41: Pariente de la muerte

41

Pariente de la muerte

Los dioses han reinado con justicia y pujanza desde entonces, defendiendo los cielos y la tierra de todos los que desean causarles daño. Los padres de la humanidad han prosperado bajo el justo liderazgo de los dioses. Los que siguen las enseñanzas de los tres hermanos y sus oráculos y les rinden el debido homenaje encuentran un lugar bienaventurado en el cielo después de su muerte.

El principio de las cosas,

Libro del Trígono

La noticia había llegado a Marca Sur en una nave rápida procedente de Jael, que se había enterado gracias a otras naves recién llegadas de Devonis: el autarca de Xis había enviado una enorme flota de guerra a Hierosol. La nave había dejado las aguas del sur antes de obtener más novedades, pero en el castillo de Marca Sur nadie ponía en duda que la antigua Hierosol sufría un asedio.

Las actividades de la gente de la superficie rara vez interesaban a los habitantes de Cavernal, pero ese año ya habían oído muchas malas nuevas: el rey cautivo, el príncipe mayor asesinado, los mellizos desaparecidos y quizá muertos. Muchos cavemeros temían que hubieran llegado los días finales, que el Señor de la Piedra Caliente y Húmeda hubiera perdido la paciencia con los mortales y se dispusiera a arrasar todo aquello que hubieran construido. Había poco trabajo, de todos modos, y poca comida y diversiones, así que los cavemeros más piadosos pasaban los días rezando y pidiendo a los demás que se unieran a ellos.

Hoy, en las puertas de Cavernal, dos metamorfos regañaban a la gente que salía, acusándola de tener trato con los pecaminosos habitantes de la superficie. Sílex desvió la mirada, avergonzado pero también furioso. Como si pudiera elegir.

—¡Te veremos pronto, hermano Cuarzo Azul! —le dijo uno de ellos mientras pasaba—. ¡Y los Ancianos de la Tierra también te verán! Tú, más que nadie, debes abjurar de tu acto malvado y tus malignos compañeros, y arrepentirte.

Se tragó una amarga réplica, presa de un temor supersticioso. Quizá tuvieran razón. Eran tiempos ominosos, sin duda, y parecía que él siempre estaba relacionado con los malos presagios.

Protégeme, oh Señor de la Piedra Caliente y Húmeda, rezó. Protege a tu siervo extraviado. ¡Sólo hice lo que consideraba mejor para mis amigos y mi familia!

El dios no envió ninguna respuesta que lo hiciera sentir mejor, sólo el eco de los gritos de los metamorfos, exhortándolo a arrepentirse y volver al redil.

* * *

El castillo era un caos. Había soldados por doquier, y las angostas calles estaban tan atestadas que tardó el doble del tiempo que había calculado en atravesar la fortaleza externa. Sílex empezaba a arrepentirse sinceramente de una cosa: haber aceptado una nueva cita con el hermano Okros.

La poca gente alta que se fijaba en él lo miraba como si fuera un animal impuro que se había metido en la casa cuando habían dejado la puerta abierta. Varios se chocaron con fuerza en los pasajes más atestados y casi lo tumbaron, y los hombres que conducían carros ni se molestaban en aminorar la velocidad cuando lo veían, obligándolo a hacer piruetas en la calle lodosa entre ruedas más altas que él.

¿Qué locura es ésta? ¿Por qué tanto odio? ¿Acaso los caverneros tenemos la culpa de que haya hadas al otro lado de la bahía? ¿O de que el autarca trate de conquistar Hierosol? Pero sabía que enfadarse no le serviría de nada; lo mejor era mantener los ojos abiertos y evitar las confrontaciones.

Para colmo de males, los soldados de la Puerta del Cuervo también parecían dispuestos a hacerle pasar un mal rato. Tuvo que esperar, con furia pero en silencio, mientras se burlaban de su tamaño y ponían en duda su cita con el hermano Okros. Las campanas del templo anunciaron el mediodía y se deprimió: llegaría tarde a una convocatoria del médico real. Su suerte mejoró un poco con la llegada de un carretero que quería entrar en la fortaleza interior con su cargamento de barricas de vino y sin autorización. Mientras los soldados confiscaban alegremente el cargamento del colérico carretero, Sílex se escabulló y enfiló hacia el corazón del castillo.

¿Por qué Okros no me habrá recibido en el observatorio, como la última vez?, pensó Sílex con amargura. Eso está a poca distancia de la puerta de Cavernal. Ya habría estado, allí y no habría tenido que soportar las burlas de los guardias. Pero la convocatoria especificaba que Sílex debía acudir a los aposentos del castellano, donde Okros estaría atendiendo otros asuntos. ¿Eso significará que ha llevado el espejo al otro lado del castillo?

Chaven Makaros se había alegrado al ver la convocatoria. Loados sean los dioses, había dicho. Eso significa que Okros aún no ha resuelto el problema. El médico había temblado de alivio al leer. Claro que debes ir a verlo de nuevo, Sílex. Le harás varias sugerencias que le harán perder semanas.

Al recordar, Sílex resopló con disgusto. Así que ahora debía cruzar toda Marca Sur y soportar indignidades para jugar al tira y afloja por causa de un espejo. Desde luego, pensó, tampoco era conveniente rechazar una convocatoria que ostentaba la insignia real de Marca Sur.

* * *

Sílex Cuarzo Azul no entraba en la majestuosa residencia real desde que había trabajado con una numerosa cuadrilla al mando del viejo Hornablenda diez años antes, cavando un sótano para hacer una nueva despensa bajo las grandes cocinas. Había sido un trabajo duro y, ahora que lo pensaba, raro: el rey había establecido límites muy precisos para la excavación, y en consecuencia el resultado era una despensa con ángulos extraños, torcida como la pata trasera de un perro. Aun así, recordaba esa tarea con afecto (por primera vez había trabajado como capataz) y había sentido orgullo al trabajar en la residencia del rey.

Pero hoy iba muy retrasado, y le consternó ver a un grupo de soldados remoloneando frente a la puerta. Sílex sabía, con la misma precisión con que sabía localizar un veta en una ladera de basalto, que lidiar con esos guardias lo demoraría aún más. Sus experiencias al recorrer Marca Sur en los viejos tiempos, cuando exploraba las colinas cercanas a la Línea de Sombra, le habían enseñado que un guardia solo no necesitaba alardear, y que dos se ponían de acuerdo para no trabajar demasiado, pero los soldados en gran número decidían pavonearse o probar su valía ante sus compañeros, y ambas cosas eran desastrosas para un hombre que llevaba prisa y tenía el tamaño de Sílex.

Se agazapó detrás de un seto y se metió en el jardín del oeste de la residencia, sorteando la puerta frontal para buscar una entrada más fácil. La encontró en la pared, detrás de una fila de arbustos enmarañados y esqueléticos: una ventana que conducía a una habitación de la planta baja. Era demasiado pequeña para un hombre común, y estrecha incluso para Sílex, y eso quizá explicara por qué la habían dejado sin traba. La atravesó con esfuerzo y luego colgó del marco hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad y pudo ver a qué distancia estaba el suelo. La habitación parecía ser un anexo de la despensa, repleta de barriles y frascos, pero por suerte sin gente. Cayó al suelo, atravesó la habitación y salió al pasillo.

Ahora venía la parte difícil, tratar de orientarse para llegar a los aposentos del castellano sin que nadie reparase en él (al menos, sin que nadie se diera cuenta de que había sorteado la casa de guardia). Suspiró al llegar al final del primer pasillo largo. Debía haber pasado media hora. Okros estaría muy enfadado.

Tras varios intentos fallidos, uno de los cuales lo condujo a una sala donde un sorprendido grupo de mujeres jóvenes estaba cosiendo (él hizo repetidas reverencias mientras retrocedía), Sílex encontró los jardines y atravesó uno para ir al centro de la residencia, luego retrocedió por el corredor principal para ir hacia las oficinas y aposentos oficiales que estaban cerca de la entrada. Me habría convenido más dejar que los guardias se burlaran de mí, pensó de mal humor. Así he perdido el doble de tiempo. Pero al fin había llegado al sector de la residencia adonde lo habían citado, así que ya no necesitaba ocultarse cuando oía pisadas. Con la ayuda de un paje suspicaz, descubrió el pasillo que conducía a los aposentos del castellano, y estaba a punto de llamar a la bruñida puerta de roble, hermosamente esculpida, cuando algo le picó en la mano.

Sílex maldijo y dio una palmada, pero el atacante no era una avispa ni un tábano: en cambio, algo parecido a una larga espina colgaba de su mano. La frotó con irritación pero no salió, y cuando logró extraerla dolorosamente, descubrió con asombro que era una flecha diminuta de medio dedo de longitud, adornada con diminutas tiras de ala de mariposa.

La miró con desconcierto, pero cuando alzó la vista y vio una forma humana aferrada a un tapiz del pasillo, Sílex comprendió lo que había ocurrido. ¿Pero por qué los techeros querrían lastimarlo? ¿Acaso él no era su aliado, y él y Escarabajel no se habían hecho amigos?

El minúsculo arquero no intentó escapar, sino que esperó mientras Sílex caminaba hacia él. Por un momento tuvo la tentación de estirar el brazo y, como un terrible gigante, arrancar a la criatura del tapiz y arrojarla al suelo, quizá pisarla. Pero a pesar de esa mala mañana, en que llegaba tarde a una cita y le palpitaba la mano, Sílex no era la clase de hombre que lastimaba a otro sin una buena causa, y aún no entendía lo que había pasado.

Acercó la cara. Era un joven techero que no conocía. Al menos su atacante estaba aceptablemente asustado.

—¿Qué te propones? —gruñó Sílex.

El hombrecillo estaba colgado de un hilo como un montañista de una cuerda.

—¡En voz baja! —gorjeó, agitando la mano—. ¿Eres Sílex, el compañero de Escarabajel?

—Claro que sí. ¿Por qué me disparaste una flecha?

—¡Escarabajel me envió para avisarte que corres peligro! ¡No entres ahí! —El hombrecillo estaba aterrado, y Sílex comprendió que él debía parecerle una montaña con el ceño fruncido. Retrocedió un poco.

—¿A qué te refieres?

—No hay tiempo… ¡Ocúltate! —El techero, como viendo algo que Sílex no veía, trepó por el hilo hacia la parte superior del tapiz y se escondió.

Antes de que Sílex pudiera pestañear, la puerta del aposento del castellano crujió mientras corrían el cerrojo. ¿Ocultarse? ¿Por qué? ¡Tenía todo el derecho de estar ahí!

¿Pero por qué Escarabajel enviaría a alguien a dispararme una flecha para llamarme la atención si yo no corriera peligro de veras?

Se le erizó el vello de la nuca y se le puso la carne de gallina. Debía de ser un malentendido. ¿Y si no lo era…?

No había espacio para ocultarse detrás del tapiz, pero una estatua de mármol de Erivor se erguía en un pequeño altar a pocos pasos, del mismo lado de la puerta. Sílex corrió hacia ella. La estatua se balanceó cuando él la empujó para esconderse, y apenas había tenido tiempo de estabilizarla cuando la puerta se abrió.

—Lo sabe, maldición —dijo la voz de Okros—. Sólo deseo que tus hombres lo capturen, Havemore.

—Habría sido mejor no alarmar a los pequeños excavadores, y si hubiera venido por su cuenta nadie se habría enterado —dijo el otro hombre—. Pero ahora los soldados tendrán que buscarlo.

—Sí, envíalos de inmediato y registra su casa. Cuanto más lo pienso, más creo que conoce el paradero de Chaven. Esa pregunta que te mencioné, relacionada con el espejo… era demasiado precisa. —La voz de Okros parecía dura y caliente al mismo tiempo, como hierro que estuvieran moldeando. Sílex, en su creciente horror, ya no podía fingir que hablaban de otra persona. ¡Enviarían soldados a su casa!

—Ven conmigo, hermano —dijo la voz más mesurada del hombre llamado Havemore—. Tendrás que acompañar a los soldados, porque quizá ellos no reconozcan lo que es importante.

—Iré con mucho gusto —dijo Okros—. Y si encontramos a Chaven Makaros, te pido unas horas a solas con él antes de informar a lord Hendon. Podría ser… beneficioso para ambos.

Los dos hombres se alejaron por el corredor, seguidos por varios soldados. ¡Lo habían estado esperando! Si Escarabajel no hubiera enviado al hombrecillo con la flecha, Sílex habría sido arrestado para sufrir un destino incierto. Al menos, la cárcel; más probablemente, la tortura.

¡Y se dirigen a Cavernal! ¡A mi casa! Ópalo y el niño corrían peligro, y también Chaven, si no estaba escondido. Sílex sabía que tenía que ocultarlos a todos, pero ¿cómo? ¡El maldito Okros y el tal Havemore ya iban allá con soldados armados!

Se cercioró de que no hubiera nadie en el pasillo y salió del altar. Tiró suavemente del tapiz y llamó al hombrecillo.

—¡Ayúdame, por favor! ¿Puedes llevar un mensaje a Cavernal rápidamente?

Al cabo de un momento el hombrecillo reapareció en la parte superior del tapiz y bajó por el hilo.

—No, señoría, no puedo. Llevaría mucho tiempo. Sería posible si alguien fuera con un pájaro, pero la pajarera está al otro lado del Gran Pico. El maestro explorador Escarabajel me mandó aquí precisamente porque no podíamos llegar a Cavernal con la rapidez necesaria. —Hinchó un poco el pecho—. Yo soy más veloz que ningún otro.

Sílex cayó al suelo, desesperado. No había remedio. Aunque lograra salir de la residencia y atravesar la Puerta del Cuervo, corriendo a toda prisa, Okros y los soldados llegarían antes que él. ¡Y todo por Chaven y su maldito espejo! ¡Arruinado por sus malditos secretos…!

Luego recordó el pasaje que estaba bajo el observatorio de Chaven. Por allí llegaría a los alrededores de Cavernal en instantes, mientras Okros y los soldados buscaban su casa en una confusa conejera de calles oscuras. No creía que los caverneros le prestaran mucha ayuda a la gente alta. Nada exasperaba más a los vecinos de Sílex que la gente de la superficie con su prepotencia, sobre todo en la ciudad de la gente pequeña.

No es una gran oportunidad, pero es mejor que nada, se dijo. Se puso de pie y acercó la cabeza a la del techero.

—Gracias, y dile a Escarabajel que también se lo agradezco —susurró—. Pediré a los Ancianos de la Tierra que le den muchas bendiciones… pero ahora debo ir a proteger a mi familia.

Sílex echó a correr, mientras su pequeño salvador giraba en su hilo como una araña sobresaltada.

* * *

Los últimos dos días habían dado a Matt Tinwright una fama que en otro momento le habría deleitado, pero que ahora era muy inconveniente. Como el propio Hendon Tolly lo había invitado a leer un poema, y en presencia de su hermano Caradon, muchos cortesanos habían decidido que Tinwright se estaba transformando en favorito de los Tolly y que convenía cultivar su amistad. Gente que nunca se había molestado en hablarle se le aproximaba dondequiera que iba, pidiendo que le escribiera un poema de amor o intercediera por ella ante los nuevos amos de Marca Sur.

Hoy había hallado la oportunidad de escabullirse a solas. La mayor parte de los habitantes del castillo y los refugiados estaban en la plaza del mercado, en el festival que celebraba el tercer día de Kerneia, así que los corredores, patios y jardines de la fortaleza interior estaban desiertos cuando Tinwright salió de la residencia para entrar en el laberinto de calles estrechas que se hallaban a la sombra de las viejas murallas.

Cuando llegó al edificio de dos plantas que estaba al final de una fila de casas destartaladas a poca distancia de la Torre del Verano, subió la escalera en silencio, no porque creyera que alguien pudiera oírle (los vecinos sin duda estaban bebiendo cerveza gratis en la plaza), sino porque la magnitud de su delito exigía cierto respeto que convenía demostrar con movimientos lentos y silenciosos. Brigid abrió la puerta. La camarera estaba vestida para ir a la posada, y el corpiño realzaba el busto desbordante, pero ése era su único rasgo acogedor.

—Tinwright, lagarto miserable, tendrías que haber llegado hace una hora. Perderé mi puesto o, peor aún, para conservarlo deberé volver a menearle el trasero a Conary. Tendría que ir a ver a Hendon Tolly y contarle todo.

Se le aflojaron las rodillas.

—No lo digas ni en broma, Brigid.

—¿Quién está bromeando? —Ella frunció el ceño y se volvió para mirar a la pálida mujer tendida en la cama—. Eso sí, ella es bastante bonita… para estar muerta.

Tinwright sintió un mareo y tuvo que aferrarse a la jamba.

—¡Te he dicho que no bromees! Por favor, déjame pasar; no quiero que nadie me vea. —Pasó junto a ella y se detuvo—. Brigid, cariño, te estoy agradecido, con toda sinceridad. Te traté mal y tú has sido más amable de lo que me merecía.

—Si crees que me comprarás con palabras dulces en vez de pagarme…

—¡No, no! Aquí tienes. —Sacó la moneda y se la puso en la mano—. Nunca podré darte las gracias como debería…

—No, no podrás. En fin, esa cosilla es toda tuya. —Brigid sonrió burlonamente—. Siempre supe que eras un idiota, Matty, pero esto supera mis expectativas.

—¿Ella ha dado indicios de despertarse?

—Algunos. Quejidos y movimientos, como si tuviera una pesadilla. —Brigid se echó el chal sobre los hombros—. Ahora debo irme. Conary estará furioso, pero quizá pueda aplacarlo si trabajo hasta tarde. No volveré a liarme con esa vieja merluza si puedo evitarlo.

—Eres una verdadera amiga —dijo él.

—Y tú eres un idiota, pero creo que ya te lo dije. —Salió a la tarde brumosa y cerró la puerta.

* * *

El ruido de la serena respiración de Elan no cambió demasiado, pero él sabía que estaba despierta. Dejó el libro de sonetos y se acercó a la cama. Ella movía los ojos, con cara de asombro.

—¿Dónde… dónde estoy? —Era apenas un susurro—. ¿Esto es… una especie de sala de espera? —Vio un movimiento y volvió los ojos hacia él, pero no pudo fijar la mirada—. ¿Quién eres?

Él rogó que la poción de la algandera no le hubiera estropeado la mente.

—Matt Tinwright, milady.

Por un momento ella no entendió, o no reconoció el nombre, y luego torció la cara con angustia.

—Oh, Matt. ¿Tú también bebiste el veneno? Querido muchacho, tú tenías que vivir.

Él respiró un par de veces.

—Yo… no bebí veneno. Tú tampoco, o no el suficiente para morir. Estás viva.

Ella meneó la cabeza y cerró los ojos.

Él se lo había dicho, pero ella no había oído. ¿Eso significaba que podía escapar hacia la noche sin mirar atrás? No se atrevía a abandonarla, pero los dioses sabían que cualquier cosa sería preferible antes que decirle a esa mujer que había traicionado su confianza.

—¿Qué? —Ella estaba más espabilada, pero tenía los ojos de un animal atrapado—. ¿Qué dijiste?

El momento para escapar, si había existido, había pasado. Tinwright se preguntó si un hombre de verdad se ofrecería a tomar veneno de verdad para compensar su delito. Quizá, pero él no era un hombre de verdad; no de esa clase, al menos.

—Dije que no estáis muerta, milady. Estás viva, Elan.

Ella trató de erguir la cabeza, pero no pudo. Miró temerosamente de un lado a otro.

—¿Qué…? ¿Dónde estoy? No, sin duda estás mintiendo. Eres un demonio de las tierras que están ante la puerta, y esto es una prueba.

Él se sorprendió al descubrir que se sentía aún peor de lo que había creído.

—No, lady Elan, no. Estáis viva. No soportaba veros morir. —Se hincó de rodillas y le cogió la mano, que aún estaba fría como la muerte—. Estáis en un lugar seguro. Tuve cómplices. —Meneó la cabeza—. No, exagero. Sólo una mujer que conozco, y que ha tenido la amabilidad de atenderos, y de ayudaros con… vuestras necesidades íntimas… —Notó que se sonrojaba y se enfadó consigo mismo. ¡Matt Tinwright, hombre de mundo! Pero algo en esa, mujer le provocaba un embarazo pueril—. Ella y yo os sacamos solapadamente de la residencia. —Aún no se animaba a contarle que la habían arrastrado hasta este sitio en un cesto de ropa sucia.

Ella volvió a cerrar los ojos.

—Hendon…

—Él cree que habéis escapado. Parecía divertirle, para ser franco. Es un mal hombre, lady Elan…

—Que los dioses se apiaden, me encontrará. ¡Matt Tinwright, eres un idiota!

—Es lo que dicen todos.

Ella trató de levantarse de nuevo, pero estaba demasiado débil.

—Confié en ti y me traicionaste.

—¡No! Os amo. No soportaba…

—Entonces eres doblemente idiota. Amabas a una mujer muerta. Si no podía amarte entonces, ¿cómo podría hacerlo ahora, cuando me has negado la única liberación que podía esperar? —Las lágrimas le humedecieron las mejillas, pero no quiso, quizá no pudo, alzar las manos para enjugarlas. Tinwright se le acercó con un pañuelo, pero ella apartó la cara—. Déjame en paz.

—Pero, milady…

—Te odio, Tinwright. Eres un niño tonto, y en tu puerilidad me has condenado al horror y la aflicción. Ahora piérdete de vista. ¿No existe la posibilidad de que el veneno aún pueda matarme?

Él agachó la cabeza.

—Habéis estado dormida casi tres días. Pronto recobraréis las fuerzas.

—Bien. —Ella abrió los ojos como para grabarse ese rostro en la memoria, y luego los cerró con fuerza—. Entonces podré quitarme la vida y hacerlo como se debe. ¡Que los dioses maldigan mi cobardía, por intentarlo con venenos débiles y mujeriles!

—Pero…

—¡Fuera! Si no me dejas en paz, timorato, gritaré hasta que venga alguien. Creo que tengo las fuerzas para eso.

Él se quedó en la escalera largo tiempo, sin saber adonde ir ni qué hacer. Las lluvias habían regresado, transformando el lodoso callejón en un pantano y la Torre del Verano en un faro apagado en una costa azotada por la tormenta.

No puedo ir para adelante ni para atrás. Agachó la cabeza y sintió el goteo de la lluvia en la nuca. Zosim, dios perverso, me has tendido otra trampa y sin duda te estás riendo. ¿Por qué llegué a creer que tú y tu especie celestial habíais cambiado de parecer sobre mí?

* * *

—¡Ópalo! —gritó Sílex, y un ataque de tos le arrancó el poco aliento que le quedaba. Se arqueó en la puerta, jadeando como si hubiera encontrado un lecho de yeso seco—. Ópalo, trae al niño —dijo cuando se recobró un poco—. Tenemos que escondernos. —Pero era extraño que ella no hubiera salido a recibirlo.

Llegó tambaleándose a la habitación del fondo. Estaba vacía, y no había rastro de su esposa ni de Pedernal. Su corazón, que apenas comenzaba a calmarse, sometido a una prueba cruel con su carrera por la fortaleza interna, comenzó a acelerarse de nuevo. ¿Dónde estaría ella? Había varios lugares posibles, pero el hermano Okros y los soldados estarían cerca y no tenía tiempo para andar buscando a ciegas.

Salió a la calle de la Cuña y comenzó a golpear puertas, pero sólo logró matar del susto a su vecina Ágata Celadón. No sabía adonde había ido Ópalo. Nadie lo sabía. Sílex elevó una plegaria desesperada a los Ancianos de la Tierra mientras corría hacia la sede del gremio.

Al subir la escalinata del venerable edificio vio más gente que de costumbre, gente importante y gente común merodeando por el rellano delante de la puerta. La cámara interior también estaba atestada. Varios hombres lo llamaron, pero cuando él preguntó si habían visto a Ópalo y el niño, respondieron con gestos negativos, sorprendidos de que no le interesara oír lo que querían decirle.

Sílex casi tropezó con Chaven en la antesala de la cámara del consejo. El médico lo detuvo y aguardó pacientemente mientras el agotado cavernero volvía a llenarse los pulmones de aire.

—Ansiaba tener noticias tuyas —dijo Chaven—, pero algunos de tus amigos del consejo me han llamado con urgencia. Parece que un desconocido, una persona de mi especie, ha irrumpido en la cámara del consejo. Todos están muy alterados por esa causa.

—¡Por el Señor de la Piedra Húmeda y Caliente, no entre allí! —Sílex cogió la manga de Chaven con todas sus fuerzas—. Eso venía a decirle. Debe ser un soldado del hermano Okros… ¡Quizá Okros en persona!

—¿Okros? ¿De qué estás hablando? —exclamó el médico, prestando más atención.

—Se lo diré, pero… pero si ya están en la sede del gremio, me temo que he llegado demasiado tarde. —Sílex se desplomó en el suelo, jadeando—. Debo recobrar el aliento, y luego encontrar a Ópalo.

—Dímelo primero —dijo Chaven—. Los guardianes de la sala me dijeron que es un solo hombre. Quizá podamos tomarlo prisionero antes de que sus compañeros sepan dónde está. —Se levantó para llamar a otros caverneros, y volvió a agacharse—. Cuéntame todo.

—No tiene importancia —gimió Sílex—. He perdido a mi familia y no puedo encontrarla. Pronto los soldados estarán por todas partes. No podemos hacer nada, Chaven.

—Quizá. —El médico parecía haber recobrado la confianza en sí mismo—. Pero eso no significa que me entregaré a Okros, ese ladrón traidor, sin pelear. —Chaven se volvió hacia los otros cavemeros que empezaban a reunirse alrededor de ellos—. Algunos de tus hombres deben tener armas, o al menos picos y hachas. Ve a buscarlos. Primero capturaremos al que aguarda en la cámara del consejo, y le obligaremos a decirnos dónde están sus camaradas.

¿Así que ahora los cavemeros debían seguir a un erudito barrigón en una batalla contra Hendon Tolly y los gigantescos soldados de Marca Sur? Si Sílex no hubiera estado a punto de llorar, habría disfrutado de esa broma, pero sólo podía pensar que el mundo de su gente se venía abajo y era todo por su culpa.

* * *

—¡Por todos los oráculos, qué frío hace aquí! —repitió Merolanna por quinta o sexta vez—. Tendría que haber traído más pieles. ¿No hay nada en este bote para impedir que una anciana se muera congelada?

El acuano Rafe no apartó la vista de los remos.

—No es una barca de placer, ¿verdad? Es un barco pesquero. Pero quizá haya una piel de foca en ese saco.

La duquesa esperaba que la hermana Utta ofreciera sus servicios, pero Utta no hizo nada, y empezó con renuencia a hurgar entre los artículos amontonados bajo el banco, con audibles suspiros. Utta, que estaba decidida a no moverse, miró hacia otro lado.

Siguió inspeccionando a Rafe, su botero y (al menos mientras estuvieran en el agua) su guía en un territorio desconocido. No sólo destacaba por sus largos brazos, aunque éstos eran más que evidentes mientras movía los remos en el oleaje embravecido de la bahía de Brenn. Algunas otras diferencias estaban ocultas ahora que se había puesto una delgada camisa, al parecer más como una concesión a las convenciones que como protección contra los vientos helados de la bahía: al igual que los brazos, el cuello parecía más largo que el de la gente, y formaba una especie de joroba al tocar la espalda entre los omóplatos.

También inclinaba la cabeza hacia delante, como si el punto de conexión fuera más alto en la nuca, pero lo más interesante y perturbador era la confirmación de algo que Utta había considerado un mero rumor, pero que ahora podía comprobar: los dedos de las manos y los pies estaban unidos por una membrana, aunque no se veía la mayor parte del tiempo.

¿Serían ciertas todas las historias de su infancia? ¿Los acuanos eran una raza aparte, al igual que los techeros?

—¿Qué dice tu gente? —le preguntó Utta, y comprendió que estaba expresando en voz alta pensamientos que él no podía entender—. Sobre su origen, quiero decir.

Él la miró, arrugando la frente con desconfianza.

—¿Por qué lo preguntas?

—Siento curiosidad. Me crié en las islas Vutianas, y tu gente ya no vive allí, aunque hay leyendas que dicen que sí…

—¿Leyendas? —dijo con amargura—. No me extraña que las haya.

—¿Por qué lo dices?

—En un tiempo, Vutia fue totalmente nuestra.

—¿De veras?

—De veras —resopló él—. ¿Acaso nuestros reyes no gobernaban allí, con la gran asamblea? ¿El Cardumen Dorado no fue a descansar allí, en la roca de Egye-Var?

Ella no sabía de qué hablaba.

—¿Y por qué se fueron?

—Tendrías que preguntarle a T’chayan Mano Roja, ¿no crees?

—¿Quién es él?

Él ensanchó los ojos. No estaba fingiendo. Estaba asombrado de veras.

—¿No conoces a T’chayan el Exterminador? ¿El hombre que asesinó a casi toda mi especie en las islas, mujeres y niños, que expulsó a nuestra gente de su hogar y nos persiguió dondequiera íbamos con sus perros y sus flechas?

Ella parpadeó, sorprendida.

—¿Te refieres al rey Tañe el Blanco? —Utta era más culta que la mayoría de sus compatriotas vutianos, sobre todo porque se había ido, primero al retiro de mujeres de Connord, luego al convento de Marca Este para completar su noviciado zoriano. Sabía más historia que la mayoría de los hombres, pero lo que decía el joven acuano era nuevo para ella—. Tañe ya no es tan conocido entre nosotros. Habré oído su nombre un par de veces cuando era niña. Cuando Connord conquistó las islas y las convirtió a la fe del Trígono, gran parte de nuestra vieja historia se perdió.

—¿Tu gente no recuerda a T’chayan Mano Roja? —El acuano sacudió la cabeza con horror—. Mientes para burlarte de mí. ¿Tu gente no se arrepiente de las atrocidades de ese hombre, y tampoco las celebra?

—¿De qué habláis, vosotros dos? —preguntó Merolanna, asomando la cabeza. Se había puesto la piel de foca como una capucha.

La hermana Utta meneó la cabeza.

—Lo lamento —le dijo a Rafe—. Lo lamento de veras. Supongo que mi gente lo ha olvidado, pero eso no significa que olvidar esté bien.

Él cerró la boca con un chasquido y se negó a seguir hablando y a mirar a Utta, como si ella misma se hubiera consagrado a la larga tarea de erradicar todo recuerdo de los ultrajes infligidos a sus antepasados.

El día era frío y nublado, con lluvias intermitentes. La niebla que se demoraba en la ciudad parecía extrañamente densa para Utta, como nubes que se posaran en el mar en vez de flotar en el cielo. Había distinguido algunos lugares a través de la turbiedad, los mástiles del mercado y las torres de los templos, pero la bruma les daba un aspecto distinto, como costillares de antiguos monstruos.

Rafe condujo diestramente el bote entre las altas olas mientras se aproximaban a tierra; Merolanna se aferraba a la borda y a Utta. A veces saltaban del banco y caían con fuerza cuando el bote bajaba. Utta lamentó no haber vuelto a ponerse ropa de mujer, que le habría ofrecido más protección para sus magulladas posaderas.

Al fin llegaron a los bajíos, y Rafe encalló el bote en un banco de arena.

—Si camináis por ahí, no os mojaréis mucho los pies —dijo.

—¿No vienes con nosotros?

—¿Por un erizo de plata? Necesitaréis todo un contingente de soldados, y no los conseguiréis por un mero erizo ¿verdad? Dije que os traería y os llevaría de vuelta. Eso significa que me sentaré a esperar y no iré a mezclarme con los antiguos. A su especie no le gusta la mía.

Utta ayudó a Merolanna a bajar, pero a pesar de los esfuerzos de la duquesa, el dobladillo de sus largas faldas se arrastró por el agua.

—¿Por qué no gustan de vosotros?

—¿De nosotros? —Rafe rió, y su cara sufrió un cambio, como si fuera más y menos que un hombre común—. Porque nos quedamos aquí.

Utta no pudo hacer más preguntas porque en ese momento Merolanna resbaló y se cayó. Mientras pataleaba en el agua, Utta logró alzarla hasta que Rafe saltó del bote para ayudar. Juntos lograron levantar a la duquesa.

—¡Misericordiosa Zoria, mírame! —protestó Merolanna—. ¡Estoy empapada! Me moriré de algo, sin duda.

—Espera —dijo el joven acuano, volviendo al bote. Regresó con la piel de foca—. Abrígate con esto.

—Gracias —dijo Merolanna con cierta formalidad, ciertamente más formalidad de la que esa caleta aislada había visto en mucho tiempo, pensó Utta—. Eres muy amable.

—Pero no iré con vosotras —dijo Rafe, y regresó al bote.

* * *

—Vuestra gracia, antes sospechaba que ésta no era buena idea. Ahora estoy segura. —La hermana Utta hacía lo posible para no mirar las casas vacías a ambos lados de la calle del Puerto porque en realidad no parecían vacías: los agujeros negros de las ventanas parecían algo más siniestro, cuencas de calaveras o guaridas de dragón. Aun en las afueras de la ciudad, donde las casas eran bajas y el viento intenso, la niebla pendía en hilillos como una telaraña y costaba ver a más de unos pasos de distancia—. Creo que deberíamos regresar al castillo.

—No intentes hacerme cambiar de parecer, hermana. He venido hasta aquí y me propongo hablar con los crepusculares. Pueden matarme si quieren, pero al menos les preguntaré qué ha sido de mi hijo.

Pero si te matan a ti, no creo que a mí me dejen en libertad. Utta no expresó este pensamiento en voz alta, y no por no ofender a Merolanna, sino porque en su creciente desesperanza, suspendida en ese mundo onírico y brumoso como si fueran fantasmas errando por los reinos de Kernios, creía que no había la menor diferencia. Utta sabía que había arrojado sus palillos, como decía ese viejo refrán de los jugadores, y ahora debía sacar a relucir sus cobres.

Subieron lentamente por un camino empinado, con Merolanna goteando a cada paso, hasta los adoquines húmedos de la plaza del mercado de las flores, que no era un lugar para comprar plantas, sino la venerable sede del mercado de pescado: ese nombre burlón rendía homenaje a su famosa pestilencia. Aparte de los olorosos recuerdos de días pasados, la plaza parecía vacía. Habían desaparecido los toldos y las tiendas, y la gente había huido al castillo o a las ciudades del sur, pero Utta no podía deshacerse de la sensación de que la observaban. Esa sensación se fortalecía mientras atravesaban ese espacio abierto, y cada paso parecía más lento y difícil, como si la niebla le calara los huesos hasta empaparlos. Casi sintió alivio cuando una silueta salió de una arcada de la linde del mercado y se detuvo para esperarlas.

Utta se había preparado para cualquier cosa, con su imaginación alimentada por los libros de la biblioteca del castillo y los cuentos de su abuela vutiana. Estaba preparada para gigantes o monstruos, o incluso criaturas bellas y divinas. No estaba tan bien preparada para un mortal común con una sencilla túnica hogareña.

—Buenas tardes —dijo. Utta pensó que debía ser uno de los pocos que se habían quedado, aunque parecía imposible que hubiera sobrevivido indemne a la conquista de los crepusculares. Ahora le veía algo raro, y se intimidó un poco cuando él se acercó.

—No temáis. —Se inclinó ante Merolanna—. Vos sois la duquesa, ¿verdad? Os vi un par de veces en el castillo cuando me liberaron.

—¿Liberaron? —dijo Merolanna. Utta quedó atónita. Algo le resultaba familiar en él, aunque tenía uno de los rostros menos memorables que había visto—. ¿Quién eres?

—Durante muchos años fui conocido como Gil, y no tuve otro nombre. Ahora me llaman Kayyin… de nuevo. Mi historia os podría interesar, e incluso podría interesarme a mí, si pudiera recordarla toda, pero por ahora sólo seré vuestra escolta. Por favor, dejad que os lleve ante ella.

—¿Ante quién? —preguntó Merolanna. De pronto Utta sintió demasiado temor para hablar. El sol caía detrás de la muralla marítima y la ciudad estaba en sombras—. ¿De qué hablas, hombre?

—De la señora de esta ciudad. Ordenó que vayáis a verla.

—¿Ordenó? —repitió Merolanna con fastidio.

—Sí, vuestra gracia. Ella puede dar órdenes a cualquiera. Es más grande que una mera reina. —Él se puso delicadamente entre ambas y les cogió el codo—. Incluso los dioses deben temerle. Es pariente de la muerte misma.

—Vaya que eres impertinente —dijo Merolanna—. ¿Por qué hablas de modo tan extraño? ¿Cómo llegaste aquí?

—Hablo de modo extraño porque no soy un hombre —dijo él—. Tampoco soy qar, pues viví largo tiempo con vuestra especie, olvidando lo que era. Soy único; ya no soy una cosa ni la otra.

Utta notó aprensivamente que aparecían formas en las sombras y las seguían en silencio como un ejército de gatos. Miró hacia atrás. Había tres docenas de guerreros altos y esbeltos, y sus ojos centelleaban bajo las capuchas y los yelmos. Sintió un escalofrío de miedo, pero no dijo nada. Si Merolanna no lo sabía, era mejor que disfrutara sus últimos momentos de seguridad.

La duquesa, por su parte, hacía lo posible por conservar su ignorancia.

—¿No te avergüenza hablar así? —le preguntó a su extraño guía—. No siento gran respeto por alguien que tiene tan poco coraje como para decir que no es una cosa ni la otra cuando nuestros dos pueblos están en guerra.

—Si cortáis las agallas de un pez, duquesa, ¿podéis culparlo por decir que su lugar ya no está en el agua? Y aun así, tampoco sería un hombre. —Cuando llegaron al extremo de la brumosa plaza, el guía se detuvo y alzó la mano—. Hemos llegado.

Delante de ellos se erguían las macizas torres de piedra de la casa del consejo, donde antes se reunían los líderes de la ciudad, una segunda sede del poder de Marca Sur que en ocasiones, en tiempos de monarcas débiles y consejos fuertes, había actuado casi en pie de igualdad con el trono. La cuadrada torre central aún se erguía sobre los edificios circundantes, una mole aparatosa semejante a la chimenea de una inmensa mansión subterránea, pero el resto del edificio tenía otro aspecto. Utta tardó un instante en comprender que lo que suavizaba sus contornos y ensombrecía la fachada era una urdimbre de enredaderas oscuras que amortajaban la mayor parte del edificio. Las enredaderas no lo cubrían la última vez que había estado en la plaza del mercado de las flores, estaba segura, pero parecían fruto de siglos.

Las tres docenas de qar que caminaban en silencio detrás de ellos ahora sumaban cientos, un auténtico ejército que llenaba la plaza a ambos lados, un bosque de ojos relucientes y rostros pálidos y hostiles. Algunos no tenían el menor parecido con los hombres mortales. Utta hizo la señal de los Tres y luchó contra el afán de zafarse del guía y echar a correr. Quiso susurrarle algo a la duquesa, pero notó que Merolanna ya se había percatado de lo que ocurría y sólo había fingido que no era así. No era despiste, sino una especie de valentía.

Más qar aparecieron frente a ellas, dejando sólo un angosto pasillo entre sus filas, que conducía a la escalinata de la casa del consejo.

Zoria, perdona mis pensamientos egoístas y mi orgullo. Utta agachó la cabeza, y luego la irguió con el mayor orgullo posible, como un reo que camina hacia el cadalso. Subieron la ancha escalera, siguiendo al hombre que no sabía lo que era.

Sus ojos tardaron un instante en acostumbrarse a la penumbra del salón, y se sorprendió al ver cuántos crepusculares había allí: los qar eran realmente silenciosos como gatos. De hecho, era como perturbar a los felinos de un callejón: erguían la cara, clavando los ojos brillantes en los recién llegados, pero esas caras no mostraban nada. Algunas tenían un aspecto tan perturbador que no soportaba mirarlas mucho tiempo. Cuando uno de ellos curvó un labio y rugió, mostrando dientes afilados como agujas, Utta tuvo que detenerse, pues temía tropezar y caerse.

—Sólo un poco más —dijo Kayyin amablemente, volviéndole a coger el brazo—. Ella espera allá… ¿Podéis verla? Es hermosa, ¿no?

Utta se dejó guiar hasta el centro vacío del salón, que contenía sólo una silla rústica y dos personas, una sentada, otra de pie. La que estaba de pie detrás de la silla era una mujer vestida con una túnica sencilla, pero sus ojos relucían como espejos empañados.

La mujer de la silla era menos excepcional, salvo en el tamaño. Parecía ser tan alta como un hombre de gran talla, pero tremendamente delgada, aunque los pinchos de su armadura oscura y mate impedían distinguir su silueta con certeza. Tenía el rostro más inexpresivo que Utta había visto, a tal punto que la famosa y severa estatua de Kernios de la plaza del mercado parecía un tipo bonachón en comparación. Sus ojos altos y entornados y su boca ancha de labios pálidos parecían tallados en piedra. Utta sintió que volvían a temblarle las piernas. ¿Cómo había dicho ese hombre…? ¿Pariente de la muerte? ¡Por Zoria misericordiosa y todos los dioses del cielo, parece la muerte en persona!

Merolanna también parecía haber perdido el coraje. Kayyin tuvo que empujarlas a ambas, y cada paso era más pesado que el anterior, hasta que las dos cayeron de rodillas a poca distancia del trono.

—Ésta es la duquesa Merolanna Eddon, miembro de la familia real de Marca Sur —anunció Kayyin, como un heraldo en un baile de la corte. Si de veras había vivido en el castillo, pensó Utta, no era de extrañar que conociera el nombre de Merolanna. Pero luego añadió—: Y ésta es Utta Fomsdodir, una hermana zoriana. Solicitan audiencia con vos, señora Yasammez.

La mujer de armadura negra miró lentamente a una y a otra, y su mirada era como el toque de un dedo helado. Un instante después desvió los ojos, como si las dos mujeres no fueran más sustanciales que el aire.

—Tus bromas no me complacen, Kayyin. —La voz era tan glacial como la mirada, y hablaba con un acento cantarín y arcaico—. Llévatelas. —Extendió los largos dedos blancos, murmuró algo, y volvió a hablar de nuevo en una lengua comprensible—. Mátalas.

—¡Un momento! —A Merolanna le temblaba la voz, pero se puso de pie mientras Utta empezaba a rezar, segura de que llegaban sus últimos momentos—. No he venido a ti como enemiga, sino como madre… Una madre ultrajada. ¿Vengo aquí apelando a tu generosidad y tú deseas matarme?

Yasammez le clavó los ojos negros e inescrutables.

—Pero yo no soy madre —dijo la crepuscular—. Ya no lo soy. ¿Qué deseas?

—Mi hijo. Me han dicho que fue secuestrado por los crepusculares… los qar. Tu gente. Deseo saber qué le sucedió. —Cobraba fuerza mientras hablaba. Utta tuvo que admirarla: con todos sus defectos, Merolanna no era cobarde.

—¿Has oído? —intervino Kayyin—. Apela a tus sentimientos de mujer, a tus sentimientos de madre —dijo con voz incisiva—. No endurecerás tu corazón ante ella, ¿verdad, madre?

Yasammez le clavó una mirada venenosa. Utta pensó que si la hubiera mirado así a ella, se habría marchitado y quemado como una hoja seca cayendo en el fuego. La mujer de la armadura negra habló en su lengua afilada pero fluida. Kayyin sonrió, pero era la sonrisa desdichada de alguien que con sus palabras hirientes se había lastimado a sí mismo.

La pariente de la muerte se volvió hacia Utta y Merolanna, y esta vez Utta no pudo afrontar su mirada penetrante.

—Venís a mí en un día en que me entero de la muerte de mi apreciado Gyir, en que lo sentí morir… Él tendría que haber sido mi hijo, y no este traidor que cambió de bando. Y con la muerte de Gyir Farol de Tormentas, se anula el Pacto del Cristal, porque el cristal nunca llegará a la Casa del Pueblo. —Asestó un golpe en el brazo de la tosca silla y la madera se astilló, pero ella no pareció notarlo—. Ahora volveré a guerrear contra vuestro pueblo hasta que el lugar que llamáis Marca Sur sea mío, y si debo matar a cada hombre, mujer y niño mortal dentro de sus murallas, lo haré sin el menor escrúpulo. —Su furia se disipó, y su expresión se endureció como si la cubriera el hielo—. Pero quizá podáis servir como mensajeras, así que todavía no os mataré. Pero no me hables más de tu hijo, zorra mortal. No me importaría si mi gente robara a toda una camada de cachorros humanos. —Hizo una señal. Varios guardias se adelantaron y aprehendieron a Utta y Merolanna, aunque la duquesa parecía haberse desmayado. Utta no entendía lo que pasaba, sólo que se habían topado con algo más espantoso que sus peores temores—. Me deleitará volver a oír los alaridos de vuestra gente —le dijo esa monstruosa mujer a Utta, y ordenó que se llevaran a las prisioneras.