40: Una ofrenda para Nusha

40

Una ofrenda para Nusha

Torcido trabajó largo tiempo para los hijos de Humedad, contribuyendo a la gloria del reino, creando obras de gran valor artístico para los que habían destruido a su familia: palacios y torres, el irresistible martillo de Trueno, el cesto de Cosecha, que siempre estaba lleno, la lanza mortífera de Tierra Negra y mucho más.

Pero en su corazón se había vuelto tan torcido como su nombre, y su canto no sólo era sombrío sino amargo. Conspiraba y soñaba, pero no veía modo de igualar el poder de los hermanos, cuyas canciones estaban en el ápice de su poder. Un día pensó en su abuela Vacío, la única criatura que sentía la misma vacuidad que él, y fue a verla y aprendió sus artes. Aprendió a seguir sus caminos, que nadie más podía ver pero que se extendían por doquier. Aprendió muchas otras cosas, pero durante largo tiempo las mantuvo ocultas, esperando el momento oportuno.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

Su captor trabajaba con empeño para abrir la cerradura oxidada, insertando en la ranura de la puerta una tira de metal que había sacado de la manga de la camisa. Gotas de sudor le perlaban los labios. Qinnitan desvió la cara con disimulo, mirando de reojo al contingente de guardias que removían escombros al pie de la muralla a cien metros. Ella, Palomo y el desconocido estaban agazapados a la sombra de un acueducto, al pie de la ciudadela.

—Te estás preguntando si deberías llamar a esos guardias para pedir ayuda —dijo el desconocido en su perfecto xixiano, sin apartar los ojos de la cerradura—. Donde me crie, en la calle de los Veleros, cerca de los muelles, los pescadores podían sacar una ostra de la valva con el cuchillo, lanzarla al aire y cogerla con el cuchillo, todo con una sola mano. —Abrió los dedos de la mano libre y le mostró un cuchillo pequeño y curvo—. Si te mueves, te mostraré ese truco… pero usaré el ojo del niño.

Palomo apretó la mano de Qinnitan.

—¿Te criaste en Xis? —Si lograba que el hombre hablara, quizá sirviera de algo—. ¿Cómo es posible? Tienes aspecto de norteño.

Él no alzó la vista, y su única respuesta fue el chasquido de la tira de metal, que al fin derrotaba a la cerradura. La puerta se abrió, atravesaron la arcada y el desconocido los obligó a bajar por una escalera de piedra que bordeaba la empinada colina de la ciudadela. Qinnitan tropezó varias veces con la cuerda que le sujetaba los tobillos. Una niebla oscurecía el aire del mar, aunque luego comprendió que era humo. A cierta distancia rugían los cañones, pero parecían truenos lejanos, el tiempo inclemente de otro país.

* * *

El puerto de Nektarios estaba en ruinas, y los restos flotantes de naves incendiadas y despedazadas llenaban las aguas. La mitad del distrito de los almacenes estaba en llamas y ardía sin control, pero sólo un puñado de soldados combatía el incendio para impedir que se propagara cuesta arriba en ambos lados del complejo de templos del bosquecillo de Demian o las casas ricas de la colina del Gorrión. Ocupados en su lucha contra las llamas, no prestaron mucha atención al desconocido y lo que parecían ser sus dos hijos. Un guardia manchado de humo pasó deprisa (el erizo de mar dorado de su túnica lo identificaba como parte de la guardia naval) y les gritó algo que Qinnitan no entendió, pero el captor agitó la mano con calma y el guardia pasó de largo.

La artillería disparaba desde la muralla marítima y le respondían desde el mar. Qinnitan vio uno de los enormes dromones del autarca surcando la boca del puerto, sólo contenido por los cien metros de gruesa cadena que cruzaban la entrada del famoso y caro puerto que había construido el magnate Nektarios.

Pasaron por la entrada de la calle Oniri Daneya, una ancha avenida bordeada por tiendas, mercados y almacenes que conducía fuera del puerto y cruzaba el centro de la ciudad vieja. Carretas abandonadas y escombros bloqueaban la calle, y Qinnitan sintió una nueva oleada de desesperación al ver ese próspero lugar tan arruinado y desierto. Estaba cada vez más segura de que nadie podría ayudarlos con la ciudad en llamas y las tropas del autarca casi dentro de las murallas. Cogió la mano del niño. Ella había sobrevivido antes, pero esta vez también debía cuidar de Palomo.

—Ahora deprisa —dijo el hombre—. Nada de hablar. Seguidme.

—¿Realmente es necesario que lleves al niño…? —dijo Qinnitan. Un segundo después estaba de rodillas, llorando, con la cara dolorida. El golpe había sido tan fulminante que ni siquiera lo había visto venir.

—Dije sin hablar. La próxima vez habrá sangre… es decir, más sangre que ésta. —El hombre movió la mano con rapidez de serpiente. Palomo gritó de un modo que Qinnitan nunca había oído, un aullido jadeante que le dio ganas de vomitar. El niño se aferró la cara y las manos se le cubrieron de sangre. Le había rebanado media oreja, y una parte colgaba como un tapiz podrido.

—Véndalo. —El hombre sacó un trapo del bolsillo, los restos del pañuelo que había usado como parte de su disfraz de mujer—. Y no creas que estás a salvo porque tengo que entregarte al autarca. Puedo lastimarte de modos que ni siquiera los cirujanos del Dorado descubrirán. Si me gastas otra jugarreta, te mostraré algunas de las mías… y recordarás esas jugarretas cuando los mejores torturadores del Palacio del Huerto estén trabajando contigo. —Les ordenó que avanzaran por el frente del puerto.

Qinnitan apretó el vendaje contra la oreja de Palomo hasta que él pudo sostenerlo por su cuenta. Caminaba cuando el hombre lo ordenaba, se detenía cuando él se detenía. Su corazón, que latía aceleradamente un instante atrás, ahora parecía tan perezoso como una rana sentada en el lodo estival. No habría escapatoria para ninguno de los dos.

Cerca del final de la larga hilera de botes había un conjunto de rampas angostas donde embarcaciones más pequeñas estaban sujetas como hojas en una rama. Allí su captor encontró lo que buscaba, un bote pequeño con un toldo de tamaño suficiente para proteger del sol a una persona corpulenta o dos pequeñas. Le ordenó que se acostara junto a Palomo bajo el toldo, y remó entre trozos de madera carbonizada, sin prestar atención a los gritos de los guardias del puerto mientras se dirigían a mar abierto, donde los cañones rugían como el trueno y el humo flotaba como niebla. Miró al hombre mientras remaba, y la única tensión era la contracción de los músculos del cuello.

—¿Qué te dará el autarca por esto? —preguntó al fin, arriesgándose a otro golpe—. ¿Por secuestrar a dos niños que no te han hecho ningún daño?

Él la miró por encima del hombro.

—Mi vida. —Torció la comisura de la boca, como si sonriera—. No es gran cosa, pero aún me sirve de algo.

No logró que el hombre siguiera hablando. Qinnitan se recostó y abrazó a Palomo para confortarlo, pero pensaba en qué sentiría si se dejaba caer en el agua para ser abrazada por el mar y tener una muerte relativamente simple y rápida por ahogo. Si no hubiera sido por el niño tembloroso que tenía al lado, lo habría hecho sin titubear. Cualquier cosa sería mejor que afrontar de nuevo la mirada demente del autarca, sentir que esos dedos adornados de oro le raspaban la carne. Cualquier cosa salvo el conocimiento de que había abandonado al pobre y mudo Palomo. ¿Y si abrazaba al niño para hundirse con él en el apacible abismo verde? Lo podía sostener mientras él forcejeaba, luego aspirar para llenarse los pulmones. No, Palomo no se resistiría. Lo entendería…

El hombre soltó los remos, dejándolos colgar mientras pasaba un tramo de cuerda por el banco donde estaban sentados y le ataba un extremo a cada tobillo.

—No deberías pensar con los ojos, muchacha. —A lo lejos ella veía la pétrea estribación llamada el Dedo y los fuertes que se perfilaban contra el rojizo cielo del atardecer, rodeados por naves que enarbolaban el Ojo Llameante de Nushash, un vivido recordatorio de lo que era afrontar la mirada ardiente del autarca—. Pero ya es un poco tarde para aprender.

* * *

Vash no quería emprender otro viaje. Apenas se había recobrado del último. ¿De qué valía llegar a una edad venerable y ser uno de los hombres más poderosos del mundo si no tenías la opción de quedarte en tierra firme?

Se tragó su irritación, pues no le serviría de nada, trató de conservar el equilibrio a pesar del vaivén de la nave anclada y entró en el gran camarote del autarca, un recinto de vigas de madera de cien pasos de largo que ocupaba la mitad de la longitud de la nave y la mayor parte de su anchura, y estaba revestida con finos tapices para conservar el calor aun durante la más fría tormenta. En el centro, sentado en una versión más pequeña del Trono del Halcón (sujeto a la cubierta para proteger la dignidad del Dorado cuando el mar estaba encrespado) se hallaba el hombre que obligaba a Pinimmon Vash a hacer cosas tan molestas.

—Ah, Vash, ahí estás. —El autarca extendió la mano lánguidamente, y el oro destelló en la punta de los dedos. Aparte de las joyas, Sulepis sólo usaba una falda de lino y un grueso cinturón de oro tejido—. Llegas justo a tiempo. Ese Favorecido gordo cuyo nombre nunca recuerdo… —Esperó tanto tiempo que fue evidente que quería que le dijeran el nombre.

—¿Bazilis, Dorado? —En los acantilados, uno de los grandes cocodrilos disparó una salva y el maderamen del barco crujió. Vash trató de no amilanarse.

—Sí, Bazilis. Él me traerá el regalo de Ludis. Hoy el dios en la tierra es un dios feliz, anciano. —Pero Sulepis no parecía feliz, sino más febril y desencajado que de costumbre, y los músculos de la mandíbula le temblaban como los de un sabueso que espera la comida—. Hemos esperado y trabajado largo tiempo para esto.

—Así es, Dorado. Hemos trabajado muy largo tiempo.

El autarca frunció el ceño.

—¿Tú también? ¿De veras, Vash? ¿Te has pasado semanas en vela para leer los textos antiguos? ¿Has luchado con… cosas que viven en la oscuridad? ¿Has apostado tu divinidad contra tu éxito, sabiendo que un hombre común moriría de sólo oír hablar de los tormentos que te aguardan si fracasas? ¿De veras has trabajado como yo, Vash?

—No, claro que no, mi asombroso amo. No dije «hemos trabajado» en ese sentido… —Sintió el sudor en la piel—. Sólo quise decir que los demás, vuestros servidores, hemos aguardado ansiosamente vuestro éxito, pero ese éxito… ese dominio… será totalmente vuestro. —Se maldijo por su tontería. Un año al servicio de ese joven venenoso y aún no había aprendido a sopesar cada palabra antes de decirla—. Por favor, Dorado, no os quise faltar al respeto…

—Desde luego que no, Vash. Eres mi servidor de confianza. —El autarca sonrió, un destello blanco tan despojado de bondad como la mueca de un tiburón—. Te preocupas demasiado, anciano. Mi mirada está en todas partes. Sé muy bien cuán leales son mis súbditos, y sé muy bien lo que hacen y piensan mis sirvientes más allegados.

Vash se tambaleó un poco (esperó que no se notara) y deseó poder sentarse. Sin duda el autarca insinuaba algo. ¿Era la observación que había hecho Marukh, el nuevo capitán de los Leopardos? Pero Vash no había coincidido con él, más aún, lo había reprendido. Claro que no había ido a ver al autarca para comunicarle la traicionera impertinencia de ese hombre.

Si denunciara a cada hombre que protesta contra el gobierno del autarca, pensó desesperadamente, el estrangulador moriría por exceso de trabajo y para fin de año sólo quedarían fantasmas en el Palacio del Huerto.

Inclinando la cabeza, esperó para averiguar si viviría una hora más.

El autarca alzó las manos, y volvió a fruncir el ceño mientras examinaba los dedales.

—Me pregunto si debería usar los que tienen forma de garras de halcón —dijo—. En honor de la inminente caída de Hierosol. ¿Qué piensas, Vash?

El ministro supremo soltó un silencioso suspiro de alivio. Otra hora, al menos.

—Creo que sería un honor adecuado para vuestros ancestros, sobre todo… —Hizo una pausa, pues no quería decir nada problemático, pero no vio ningún problema—. Sobre todo vuestro gran antepasado Xarpedon, que llevó el Halcón por todo Xand.

—Ah, Xarpedon. El más grande de todos nosotros… hasta ahora. —Alzó la vista cuando un sirviente atravesó en silencio las cortinas de la entrada y aguardó, con la cabeza gacha—. ¿Sí?

—El Favorecido Bazilis está aquí, Dorado.

—¡Bien! Puedes apartarte, Vash.

El ministro supremo se movió por el círculo de asistentes hacia la pared del camarote y se paró junto a la litera dorada del escotarca, un poco más pequeña que la del autarca. El tullido Prusas se asomaba por la ventanilla de la litera como un cangrejo ermitaño. Vash lo saludó con un cabeceo, una mera formalidad, pues todos sabían que el escotarca era un simple y no reparaba en esas cosas.

Recostándose en el trono, Sulepis ordenó que hicieran entrar al eunuco. Bazilis entró poco después, grave e inmenso en su túnica; necesitó un buen rato y muchos susurros de tela para postrarse a los pies del autarca.

—Oh, amo de la Gran Tienda, bendecido por Nushash… —comenzó, pero Sulepis lo interrumpió con un pisotón de impaciencia.

—Cállate. ¿Dónde está él? ¿Dónde está el prisionero?

—Fuera, Dorado. Creí que queríais enteraros de mi…

El autarca lanzó un puntapié. El eunuco cayó hacia atrás con un gemido. Se acuclilló y miró a su amo con temor, llevándose la mano al labio sangrante.

—Tráelo —dijo el autarca—. Lo estoy esperando a él, tonto, no a ti.

—Sí, Dorado, por supuesto. —Bazilis salió del camarote de espaldas, siempre sobre las manos y las rodillas, meneando el trasero.

Sulepis se volvió hacia Vash con la expresión levemente severa de un tutor.

—Por cortesía hacia nuestro huésped, hablaremos hierosolano en su presencia. ¿Qué tal lo hablas, Vash?

—Bien, bien, Dorado, aunque hace tiempo que no lo practico…

—Entonces ésta será una excelente oportunidad. —El autarca sonrió como un tío bondadoso, aunque el hombre al que le sonreía tenía el triple de su edad—. Al fin y al cabo, nunca sabes cuándo pueden ordenarte que administres un continente donde el hierosolano es la lengua dominante.

Mientras Vash reflexionaba sobre lo que parecía una rebuscada promesa de un ascenso a virrey de Eion, el prisionero apareció.

Vash notó que el hombre que entraba en el camarote escoltado por el eunuco y los guardias pertenecía a una especie diferente de la del autarca. Sulepis era joven, alto y apuesto, con una tez dorada y rasurada y una cara de halcón de pómulos altos, y el rey del norte era un hombre común, con una barba parda gruesa y mal recortada, con ojeras que enfatizaban su palidez de prisionero. Su modo de mirar al autarca indicaba que no era un pequeño mercader o artesano: era una mirada calma, pensativa y medida que también medía a los demás. La única persona que Vash había visto tan impávida en presencia del autarca era ese soldado asesino, Daikonas Vo, pero en los ojos y los labios del rey asomaba una sonrisa que nunca aparecería en la cara de Vo. Cuanto más pensaba en ello, más se asombraba Vash de que esa expresión de ironía desdeñosa, a pesar de su sutileza, no hubiera provocado la cólera del autarca. En cambio, Sulepis rió.

—¡Al fin llegáis, estimado monarca! —Alzó un dedo imperioso—. Traed un asiento para su majestad. —Dos sirvientes cruzaron el camarote, y regresaron trayendo una silla—. He esperado mucho este momento, rey Olin. He oído hablar tanto de vos que es como si os conociera.

Olin se sentó.

—Es interesante que lo digáis. Yo tengo la misma sensación.

El autarca volvió a reírse; parecía que se estaba divirtiendo de veras.

—Y a uno no le gusta lo que cree conocer, ¿verdad? Una buena broma. Seremos amigos. ¡Más aún, debemos ser amigos! Si insistimos en el protocolo formal, nuestras conversaciones serán largas y aburridas… y tendremos muchas conversaciones en los días venideros. ¡Las espero con ansias!

Olin entrelazó las manos sobre las piernas.

—¿Entonces no me mataréis todavía?

—¿Mataros? ¿Por qué haría semejante cosa? Sois un trofeo, rey Olin: más valioso que el oro o el ámbar gris… ¡más valioso que los afamados rubíes de Sirkot! ¡Hace mucho tiempo que intento teneros en mis manos!

—¿De qué estáis hablando?

La voz del norteño hizo temblar a Vash: nadie le hablaba al Dorado de ese modo si quería conservar el pellejo. Pero en vez de llamar a Mokor, su estrangulador favorito, el autarca volvió a reírse.

—Naturalmente, no podéis saberlo —dijo alegremente—. Y no sé si lo entenderéis cuando lo explique, a pesar de vuestra sapiencia.

Olin miró al monarca de Xand con una combinación de interés y creciente incomodidad. Vash sintió una extraña tranquilidad. Había empezado a preguntarse si su amo estaba tan loco como parecía o si él estaba perdiendo la perspectiva, así que le alegraba ver que no era el único que quedaba desconcertado por Sulepis.

—Parece que de veras no intentáis matarme hoy.

—¡Ya os dije que no! —exclamó Sulepis, fingiendo asombro—. Vos y yo tenemos mucho que hacer, ver y hablar. Pero primero debemos lavaros. Ludis ha cuidado pésimamente de vos.

El rey norteño inclinó la cabeza.

—¿Puedo preguntar qué precio pagasteis por mí? ¿O soy sólo un obsequio de Ludis… una especie de regalo de bienvenida?

—Ah, Olin… no os molesta que os llame Olin, ¿verdad? Vos podéis llamarme Dorado, e incluso… sí, podéis llamarme Gran Halcón.

—Sois muy amable.

—Ah, nos llevaremos muy bien. ¡Tenéis sentido del humor! —El autarca se reclinó en el trono, e hizo una señal a los sirvientes—. Llevad al rey Olin, que se bañe y se alimente. Dadle uno de mis catadores para que coma sin temor. Volveremos a hablar después, Olin; tenemos mucho que discutir. ¡Juntos reharemos el mundo!

—Parecéis muy seguro de que accederé a colaborar en vuestro… proyecto. —Olin ladeó la cabeza, examinando a su captor; Vash no pudo dejar de admirar a ese pobre salvaje condenado.

—Ah, vuestra anuencia no es necesaria para mi éxito —le dijo el autarca con un gesto compasivo—. Y, lamentablemente, no viviréis para ver sus frutos. Pero alegraos de saber que sois indispensable, que sin vos el mundo habría permanecido perdido en las sombras en vez de obtener la salvación de la gran luz de Nushash, o de Nushasha Sulepis, para ser preciso, pues esta vez se tratará de él. —Regaló al rey extranjero la lánguida sonrisa de un depredador demasiado ahíto para comer pero dispuesto a aterrar a algunas bestezuelas—. Como dije, hablaremos después, Olin Eddon. ¡Oh, hablaremos de muchas cosas! Seremos como amigos, ¿verdad? Por un tiempo, al menos. Ahora, disfrutad del baño y la comida.

* * *

El hombre que había secuestrado a Qinnitan sólo tuvo que sacar algunos pergaminos de un sobre de tela encerada (documentos con el sello del autarca) para que los marineros y soldados de la nave insignia Flama de Nushash se apresurasen a obedecer. Justo cuando ella quería que la vida anduviera con toda la lentitud de que era capaz la burocracia xixiana, todos se ponían a corretear como industriosas hormigas. Los tres fueron escoltados plancha arriba por soldados, algunos, notó Qinnitan, con el mismo yelmo de Leopardo que había usado Jeddin, el arquitecto de sus desdichas. ¿Por qué no lo había denunciado en cuanto empezó con sus descabelladas propuestas amorosas? ¿Porque se sentía halagada? ¿O porque había sentido compasión, recordando en el musculoso soldado al niño tímido que había conocido? Fuera como fuese, el amor de él la había condenado tan ciertamente como si le hubiera cortado la garganta con una daga: este ascenso por la plancha era sólo el final de algo que había sido inevitable desde el primer momento de la tonta traición de Jeddin y el silencio igualmente tonto de Qinnitan.

Ante un murmullo de su captor, un Favorecido cogió la mano de Palomo. Ella iba a protestar, pero comprendió que, aunque el niño estaba desesperado por quedarse con ella, esa separación era lo mejor que podía ocurrirle.

—Calma —le dijo, y luego añadió una espantosa mentira—: Regresaré. Todo saldrá bien. Ve con ellos y haz lo que te dicen.

Él no se dejó engañar. Mientras se lo llevaban, tenía la expresión decepcionada de un perro atado a un árbol y abandonado por su amo.

El oficial que los escoltaba preguntó a su captor si él y su «regalo» necesitaban acicalarse para la recepción.

—El Dorado me pidió que se la entregara cuanto antes —dijo el cazador—. Sin duda él me disculpará si lo interpreto literalmente.

El oficial y un importante Favorecido se miraron con aprensión, pero el cortesano hizo una reverencia.

—Desde luego, señor. Como digas.

Qinnitan respiró entrecortadamente mientras los conducían por el largo y ancho pasillo de la nave. No sentía nada, o no sentía nada reconocible. Si se hubiera caído al agua en ese momento, tal como había pensado antes, se hundiría de inmediato. Estaba fría y dura como una piedra.

Se detuvieron frente a la puerta del camarote central mientras el oficial, con discreción y casi como pidiendo disculpas, cacheaba al hombre que la había capturado. El jefe de los Favorecidos hizo lo mismo con Qinnitan. El aliento del eunuco olía a menta y algo más punzante y más desagradable, el hedor de un diente podrido, quizá; en cualquier otro momento le hubiera repugnado que la tocara, pero ahora se dejó manipular como un cadáver listo para la sepultura. No valía la pena sentir nada. No valía la pena preocuparse.

El Favorecido atravesó la puerta y el camarote para conducirlos hacia el hombre alto que ocupaba una sencilla silla en el centro, con las piernas abiertas y las botas plantadas con firmeza, examinando los documentos que el captor de Qinnitan había entregado a los cortesanos.

No era el autarca.

—¡Salve, alto polemarca Ikelis Johar, supervisor de los ejércitos! —dijo el Favorecido, golpeando el suelo tres veces con el bastón.

El general alzó la vista, estudiando a Qinnitan y su captor.

—Vo, ¿verdad? Daikonas Vo. Creo que he oído ese nombre antes. Tu padre también era Sabueso Blanco, ¿verdad?

Así que el hombre de cara inescrutable que la había capturado tenía nombre, comprendió Qinnitan. No importaba. Pronto no recordaría ningún nombre, ni siquiera el suyo.

—Sí, polemarca. —El hombre parecía sorprendido, aunque aún conservaba su rostro impasible—. Perdonadme, general, ¿podéis decirme cuándo puedo ver al autarca? Recibí órdenes muy específicas…

—Sí, sí. —El general agitó la mano callosa—. Y has hecho bien en venir aquí sin demora. Pero te has perdido al Dorado por medio día.

—¿Qué? —Por primera vez, Vo se comportaba como un mortal—. No entiendo…

—Se ha ido en una de sus naves más rápidas, el Halcón Brillante, dejándome a cargo del resto del asedio. —El polemarca sonrió—. Y dejándome como gobernador de Hierosol cuando caiga. Estaré muy ocupado tratando de impedir que las tropas incendien la ciudad, sobre todo tus camaradas de los Sabuesos. Son feroces y hambrientos, y han esperado esto mucho tiempo.

Qinnitan estaba anonadada. Había hecho lo posible por prepararse para la mirada aterradora del autarca, y tenía la sensación de haber saltado a un precipicio cuando esperaba pisar carbones calientes. No sabía qué pensar, salvo que su tormento se prolongaría un poco más, su muerte se postergaría, y no sabía cómo encararlo.

El supervisor de los ejércitos se palmeó las rodillas y se levantó. Era alto, y más corpulento que Daikonas Vo.

—Bien, si entregas la muchacha a mis sirvientes, la mantendremos a buen recaudo hasta el regreso del autarca.

—No.

El polemarca, que se disponía a darles la espalda, se giró lentamente sobre los talones, sorprendido.

—¿No? ¿Acaso te oí decir que no, soldado?

—Así es, general. Porque el Dorado en persona me ordenó que le llevara la muchacha a toda prisa; yo y nadie más. Necesitaré vuestro barco más rápido.

El supervisor miró a Vo y luego a los demás cortesanos y soldados que había en el camarote. Curvó la boca, pero la sonrisa no ocultaba su fastidio.

—Conque mi barco más rápido, ¿eh? Eres insolente, aun para ser un Sabueso.

Vo había recobrado la compostura. Afrontó su mirada.

—No hay ninguna insolencia en servir al Dorado tal como él ordena… en cada palabra. Nuestro amo insistió en ello.

El hombre mayor miró a Vo, y Qinnitan casi pudo creer que se observaban por encima de un tablero, una feroz partida de shanat, quizá, como los viejos en el mercado, mientras todos hablaban salvo los dos jugadores. Al fin Ikelis Johar sacudió la cabeza.

—Muy bien —dijo—. Te encontraremos un barco. Le dirás al autarca, cuando lo encuentres, que esto fue idea tuya.

—Ciertamente, polemarca. —Vo se giró—. Quisiera comer y beber algo mientras espero que preparen el barco.

El polemarca frunció el ceño, pero al fin volvió a sentarse.

—Los sirvientes se encargarán de ello. Ahora excúsame, Vo; tengo trabajo que hacer.

—Sí. Una última pregunta, polemarca. —Parecía que Vo provocaba a Johar adrede, para ver si uno de los hombres más poderosos del mundo perdía los estribos—. ¿Cuánto hace que el autarca zarpó para Xis?

—¿Xis? —El polemarca recobró el buen humor—. ¿Quién habló de Xis? Tu viaje no será tan fácil. El Dorado se dirige al norte en nuestra nave más rápida, siguiendo la costa.

—¿Al norte? —Qinnitan vio que Daikonas Vo no fingía sorpresa: estaba realmente desconcertado—. ¿Adónde se dirige?

—A un pequeño y atrasado país que pocos han oído nombrar, y que nadie visita —dijo el polemarca, indicando a un sirviente que le diera algo de beber—. Es tan pequeño que sólo lleva unos centenares de soldados, aunque se trata de tropas diestras y aguerridas, tus Sabuesos entre ellas. Y luego enviaremos tres barcos más llenos de soldados, así como un cocodrilo en una barcaza; uno de los grandes cañones.

—¿Adónde los llevan? —preguntó Vo, confundido—. ¿A qué país? ¿Por qué?

—¿Por qué? Quién sabe. —Johar cogió la copa y bebió un largo trago—. Es el deseo del autarca, y se cumple. En cuanto al país, se trata de un lugar insignificante llamado Marca Sur. Ahora llévate a esa ramera fugitiva y déjame volver a la tarea de destruir una verdadera ciudad.