42: El amigo del cuervo

42

El amigo del cuervo

Así los dioses verdaderos han reinado en paz desde entonces, gracias a Habbili y la sabiduría de Nushash. Después de morir, los que inclinan la cabeza para rendirles homenaje se encontrarán a la diestra de los poderosos en el oeste extremo. Así dicen los profetas. Así dice el dios del fuego. Es verdad, hijos míos, es verdad.

Revelaciones de Nushash,

Libro I

El disfraz de varón de Briony, que ya estaba comprometido por su disfraz de diosa Zoria, no sobrevivió cuando los soldados sianeses que la habían arrestado a ella y los demás actores la revisaron en busca de armas.

(Feival Ulian, que había abandonado el escenario como Zuriyal, esposa del rebelde dios negro Zmeos, también había ido al palacio vestido de mujer. Cabía preguntarse quién de los dos, él o Briony, se sentía más cómodo con su indumentaria).

Habían encerrado a Briony y Estir Makewell en una habitación que no era una celda, pero tampoco era un cuarto para huéspedes: húmeda y sin ventanas, olía a moho, sudor y orina, y el único mobiliario era un banco rústico; habían atrancado la puerta por fuera, con el estampido perturbador de una decisión irrevocable.

—Debí haber sabido que no eras sólo alguien que nos cruzamos en el camino —rezongó Estir—. Teodoros, esa vieja yegua, siempre a las andadas. ¿Te trajo para que te acostaras con alguien y le sonsacaras sus secretos? Ahora todos tenemos una cita con el verdugo, gracias a vosotros dos.

—¿De qué estás hablando? No soy espía… No tuve nada que ver con esto.

—Claro que no. —Estir Makewell se reclinó cruzando los brazos sobre el vestido sucio, pero Briony vio que la mujer temblaba de miedo, y su enfado se transformó en algo parecido a la piedad.

—De veras, no sabía nada sobre esto. Yo escapaba de… de mi hogar cuando os encontré. —Estir resopló, nada convencida—. ¿Por qué has dicho «siempre a las andadas»? ¿Él ya ha hecho algo parecido?

La mujer la fulminó con la mirada.

—No finjas conmigo, niña. Te vi hablando con ese hombre negro como si fuera un viejo amigo, ese xixiano. ¿Cómo conocías a una persona así si no eras compinche de Finn?

Briony sacudió la cabeza. Al menos Dawet había escapado, aunque a ella no le serviría de nada.

—Lo conozco un poco, pero no tiene nada que ver con Finn. Lo había conocido en Marca Sur. Pero juro por… por el honor de Zoria —se golpeó el pecho con el puño, y le pareció irónico jurar por sí misma, o al menos por su disfraz— que no sabía nada sobre el espionaje. —Miró la puerta cerrada—. ¿Crees que estarán escuchando? —preguntó en voz más baja—. ¿Hemos dicho algo que no debíamos?

—¿Qué te importa si no tienes nada que ocultar? —protestó Estir, aunque menos irritada—. Pero tienes razón. Deberíamos cerrar el pico. Si ese gordo sabelotodo está en problemas, no será la primera vez. Es todo lo que diré, aparte de maldecirlo porque en esta ocasión nos ha implicado a todos.

Briony miró las paredes, tan húmedas que parecían estar sudando. Habían caminado casi una hora para llegar a este lugar, y suponía que debía ser el palacio real, pero estaban varios pisos por debajo del cuerpo principal del castillo. Aquí podría desaparecer fácilmente, pensó. Ejecutada por espionaje, y no se sabría más de mí. El rey Enander le haría el trabajo a Hendon Tolly sin siquiera saberlo. A menos que ya estén confabulados… Costaba creerlo. Marca Sur nunca había sido una amenaza ni un rival para Sian. ¿Qué podía ofrecer Tolly a la poderosa monarquía sianesa salvo la incómoda posibilidad de revueltas dinásticas? ¿Por qué el rey alentaría semejante cosa a menos que obtuviera un beneficio personal?

¿Pero en qué andaba metido Finn Teodoros? ¿Era casualidad que Dawet hubiera aparecido en la taberna?

Briony se sumió en un desdichado silencio, tratando de entender lo que había ocurrido y de decidir qué haría. Todo depende de mí, pensó. Sigue yendo a la deriva o actúa. Al fin fue a la puerta de la habitación y la golpeó con ambas manos.

—Decid a vuestro capitán o quien esté al mando que quiero hablar con él. Quiero hacer un trato.

—¿Qué estás haciendo, muchacha? —preguntó Estir, pero Briony no le prestó atención.

Al cabo de un momento abrieron la puerta dos guardias, que se veían tan aburridos como cuando habían metido a las dos mujeres en el cuarto.

—¿Qué quieres? Habla deprisa —dijo uno.

—Quiero hacer un trato. Dile a tu oficial que si me traéis al hombre llamado Finn Teodoros y me dejáis hablar con él, juro por los dioses que después os contaré algo que llamará la atención aun del rey de Sian.

Estir la miraba boquiabierta.

—Zorra traicionera —dijo al fin—. ¿Tratas de venderte? ¡Harás que nos maten a todos!

—Y llevaos a esta mujer —dijo Briony—. Ella no sabe nada. Dejadla en libertad o ponedla en otra parte, para mí da lo mismo.

Los soldados, ahora interesados, se miraron, cerraron la puerta y se alejaron por el corredor.

—¿Cómo te atreves? —dijo Estir Makewell, acercándose. Briony la miró fatigosamente, esperando no tener que luchar con ella—. ¿Cómo te atreves a decirles qué hacer conmigo?

Briony revolvió los ojos y cogió el brazo de la mujer con brusquedad, silenciándola.

—Calla… Estoy tratando de ayudarte. —Estir la miró asustada. Briony comprendió que se había puesto su máscara, la máscara Eddon que ninguno de los actores había visto. Endureció la voz—. Si mantienes la boca cerrada, tú y los demás podréis salir bien librados de este asunto. Si armas un revuelo, no prometo nada.

Estir Makewell quedó azorada por el cambio de tono de Briony. Se retiró al otro lado del cuarto y se quedó allí hasta que los guardias fueron a buscarla.

* * *

Finn Teodoros tenía algunas magulladuras alrededor de los ojos y un cardenal sangrante en la cabeza calva. Miró a Briony con vergüenza cuando los guardias lo hicieron entrar y lo sentaron en el banco junto a ella.

—Bien, mi querido Tim —dijo—, parece que esta gente zafia, ajena a la cofradía teatral, te ha descubierto a pesar de tu disfraz. —Se tocó la mejilla hinchada e hizo una mueca—. Juro que yo no se lo conté.

—Lo descubrieron cuando me revisaban. Ya no tiene importancia. —Briony recobró el aliento. El hecho de que los guardias los hubieran dejado a solas significaba que estaban escuchando todo lo que decían—. Necesito tu ayuda. Necesito que me digas la verdad.

Él la miró con una mezcla de cautela y buen humor.

—¿Y quién sabe lo que es eso en este mísero mundo, querida muchacha?

Ella asintió, dándole la razón.

—La verdad que tú conozcas —dijo, y miró significativamente en torno—. Lo que puedas contarme.

Él suspiró.

—Lamento de veras que estés metida en este embrollo. Traté de decirles que no tenías nada que ver.

—No te preocupes por mí. Soy menos inocente de lo que crees, Finn. Sólo dime una cosa… ¿Estabas trabajando para Hendon Tolly?

Él la miró con ojos calculadores.

—¿Tolly?

—Quizá pueda protegerte, pero debes decirme la verdad sobre eso. Debo saberlo.

—¿Tú, protegerme? Muchacha, no eres Zoria de verdad, sólo la representaste en el escenario. —Él sonrió, pero era una mueca de miedo. Tragó saliva, y se inclinó hacia ella—. Yo… no lo sé —dijo con un hilo de voz—. Alguien me encomendó… una tarea… Un funcionario del gobierno de Marca Sur.

—¿Era lord Brone? —aventuró ella—. ¿Avin Brone?

Él enarcó las cejas.

—¿Cómo puedes saber de estas cosas?

—Si logro que nos salvemos, te enterarás de mucho más. ¿Brone te encomendó que te reunieras con Dawet Dan-Faar, el hombre de Drakava?

Finn Teodoros no dijo nada, sino que asintió sorprendido.

Briony se levantó, y caminó hacia la puerta.

—Deseo hablar con el capitán de la guardia, por favor —dijo—, o con alguien que tenga autoridad. Debo decir algo que el rey mismo querrá saber.

Esta vez tardaron más tiempo en abrir. Entraron varios guardias, seguidos por un hombre bien vestido con el cuello alto de un dignatario de la corte. Su barba puntiaguda era entrecana, pero no parecía muy viejo, y se movía con la gracilidad de un hombre joven. Le recordaba un poco a Hendon Tolly, una asociación desagradable.

—No te levantes —dijo el noble con calibrada cortesía—. Soy el marqués de Athnia, secretario del rey. Entiendo que crees saber algo que consideras digno de mi atención. Huelga decir que hay una pena muy desagradable por hacerme perder el tiempo.

Briony irguió los hombros. Había oído hablar de Athnia. Pertenecía a la vieja y rica familia Jino y era uno de los hombres más importantes de Sian. Al parecer habían tomado en serio lo que ella decía. Finn Teodoros se meció en el banco, muerto de aprensión ante la presencia de un personaje tan poderoso.

—Así es. —Se levantó—. No beneficio a nadie al prolongar esta farsa. No soy actriz. No soy espía. No creo que este hombre ni los demás actores sean espías, tampoco; al menos, no se proponían perjudicar a Sian ni al rey Enander.

—¿Y por qué debemos creer lo que tú digas? —preguntó el marqués—. ¿Por qué no os llevamos a todos al sótano y dejamos que allí os extraigan la verdad?

Ella recobró el aliento. Ahora que había llegado el momento, era difícil quitarse el manto del anonimato.

—Porque en tal caso torturaríais a la hija de uno de vuestros aliados tradicionales, lord Jino —dijo, enderezándose, tratando de parecer más alta e imponente—. Mi nombre es Briony te Meriel te Krisanthe M’Connord Eddon, hija del rey Olin de Marca Sur, y soy la legítima princesa regente de todos los reinos de la Marca.

* * *

Es mi sueño, pensó. ¡Estoy atrapado en mi propia pesadilla!

Gritos y alaridos lo rodeaban como una música extraña. Los corredores estaban llenos de fuego y humo y algunas de esas siluetas chamuscadas que corrían eran tan negras como los hombres de su sueño, y tampoco tenían rostro.

¿Esto es lo que significaba, entonces? Se detuvo en un lugar ancho en la convergencia de varios túneles y se agazapó junto a un carro volcado. Cada hueso y tendón del cuerpo estaba tan vapuleado que apenas podía caminar, y los huesos de su brazo atrofiado parecían rechinar cada vez que se movía. ¿Mi sueño me anunciaba que aquí es donde moriría?

Una silueta pequeña y torpe pasó junto a él, gritando con voz chillona. Barrick trató de levantarse, pero no pudo. Su corazón pegaba saltos, y sus piernas no podían sostener a un gorrión, mucho menos su propio peso. Agachó la cabeza y trató de respirar.

No quiero morir aquí. ¡No moriré aquí! ¿Pero qué sentido tenían esas tontas afirmaciones? Gyir tampoco había querido morir ahí, pero eso no lo había salvado. Barrick había sentido el momento de la muerte del crepuscular. Tampoco Ferras Vansen había querido morir ahí, pero había caído en ese abismo negro donde lo esperaba una destrucción segura. ¿Qué le hacía pensar que él era diferente? Estaba perdido en las profundidades de un lugar antiguo y maligno, atrapado en la oscuridad, rodeado de enemigos…

Pero debo intentarlo. Tengo que hacerlo. Lo prometí…

Ni siquiera sabía qué le había prometido a quién. Tres rostros flotaban ante sus ojos, cambiando y fusionándose, disolviéndose y volviéndose a formar: su hermana con su pelo rubio y su cara afectuosa, la mujer crepuscular con su rostro pétreo y sin edad, y la muchacha de pelo oscuro de sus sueños. La última era una desconocida, y quizá ni siquiera fuera real, pero en cierto modo, en este momento, parecía más real y conocida que las demás.

Resiste, le había dicho en aquel puente entre dos nadas. Escapa. Cámbialo.

No lo había entendido (no había querido entender), pero ella le había reclamado que no cejara, que no sucumbiera al dolor.

Lo que tienes es esto, y debes luchar, le había dicho, con ojos grandes y serios.

Luchar. Si iba a luchar, tendría que levantarse. ¿Acaso nadie entendía que tenía derecho a sentir amargura y algo peor? Él no había pedido nada de esto, ni la terrible lesión en el brazo ni la maldición de la sangre de su padre, ni la guerra con las hadas ni las atenciones de un semidiós demente. ¿Acaso esas mujeres que lo fastidiaban con sus exigencias (cumplir una misión, regresar sano y salvo, luchar contra la desesperación) no sabían que tenía derecho al desconsuelo?

Pero no lo dejaban en paz.

Barrick suspiró, tosió hasta encorvarse, escupió sangre y ceniza y se puso de pie.

* * *

Muchos túneles comenzaban con un declive ascendente pero pronto volvían a bajar. El único modo de saber con certeza que estaba subiendo era encontrar escaleras. Pero Barrick Eddon no era el único que tenía esa idea: la mitad de las criaturas perdidas y aullantes de las honduras humosas de Gran Abismo buscaba el modo de llegar a la superficie. Las demás, por motivos que él no podía imaginar, parecían igualmente decididas a bajar hacia el sitio donde habían muerto Gyir y el semidiós tuerto, una caverna que ya se había derrumbado en fuego y humo negro cuando Barrick la había abandonado una hora atrás. A veces tenía que vadear una corriente de criaturas enloquecidas, algunas de su mismo tamaño, y todas bajaban precipitadamente hacia una muerte segura. Había perdido el hacha cuando se derrumbó el techo; ahora encontró una herramienta semejante a una azada, que alguien había soltado, y la usó cuando el túnel se congestionó, abriéndose paso a golpes entre las garras y los dientes de fugitivos asustados.

A medida que ascendía por la mina, las escaleras daban a habitaciones y escenas que no lograba entender. En una ancha caverna que tuvo que atravesar para llegar al pie de la siguiente escalera, docenas de criaturas aladas y esbeltas atacaban a una criatura rechoncha, y sus voces eran un zumbido de alegría feroz. Quizá la victima fuera uno de esos seguidores que habían atacado a Gyir en el bosque, pero era difícil saberlo, porque estaba cubierta de sangre y tierra. Barrick apresuró la marcha, agachando la cabeza. Le recordaba su propia vulnerabilidad, y cuando vio el leve fulgor de una hoja de metal abandonada por el dueño, la recogió y dejó la azada. Era una herramienta extraña, mezcla de hacha con puñal, pero mucho más afilada que la otra.

Dos pisos más arriba la escalera se llenó de seres pequeños y escurridizos a los que no parecía importarles si estaban boca arriba o boca abajo; muchos corrían por el techo y las paredes y otros por el suelo. Sus cuerpos eran duros como el hueso, redondos y lisos como cuencos, pero tenían pies con dedos extendidos, como ratones. El contacto pegajoso de esas zarpas diminutas perturbó tanto a Barrick que después de que el primero cayera sobre él, se apresuró a quitarse de encima a los demás.

* * *

Barrick Eddon estaba exhausto. Había subido varias escaleras, algunas más altas que cualquier escalera del castillo de Marca Sur, y también dos precarias escalerillas, pero no llegaba a la superficie: el aire estaba tan húmedo, caliente y sofocante como antes, y los demás esclavos y obreros tan confundidos como en los niveles de abajo. Estaba perdido, y hasta las fuerzas que le había dado el terror empezaban a desvanecerse. Aleteaban criaturas en los oscuros túneles, y figuras sombrías se le cruzaban en el camino antes de desaparecer en pasajes laterales, pero cada vez parecía estar más solo. Eso era malo: estar solo era ser obvio. Aunque el semidiós estuviera muerto, sus sicarios no lo dejarían ir.

Aferró a la primera criatura que encontró que era más pequeña que él, un ser lampiño de ojos saltones como una salamandra bípeda, última de una manada que lo había adelantado en una escalera. Soltó un chillido, y antes de que él pudiera averiguar si hablaba su idioma se hizo pedazos. Los brazos, las piernas, todo lo que intentaba aferrar se desprendía del torso y ese jirón resbaladizo se le escabulló y se alejó dando brincos y buscando a sus compañeros. Barrick quedó tan sorprendido que se quedó mirando mientras las criaturas lampiñas (seguidas por la que él había capturado cuando estaba entera) se perdían de vista, y luego fue casi aplastado por un ser grande y peludo que las perseguía.

El ser peludo lo alcanzó y lo adelantó tan deprisa que sólo supo que era uno de los guardias simiescos por su hedor y por la aspereza de la pelambre mientras lo pasaba en la angosta escalera. Esperó a que se fuera, jadeando, agradeciendo que se interesara más en las criaturas lampiñas que en él.

Quizá sean comestibles, pensó con desconsuelo. Barrick no sólo sentía dolor y cansancio, sino hambre. Los guardias no se habían molestado en alimentarlos antes de llevarlos al portal. Dentro de poco yo mismo estaré matando y comiendo esas cosas horribles, y me daré por satisfecho…

Cuando llegó a un rellano, a la luz oscilante de un par de antorchas, una criatura pequeña salió de un pasaje lateral. Ese ser humanoide echó un vistazo a Barrick y se giró para correr por donde él había venido, pero Barrick se abalanzó (sorprendiéndose a sí mismo tanto como al recién llegado) y le aferró el pelo nudoso y aceitoso con los dedos de la mano sana.

—Detente o te mataré —dijo—. ¿Hablas mi lengua?

Era un drow como el que había conducido la carreta en llamas, pequeño y nudoso, con cejas hirsutas, una gran nariz con forma de cebolla y una barba desaliñada que le cubría gran parte de la cara. Era fuerte a pesar de su tamaño, pero cuanto más se resistía, más lo apretaba Barrick. Lo atrajo hacia él y le apoyó el arma en la cara para que no hubiera dudas. Procuró no revelarle cuánto le dolía empuñar el arma con el brazo malo.

—Non ferir —gritó con voz ronca y aguda—. ¡Non ferir!

Barrick tardó un momento en entender.

—¿Que no te hiera? —preguntó con voz amenazadora—. No trates de engañarme, engendro. Quiero salir, pero no encuentro la superficie, la luz. ¿Dónde está la luz?

El hombrecillo lo miró un largo instante y asintió.

—Estás en Nido de las Raíces… morada de los drow. Alto en montaña vas, con cuevas y cuevas, ¿captas? Camino equivocado para día quemante.

Si prestaba atención, podía entender. Así que estaba ascendiendo dentro de la montaña. ¡Con razón no encontraba la superficie! Sintió alivio, pero si el hombrecillo consideraba que la luz tenue de la tierra de las sombras merecía llamarse «día quemante», más le valía no encontrarse bajo la verdadera luz del día, al otro lado de la Línea de Sombra.

—¿Cómo salgo? ¿Cómo llego al… día quemante?

—Por aqueste lugar. —El drow se retorció hasta que Barrick aflojó su apretón. Señaló con un dedo rechoncho de uñas quebradas—. Acullá.

Barrick, con alivio, se pasó el arma a la mano sana.

—Muy bien. Guíame.

—¿Me pondrás libre?

—Si me conduces al día quemante, sí, te pondré en libertad. Pero si intentas escapar antes de que lleguemos, te daré con esto. —Estaba harto de la sangre y las matanzas, pero no quería pasar el resto de una vida breve y desdichada en esas cavernas.

Cuanto más avanzaban, más desiertos estaban los corredores. Barrick no sabía si era buena o mala señal. En general se desplazaban horizontalmente, al principio por habitaciones que cumplían alguna función. En general eran almacenes abarrotados de herramientas rotas, cubos de mineral vapuleados y vacíos, carros rotos que aguardaban reparación, sogas y otras provisiones, o cosas menos comprensibles. Pilas de fichas de arcilla con marcas talladas, sacos y barricas agujereadas con tierra de diferentes colores, e incluso un recinto tan brumoso y helado que creyó que habían salido de las minas a una terrible tormenta de invierno. Dio varios pasos en esa caverna antes de comprender que todavía estaban bajo tierra, que ese frío estremecedor se debía a que el recinto estaba lleno de bloques de nieve o hielo. ¿Por qué? ¿Y de dónde procedían esas cosas?

Encontró la respuesta poco después, cuando empezó a ver lo que estaba apilado contra las paredes, casi todo oculto por la niebla. Cadáveres, aunque costaba saber de qué, porque los habían descuartizado. Se sintió aún más abatido. ¿Cuál era el motivo de esta locura? Con voz trémula le preguntó al drow, pero el hombrecillo dio a entender que no lo sabía.

¿Era carne para comer? No les habían dado carne a los prisioneros, y no había suficientes guardias para necesitar una provisión tan monstruosa: los cadáveres escarchados estaban apilados como ramas en la enorme habitación. ¿Y de dónde venía el hielo? En el exterior hacía frío, y con frecuencia llovía, pero no había nada parecido a la nieve, y menos tal cantidad de hielo.

A menos que esto fuera sólo para alimentar a Jikuyin, pensó, y sintió un escalofrío de horror. Empujó al drow para que se apresurara. No veía el momento de salir de la caverna helada.

Pasaron por otra gran caverna de almacenaje, alumbrada por una sola antorcha, y Barrick agradeció que el drow se moviera en la oscuridad más fácilmente que él, pues no veía nada. No sabía qué eran esas pilas de bultos cubiertos de tela, y no tenía interés en investigarlo, pero un arroyo cruzaba el recinto (oía su susurro sin verlo, pues se encontraba en una profunda grieta) y docenas de criaturas pálidas y diminutas revoloteaban por la habitación. Sólo cuando uno de ellas se le posó en el hombro, sobresaltándolo tanto que casi se cortó con el arma al tratar de ahuyentarla, vio que eran salamandras blancas y aladas, criaturas ciegas que habían salido de la grieta como murciélagos respondiendo a la llamada del ocaso. Ahora veía que las criaturas pálidas colgaban por doquier del techo y las paredes, plácidas como si disfrutaran del sol estival en una roca caliente en vez de estar en una habitación oscura en las profundidades de la montaña.

Al salir de la caverna de las salamandras a un camino descendente, aferró al drow y le preguntó por qué volvían a bajar. La criatura barbada miró con comprensible temor la hoja que él le apoyaba en la garganta, pero Barrick notó que no se sentía culpable de nada malo.

—No salir a menos que bajar Nido de las Raíces —explicó el guía—. Nido lleno de agujeros, muchos caminos subiendo y bajando… Raíces, ¿captas?

Tras reflexionar un rato, Barrick decidió que el hombrecillo le decía que tenían que bajar desde algo llamado Nido de las Raíces porque había subido demasiado para ir derecho hacia la puerta que salía de las minas. Si el hombrecillo decía la verdad, pronto volvería al aire libre.

Aun mientras crecía la esperanza, no pudo dejar de pensar en sus compañeros perdidos. En ocasiones había tenido la certeza de que moriría en esos túneles, y aún no sabía si sobreviviría, pero nunca había imaginado la posibilidad de escapar sin los otros dos. Ahora, aunque lograra salir de las minas, aún estaría solo en un lugar extravagante y peligroso.

Ahuyentó ese pensamiento, pues de lo contrario se quedaría sin fuerzas, caería redondo y nunca se levantaría.

Mientras cruzaban una amplia estancia alumbrada por mil velas que ardían en las paredes y el techo como la luz de las estrellas, el hombrecillo barbado aminoró la marcha y se detuvo.

—Estar aquí —jadeó, la voz ronca de miedo—. ¿Ves? Delante tuyo día quemante.

Barrick miró. Al otro lado de la estancia había un destello de luz, quizá la rendija de una puerta que conducía a la libertad, o quizá una mera ilusión.

—¿Aquello?

—Aquesto, sí. —La criatura se movió nerviosamente en el apretón de Barrick, pero quizá su nerviosismo sólo significara que no sabía si Barrick sería fiel a su palabra y lo liberaría.

—Adelante, pues, y veamos si se abre. —Barrick rió, aunque no sabía por qué. Estaba eufórico ante la idea de salir, pero sospechaba que el hombrecillo trataba de engañarlo—. Lo haremos juntos.

Sintió una gran alegría cuando se acercó y vio que eran las grandes puertas de madera y metal, que dejaban entrar luz porque estaban entreabiertas, quizá porque unos guardias que desertaban no las habían cerrado. Con la ayuda de los fuertes brazos del drow, logró abrirlas más, hasta que pensó que había espacio para que él pasara. En otra ocasión se habría interesado en las figuras y runas que habían labrado con metal negro sobre la madera oscura, pero ahora estaba fascinado por la luz del día, apetitosa como una comida.

Era de día sólo en un sentido elemental (el día sin sol de las tierras de las sombras), pero después de su encierro en las profundidades parecía el resplandor broncíneo de una tarde de heptamene.

El exceso de luz fue demasiado para el drow, que se alejó de la puerta agitando las manos y siseando como una serpiente. Barrick entró de costado en la rendija sin prestarle atención (después de todo, el drow había cumplido con el trato), pero poco después el hombrecillo regresó tambaleándose y cayó a los pies del príncipe. Tres astas emplumadas temblaban en su espalda y las heridas ya le empapaban la camisa harapienta y sucia. Aún no había muerto, pero a juzgar por sus jadeos entrecortados sólo le quedaban instantes.

—Estás perfectamente perfilado contra la puerta —declaró una voz pétrea, provocando ecos—. Si no retrocedes lentamente hacia mí, mis guardias te dispararán. Pero no morirás tan rápido como tu amiguito.

Aunque pudiera salir por la rendija, los arqueros invisibles tendrían tiempo de sobra para dispararle. Aunque llegara al exterior, no le quedaban fuerzas para dejar atrás a nadie, y menos para eludir las flechas de arqueros entrenados. Barrick se alejó de la puerta y regresó al interior de la caverna. Delante de él, al frente de un grupo mixto de guardias simiescos y de cráneos largos, algunos de los cuales empuñaban arcos, se erguía la figura cadavérica de Ueni’ssoh, y sus ojos relucían como fuegos azules.

—Pertenecías a Jikuyin —dijo el hombre gris con su voz fría y átona—. Pero ahora eres mío. Excavaremos la caverna del portal una vez más. Nada ha cambiado, salvo quién será el dueño de los tesoros del dios.

—Preferiría morir —dijo Barrick, y se giró y saltó hacia la puerta, pero algo le pegó en la pierna como un garrote y lo tumbó a un palmo de la salida; una flecha le atravesaba la bota, y tenía una herida ardiente en la pantorrilla. A pesar del dolor palpitante de la herida, sentía la luz fresca y gris del mundo exterior como un bálsamo, olía la dulzura del aire. Sólo ahora comprendía cuán infectos eran los hedores con que había convivido tanto tiempo, el humo y la sangre y la roña.

Conque éste era el final. Después de lo que había hecho, después de toda la gente que había tratado de complacer… Bien, les había dicho que no estaba a la altura de las circunstancias, ¿verdad? Les había dicho que fracasaría. Y si no se lo había dicho, tendrían que haberlo sabido.

El hombre gris se erguía sobre él, mirándolo con intensidad. Ueni’ssoh estiró la lengua como un lagarto y se relamió los labios secos.

—Hay algo… Sí, tienes algo. Ahora lo siento. Algo… poderoso. Las cosas empiezan a cobrar sentido.

Barrick protestó, pero le costaba formar las palabras. Luego recordó.

El espejo. ¡El espejo de Gyir, el valioso objeto de Yasammez! Barrick lo sentía contra el pecho en el bolsillo de la camisa. No podía permitir que ese engendro lampiño y cadavérico se lo quitara.

—No sé de qué hablas…

—Silencio. —El hombre gris extendió una mano huesuda que se detuvo sobre el pecho de Barrick. Los cráneos largos y los guardias simiescos se agolparon alrededor del amo, y parecían demonios en un fresco del templo—. Dámelo.

Barrick trató de negarlo de nuevo, pero aunque el hombre gris no lo tocaba, sintió una fuerza que tironeaba del espejo. Un dolor intenso le rasgó el pecho, como si el espejo hubiera echado raíces en su piel y sus huesos, y como si no se pudiera arrancar sin desgarrarlo a él. Gritó, pero el hombre gris no se inmutó; salvo por esos ojos brillantes, Ueni’ssoh parecía tallado en piedra.

Barrick aferró el espejo, pero una extraña debilidad empezaba a dominarlo. ¿Para qué resistir? Ese demonio gris era más fuerte que él, mucho más fuerte…

—¡No! —Reconoció la voz que sonaba en su cabeza. No era suya sino del hombre gris—. ¡No lo haré…!

Los labios pétreos se curvaron en una sonrisa. Parecía que el tirón del espejo pondría el cuerpo de Barrick del revés. Ueni’ssoh estaba de rodillas sobre él, la mano sobre su pecho.

—Lo harás, mortal; claro que lo harás. Y cuando tenga este objeto secreto en mis manos, sabré por qué Un Ojo estaba tan interesado en ti…

—¡No puedes…! —jadeó, pero no podía resistir el poder del hombre gris. Perdería el espejo y lo perdería todo.

—Deja de luchar —dijo el nocturnal. Apretaba los dientes, y Barrick vio que gotas de sudor le perlaban la frente cenicienta.

Pero no estoy luchando, pensó. No sabría cómo luchar contra él. Aun así, algo se resistía contra el poder del hombre gris, algo lo mantenía a raya.

De pronto un gran calor llenó a Barrick. Era el espejo, que rebosaba de poder mientras Ueni’ssoh intentaba arrebatarlo. Una luz estalló alrededor de ellos, cálida y casi tan brillante como el sol, tan fuerte que Barrick gritó, aunque no le causaba dolor. Mientras estallaba la luz, los guardias gritaron y retrocedieron, tapándose los ojos con las zarpas. Poco después la luz se contrajo, pero Barrick aún la sentía, un cosquilleo chispeante en la piel. Algo más aullaba ahora. Como una araña que hubiera atrapado a una avispa enorme y asesina en su frágil red, ahora era Ueni’ssoh quien trataba de romper el contacto (Barrick sentía el terror creciente del hombre gris, casi podía olerlo, u oírlo como un ruido estridente), pero el espejo o el poder que lo impulsaba no soltaba al nocturnal.

—¡No! —Ueni’ssoh gritó y trató de levantarse, pero algo invisible lo había aferrado, y se contorsionaba y braceaba como un pez vivo arrojado a una piedra caliente. Sus ojos se abultaban, y sus músculos se contorsionaban bajo la piel apergaminada, formando nudos y espirales. Poco después grandes flores de sangre negra le cubrieron la cara, el cuello y las manos. Los bestiales guardias, aullando de dolor ante la luz que los había cegado, echaron a correr, dándose zarpazos en su prisa por escapar de la creciente incandescencia que palpitaba entre el pecho de Barrick y la mano estirada de Ueni’ssoh.

Luego el hombre gris ardió.

Ueni’ssoh se puso de pie, gritando y bailoteando mientras el fulgor se propagaba por el brazo y penetraba en el pecho. Sus ojos saltaron de las órbitas. Su boca abierta vomitó fuego. Los guardias huyeron de la ancha antesala, hacia los oscuros corredores de la mina.

Cuando Barrick volvió a mirar, el hombre gris era sólo un guiñapo chamuscado que siseaba y se retorcía. Se alejó con horror y repulsión, pasando por encima del cuerpo acribillado del guía drow en su desesperación por llegar a la luz del día.

Al salir, miró desconcertado el angosto valle que se extendía más allá de la escalera. ¿De veras estaba libre? ¿Qué había sucedido? ¿Él había destruido al hombre gris? No lo creía. Había sido el espejo, defendiéndose. Pero no había hecho nada hasta que el hombre gris intentó tomarlo. ¿Habría permitido que Barrick muriera si el hombre gris hubiera dejado el espejo en paz? No lo sabía, y no quería molestarse en averiguarlo.

Partió la flecha y se la quitó de la bota, que estaba resbalosa con la sangre del tobillo herido, y luego bajó cojeando hasta el terreno abierto, el final del largo camino que habían recorrido como prisioneros para llegar a ese lugar espantoso, muchos días o meses atrás. Sólo debía andar un poco más, aunque le doliera, y quedaría fuera del alcance de los guardianes de la mina, siempre que alguno quisiera seguirlo.

Débil como estaba, esa luz borrosa aún le parecía fuerte después de tantos días en la oscuridad, así que al principio no reparó en el temblor de las grandes estatuas que tenía delante hasta que una osciló y se desplomó con estrépito. Dos estatuas más se derrumbaron mientras el suelo saltaba en pedazos. Una forma enorme salió de la tierra a la luz del día.

Al principio el despavorido Barrick pensó que era una araña gigantesca de las profundidades, peluda y con extremidades deformes y cadavéricas que rezumaban fluidos relucientes. Pero los apéndices se extendieron en direcciones inesperadas, algunos destrozados y despellejados, todos humeantes y goteando un líquido que parecía cera derretida, como si fuera una terrible combinación de erizo de mar o medusa con animal descuartizado. Al fin vio la cara despellejada que colgaba entre dos de esas extremidades, chorreando el líquido dorado y reluciente que era su sangre. El horror que había interrumpido su fuga aún tenía unas hilachas de barba chamuscada en la mandíbula, y ese ojo enorme y demente.

Maldita bola de excremento. La mandíbula inferior del semidiós estaba destrozada, y goteaba un líquido que parecía metal derretido, así que la voz de Jikuyin era un gorgoteo irreconocible. Las palabras sólo estaban en su cabeza, pero eran tan poderosas, a pesar de las muchas heridas del semidiós, que Barrick tropezó y casi cayó de rodillas. Pensabas que estaba muerto, ¿eh? ¡Pero los inmortales no somos tan fáciles de matar…!

Barrick se echó a un costado, esperando poder esquivar a esa criatura enorme y tullida, pero a pesar de sus terribles heridas el semidiós avanzaba con impresionante velocidad, moviéndose como un cangrejo sobre sus extremidades rotas para cerrarle el paso.

No tan rápido, niño. Tu sangre abrirá la casa del dios y yo volveré a estar entero. Esto es sólo un contratiempo.

A Barrick le costaba mantener la cabeza erguida. No podía esquivar al semidiós ni luchar contra él. Tampoco podía retroceder. Era el fin.

A menos…

Barrick Eddon metió la mano en la camisa y sacó el espejo. Por un momento sintió que se calentaba en su mano, sintió que su poder volvía a florecer como cuando el hombre gris había intentado quitárselo, pero Jikuyin alzó una mano destrozada (al menos parecía una mano) y el floreciente resplandor se extinguió.

Sea lo que fuere, dijo Jikuyin, es un poder menor que el mío, niño mortal. Su ojo inyectado en sangre ya no revelaba ninguna expresión, pues su cara había sufrido demasiados estragos, pero Barrick notó que el semidiós estaba complacido, de buen humor. También supo que Jikuyin decía la verdad: ahora el espejo estaba frío e inerte. ¡Después de todo, la sangre de los grandes dioses corre por mis venas…!

Algo cayó del cielo, cubriendo la cara del semidiós como una sombra negra. Jikuyin soltó un alarido de dolor que abrasó el cerebro de Barrick y lo hizo caer de rodillas. Cuando logró levantarse, vio que la sombra negra se había ido y el semidiós gemía y se frotaba la cara. Cuando apartó las extremidades, el lugar donde había estado el único ojo de Jikuyin era un cráter que derramaba oro radiante.

¡Ciego…! ¡Está ciego! Barrick supo que tenía una sola oportunidad: mientras el monstruo gritaba y agitaba furiosamente los brazos destrozados, Barrick bajó la cabeza, corrió hacia él y viró, zambulléndose y rodando bajo las zarpas de una mano gigantesca que goteaba oro.

El gigante notó que su presa se escapaba y soltó un bramido áspero que sacudió las colinas, así que cayeron piedras de las alturas. Barrick no se detuvo para mirar, sino que corrió tan rápido como sus músculos lo permitían, resollando a cada paso. Los gritos de furia del dios quedaron atrás, hasta que sólo fueron un ruido lejano como el trueno.

* * *

Al fin llegó a una distancia segura. Cayó sobre las manos y las rodillas, recobrando el aliento. Una forma negra bajó del aire, y aterrizó rozándolo con sus anchas alas. Avanzó unos pasos y subió a una roca para mirarlo con un ojo brillante. Barrick nunca había pensado que estaría tan complacido de ver a ese pájaro horrible.

—Skurn… ¿Eres tú?

—¿Dónde está nuestro otro amo?

Barrick tardó un instante en comprender lo que preguntaba el ave.

—Vansen. Él… cayó. En la mina. No saldrá.

El cuervo lo miró con cautela.

—Te salvamos. Perforamos el ojo del grandullón. ¿Juan Cadena?

Barrick asintió, demasiado cansado para hablar.

—Entonces somos el cuervo más poderoso que existe, ¿verdad? —El pájaro pareció reflexionar, caminando sobre la roca, graznando—. Skurn el poderoso. Le arrancamos el ojo a un dios.

—Semidiós. —Barrick se tendió boca arriba. Esperaba estar a buena distancia, porque no podía dar otro paso.

Skurn echó la cabeza hacia atrás. Movió la garganta, tragando.

—Mmm —dijo—. Ojo de dios. Sabroso. Ojalá lo hubiéramos conseguido entero.

Barrick miró al pájaro y se echó a reír, una ronca carcajada que estuvo a punto de ahogarlo. Cuando recobró el aliento y se sentó, pensó en algo.

—Dime, horrible criatura, ¿sabes dónde está Qul-na-Qar? ¿La Casa del Pueblo?

El cuervo lo miró.

—¿Qué ganamos con este plan? Tú no nos salvaste como nos salvó nuestro amo. Lo cierto es que nosotros te salvamos a ti. —Se acicaló las plumas—. Skurn el poderoso.

—Si me ayudas a llevar esto… si me ayudas a llegar a Qul-na-Qar, me aseguraré de que nunca tengas que cazar el resto de tu vida. Más aún, te llevaré presas frescas en bandeja, todos los días.

—¿Verdad? —El cuervo dio unos brincos, aleteó, se posó—. Trato hecho. Si eres de fiar.

A pesar de sentirse vacío como un espantajo olvidado, Barrick aún pudo hacer gala de su orgullo herido.

—Soy un príncipe; el hijo de un rey.

—Sí, claro, ahora sí que te creemos —se burló Skurn. Reflexionó, moviendo lentamente los ojos oscuros—. Pero eras amigo de nuestro amo. Así que… socios.

—Socios. Por los dioses, ¿quién lo habría pensado? —Barrick se arrastró hacia los arbustos, sin fijarse dónde apoyaba la cabeza—. Avísame si alguien viene a matarme, ¿quieres?

No esperó la respuesta del cuervo, porque el sueño ya lo arrastraba a lugares oscuros, más profundos que el pozo de una mina.

* * *

Vansen seguía adelante porque no podía hacer otra cosa, un pie delante del otro, avanzando por ese arco pálido e incesante a través de una nada negra. A veces se detenía a descansar, pero nunca por mucho tiempo, porque temía equivocarse de rumbo, confundir esas dos direcciones indistinguibles y desandar el camino.

Y otras veces tenía la curiosa idea de que no caminaba en un arco sobre un abismo, sino en el exterior de un gran anillo que flotaba en la oscuridad y no tenía principio ni fin, y de que él, Ferras Vansen, condenado por crímenes que desconocía (aunque se consideraba culpable de muchos), caminaría para siempre, sin morir, en una condena eterna.

¿Podían los dioses ser tan crueles? Y en tal caso, ¿por qué aún se sentía cansado, como un hombre viviente?

¿Y por qué estaba tan obsesionado con los dioses? ¿Por qué pesaban tanto en sus pensamientos? Cada vez que intentaba acordarse de cómo había llegado a ese lugar, lo que parecía sólido se deshacía como niebla. No recordaba dónde había estado antes. No recordaba casi nada de lo que había pasado desde que había atacado a los guardias en la fortaleza subterránea del semidiós. Creía recordar una ciudad, y algo sobre su padre, pero sin duda eran sueños, pues su padre había muerto años atrás.

Pero si habían sido sueños, ¿qué era este lugar? ¿Dónde estaba? ¿Quién o qué lo había puesto en ese camino sin fin?

¿Y si decidía saltar de ese puente interminable e inexplicable? ¿Acaso la muerte o una caída igualmente interminable e inexplicable serían mucho peores? Era algo a tener en cuenta, decidió, una puerta. Quizá fuera la única puerta que podría sacarlo de ese vacío espantoso.

Ferras Vansen no tenía respuestas, pero la posibilidad de hacer preguntas al menos le impedía volverse loco.

* * *

Fue como si hubiera pestañeado, pero el momento en que tuvo los ojos cerrados duró un año en vez de un instante. Cuando reparó en lo que había ocurrido, todo había cambiado.

* * *

El abismo había desaparecido, y la negrura eterna se había diluido en una oscuridad mucho más tangible, la de una sombra común. Algo que parecía piedra aún se extendía bajo sus pies, pero era lisa, no curva, y tuvo la sensación de estar rodeado por algo que no era ese horrendo vacío.

Se detuvo, sorprendido y asustado. Después de tanto tiempo, cualquier cambio era aterrador. Cayó de rodillas y olió la fría piedra, apretó la frente contra ella. Parecía real. Más aún, parecía diferente.

Se incorporó y para su inmensa sorpresa la oscuridad misma empezó a retroceder, o mejor dicho, surgió una luz que la disolvió: el resplandor lo inundó, la luz de antorchas reales, y pudo ver muros en derredor, muros de piedra con tallas decorativas. Miró el techo y descubrió con horror una figura inmensa que lo observaba, negra y ominosa. Pero era sólo una estatua, una enorme imagen de Kernios, y aunque Vansen se sobresaltó al agachar la vista y ver que la misma estatua lo observaba desde abajo, comprendió que estaba en una especie de piedra especular, un vasto espejo que reflejaba el pozo tallado en el techo, así como al gran Kernios mirando hacia abajo, o hacia arriba, desde sus honduras.

Se mareó de tanto mirar arriba y abajo. Se tambaleó, pero recobró el equilibrio. ¿Dónde estaba? ¿Era un lugar profundo y subterráneo, bajo la mina del semidiós? Había caído por la puerta abierta del dios. ¿Era éste el corazón de su santuario? Pero parecía demasiado… común. Las tallas eran hermosas, y la estatua de Kernios era apabullante, pero no parecían ser de otro mundo.

Volvió a tambalearse, y se obligó a respirar. Estaba exhausto. Estaba vivo. Una cosa era prueba de la otra, y el recinto sólido que lo rodeaba era otra prueba de que había sobrevivido, sin importar dónde estuviera. Frente a él había una enorme puerta. Fue hacia ella y la tanteó. Era pesada, pero se abrió nada más tocarla.

La habitación del otro lado estaba llena de gente pequeña. Al principio Vansen creyó que lo esperaban a él, pero luego vio la cara de sorpresa de los hombrecillos y supo que no era así. ¿Servidores de Kernios, quizá? Pero también había hombrecillos como éstos en las minas de Jikuyin. Vansen alzó las manos, preguntándose si hablarían un idioma que él conociera.

—¿Podéis… entenderme?

—En nombre de los Ancianos de la Tierra, ¿qué haces en la cámara del consejo, forastero? —preguntó un hombrecillo con el ceño fruncido—. No estás autorizado para estar aquí. —Agrandó los ojos con alarma, se giró y salió por la puerta. El resto de los hombrecillos lo siguió, mirando temerosamente mientras huían, como si Vansen fuera una bestia peligrosa.

Los siguió con los ojos y sintió un escalofrío en la espalda. No sólo el hombrecillo había hablado su idioma, sino que tenía un perfecto acento de Marca Sur. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué triquiñuela era ésta?

Vansen trató de calmarse, mirando el recinto y tratando de entender lo que le había ocurrido, pero casi tenía miedo de averiguarlo. Al fin la puerta se abrió y un grupo de hombrecillos, esta vez con palas, picos y otras armas, se le acercó cautelosamente por el brillante suelo de piedra. Vansen alzó las manos para mostrar que estaba desarmado, pero le llamó la atención el hombre corpulento que los acompañaba, un hombre normal, de la altura de Vansen. La cara le resultaba familiar…

—Yo te conozco —dijo cuando el hombre corpulento se acercó con su ejército de hombrecillos—. Eres… Que los dioses me guarden, eres Chaven, el médico de la familia real.

—Eso dices tú —dijo el hombre. No parecía el tipo que encabezaría un grupo armado, ni siquiera de esa talla—. Pero yo no lo admito. Eres un intruso aquí. ¿Qué haces en la sede del gremio de los cavemeros?

—¿Cavemeros? ¿Sede del gremio? —Vansen miró al hombre sin entender—. ¿Qué locura es ésta? ¿Dónde estoy?

—Por todos los dioses —dijo Chaven, y se calló. Extendió los brazos para frenar a los cavemeros, o quizá para sostenerse. Parecía que le hubieran dado un golpe—. Conozco a este hombre, pero se perdió en la batalla contra los crepusculares. ¿No eres el capitán Vansen, de la guardia real?

—En efecto. ¿Pero dónde estoy?

—¿No lo sabes? —El médico meneó la cabeza—. Estás en Cavernal, bajo el castillo de Marca Sur.

—¿Marca Sur…?

Ferras Vansen miró en torno con asombro y dio un paso tambaleante hacia Chaven y los cavemeros. Algunos hombrecillos se asustaron y le apuntaron con las armas. Vansen cayó de rodillas, alzando los brazos para alabar a todos los dioses, y los cavemeros lo observaron con preocupación mientras se arrojaba al suelo, riendo y llorando, y apretando el rostro contra la gloriosa solidez de la piedra.