es lo que pensaría cualquiera. —El joven autarca se volvió hacia uno de sus sirvientes, un Favorecido silente—. Tráeme a mi primo Febis. Debe estar en sus aposentos.
Mientras esperaban, el autarca ordenó al sirviente que volviera a llenar la copa de Vo. Pinimmon Vash, que presentía lo que iba a suceder, se alegró de no estar bebiendo ese fuerte y agrio vino mihani, que revolvía el estómago.
Febis, un hombre rechoncho y calvo con las mejillas rojas de un bebedor inveterado, resaltadas aún más por la palidez del miedo, entró deprisa en la cámara y se postró frente al autarca, golpeándose la frente contra la piedra.
—¡Dorado, sin duda no he hecho nada malo! ¡Sin duda no te he ofendido! ¡Vos sois la luz de nuestra vida!
El autarca se rió. Vash nunca dejaba de asombrarse de que esa expresión, que resultaría tan grata en la cara de un niño o una mujer bonita, provocara terror cuando aparecía en los rasgos tersos y juveniles del autarca.
—No, Febis, no has hecho nada malo. Te llamé sólo porque deseo demostrar algo. Verás —le dijo a Vo—, tuve un problema similar con aquellos parientes míos, como el primo Febis, que quedaron después de la muerte de mi padre y mis hermanos, cuando por gracia de Nushash de la Espada Reluciente llegué a ser autarca. ¿Cómo podía estar seguro de que alguno de estos familiares no se preguntara si, así como la sucesión se había saltado a varios hermanos míos para llegar a mí después de la muerte de ellos, no continuaría hasta Febis o algún otro primo después de mi propia muerte prematura? Podría haberlos matado a todos cuando tomé la corona. Sólo habrían sido unos centenares. Podría haber hecho eso, ¿verdad, Febis?
—Sí, sí, Dorado. Pero fuisteis misericordioso, que el cielo os bendiga.
—Fui misericordioso, es verdad. Lo que hice fue hacerles tragar cierta criatura. Una bestia diminuta, al menos en su forma embrionaria, que nuestro conocimiento moderno consideraba perdida. ¡Pero yo la descubrí! —Sonrió pícaramente—. Y tú la tragaste, ¿verdad, Febis?
—Eso me han dicho, Dorado. —El primo del autarca sudaba a mares, y las gotas pendían como abalorios de vidrio de la barbilla y la nariz antes de caer al suelo—. Era demasiado pequeña para que yo la viera.
—Ah, sí, sí. —El autarca volvió a reír, esta vez con el placer de un niño—. Al principio la criatura es tan pequeña que no se ve a simple vista. Se puede ingerir con una copa de vino sin que el bebedor lo sepa. Como ha ocurrido contigo —le dijo a Daikonas Vo.
Vo bajó la copa.
—Ah —dijo.
—Lo que hace es crecer. No demasiado, pero una vez que se aloja en un cuerpo, no se puede desalojar. Pero eso no importa, porque el anfitrión nunca se percata de ello. A menos que yo lo desee. —El autarca asintió—. Supongamos que el anfitrión no logra realizar una tarea que yo le encomendé en el tiempo especificado, o provoca mi ira de algún otro modo… —Se volvió hacia el corpulento y sudoroso Febis—. Por ejemplo, si le dijera a su esposa que su amo el autarca está loco y no vivirá mucho tiempo…
—¿Ella dijo eso? —gritó Febis—. ¡Esa ramera! ¡Miente!
—Sea cual fuere el delito —continuó el autarca sin inmutarse—, y por lejos que esté el culpable, sucederán ciertas cosas cuando yo me entere. —Gesticuló—. Panhyssir, llama al sacerdote xol.
Febil gritó de nuevo, un balido de desesperación tan estridente que Pinimmon Vash arqueó los dedos de los pies.
—¡No! Debes saber que yo jamás diría semejante cosa, Dorado. ¡Jamás, por favor, no! —Llorando y burbujeando, Febis se lanzó hacia el lecho de piedra. Dos fornidos Leopardos lo contuvieron, valiéndose de no poca fuerza. Los gritos perdieron coherencia, y se redujeron a un gemido convulsivo.
El sacerdote xol llegó poco después. Era un hombre delgado y oscuro de nariz afilada, típico de los desiertos del sur. Se inclinó ante el autarca y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, abriendo una caja plana de madera como si se dispusiera a jugar una partida de skanat. Extendió un trozo de tela, sacó de la caja unos bultos grises que parecían trozos de plomo y los ordenó con meticuloso cuidado. Cuando hubo concluido, miró al autarca, que asintió.
El hombre recogió y movió dos de los bultos grises con sus dedos delgados y Febis, que se retorcía y sollozaba en brazos de los guardias, se puso rígido. Cuando lo soltaron, cayó al suelo como una piedra. Otro movimiento de los bultos sobre la tela y Febis comenzó a retorcerse y jadear, pataleando como un hombre a punto de ahogarse. Uno más y vomitó gran cantidad de sangre, y luego se quedó rígido en el charco rojo, los ojos ciegos y dilatados de horror. El sacerdote xol guardó los bultos grises, hizo una reverencia y salió.
—Desde luego, se puede hacer que el dolor dure mucho más antes del final —dijo el autarca—. Mucho más. Una vez que la criatura despierta, se la puede contener durante días antes de que empiece a alimentarse con ganas, y cada hora es una eternidad. Pero concedí a Febis un final rápido por respeto a su madre, que era la hermana de mi padre. Es una lástima que él desperdiciara así esa preciosa sangre.
Sulepis miró el charco reluciente y asintió, permitiendo a los sirvientes que limpiaran la sangre y retirasen el cadáver de Febis. Luego se volvió hacia Daikonas Vo.
—Por cierto, la distancia no es un obstáculo. Si Febis se hubiera ido a Zan-Kartuum, o incluso a los páramos septentrionales de Eion donde viven los demonios, aun podría haberlo abatido. Confío en que hayas aprendido la lección, Vo. Ahora puedes irte. Ya no serás un sabueso, sino mi halcón cazador, el halcón del autarca. No podrías pedir un honor mayor.
—No, Dorado.
—El ministro supremo Vash te dirá todo lo que necesites saber. —Sulepis desvió la vista, pero el soldado aún no se había movido. El autarca entornó los ojos—. ¿Qué sucede? Si tienes éxito, serás recompensado, naturalmente. Soy tan bondadoso con mis servidores fieles como severo con los desleales.
—No lo dudo, Dorado. Sólo me preguntaba si la muchacha, Qinnitan, había tragado una de esas criaturas… y en tal caso por qué no usabais ese método para traerla de vuelta a Gran Xis.
—Eso no viene al caso —dijo el autarca—. Es un método torpe y peligroso si deseas que la persona viva. Quiero que la muchacha regrese sana y salva, ¿entiendes? Aún tengo planes para ella. Ahora vete. Saldrás para Hierosol esta noche. La quiero en mis manos para el solsticio de verano, o serás el más desdichado de los hombres. Por un rato. —El autarca le clavó la vista—. ¿Otra pregunta más? Siento la tentación de despertar a la bestia xol ahora y buscar a alguien menos molesto.
—Por favor, Dorado, vivo para serviros. Sólo deseo pedir autorización para esperar hasta mañana para zarpar.
—¿Por qué? He visto tu historial, hombre. No tienes familia ni amigos. Sin duda no debes despedirte de nadie.
—No, Dorado. Pero sospecho que me rompí el codo al luchar contra el barbudo. —Alzó el codo que había chocado contra el suelo de baldosas, usando el otro brazo para apoyarlo. La manga era una abultada bolsa de sangre—. Eso me dará tiempo para arreglarlo y vendarlo primero, para servirte mejor.
El autarca lanzó una carcajada.
—Ah, me agradas, hombre. Vaya que tienes sangre fría. Sí, hazte curar ese brazo. Si tienes éxito en esta tarea… ¿quién sabe? Quizá te ceda el puesto del viejo Vash. —Sulepis sonrió, con ojos brillantes y febriles. Ésa debe ser la explicación, pensó Pinimmon Vash: ese hombre (mejor dicho, ese dios en la tierra) sufría una fiebre perpetua, como si la feroz sangre del sol realmente circulara por sus venas. Lo enloquecía y lo volvía peligroso como una víbora herida—. ¿Qué te parece, anciano? —lo azuzó el autarca—. ¿Te gustaría entrenarlo para que sea tu reemplazo?
Vash se inclinó, sin revelar su terror ni sus pensamientos asesinos.
—Haré lo que os plazca, Dorado, desde luego. Lo que os plazca.