5: Libertad

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Libertad

Pero el primer hijo de Zo y Sva, al que llamaron Rud, la flecha dorada del cielo diurno, pereció en la lucha contra los demonios de la Antigua Noche. Su hijo menor Sveros, señor del crepúsculo, poseyó a Madi Onyena, viuda de Rud, y juró que sería un verdadero padre para Yirrud, hijo de Rud, pero en cambio envió una nube venenosa al escondrijo de montaña donde Onyena había ocultado a Yirrud, y el niño enfermó y murió.

En vez de dar a Onyena un nuevo hijo para reemplazar al que había matado, Sveros poseyó a su gemela, Surazem, a quien llamamos Húmeda Madre Tierra, y con ella engendró tres hijos, los grandes hermanos: Perin, Erivor y Kernios.

El principio de las cosas,

Libro del Trígono

La libertad era temible y embriagadora. Era maravilloso caminar por las calles por su cuenta, sin nada que se interpusiera entre ella y la vida salvo una túnica con capucha. No gozaba de esa libertad desde que era niña, cuando no conocía otra cosa y no sabía apreciar su valor sublime.

Más aún, era desconcertante tener tantas opciones. En ese momento, Qinnitan no sabía si regresar a la calle mayor que serpenteaba por Onir Soteros, el vecindario que estaba detrás del puerto de Kalkas, y que había considerado su hogar durante casi un mes, o si seguir internándose en la gran ciudad por calles sinuosas, para expandir su zona de conquista como lo hacía casi todos los días.

¡Qué lugar para recobrar la libertad! Hierosol era enorme, quizá no tan grande como Xis, el lugar de donde había escapado, pero no mucho más pequeña, una vasta y rugosa extensión de colinas y valles que estaban a horcajadas sobre varias bahías, dominando el estrecho de Kulloa y el mar Osteyano, casi totalmente cubierta por las construcciones de diversos siglos. La antigua Xis se erguía en una planicie alta, chata como un suelo de mármol, y desde lo alto se veía el mar del norte y el desierto del sur. En Hierosol aún no había logrado subir a altura suficiente para ver otra cosa que no fueran más colinas. La más alta era la Ciudadela, que se erguía sobre las demás como una noble cabeza que oteara el estrecho, y el resto de la ciudad se arrastraba por las laderas siguiéndola como una capa.

Hierosol era tan vieja, compleja y extensa que cada vecindario parecía una ciudad aparte, un mundo aparte. A sus espaldas se erguía la arbolada colina de Puerta del Zorro, hogar de ricos mercaderes, y debajo se hallaba el barrio de veleros y constructores de buques, Punta Arenosa, que zumbaba de actividad con el trabajo que le daba el adyacente puerto de Kalkas. No sólo una ciudad nueva para explorar, sino muchos mundos nuevos que la aguardaban a ella y su nueva libertad. Era una perspectiva vertiginosa para una muchacha que había pasado los últimos años enclaustrada en la Colmena y la Reclusión.

* * *

Había navegado desde Xis en el barco del capitán Axamis Dorza, que la había alejado de su viejo hogar cuando Jeddin, amo de Dorza, cayó en desgracia con el autarca. Cuando se enteraron de que habían capturado a Jeddin en Hierosol, la mayoría de los marineros del Lucero del Alba de Kirous se habían perdido en los sombríos callejones del puerto. Los pocos que se habían quedado borraron el viejo nombre del barco y pintaron de nuevo el casco. Qinnitan suponía que esa nave esbelta y rápida ahora pertenecería a Dorza, como pequeña compensación por estar asociado con un traidor.

Axamis Dorza había sido amable, aunque también pragmático, al llevarla a su hogar del distrito Onir Soteros, al pie de las colinas rocosas de Punta Arenosa. Aunque no podía saberlo, Dorza debía sospechar que Qinnitan corría aún mayor peligro que él, y aunque mantenerla oculta de los espías del autarca protegería a Dorza en el corto plazo, lo haría quedar mal si alguna vez la capturaban. De hecho, el capitán había dicho sin rodeos que no le agradaba que Qinnitan paseara por las calles, aunque fuera vestida como una respetable muchacha xandiana (dejando poco a la vista) pero ella también le había aclarado que ya no sería prisionera de nadie, y menos en la pequeña casa de Dorza. En realidad la casa no era propiedad de él sino de su esposa hierosolana, Tedora. Qinnitan sospechaba que el capitán tenía una casa más amplia y respetable, y también una esposa y una familia más respetables, en Xis, pero era demasiado cortés para preguntar. También sospechaba que no le habrían permitido esas libertades en esa otra casa, pero Tedora era una mujer de Eion, no de Xand, y estaba más interesada en beber vino y chismorrear con sus vecinas que en encargarse de la educación moral de una xixiana fugitiva. A causa de eso, y de cierta confusa sumisión que Qinnitan inspiraba en Dorza, había recobrado la libertad que le habían robado desde su infancia en Ojo de Gato.

Salvo su terror por el autarca y su temor a ser capturada, había un solo factor que estropeaba su felicidad en el puerto hierosolano…

—¡Ah, ahí estás! ¡Espérame!

Qinnitan se asustó por reflejo (siempre estaba pendiente del momento en que un esbirro del autarca le pondría la mano encima), pero reconoció de inmediato quién era.

—Nikos. —Qinnitan suspiró y dio media vuelta—. ¿Me has seguido?

—No. —El joven era más alto que su padre Axamis, del tamaño de un hombre aunque sin su aplomo ni su sensatez. La sombra de su primera barba negra le cubría la barbilla, las mejillas y el cuello. La había seguido como un cachorro desde que el padre la había llevado a la casa—. Pero él sí te seguía, y yo lo seguía a él. —Nikos señaló al niño silencioso que se había acercado a Qinnitan sin que ella le oyera.

—¡Palomo! —dijo ella, frunciendo el ceño—. Debías quedarte en cama hasta ponerte bien.

El chico mudo sonrió y sacudió la cabeza. Tenía la cara más pálida que de costumbre, y una pátina de sudor le cubría la frente. Puso las palmas hacia arriba para demostrar que consideraba que estaba demasiado sano como para quedarse en casa.

—¿Adónde vas, Qinnitan? —preguntó Nikos.

—¡No me llames por ese nombre! No iba a ninguna parte. Estaba pensando, disfrutando del silencio. Ahora ya no.

Nikos era inmune a esos sarcasmos.

—Han llegado algunos buques grandes de Xis. ¿Quieres ir al puerto para mirarlos? Quizá conozcas a algunas personas de a bordo.

No podía haber una idea más absurda ni más peligrosa.

—No, no quiero ir a mirarlos. Ya te he dicho que no tengo nada que ver con nadie del sur, y también te lo ha dicho tu padre. ¡Nada! ¿Te enteras?

Ahora él parecía un poco compungido, pues esa réplica cortante había atravesado su coraza de desinterés en todo lo que fuera ajeno a su pequeño entorno.

—Pensé que podría gustarte —dijo con hosquedad—. Que quizá sintieras nostalgia.

Qinnitan se armó de paciencia. No podía permitirse el lujo de enfadar a Nikos mientras viviera en su casa. El problema era que el muchacho estaba prendado de ella. Era ridículo sufrir las atenciones no deseadas de un chico desmañado de su misma edad cuando sólo semanas atrás el mayor rey del mundo la había mantenido encerrada en la Reclusión, amenazando de muerte a cualquier hombre entero que osara mirarla, pero estaba aprendiendo que la libertad tenía su precio.

Dejó que Nikos la siguiera mientras subían por las sinuosas calles de la colina de Puerta del Zorro a la sombra de las viejas murallas de la ciudadela, en las alturas llenas de azafranes donde las tiendas y tabernas cedían el paso a las viviendas de los ricos, bonitas residencias de yeso blanco con altas paredes que ocultaban jardines y patios sombreados, aunque todos estos secretos se podían ver desde las calles de arriba, de modo que cada nivel de la sociedad estaba expuesto a la inspección de sus vecinos más pudientes. Estas casas, a pesar de su tamaño y su belleza, estaban apiñadas a lo largo de las calles ondulantes como conchas abandonadas al retirarse la marea. Le costaba imaginar cómo sería vivir en ese lugar y no en la ruidosa y destartalada casa del capitán Dorza, que olía a pescado y vino derramado. Se preguntó cómo sería tener una casa propia, un lugar donde nadie entrara sin su autorización, donde ella hiciera lo que quisiera, hablara como quisiera.

Era imposible, desde luego. Podía ocultarse en Hierosol con gente que hablaba su idioma, o podía regresar a Xis y morir. ¿Qué otras opciones había?

Palomo le tironeaba del brazo: Qinnitan recordó que no sólo era responsable de su propia vida.

La libertad. A veces le parecía que cuanta más tenía, más le faltaba.

* * *

Nikos había fingido tropezarse con ella por quinta o sexta vez, y en esta oportunidad había logrado apoyarle la mano en el trasero y pellizcarla antes de que ella lo apartara de una bofetada, cuando decidió regresar a la casa del capitán. Privada de su intimidad, acuciada por las preguntas estúpidas e inocentes de Nikos, y sus no tan inocentes intentos de manosearla, sabía que lo mejor del día había terminado. Qinnitan suspiró. Era hora de regresar a Tedora y esa risa que parecía el balido de una cabra enojada, al humo espeso y el ruido incesante y el alboroto de niños bullangueros. Entendía que Nikos quisiera pasar un tiempo fuera de la casa, aunque habría preferido que no lo pasara con ella.

Rodeó con el brazo a Palomo, que se apretó contra ella dichosamente. Al menos él parecía conforme con su nueva vida, y jugaba con los niños más pequeños como si fueran sus hermanos. Qinnitan se cubrió la cara con la capucha, como siempre hacía cuando atravesaba el vecindario de la casa del capitán, donde había mucha gente oriunda de Xis y muchos marineros que surcaban el mar Osteyano varias veces por año. Un extraño silencio reinaba en la casa cuando atravesaron el largo sendero: oyó la voz alegre de un niño que hablaba sin ton ni son, pero nada más.

Tedora, la esposa del capitán, las miró desde la mesa. Había comenzado a beber vino temprano esa mañana (uno de los motivos por los que Qinnitan había salido) y a juzgar por la jarra y la copa, por no mencionar la expresión borrosa y artera de su cara curtida, no había reducido el ritmo en ausencia de Qinnitan.

Debía haber sido bonita en una época, pensaba Qinnitan a menudo. Tan bonita como para seducir a un capitán, toda una hazaña en Onir Soteros. Los huesos aún eran buenos, pero la tez de Tedora estaba cuarteada como cuero viejo, y los dedos estaban nudosos por la edad y el trabajo duro… aunque Qinnitan no le había visto hacer mucho de esto.

—Te está esperando. —Tedora señaló el dormitorio, con una sonrisa agria en la cara—. Dorza. Quiere verte.

—¿Qué? —Al principio Qinnitan no entendió. ¿Tedora la enviaba a la alcoba para que fuera la concubina del amo? Luego cayó en la cuenta de que en una casa tan pequeña el dormitorio era el único lugar donde se podía conversar a solas. A veces Dorza llevaba a sus tripulantes allí para hablar sobre asuntos del barco y su involuntario exilio.

Sintió un frío en las entrañas. ¿Una conversación a solas? Creía saber lo que él quería, y hacía días que lo temía. Axamis Dorza, que debía encargarse de alimentar a dos personas que no tendrían que haber sido su responsabilidad, querría desposarla con el joven Nikos, para incluirla en la familia y así obligarla a trabajar. Qinnitan no tenía duda de que era idea de Tedora. Si, como ella sospechaba, Dorza tenía otra familia en Xis, estaría más que dispuesto a hacerlo, con tal de mantener la paz en su puerto hierosolano. Sintió frío en el corazón, no sólo en el estómago.

—¿Querías hablarme? —preguntó en cuanto cerró la frágil puerta. La habitación estaba en penumbra, pues sólo una pequeña lámpara de aceite ardía sobre el gran baúl que Dorza usaba como mesa. La forma que estaba allí se movió, pero tan lenta y extrañamente que Qinnitan tuvo que contener un grito, como si la hubieran encerrado con un animal salvaje.

El capitán alzó la vista. El rostro, normalmente tan estilizado como un barco, parecía haber perdido los huesos, con el mentón hundido en el pecho, los ojos casi invisibles bajo las cejas.

—He estado hablando —dijo Dorza lentamente—. Con hombres recién llegados de Xis. —Se olía el aliento a vino desde lejos—. ¿Por qué no me contaste quién eras?

Sintió otra clase de frío.

—Nunca te mentí —dijo, aunque ésa era otra mentira. Se preguntó si estarían muriendo abejas sagradas en el Templo de la Colmena, pues se decía que así ocurría cuando una acolita faltaba a la verdad o tenía un pensamiento impuro. Si eso es cierto, debo haber matado a la mitad de esas pobres abejas. ¡Cuánto he pecado en este último año, tan sólo para salvar la vida!

—No me contaste todo. Yo sabía que eras… —El capitán bajó la voz—. Sabía que eras la querida de Jeddin. Pero no entendía…

—Nunca fui la querida de Jeddin —dijo Qinnitan, tan furiosa que no se dejó intimidar por la expresión huraña de Axamis Dorza—. Él intentó seducirme, puso mi vida en peligro. ¡No yació conmigo! ¡Ningún hombre lo ha hecho!

—Bien, eso no importa —dijo Dorza, un poco sorprendido por esa declaración—. El meollo del asunto es que has escapado de la Reclusión del autarca.

Ella recobró el aliento.

—Es verdad. De lo contrario, me habrían entregado a Mokor el estrangulador aunque no había hecho nada malo.

Dorza se incorporó, tambaleándose.

—¡Pero me has asesinado! —rugió.

—En absoluto, capitán Dorza. No has hecho nada, y puedes decirlo. Aceptaste como pasajera a una joven por orden de tu amo, sin saber que tu amo había caído en desgracia, y sin saber nada sobre la joven…

Él se acercó a trompicones, irguiéndose sobre ella como un árbol a punto de derrumbarse.

—¡Nada malo! ¡Por los ardientes testículos de Nushash! ¿Crees que al autarca le importará? ¿Crees que aplacará a sus verdugos y les dirá que no soy un mal hombre, que me dejen volver a mi vida normal? Embustera. ¡Zorra desalmada! —El capitán estiró la mano y le aferró el brazo con tal fuerza que ella no pudo escapar, aunque él apenas lograba tenerse en pie.

—¡No hice nada malo! —insistió Qinnitan—. Pongo a Nushash por testigo… Era una virgen a quien se llevaron del templo de la Colmena, y Jeddin vino a verme en la Reclusión y me dijo que estaba enamorado de mí. ¿Es culpa mía que ese pobre idiota estuviera loco?

Dorza alzó la temblorosa mano libre para pegarle, pero la bajó. Le soltó el brazo y volvió tambaleándose a la silla.

—Entonces ese cabrón de Jeddin me ha destruido, tal como si me hubiera disparado con un mosquete. —De nuevo volvió sus ojos inflamados hacia Qinnitan—. Lárgate. Márchate de esta casa y llévate a ese chico idiota. No me importa adonde vayáis. No quiero volver a oír tu nombre. Cuando los hombres del autarca vengan a decapitarme y sometan a mi esposa y mis hijos a la esclavitud, procuraré contarles lo que me has dicho: que no fue culpa tuya. —Soltó un sonido convulsivo, a medias carcajada, a medias sollozo.

—¿Me echas de aquí? ¿Sin nada? ¿Por temor a que los espías del autarca averigüen…?

—¿Los espías del autarca? ¿Acaso las rameras de la Reclusión sois tan ignorantes? Siempre creímos que estabais más informadas que la gente que no vivía en el palacio. —Escupió en el suelo, un gesto alarmante en un hombre tan pulcro—. Sólo faltan unas lunas para que zarpe la flota del autarca. En este momento está construyendo nuevos buques de guerra y armando a sus soldados. —Dorza sacó una llave del cinturón, se agachó y abrió torpemente el baúl encadenado a la pata de la silla. Sacó unas piezas de plata y las arrojó al suelo. Una moneda rodó hasta los pies de Qinnitan, pero ella no se agachó para recogerla—. Llévate eso. Al menos podrás alejarte de mí antes de que te apresen, y yo ganaré unas semanas de vida.

—¿La flota del autarca? ¿A qué te refieres? ¿Y hacia dónde se dirige?

—Hacia aquí, muchacha imbécil. Viene a conquistar Hierosol y luego el resto de Eion. Ahora lárgate de mi casa.