6
Skurn
¡He aquí la verdad! La luz era Tso, y Zha era la esposa que él creó a partir de la nada. Ella huyó de él, pero él la persiguió. Ella se ocultó, pero él la descubrió. Ella se resistió, pero él la persuadió. Al fin ella se entregó, y cuando hicieron el amor los primeros vientos rugieron en los cielos.
Revelaciones de Nushash,
Libro 1
El capitán Ferras Vansen despertó en medio del mórbido fulgor de las tierras de las sombras, que no había cambiado desde que él se había dormido. Su capa ya no le tapaba la cara, y lo salpicaba la lluvia. Rodó con un gruñido, buscando a tientas el dobladillo de la gruesa prenda de lana, pero estaba atrapada entre él y el suelo húmedo y tuvo que incorporarse, gruñendo aún más, para liberarla.
Iba a dormirse de nuevo cuando entrevió un movimiento por el rabillo del ojo. Contuvo el aliento y giró la cabeza despacio, pero sólo vio la hierba larga y húmeda y la silueta de Barrick dormido. Más allá se encontraba la temible criatura llamada Gyir, pero el guerrero crepuscular también parecía dormido.
Vansen resopló como alguien a quien le han interrumpido el sueño y se quedó en silencio, rogando que su corazón no palpitara con tanta fuerza como parecía. Sabía que había visto algo más que el mero vaivén de la hierba bajo la lluvia.
El movimiento se reanudó junto a los húmedos restos de la fogata, y una silueta redondeada se acercó lentamente al príncipe dormido.
Vansen le arrojó la capa y se abalanzó sobre ella; la cosa soltó un grito ahogado e intentó escapar, pero estaba enredada. Vansen rodó por el suelo húmedo sobre los codos y las rodillas y logró capturarla antes de que volviera a perderse en la oscuridad. Mientras la apresaba con la lana mojada, descubrió que era más pequeña de lo que había temido y asombrosamente liviana, floja como un manojo de varillas envuelto en tela: no tenía que hacer fuerza para retenerla. La criatura cautiva lanzó un chillido de terror que parecía el grito de un niño. Por sus forcejeos, Vansen notó que era una especie de ave, con alas de gran tamaño.
Mientras trataba de protegerse la cara de ese pico amenazador, otra cosa se lanzó hacia él, sorprendiéndolo de tal modo que ni siquiera luchó cuando le arrancaron el ave de las manos. Cuando Vansen pudo volver la cabeza, el crepuscular Gyir apretaba un macizo cuchillo de bordes dentados contra la garganta de la criatura, mientras el pájaro pataleaba y daba gritos de temor casi humanos. Ferras Vansen vio que era un cuervo, negro con algunas manchas blancas que parecían gotas de pintura, pero Vansen le prestó poca atención. Estaba aterrado y asombrado por la súbita aparición del cuchillo de Gyir, y avergonzado de su incompetencia.
Gran Perin, ¿siempre lo tuvo? ¡Pudo habernos asesinado en cualquier momento! ¿Cómo lo pasé por alto?
Pero no pudo ignorar más al pájaro, porque éste empezó a hablar.
—¡No nos matéis, amos! —graznó con silbidos, pero las palabras eran claras—. ¡Nunca volveremos a molestaros! ¡Sólo teníamos hambre!
—Puedes hablar —dijo Vansen, aceptando lo obvio.
El cuervo lo miró con un brillante ojo amarillo, abriendo y cerrando el pico para recobrar el aliento.
—¡Así es, y con gran dulzura, si nos dais la oportunidad, amos!
El príncipe Barrick se incorporó. Con el pelo desaliñado y los ojos hinchados, parecía sólo un muchacho soñoliento, no un príncipe enigmático.
—¿Por qué estáis golpeando a un pájaro? —Entornó los ojos—. Tiene manchas. ¿Será bueno para comer?
—¡No, amo! —dijo el cuervo, luchando en vano. Se veían manchas de piel gris en los sitios donde había perdido las plumas, y esto le daba un aire aún más patético—. ¡Soy desabrido e indigesto! ¡Bazofia!
Gyir cambió de posición para aquietar al pájaro y se dispuso a matarlo.
—¡No! —dijo Vansen—. Déjalo en paz.
—¿Por qué? —preguntó el príncipe—. Gyir dice que es viejo y morirá pronto, de todos modos, y nos estaba robando.
—¡Habla nuestro idioma!
—Como muchos otros ladrones —dijo el príncipe de buen humor.
—Así es —jadeó el pájaro—, hablo bien la lengua de las tierras del sol. La aprendí en Marca Norte cuando vivía cerca de vuestra gente.
—¿Marca Norte? —Hacía años que Vansen no oía ese nombre inquietante—. ¿Cómo es posible? Hace dos siglos que no viven hombres en Marca Norte, desde que las sombras la cubrieron.
—Sí, entonces éramos jóvenes. —El cuervo aún forcejeaba en vano en la mano de Gyir—. Teníamos patas lustrosas y articulaciones ágiles, y nuestras garras eran firmes.
Vansen se volvió hacia Gyir, olvidando que era más difícil comunicarse con él que con el cuervo.
—¿Dos siglos de edad? ¿Es posible?
El crepuscular hizo el gesto más humano que Vansen le había visto, una especie de sinuoso encogimiento de hombros. El sentido era evidente: aunque fuera así, ¿qué importancia tenía?
—Sí, tiene importancia. —Vansen sabía que estaba respondiendo a palabras que no se habían dicho, y quizá ni fueran intencionadas, pero no le importaba: en esa tierra de locos, una tierra de animales parlantes y hadas sin rostro, la locura era la única creencia cuerda—. Habla como el padre de mi madre, aunque eso no signifique nada para ti. No he oído hablar así desde que era niño. —Vansen comprendió que ansiaba conversar con alguien, una charla común, no los misterios elípticos del hechizado príncipe Barrick, cuyas respuestas sólo suscitaban más preguntas. Se sentía tan solo que estaba dispuesto a aceptar la compañía de un pájaro.
Pero no le convenía aclarar eso todavía. Hasta un pájaro era sospechoso en esas tierras mágicas y traicioneras.
—¿Por qué no debemos matarte? —preguntó Vansen—. ¿Por qué estás husmeando en nuestro campamento? Habla, o le digo que te corte el pescuezo.
—¡No! —Era medio grito y medio graznido, un sonido angustiante que casi avergonzó a Vansen—. ¡Nosotros no teníamos mala intención! ¡Sólo hambre!
—Gyir dice que tiene el olor de esas criaturas —intervino Barrick—, las que lo atacaron a él y mataron a su caballo. Los llaman «seguidores».
—¡No, amos! —El cuervo forcejeó pero, a pesar de su tamaño, estaba impotente como un gorrión en las manos del guerrero crepuscular—. Nosotros seguíamos a los seguidores, como quien dice. No podemos volar mucho ahora; las alas están deshilachadas. —Liberó con cuidado una de sus alas, y esta vez Gyir se lo permitió. Faltaban muchas de las brillantes plumas negras—. Hace unas temporadas fuimos a comer algo, pero ese algo no estaba del todo muerto —explicó el cuervo, cabeceando—. Nos zarandeó de lo lindo.
—¿Y el olor de esos seguidores?
—Nosotros no podemos volar tan alto ni tanto tiempo como antaño. Tenemos que perseguir de cerca, ir de rama en rama. Los seguidores tienen un olor potente. —Se acicaló las plumas con el pico—. Nosotros no lo olemos. El pobre Skurn está viejo… muy viejo.
—¿Skurn? ¿Así te llamas?
—Así es, o me llamaba. Éramos agraciados entonces, cuando ése era nuestro nombre. —Señaló a Gyir con el pico—. Su gente expulsó a la gente soleada de Marca Norte. La vida era buena entonces, durante la lucha… ¡Había muertos por todas partes! Pero luego los soleados se fueron y el pobre Skurn tuvo que apañárselas como pudo cuando llegó el crepúsculo. —Abrió el pico para soltar un doloroso suspiro, pero los ojos brillantes miraban a Vansen con esperanza calculadora, como un niño buscando los primeros indicios del perdón.
Vansen no tenía estómago para matar al pájaro.
—Que se vaya —dijo. No pasó nada. Gyir no lo miraba a él sino a Barrick—. Por favor, alteza, dejadlo ir.
Barrick frunció el ceño y suspiró.
—Supongo que sí. —Agitó la mano, revelando restos de sus modales principescos aún bajo esos árboles que goteaban—. Déjalo en libertad.
En cuanto Gyir envainó el cuchillo, el pájaro se posó en el suelo y dio unos brincos, muy ágil pese a su presunta vejez. Agitaba las alas como si estuviera sorprendido y complacido de conservarlas.
—¡Gracias, amos, gracias! Skurn os servirá, hará lo que nos pidáis, encontrará los mejores escondrijos, muertos putrefactos, nidos de aves, incluso en los sitios donde los peces se sumergen en el lodoso fondo. Y comemos muy poco. Ni siquiera os enteraréis de que estamos aquí.
—¿De qué habla? —preguntó Vansen con irritación. Esperaba que el pájaro se perdiera entre las matas o echara a volar, pero lo había distraído y se había olvidado de observar dónde escondía Gyir el cuchillo. Ahora el crepuscular ya no lo empuñaba.
—Usted lo salvó, capitán —dijo Barrick con frío buen humor. De pronto ya no parecía un muchacho sino un viejo, o un hombre sin edad—. El cuervo es suyo. Parece que al fin paladeará el placer de ser amo y señor.
—Amo y señor —dijo el cuervo, limpiándose el lodo de las plumas pegoteadas con el largo pico negro. Cabeceó con ansiedad—. Sí, ahora vosotros sois los amos de Skurn. Nosotros sólo os haremos bien.
* * *
El camino que siguieron por el bosque parecía haber sido una carretera: sólo árboles frágiles y matorrales crecían en él, mientras que los árboles más grandes (la mayoría con hojas afiladas y plateadas que a Vansen le hacían pensar en puñales) formaban una techumbre, de modo que los caballos andaban con la misma facilidad que si estuvieran en la carretera de Setia o en cualquier otro camino de las tierras de los mortales. Pero aunque la marcha fuera fácil, no era una cabalgada apacible; Vansen empezaba a preguntarse si salvar al jadeante cuervo no sería la peor decisión de los últimos días, sólo superada por la de seguir a Barrick a través de la Línea de Sombra. Rescatado de la muerte, Skurn no dejaba de hablar, y aunque en ocasiones decía algo interesante o útil, Vansen empezaba a pensar que todo habría sido mejor si hubiera dejado que Gyir Farol de Tormentas ensartara al pajarraco.
—Los otros, seguidores y demás, son muy salvajes hoy en día. —Skurn cabeceaba, moviéndose continuamente de un lado a otro del cuello del caballo como un gato tratando de encontrar el lugar más cálido para dormir. El caballo se había habituado tanto que prestaba poca atención a esa criatura inquieta, y sólo relinchaba en ocasiones, cuando la indignidad era excesiva—. Casi no hablan ningún idioma, y desde luego no hablan la lengua de los soleados, a diferencia de nosotros. Mira eso, amo, nunca lo comas ni lo toques. Te transformará las entrañas en vidrio. Y mira esas bayas amarillas. No, no es bazofia, y quedan muy sabrosas con conejo o rata de agua. Nos gustaría probar un buen bocado de eso, si tuviéramos la oportunidad. ¿Sabes que pronto entraremos en la tierra de Juan Cadena? La evitaréis, desde luego. Gente mala. No ama a los Elevados y sólo alza la mano para alimentarse o derramar sangre. La gente de Cadena ama la sangre. Oh, allá hay un pedazo de la antigua muralla. Mira arriba. Buen lugar para huevos…
Para Vansen esa cháchara interminable era sólo un ruido molesto, como alguien que roncara al otro lado del cuarto, pero esa masa de piedra en ruinas le llamó la atención. Se elevaba a gran altura sobre una mata de espinos, y estaba envuelta en enredaderas que tenían flores color rojo sangre, y hojas gruesas con forma de corazón que se mecían bajo el peso de las gotas de lluvia.
—¿Qué dijiste que era?
—¿La vieja muralla, amo? No lo dijimos, aunque nos gustaría llamarla por su nombre si lo deseas. Un lugar antaño llamado Túmulo de Ealing en tu idioma, si no nos engaña la memoria; un poblado de tu gente.
Vansen frenó el caballo. Las cascadas piedras doradas parecían haber sido abandonadas mucho más de dos siglos atrás: aun los tramos mejor conservados tenían tantos agujeros como un panal. En muchos lugares habían crecido árboles a través de la muralla y sus raíces arrancaban aún más piedras, como jóvenes cuclillos expulsando a otras crías del nido. El bosque y la humedad incesante desmoronaban la muralla con la eficiencia de una cuadrilla de obreros, tumbando las enormes piedras y desgastándolas como si fueran arena húmeda, eliminando este último vestigio de la presencia de los mortales.
—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Barrick. El príncipe había cabalgado junto a Gyir toda la mañana, y Vansen no podía dejar de pensar que ambos conversaban sin palabras, que el hombre sin rostro daba instrucciones al príncipe tal como en un tiempo el capitán Donald Murroy había dado instrucciones a Vansen.
—Para mirar esta muralla, alteza. El pájaro dice que forma parte de una ciudad llamada Túmulo de Ealing. Marca Norte debe estar a media jomada de viaje. —Vansen sacudió la cabeza, aún asombrado. El antiguo y maldito nombre de Marca Norte le recordaba que lo que había sucedido en Túmulo de Ealing podía suceder pronto en todas las ciudades de los mortales, incluso Marca Sur—. Increíble ¿verdad?
Barrick se encogió de hombros.
—No tenían por qué estar aquí. Ningún mortal tenía derecho a construir aquí sin permiso. No es de extrañar que sucediera esto.
Vansen se quedó boquiabierto mientras el príncipe continuaba la marcha. El guerrero sin rostro miró hacia atrás unos instantes, con su expresión inescrutable.
—Cuando cayó este lugar, ardió con llamas azules durante seis noches —dijo Skurn—. Como si una estrella hubiera caído en el bosque. El custodio de la Piedra de Guerra se lo dio a las Madres Susurrantes, ¿sabes?
Vansen temblaba cuando dejaron atrás la última muralla de Túmulo de Ealing. No sabía a qué se refería el cuervo, y prefería no saberlo.
* * *
La lluvia comenzó a amainar en lo que Vansen calculó era el atardecer, aunque en el cielo turbio no había sol ni luna para confirmar esa estimación. Había alimentado al hambriento cuervo con sus últimas provisiones, y había mordisqueado con desánimo un poco de pan rancio y un trozo de tasajo, pero sentía el apremio del hambre más que nunca. Como el príncipe parecía menos extraño y enajenado, y como había pasado un día entero sin que el crepuscular Gyir intentara matarlos, los temores de Vansen se habían aplacado un poco, pero ese alivio sólo servía para recordarle sus otros problemas. La posibilidad de morir de inanición era uno de ellos, aunque no el mayor.
Estoy totalmente dominado por algo que no puedo cambiar ni entender, pensó. Es peor que si los crepusculares me hubieran capturado. En esa situación, sería comprensible que sintiera impotencia. Pero esto es mucho peor. Hemos dejado atrás nuestro hogar, y no hay motivos para seguir internándonos en este lugar descabellado, pero seguimos, y no puedo hacer nada para impedirlo.
—No podemos continuar por este camino, amo —dijo Skurn, tironeando de la manga de Vansen con el pico—. No podemos, amo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Ésta es la carretera de Marca Norte, y huelo Marca Norte muy cerca. Te dije que nos aproximábamos a las tierras de Juan Cadena. —El pájaro parpadeaba. Brincaba sobre el pescuezo del caballo con cómico temor—. Pura maldad, hoy por hoy.
¡La carretera de Marca Norte! Con razón era más transitable que otros caminos. En el suelo sólo veía matorrales, hierba y hojas muertas, pero aun así se le erizó el vello de la nuca. Enterarse de que hacía horas que seguían esa carretera fue como descubrir que pisaba una tumba. Incluso así, se resistía a renunciar a esa comodidad.
—Tiene un nombre temible, pero hace siglos que está abandonado.
—No entiendes, buen amo. —Skurn aleteó con agitación—. Estas tierras no están abandonadas. Son de Juan Cadena, y perderás la vida cuando él te pille.
Vansen le comunicó a Barrick las palabras del cuervo. El príncipe se detuvo, como si escuchara algo que le decía el silencioso Gyir, y al fin asintió.
—Acamparemos aquí. Hay mucho que decidir.
* * *
Días atrás, en un mundo normal donde el sol salía y se ponía, Barrick Eddon habría considerado que el crepuscular Gyir era una criatura aborrecible y extraña, pero había llegado a conocer a Gyir Farol de Tormentas tanto como a cualquier otra persona, incluso las de su propia familia.
Salvo Briony, desde luego. Briony, su otra mitad… Barrick procuró no pensar en ella. Si quería sobrevivir, debía endurecerse, dejar atrás hasta el más mínimo recuerdo. No podía permitirse ser débil como otros hombres. Como el capitán Vansen, que aún conservaba los viejos hábitos y se encontraba tan fuera de lugar allí (o en cualquier otro sitio del nuevo mundo que se avecinaba) como un oso sentado a una mesa con cuenco y cuchara. Barrick sabía que Vansen había salvado a ese cuervo repulsivo y carroñero porque hablaba su lengua de mortal, como si chapurrear esa lengua obsoleta tuviera alguna relevancia.
El pájaro Skurn tenía muchas costumbres repugnantes, y revelaba una nueva a cada instante. Sólo había pasado una hora desde que habían acampado y el pájaro ya había mancillado el campamento. Ni siquiera se había alejado para defecar, sino que se había detenido junto al fuego para descargar una sustancia tan húmeda y pestilente como los excrementos de ganso que obstaculizaban la marcha a orillas del estanque de la residencia real. Ahora ese pajarraco repelente estaba agazapado a pocos pasos de Barrick, liquidando ruidosamente a una ratita que había encontrado en los húmedos matorrales, y la cola le colgaba del pico mientras masticaba las ancas. Poco después la rata entera, seguida por la cola, se deslizó por su garganta y desapareció.
Skurn eructó. Barrick frunció el ceño.
No derroches tu fuego en la furia, le dijo Gyir. Y menos por ese personaje. Necesitarás cada chispa, primo. Le susurraba estas palabras dentro del cráneo. No había sonido, ni matices verbales como en la conversación común, pero las palabras tenían un relieve que las identificaba como de Gyir y de nadie más.
¿Primo? ¿Por qué me llamas así?
Porque compartimos algo.
¿Qué? ¿Qué podríamos compartir?
El amor de nuestra señora, y la lealtad hacia ella. Ella te salvó tal como tú me salvaste a mí. Me salvaste de… El crepuscular dejó de hablar, o las palabras cambiaron y ya no eran palabras sino una sensación de trueno y lluvia, aterradora como una andanada de flechas.
—Alteza —dijo Vansen, y su voz era como un croar de rana después de la tensa musicalidad del mudo lenguaje de Gyir—. Creo que debemos escuchar lo que dice el ave.
—¡Escuchar! —rezongó Barrick—. ¡Escuchar! ¡Es usted quien no sabe escuchar! —¿Cómo podía ese hombre seguir con esos ladridos cuando podía tener palabras y silencio, música y quietud, el rasgueo de la cuerda y también la pausa expectante previa al sonido del laúd? Quizá Barrick fuera injusto. Él había sido tocado por la dama oscura, y el pobre y ferviente Ferras Vansen no—. Me disculpo, capitán —dijo, complacido con su magnanimidad. Con razón lo habían escogido en el atestado y caótico campo de batalla, tal como el oráculo Iaris, a quien Perin había encomendado que revelara su mensaje a la humanidad—. ¿De qué se trata? ¿Qué dice ese cuervo carroñero?
—No podemos ir por aquí —dijo el cuervo—. El Elevado sin agujero de comer, el membránido, lo sabe. Estas tierras pertenecen a Juan Cadena desde que la reina duerme y el rey ha envejecido. Los que cuidamos la vida no vamos allí.
—Está hablando de Marca Norte, alteza —dijo Vansen—. Parece pertenecer a un enemigo, una persona peligrosa.
—No soy idiota, Vansen. Eso lo entendí. —Barrick frunció el ceño. En ese momento, el capitán le recordaba desagradablemente a Shaso: ese viejo siempre lo estaba juzgando, subestimando, diciendo palabras que parecían razonables pero lo hacían arder de vergüenza. Bien, medio año en el calabozo habría enseñado a Shaso a ser menos orgulloso y despectivo.
Una punzada de bochorno, una sensación distante pero dolorosa, le hizo pensar en otra cosa. Shaso había provocado su propia perdición, ¿verdad? Barrick no tenía nada que ver.
—Lo siento, alteza —dijo Vansen con una reverencia, la primera desde que habían cruzado la Línea de Sombra—. Me he extralimitado.
—Oh, basta. —Barrick se había puesto de mal humor. Se volvió a Gyir y trató de formar palabras en la cabeza para que el otro le entendiera. Era fácil cuando el hombre sin rostro le hablaba primero, como un sueño de vuelo, sin esfuerzo, sólo el salto y luego la libertad del aire. ¿De qué habla esta criatura? ¿Es verdad?
No lo sé. No he viajado por esta parte de… Aquí flotó otra idea que no parecía tener palabras, un caudal de formas difusas que trazaban espirales como la concha de un caracol. Salvo cuando el ejército fue a la guerra, pero nadie habría osado atacamos porque éramos demasiados. Aun así, hay muchos detrás del Manto que no aman… De nuevo era una imagen más que una palabra, esta vez una paradójica imagen de torres negras y luz radiante. Sólo cuando dejó de brillar en su cabeza, Barrick percibió las palabras que la acompañaban. Qul-na-Qar.
¿Qué es eso? ¿Sois vosotros, vuestro pueblo?
Ése es el lugar que hemos transformado en el corazón de nuestro… Aquí había una idea que no parecía significar «dominio» o «reino» sino «historia». Allí es donde los sapientes han asentado sus reales. Los qar que saben lo que se perdió, y lo que duerme.
Barrick sacudió la cabeza. Demasiadas ideas que no entendía flotaban en su mente, aunque al fin había comprendido que una de ellas, qar, significaba «gente como yo», y se refería a los que Barrick aún consideraba «hadas». Aun las ideas más claras de Gyir eran escurridizas como peces.
Necesito saber si lo que dice este pajarraco es importante, dijo. Me has contado que la dama te encomendó una misión. Debes hacer lo que ella pidió. Aunque ignoraba cuál era la misión de Gyir, sabía con absoluta certeza que era preciso acatar la voluntad de la mujer oscura.
No se me permite ninguna demora, es verdad. Mi misión es vital. Aun así, cuesta creer que un enemigo nuestro se haya fortalecido tanto aquí, un enemigo que considerábamos muerto. Si es cierto, me temo que mi suerte, y quizá la suerte de todo el Pueblo, se haya malogrado. Estamos lejos de mi hogar y en tierras peligrosas. Estoy herido, quizá lisiado para siempre, tu compañero tiene mi espada, y no tengo caballo.
Barrick nunca había percibido tanta pesadez y temor en los pensamientos de Gyir. Se asustó de veras, por primera vez desde que el garrote del gigante lo había amenazado y su vieja vida había concluido.
* * *
—No sé qué os ha hecho este crepuscular, alteza, qué clase de hechizo ha practicado, pero no le devolveré su espada. Quizá finja amistad, pero nos matará si le damos la oportunidad. ¿No recordáis lo que él y los suyos hicieron a los hombres de Marca Sur en el campo de Kolkan? ¿No recordáis el cuerpo triturado de Tyne Aldritch?
El príncipe lo miró fijamente.
—Ya hablaremos de esto —dijo, y montó a caballo. Gyir, con una agilidad que Vansen no pasó por alto (se estaba recobrando rápidamente de heridas que habrían matado a un hombre común), montó detrás del príncipe.
Vansen subió a su silla. A diferencia del extraño caballo negro de Barrick, la montura de Vansen empezaba a revelar los efectos de la fatiga, a pesar del largo descanso. Temblaba inquieto mientras Skurn trepaba por la manta con el pico y las garras y brincaba para acomodarse en el pescuezo del animal. Complacido consigo mismo, el pájaro miró en torno como un niño al que le van a hacer un regalo.
Los caballos mortales son débiles en este lugar, pensó Vansen. Igual que los hombres mortales.
Aunque habían pasado muchas horas, y Vansen había dormido tanto que estaba aturdido, su cabeza estaba tan turbia como el enmarañado bosque en el que se internaban Barrick y Gyir.
—¿Adónde van, amo? —preguntó Skurn, alarmado—. ¡Debemos regresar! ¿Acaso no escucharon? ¿No saben que estas tierras son de Juan Cadena?
—¿Cómo puedo saberlo? —Vansen no dominaba la situación, y el añadido del guerrero crepuscular a su partida había empeorado las cosas. Gyir, un enemigo jurado que había asesinado a la gente del príncipe Barrick, se había transformado en confidente del príncipe, mientras que Ferras Vansen, capitán de la guardia real, un hombre que había arriesgado la vida por Barrick, se había convertido en una especie de enemigo—. ¿Por qué me preguntas a mí, pájaro? ¿Tú no entiendes lo que dijo Gyir?
El cuervo se acicaló nerviosamente. De cerca era repulsivo, pues la piel escamosa se veía en muchas partes, y sólo los dioses sabían cómo conservaba sus escasas plumas.
—Nosotros no, amo. Hablar sin voz es cosa de los Elevados, no del viejo Skurn. No sabemos lo que dicen ni adonde creen que van.
—Pues entonces somos dos.
* * *
La carretera en ruinas aún era ancha y relativamente chata, pero ahora volvían a abundar los árboles, y ocultaban todo salvo retazos del cielo gris, como si viajaran por un largo túnel. Aves y otras criaturas que Vansen no podía identificar graznaban y silbaban en las sombras; costaba evitar la sensación de que anunciaban que ellos se aproximaban, como si estuvieran en una procesión oficial, con los trompeteros y heraldos corriendo delante, advirtiendo a los plebeyos que se apartaran porque pasaba el hijo del rey. Pero Vansen sospechaba que los que esperaban en ese lugar no les deseaban ningún bien.
Esa sensación de peligro, de ser visible para una fuerza hostil que los acechaba, se fortalecía a medida que pasaba la jornada. Los ruidos de aves y animales se extinguieron, pero el silencio resultaba aún más ominoso. Barrick y el hombre sin rostro lo ignoraban, sin duda sumidos en una conversación silenciosa, y hasta Skurn había callado, pero la paciencia de Vansen estaba tan agotada que cada vez que el pájaro se movía y él olía su tufo nauseabundo tenía que contenerse para no arrojarlo al suelo.
—Antaño ésta fue una gran carretera, alteza, tal como dijo el pájaro —comentó al fin, y lamentó haberlo hecho: los ecos murieron casi de inmediato en la espesura de ambos lados del camino, pero aun la ausencia de ecos hacía que el sonido pareciera más intenso, más excepcional. Se podía imaginar una galería entera de observadores fantasmales inclinándose para escuchar. Espoleó al caballo para hablar en voz más baja—. Ésta es la vieja carretera de Marca Norte, no un mero sendero. Si la seguimos mucho tiempo, llegaremos a algún lado, pero no será algo que nos agrade. Quizá nos topemos con ese Juan Cadena que menciona el cuervo. ¿No lo sentís?
El príncipe lo miró fríamente. Tenía húmedos rizos de pelo rojo pegados en la frente.
—Lo sabemos, capitán. Estamos buscando otro camino, uno que se cruce con éste. Si seguimos andando por este bosque enmarañado, tendremos problemas.
—¡Pero falta poco para Marca Norte, y allí tiene su residencia Juan Cadena! —chilló Skurn, brincando, y el caballo de Vansen resopló y corcoveó, así que tuvo que aferrar las riendas con fuerza—. Aunque tengamos suerte y Un Ojo esté lejos, y no haya hombres de la noche, habrá merodeadores y cráneos largos, así como seguidores que no recuerdan a los soleados, ni siquiera a los Elevados. Ay del pobre Skurn. ¡Nos matarán!
—Sin duda nos oirán si nos detenemos a discutir a cada paso —dijo Barrick con rudeza—. Yo no lo traje aquí, Vansen, y ciertamente no traje a ese pajarraco. Si desea seguir su propio camino, hágalo.
—No puedo abandonaros, alteza.
—Sí puede. Ya le he dicho que lo haga, pero no me presta atención. Dice que es mi vasallo, pero no obedece la orden más sencilla. Váyase, capitán Vansen.
Vansen agachó la cabeza para no revelar su vergüenza y su furia.
—No puedo hacerlo, príncipe Barrick.
—Haga lo que quiera. Pero hágalo en silencio.
* * *
Habían cabalgado un día entero cuando sucedió algo asombroso que alarmó no sólo a Vansen, sino al cuervo y a Gyir Farol de Tormentas.
El cielo empezó a oscurecerse.
Los cubrió despacio, y al principio Ferras Vansen no le dio más importancia que al movimiento incesante de las nubes grises, el manto de niebla que se engrosaba y a veces menguaba sin disminuir mucho, y que daba a la luz de estas tierras su única variedad. Pero mientras escrutaba los árboles, Vansen comprendió que no podía dudar más de la verdad.
El crepúsculo estaba muriendo. El cielo se ennegrecía.
—¿Qué sucede? —Vansen frenó el caballo—. ¡Príncipe Barrick, preguntad al crepuscular qué significa esto!
Gyir miraba las copas de los árboles, pero no como si buscara algo con los ojos. Era una mirada extraña y ciega, como si oliera en vez de mirar.
—Dice que es humo.
—¿Qué? ¿Qué significa eso?
Skurn se aferraba al pescuezo del caballo, ocultando el pico bajo un ala, murmurando.
—¿Humo? —le preguntó Vansen—. ¿Humo de qué? ¿Sabes lo que sucede, pájaro? ¿Por qué está oscureciendo?
—La maldición del Torcido ha llegado al fin. ¡Eso ha de ser! —El pájaro gimió y cabeceó—. No importa si los hombres de la noche nos pillan o no. La reina morirá y el gran cerdo nos tragará con su negrura.
No pudo sonsacarle nada más. El cuervo graznaba de terror.
—¡No entiendo! —dijo Vansen—. ¿De dónde viene el humo? ¿El bosque se incendia?
—Gyir dice que no —dijo Barrick lentamente, y hasta él parecía inquieto—. Es del fuego que alguien ha prendido, y dice que apesta a metal y carne. —El príncipe se volvió hacia el silencioso Gyir, cuyos ojos eran ranuras rojas en la máscara de su rostro—. Dice que es humo de muchos fuegos pequeños… o uno muy grande.