39: La Ciudad del Sol Rojo

39

La Ciudad del Sol Rojo

Así Habbili, hijo de Nushash, se encontró solo en el mundo después de haber sido mutilado por el cruel Argal. Emprendió un viaje al oeste lejano, hijos míos, un lugar que sólo mencionan las leyendas y donde los hombres no han estado nunca. Se dice que allí habló con su padre, en un extremo de la gran travesía de Nushash, y luego regresó a las tierras que conocemos.

Le dijo a su insigne padre que un día derrocaría a los hijos de Madre Shusayem, y así lo hizo.

Revelaciones de Nushash,

Libro I

Durante largo tiempo el hombre erró sin nombre por un bosque de negros álamos y altos cipreses que se mecían en un viento que no se oía ni se sentía. Un arroyo oscuro corría cerca del sendero, pero su cauce se alejaba y se perdía de nuevo en la niebla mientras él seguía adelante. Lo protegían sauces que se arqueaban y temblaban como plañideras, estirando las ramas sobre las aguas silenciosas.

El hombre no tenía fuerzas para preguntarse dónde estaba ni cómo había llegado a esa comarca de niebla y sombra. Durante largo tiempo sólo pudo pensar en caminar. El sol estaba totalmente ausente, el cielo era un vacío fulgurante que no era oscuro ni claro. Pensó que ya había estado en un lugar así, una comarca de penumbra perpetua, pero también estaba seguro de que nunca había estado en ese país sombrío. La única otra cosa que conocía era el tranquilo temor de que si no seguía en movimiento terminaría tan quieto y desesperanzado como los álamos negros que lo rodeaban, que se hundiría en el suelo lodoso y se transformaría en uno de esos árboles.

El hombre deseaba que alguien estuviera con él, una voz que cantara, o hablara, o incluso llorara, cualquier cosa que interrumpiera ese silencio eterno. Trató de hacerlo él, pero había perdido la facultad de emitir sonidos y palabras, tal como había perdido el nombre. Todo era silencio en esa comarca. Algunos pájaros negros caminaban en las ramas, o volaban de un árbol al otro, pero eran tan silenciosos como los árboles, el viento y el agua.

Siguió caminando.

* * *

Hacía tiempo que veía sombras movedizas en la otra margen del arroyo, contornos brumosos con forma de hombre y mujer. Ahora vio algo más en esa costa lejana que lo intrigó, pero aún no estaba seguro. De nuevo deseó tener una voz para pedir ayuda a esas sombras, pues no veía manera de cruzar el agua, y aunque parecía desplazarse despacio no confiaba en su opaca quietud.

¿Pero qué tengo que perder si el agua me traga? No tuvo una respuesta inmediata, aunque sintió que poseía algo, una verdad a la que no deseaba renunciar pero que las aguas del arroyo podían eliminar.

¿Cómo puedo cruzar, entonces?

No puedes. Si cruzas, nunca regresarás desde la otra orilla.

Una niña desnuda de tres o cuatro años estaba a su lado, y su cabello claro ondeaba lentamente. Primero sintió pena por ella, tan pequeña y desprotegida en el viento. Luego miró esos ojos de oro derretido con motas de ámbar y supo que no era una niña, o al menos una niña mortal.

¿Quién eres?, preguntó.

La voz tampoco era de niña, al menos no la de una niña tan pequeña como parecía. Cada palabra era tan medida y dorada como su mirada.

Alguien que permanece cuando los demás se han ido. Una de las guardianas más antiguas de este lugar. No, «guardianes» no es correcto. «Guías» sería mejor. Y es evidente que tú necesitas una guía, pues estás perdido.

Pero quiero cruzar el río. Necesito hacerlo. Creo ver a alguien que conozco.

Con más razón debes temerle. Así es como la mayor parte de tu gente se extravía en nuestras tierras, por seguir a alguien que conoce o cree conocer. No estás preparado. Tu tiempo llegará pronto (tu especie sólo dura un parpadeo), pero aún no ha llegado.

No entendía qué significaba esto. ¿Cómo podía entender, cuando ni siquiera sabía su nombre? Pero eso no cambiaba sus sentimientos, la atracción de la otra orilla.

Por favor. Trató de coger la mano de la niña, pero era como si ella estuviera en el fondo de un arroyo que curvaba engañosamente la luz.

Cuando estiraba el brazo, ella no estaba allí. Por favor. Nunca se lo dije a él… No se lo dije

Al principio el rostro de ella era impasible como una máscara de mármol, pero lo cruzó una sombra de piedad.

Entonces debes asumirlo, dijo al fin. Sólo es posible porque llegaste aquí por mala suerte. Puedes cruzar, puedes ver las cosas como son y las cosas como eran, pero necesitarás suerte y fortaleza para cruzar las oscuras aguas por segunda vez y volver a salir.

Él agachó la cabeza, avergonzado de desear algo que ni siquiera podía nombrar ni entender.

Eres amable.

La amabilidad no forma parte de estas leyes, sobre todo una vez que estés fuera de mi alcance, dijo la niña con solemnidad. Allí, las reglas son como las sendas de los astros por la gran bóveda, fijas e inexorables. No debes comer comida ni aceptar regalos. Y no debes olvidar tu nombre.

Pero… pero lo he olvidado. Él miró el incesante bosque de álamos, los troncos que se alejaban en todas las direcciones. Parecía que su nombre estaba al alcance, pero se le escapaba.

La niña meneó la cabeza.

¿Ya? Entonces eres un tonto al correr este riesgo. Sólo los corazones más fuertes pueden entrar en la ciudad y sobrevivir. Alzó el brazo pequeño y pálido y un bote se acercó a la orilla, una embarcación con clavos oxidados y tablones grises y gastados. Muy bien, esto es lo último que puedo hacer. Lo hago en memoria de alguien como tú, que mucho tiempo atrás también puso su vida en mis manos. Tu nombre es Ferras Vansen. Eres un hombre viviente. Ahora vete.

Y al instante el hombre estuvo en el río. Ambas orillas habían desaparecido y sólo había niebla por doquier.

* * *

Pasó largo tiempo en las negras aguas. Vastas formas se movían bajo la superficie, y el bote se balanceaba al pasar sobre ellas; un par de veces afloraron a la superficie y él pudo ver su piel mojada, negra y lustrosa como metal bruñido. No lo tocaron ni lo amenazaron, pero se alegraba de estar en un bote y no chapaleando en la corriente oscura y fría con esas formas enormes nadando debajo de él, atraídas por su calor y movimiento.

Ferras Vansen, ése es mi nombre, se recordó. En el río tenía la sensación de que el nombre se le escabullía mientras atravesaba la niebla. Había parecido muy claro y muy preciso cuando lo dijo la niña, pero sabía que podía volver a olvidarlo tan fácilmente como cuando estaba en el bosque de árboles negros.

¿Cómo llegué a estas tierras? Pero ese recuerdo estaba aún más olvidado de lo que antes estaba su nombre. Sólo sabía que la niña había declarado que no había llegado allí como la mayoría de los hombres (mala suerte, había dicho) y eso bastaba para confortarlo.

Sintió algo raro bajo las manos, bajo los pies. Miró abajo y vio que el bote ya no estaba hecho de madera gris sino de serpientes lustrosas y opacas, centenares de serpientes entrelazadas que evocaban esas esteras que las ancianas tejían para que sus esposos, hijos y nietos se limpiaran las botas embarradas. Pero éstas no eran ramillas sino serpientes vivas que se retorcían. Alzó las manos y los pies, pero no sirvió de nada: todo el bote estaba hecho de serpientes y era imposible escapar de ellas.

Mientras miraba con horrorizada sorpresa, el bote de serpientes comenzó a deshilacharse, y las serpientes de arriba y de la borda se desprendieron de la urdimbre y cayeron como gruesas sogas en las aguas oscuras y apacibles. Siguieron desprendiéndose, cada vez más deprisa, hasta que el agua entró por todas partes y él flotó sobre un manto de formas frías e inquietas.

Alzó la vista, escrutando la niebla para buscar la otra orilla, una piedra en el río, cualquier cosa que pudiera salvarlo. Las serpientes desaparecieron. El bote desapareció. Trató de recordar el nombre de los dioses para rezarles, pero también lo había olvidado.

Vansen. Soy Ferras Vansen. Soy un soldado. Amo a una mujer que no me ama, y no podría amarme aunque quisiera. ¡Soy Ferras Vansen!

Y se hundió en las frías olas y tragó toda la negrura.

* * *

No estaba en el río ni en la costa, sino en una calle crepuscular. La luz de los faroles alumbraba los adoquines. Era una luz tenue como un fuego fatuo, que brillaba sin iluminar demasiado las precarias casas. Aún no había oscurecido del todo, pero las calles estaban desiertas.

¿Qué lugar es éste? Creía que había pensado en silencio, pero alguien lo oyó.

Es la Ciudad de los Durmientes. La voz de la niña que le había devuelto el nombre era tenue, como si estuviera en aquella orilla del río que ya no podía ver. Hay un solo camino, Ferras Vansen, y es siempre hacia delante. ¡Recuérdalo…!

Y fue la última vez que supo de ella. Después de eso apenas pudo recordar su aspecto y su voz. Caminó hacia delante y sus pisadas no hacían ruido, aunque oía el goteo del agua y el susurro de un viento apacible sobre los tejados.

La mayoría de las ventanas estaban a oscuras, pero algunas estaban iluminadas. Cuando miró adentro, vio gente. Todos dormían, incluso los que estaban levantados y se movían. Tenían los ojos cerrados, y sus movimientos eran lentos y desmañados. Algunos estaban sentados en sillas o taburetes, o apoyados contra las paredes de sus habitaciones sórdidas y polvorientas, inmóviles como estatuas o meciéndose como mendigos ciegos. Algunos trataban de revolver ollas bajo las cuales no ardía ninguna llama. Otros cuidaban a niños que yacían como muñecas de trapo, con el cuerpo flojo mientras sus padres dormidos los vestían o desvestían, cabeceando, abriendo la boca mientras sus padres los alimentaban con cucharas vacías.

Al rato dejó de mirar el interior de las casas.

Cuando llegó al centro de la ciudad, las calles empezaron a llenarse de gente, aunque también ellos se movían como nadadores cautelosos, mirando con ojos ciegos el cielo gris y magullado. Otros durmientes conducían carros llenos de bultos amortajados, y los caballos que tiraban de los carros también dormían, moviendo las largas mandíbulas como si mascaran algo inexistente. La muchedumbre caminaba despacio, como un cardumen en el fondo de un lago invernal, embelesada por espectáculos que no podía ver, comprando cosas que no podía saborear ni usar. Músicos soñolientos tocaban instrumentos polvorientos, creando melodías silenciosas, mientras payasos dormidos bailaban lentos como el deshielo y hacían cabriolas en la tierra, y terminaban manchados y embarrados.

Mientras observaba con temeroso asombro, una mujer joven se le acercó. Era bonita, o tendría que haberlo sido. En su cara exangüe, apenas se veían los ojos bajo sus largas pestañas, pero su boca colgaba como la de un idiota, aunque trataba de curvar los labios en una sonrisa seductora. Estiró la mano para ofrecerle una flor mustia, y una estría roja recorría los pétalos blancos como una vena de sangre. Gamón, recordó, la flor del dios, aunque no sabía a qué dios se refería.

¿Soy hermosa?, preguntó ella. Apenas movía los labios, pero él oyó la voz con claridad.

, le dijo, tratando de ser amable. Vio que había sido hermosa una vez, y podía volver a serlo, en otro lugar, bajo una luz más intensa.

Eres tierno. Toma mi flor. Ella apretó los labios como para impedir que temblaran. Ha pasado mucho tiempo desde que hablé con alguien como tú. Este lugar es muy solitario.

Compadeciéndose, él extendió la mano, pero antes de cerrar los dedos sobre ese tallo ceroso recordó a otra mujer, alta y rubia, a quien debía algo. Detuvo la mano, y recordó lo que alguien le había dicho mucho tiempo atrás: ¡No aceptes ningún regalo!

No puedo, dijo. Lo lamento.

Entonces la cara de ella se transfiguró, y dejó de ser un rostro de mujer mortal para transformarse en algo más antiguo y más hambriento. Su cuerpo onduló y se alargó adquiriendo una forma primitiva, con extremidades dolorosamente raquíticas y largas garras. Crujió y se rizó delante de él como un insecto chamuscado, se retorció hasta enturbiarle la vista de tanto mirarlo, y luego desapareció en el crepúsculo dejando sólo un chillido de aflicción y de furia.

Conmovido y triste, siguió caminando.

* * *

En las afueras de la ciudad, entre los muladares y cementerios, donde algunos durmientes andrajosos se agolpaban alrededor de fogatas humeantes, encontró al que había entrevisto desde la otra orilla, aunque eso parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás. Este durmiente era un anciano, con manos que habían sido grandes y fuertes, ahora deformadas por la edad, y hombros que habían sido anchos y una espalda que había sido recta, ahora toscamente encorvada, así que tenía la forma de un pájaro que se acurrucara en sus plumas para protegerse del frío. Ferras Vansen pudo ver el pálido y lento resplandor de las fogatas a través de la sustancia de ese hombre, como si fuera tan intangible como la niebla.

Padre, dijo, pero de pronto vaciló. Tati, preguntó, como un niño, ¿de veras eres tú? ¿Me reconoces?

El hombre lo miró, o al menos volvió los ojos ciegos hacia su voz. Su rostro no sólo era traslúcido, sino que titilaba como aceite en aguas ondulantes.

No soy nadie. ¿Cómo podría reconocerte?

No. Eres Pedar Vansen. Soy tu hijo, Ferras.

El viejo sacudió la cabeza.

No. Soy Perinos Eio, el gran planeta. Morí y yací cuatro días en un ataúd de piedra rodeado por la oscuridad y las estrellas lejanas. Luego desperté de nuevo a la luz de lo que es verdad. Suspiró, y lloró con los ojos cerrados. Pero he vuelto a olvidarlo todo, y ahora estoy perdido…

Moriste en tu cama, tati. No tuve la oportunidad de decirte adiós. Ferras Vansen sintió lágrimas que le quemaban los ojos, como si en este lugar llorar consistiera en perforar la carne y verter sangre, no agua. No había ataúd de piedra. Éramos pobres, y no regresé a tiempo para pagar ni siquiera una caja de madera, aunque lo habría hecho con gusto. Fuiste sepultado en una sábana. Agachó la cabeza. Lo siento, tati. Yo estaba lejos…

Ayúdame. El viejo extendió una mano, pero era tan insustancial como una lengua de niebla, fresca y húmeda. Ayúdame a encontrar el camino de regreso, a aprender de nuevo las respuestas para que pueda seguir adelante.

Lo que pidas. Y en ese momento lo decía en serio. Éste era un hombre cuyas necesidades imposibles habían presionado la infancia de Ferras Vansen como la tapa del ataúd de piedra del que hablaba, pero el amor aún era más fuerte que cualquier temor, que cualquier consuelo. Estaba dispuesto a infringir esos tenues mandamientos para hacer lo que pedía su tati. ¡No comas comida, no aceptes regalos, recuerda tu nombre! Retaría a los dioses mismos ante su trono.

Pero los dioses también están dormidos, recordó, o creyó recordar. ¿Quién me dijo eso?

Ven, dijo el desleído fantasma de su padre. Ven, te llevaré adonde debes ir.

* * *

Más allá de la ciudad entraron en un bosque sombrío y bajaron a un valle silencioso por una ladera cubierta de hiedra negra y abedules grises. En el fondo del valle cruzaron un río color sangre, por rocas que sobresalían de las aguas como dientes. Siguieron caminando bajo un cielo lúgubre y pétreo, y la luz era sólo un fulgor tenue y rojizo en el oeste lejano, como una mancha de sangre en una camisa vieja.

Pasó el tiempo, o habría pasado si se tratara de otro lugar. El padre de Vansen cantaba al caminar, rimas absurdas y rituales que hablaban de cortar el cuerpo en pedazos, interminables versos de amor que describían el despojamiento de la carne y la memoria, pero aparte de eso el viejo decía poco y no parecía recordar su vida anterior. Por momentos Vansen pensaba que había cometido un error, que había elegido a un viejo que no era su padre, pero luego un ángulo de la cara insustancial de su compañero, una expresión en la boca, fugaz como un pez en un estanque, lo convencía de que había tenido razón.

Cruzaron cuatro arroyos más, uno de hielo movedizo, otro de agua que hervía y burbujeaba, uno tan lleno de criaturas verdes que parecía inmóvil, aunque siluetas diminutas y escurridizas palpitaban en el lecho entre las raíces, y al fin un torrente del que sólo veían niebla que se movía en una grieta profunda, aunque de ella subían sonidos que ninguna niebla emitió jamás. Tuvieron que saltar, y Vansen aferró la forma brumosa que indicaba el sitio donde tendría que haber estado la mano del anciano.

Con el tiempo todos los contornos se desdibujaron, y cada paso era el mismo paso, cada canción que cantaba el viejo era la misma canción. Se les acercaron sombras, algunas temibles, pero Vansen les dijo su nombre y el nombre del viejo y se disolvieron en el crepúsculo. Otras veces las sombras adquirían formas más agradables y les ofrecían su hospitalidad (comidas suntuosas, lechos blandos, o deleites más íntimos), pero Vansen aprendió a rehusar con la misma firmeza, y esas formas también se replegaron.

Al fin llegaron a una tierra ancha y desierta donde soplaba un viento polvoriento y furibundo, un lugar donde caminaban a la misma velocidad con que se arrastra un hombre agonizante. A veces su padre titubeaba y Vansen tenía que arrastrarlo en medio del polvo afilado y sofocante. Una vez, cuando hasta el crepúsculo fue bloqueado por gruesas nubes y avanzaban en total oscuridad, el viejo se cayó y no pudo levantarse. Se puso a graznar una canción sobre brazaletes blancos y corazones de humo, y Ferras Vansen se agachó junto a él con desesperación. Sabía que podía irse y el viejo ni lo vería, ni siquiera se daría cuenta de que se había ido. Pero se incorporó, alzó al viejo y lo cargó a sus espaldas. El cuerpo de Pedar Vansen no tenía más sustancia que un velo de mujer, pero también era más pesado que un peñasco, y Vansen no podía dar unos pasos sin detenerse a recobrar el aliento.

Las tormentas de polvo menguaron al fin. Aún estaban en esa extensión gris y desierta, pero por primera vez vio algo en el horizonte. Era una rústica choza hecha de palos y piedras, y la argamasa consistía en siglos de polvo, así que parecía el montículo de un insecto enorme y chapucero. Había un hombre frente a ella, apoyándose en su largo bastón como uno de los pastores kertianos que a veces iban a vivir en los valles de Ferras Vansen cuando una reyerta tribal los obligaba a abandonar su hogar.

¡Eso es! Fue un momento triunfal que superaba aun la visión de otro ser en esa polvareda interminable. Había recordado algo nuevo: Soy Ferras Vansen, un hombre de los valles.

El desconocido se ceñía el vientre con uno de esos trapos raídos que usaban los antiguos, pero no tenía ningún otro adorno. Su larga barba era gris como una telaraña alrededor de la boca, pero el polvo había amarilleado el resto. No se movió cuando se acercaron, y casi habían llegado cuando Ferras Vansen notó que ese hombre barbado tenía los ojos abiertos, que no estaba dormido como todos los demás en esas tierras.

¿Quién eres?, dijo Vansen. ¿O está prohibido preguntar?

Los ojos del hombre brillaban como estrellas bajo sus pobladas cejas. Sonrió, sin amabilidad ni malicia.

Te encuentras delante del último río, pero el lugar adonde deseas ir no existe en esta era del sueño. Debes cruzar a un lado donde los grandes seres que deseas ver aún moran en sus casas.

No lo entiendo, dijo Vansen. Mientras hablaban, su padre se sentó en el polvo y se puso a canturrear.

No necesitas entenderlo. Sólo necesitas hacer lo que debes hacer. No sé si podrás volver, porque eso está en manos de poderes más grandes que el mío. El viejo polvoriento movió los pies descalzos, con los dedos extendidos y fibrosos de alguien que nunca había usado zapatos. A diferencia del padre de Vansen, era absolutamente real. Vansen veía cada palmo de su tez cobriza con gran claridad, cada cicatriz, cada pelo.

¿No me dirás quién eres, maestro?

El hombre barbado negó con la cabeza.

No soy maestro de nadie, y menos de ti. Una forma, una idea, quizá una palabra. Eso es todo. Ahora atraviesa la puerta. Allí encontrarás agua. Ambos debéis lavaros.

Y sin saber cómo, Ferras Vansen se encontró en el interior de la choza de madera, pero por primera vez habían dejado atrás el crepúsculo: por las fisuras de las paredes veía un cielo negro y aterciopelado y el destello de las estrellas. Se acercó a las paredes y miró por una abertura. Toda la choza estaba rodeada por estrellas, innumerables chispas blancas que titilaban como las velas de todos los dioses del cielo, estrellas arriba, al lado y debajo de ellos, como si la choza flotara sin ataduras en el firmamento. Mareado por ese espectáculo fascinante y aterrador, se volvió y vio que su padre ya se estaba lavando con el agua de una sencilla tina de madera, tan rústica como la choza.

Vansen lo imitó, y disfrutó largamente de la gloria del agua que le resbalaba por la piel. Había olvidado que tenía un cuerpo, y éste era un modo maravilloso de recordarlo. Hasta el fantasma de su padre, tan insustancial como si estuviera hecho de telarañas, parecía sumido en una especie de felicidad.

Tendría que haber ido a casa, dijo Vansen. Te tenía miedo, tati. Tenía miedo de tu sufrimiento. Y te odiaba un poco. Porque no me facilitaste las cosas, y podrías haberlo hecho.

Su padre dejó de cantar y calló largo rato. Se irguió y dejó que el agua se deslizara por su cuerpo como lluvia goteando de una ventana.

Yo era prisionero de mi propia comprensión, dijo al fin. Eso creo, al menos. En verdad, no lo recuerdo… Todo se ha ido, se ha disipado como humo…

Para Vansen estas palabras eran como comida para el hambriento, pero de pronto estuvieron fuera de la choza, de vuelta en el crepúsculo y el polvo. El hombre barbado se apoyaba en su largo bastón, tan nudoso como él mismo.

Allá, dijo, señalando unas piedras opacas y rojizas que yacían en el polvo. Destrózalas y frótate con ellas para que puedas cruzar hacia la última luz del crepúsculo y aun así conservar una parte de ti mismo. Ambos. Ahora no hay diferencia entre los vivos y los muertos en esta casa. Todos están sometidos a las mismas leyes.

Vansen entrechocó las piedras rojas, triturándolas hasta dejar un polvo color sangre, y se frotó la piel limpia con ese polvo. Era como frotarse con luz. Cuando terminó, relucía, y el fantasma de su padre titilaba bajo su capa de polvo y parecía más sustancial.

Este ocre da vida a los que no aman, dijo el hombre barbado. Y en el lugar al que vais protege a los vivos de los muertos, que de lo contrario os acosarían como moscas. Id.

¿Qué nos aguarda?, le preguntó Vansen mientras él y su padre avanzaban.

Lo que siempre os ha aguardado. Lo que siempre os aguardará a vosotros y a mí, y a todas las cosas. El final de todo.

El hombre barbado desapareció en el polvo que volvía a rodearlos en un remolino sofocante. Vansen contuvo el aliento hasta que no pudo más. Respiró, aspirando el río de polvo. Fue polvo. Pasó al otro lado.

* * *

Y así entraron en la verdadera ciudad. En comparación con esa metrópolis, la ciudad de los durmientes no era más que una aldea.

Los oráculos dicen que esta urbe imponente y espantosa se extiende por la tierra de polo a polo, de modo que dondequiera caminen los hombres, bajo sus pies se encuentran las calles de la Ciudad del Sol Rojo. Nadie se ríe en esa ciudad, aseguran los oráculos, y nadie llora salvo en sollozos ahogados, y nadie canta salvo en susurros.

Cuando entraron Ferras Vansen y su padre, el silencio cubría el lugar tal como el polvo cubría las calles. Todos los durmientes tenían los ojos abiertos, y todos miraban la eternidad sin esperanza. Dar un paso era como levantar una tonelada de piedras. Cada calle era tan lúgubre y desolada como la anterior.

Pero él y la sombra de su padre avanzaban hacia el oscuro imán del corazón de la ciudad, el palacio del Señor de la Tierra. Miles de fantasmas avanzaban con ellos hacia la gran puerta negra, sombras de todo tipo y de todas las formas. Casi todos usaban harapos, y muchos estaban desnudos, pero aun en su desnudez algunos estaban vestidos con plumas o con escamas relucientes, así que no parecían personas. Vansen y su padre fueron arrastrados por esta muchedumbre silenciosa como trozos de corteza en un río lento, y la puerta, la pared y el palacio crecían delante de ellos.

Ferras Vansen miró a su padre, que era el único que aún tenía los ojos cerrados, y vio que aunque los rasgos del viejo todavía eran borrosos como humo, había conservado el fulgor del ocre, un destello rojo que parecía fuego reflejado en plata. Luego vio que los demás espíritus también lo tenían, y que el fulgor no venía de los muertos sino del gran palacio, cuyas ventanas derramaban una luz roja como el ocaso.

La Casa del Oeste Extremo, susurró su padre, pero como si recitara una plegaria en vez de explicar algo. El Nido del Cuervo. El castillo de Todo-Se-Desmorona. El Gran Pino…

Pero antes, susurró alguien, debemos atravesar la Puerta del Puerco. Estas palabras se propagaron como un incendio en hierba seca, y el susurro de la multitud se transformó en un murmullo zumbón. La Puerta. La Puerta. Algunos decían las palabras con un gruñido, pero uno se rió estruendosamente al repetirlas, como si fuera la primera broma que se decía en esa ciudad lúgubre del color de la sangre. Al rato la risa se transformó en llanto. El hocico del Puerco huele cada mentira, cada engaño, y luego seremos devorados

Mientras crecían las voces, la oscuridad también crecía como un manto de humo, hasta que Ferras Vansen no pudo ver nada. La sombra de su padre desapareció. Estaba perdido en un vacío negro, y la voz de los muertos apiñados se había convertido en ruidos animales, rebuznos, bufidos, ladridos, como si los fantasmas de los hombres se hubieran convertido en fantasmas de bestias. Era una algarabía tremenda, áspera, desesperada, llena de terror. Se acordó de los animales que había llevado al matadero. La oscuridad parecía infinita, vacía salvo por él y un coro de ecos horripilantes.

Pero ése soy yo, pensó. Arreando animales con un látigo. Caminando por la carretera hasta Pequeña Stell. Esto es un recuerdo de mí, de mi vida.

Soy Ferras Vansen, le dijo al vacío. Tengo nombre. Soy un hombre viviente.

Algo se le acercó, y Vansen sintió una presencia lenta y ominosa como un nubarrón. Parecía más grande que la oscuridad, y hedía. También parecía… ¿burlarse de él?

Hombre viviente.

No eran palabras, ni siquiera pensamientos, sino algo más vasto, como cambios climáticos, pero él podía entenderlos. Estaba en manos de algo tan inmenso que no podía pensar. Ya no tenía miedo. Era demasiado insignificante para tener miedo.

Al fin esa cosa habló, o el clima cambió, o las estrellas giraron en su negro firmamento en torno a Ferras Vansen.

Pasa, hablaré en tu nombre y él decidirá. Morirás, o vivirás… al menos un poco más.

Y luego se encontró en un lugar aún más extraño, un salón festivo que también era un pozo monstruoso, una sala del trono bella y solemne cuyo techo era una bóveda de negrura interminable. Era el suelo poblado de raíces, una plateada fantasía de torres, el lento corazón de toda la música triste, era todas esas cosas y ninguna de ellas. Estaba solo, sin el fantasma de su padre, pero un millón de sombras se arremolinaban alrededor del gran trono del centro, donde se sentaba la sombra mayor de todas.

La voz que había oído antes le habló.

El amo de este lugar dice que no te corresponde estar en su sueño.

Soy Ferras Vansen, dijo humildemente. Claro que no le correspondía estar allí, en el final de todas las cosas. Soy un hombre viviente. Sólo quería ayudar a mi padre.

La voz del Portero volvió a hablar, lenta como los glaciares e igualmente gélida.

No puedes. Intentarlo es una impertinencia. Su destino es cosa de él y los dioses, es decir, de él y su propio corazón. Y por eso debes irte. Eres un estorbo, si bien ínfimo, para Aquello Que Debe Ocurrir.

Vansen se arredró ante la furia de esa voz titánica.

¡No tenía malas intenciones! Se sentía avergonzado por su temor. Aunque tuviera que vivir ahí para siempre, comiendo arcilla y bebiendo polvo con esas tristes sombras, no tenía por qué arrastrarse. Traté de ayudar. Ni siquiera los dioses pueden condenarme por eso.

Tras una pausa, el Portero volvió a hablar. No parecía haber oído lo que había dicho Vansen.

Agradece no haber oído la voz del Padre Tierra. Aun el murmullo de su sueño te volvería loco. En cambio, te permite partir, si puedes cruzar los ríos y salir a salvo de esta comarca. De lo contrario, serás uno de sus súbditos prematuramente… pero sólo perderás un tiempo breve, pues la vida de tu especie es la de una mariposa.

¿Por qué me hablas? ¿Por qué no estás dormido, como el Padre Tierra?

No te equivoques. Yo también duermo, dijo el Portero. Más aún, es posible que estos muertos, e incluso el Padre Tierra, formen parte de mi sueño.

Luego rió, y el mundo tembló.

Ahora vete, regresa a la tierra de los vivos, si puedes. No recibirás este don una segunda vez.

Y luego ese gran recinto donde prevalecían la locura, el sueño, la tierra y la profunda canción del mundo desapareció. El portero desapareció. Nada quedaba en todo el cosmos salvo Ferras Vansen, al parecer, que con súbita alarma estaba de pie en un arco angosto que se extendía sobre una nada enorme, una franja blanca sobre un abismo. No veía el extremo del delgado puente en ninguna de las dos direcciones, y el arco era apenas tan ancho como sus hombros. Sólo podía ir hacia delante, hacia lo desconocido, o hacia atrás, hacia la muerte silente e indiferente. La sombra de su padre se había ido, se había quedado en la ciudad del crepúsculo para afrontar su destino, y los vivos ya no significaban nada para Pedar Vansen. Su hijo no había podido salvarlo ni perdonarlo, pero algo había cambiado y su corazón estaba más ligero que antes.

—Soy Ferras Vansen —dijo a voz en cuello. No hubo respuesta, ni siquiera un eco, pero eso no importaba: sólo hablaba consigo mismo—. Soy un soldado. Amo a Briony Eddon, aunque ella nunca podrá amarme. Estoy cansado de estar perdido y estoy cansado de morir, así que esta vez intentaré algo distinto.

Empezó a caminar.