38
Bajo el ojo ardiente
Hasta los dioses lloran al hablar de la Teomaquia, la guerra entre el clan de los tres hermanos celestiales y el oscuro clan de Zmeos el Cornúpeto. Cayeron muchos de los más brillantes, y jamás tendrán parangón, pero sus hazañas perduran para que los hombres puedan comprender el honor y el amor piadoso hacia los dioses.
El principio de las cosas,
Libro del Trígono
Pelaya nunca había visto nada igual. Ni siquiera en esas pesadillas de su infancia en que la perseguía un monstruo hambriento como Brabinayos Botas de Piedra, salido de cuentos de comadres, había sentido tanto terror y desesperanza.
El cielo de Hierosol estaba negro como si se avecinara una tormenta, pero no eran nubes las que tapaban el sol desde hacía tres días, sino volutas de humo. A ambos lados de la ciudadela, los distritos de la bahía del Cangrejo y la Fuente ardían. Pelaya veía las llamas con claridad desde la ventana de la casa de Mercado de la Costa, un espectáculo horrible y fascinante, como si flores hermosas y relucientes brotaran en toda la ciudad. En los distritos que lindaban con las murallas marítimas, el olor nauseabundo de las ráfagas de azufre colgaba sobre las casas en una niebla amarilla y ponzoñosa. Había oído que su padre le decía a un sirviente que el azufre había puesto en fuga a la gente del puerto de Nektarios, e incluso el lado costero de la avenida del Farol estaba silencioso como una tumba, salvo por las presurosas filas de soldados que se desplazaban de un sector en peligro a otro. Sin duda esto era el fin del mundo, esa cosa que los harapientos aspirantes a profetas de las plazas siempre estaban anunciando a gritos. ¿Quién hubiera dicho que esos hombres sucios y malolientes tenían razón?
—¡Aléjate de allí, Pelaya! —exclamó su hermana Teloni—. ¡Dejarás entrar ese humo venenoso y nos matarás a todos!
Sobresaltada, soltó la persiana, que casi le rebanó los dedos. Se volvió airadamente, pero la furiosa réplica no salió de sus labios. Teloni se veía impotente y aterrada, y su cara estaba tan blanca como las máscaras de los antepasados de la familia.
—El humo está lejos, cerca de las murallas marítimas —le dijo Pelaya—, y el viento sopla en dirección contraria. El veneno no puede afectarnos.
—¿Entonces por qué mirabas? ¿Para qué quieres ver… eso? —Su hermana señaló la persiana como si lo que había más allá fuera sólo un pobre desgraciado (un vagabundo deforme o algún otro personaje grotesco) que se podía pasar por alto hasta que desistiera y siguiera su camino.
—¡Porque estamos en guerra! —Pelaya no entendía a su hermana ni a su madre. Ambas deambulaban por la casa como si esa atrocidad no estuviera ocurriendo. Al menos el pequeño Kiril blandía su espada de madera, fingiendo que mataba soldados xixianos—. ¿No os interesa?
—Claro que nos interesa. —Teloni lloró—. Pero no podemos hacer nada al respecto. ¿De qué sirve mirar?
Pelaya apoyó el hombro en la persiana y la alzó de nuevo, empujando con tanta fuerza que casi se cayó cuando empezó a abrirse. Teloni jadeó y Pelaya sintió que se le aceleraba el corazón: el patio adoquinado estaba a tres pisos, distancia suficiente para romperse los huesos.
Su hermana le cogió el brazo.
—¡Ten cuidado!
—Estoy bien, Teli. Ven aquí, te mostraré lo que está haciendo babba.
—Tú no sabes nada. Eres sólo una niña… ¡Eres más pequeña que yo!
—Sí, pero presto atención cuando él habla. —Abrió la persiana del todo y la trabó con la varilla de madera para tener la mano libre—. ¿Ves allá, junto a la Puerta de la Fuente? En ese lugar los cañones del autarca tratan de derribar la muralla, pero babba es demasiado astuto. Al comprender lo que se proponían, envió hombres a construir una nueva muralla detrás.
—¿Una nueva muralla? Pero también la derribarán, ¿o no?
—Quizá. Pero cuando lo hagan, él habrá construido otra… y otra… y otra. No les permitirá pasar.
—¿De veras? —dijo Teloni con cierto alivio—. ¿Y no cavarán bajo la muralla? Oí que Kiril decía que los hombres del autarca cavarían túneles bajo las murallas de Memnos o Salamandra, donde no hay mar… que podrían aparecer en nuestro jardín si quisieran.
Pelaya revolvió los ojos.
—¿No me escuchas a mí, pero escuchas a Kiril? Por todos los dioses, Teli, sólo tiene siete años.
—¿No es cierto lo que él dice?
—¿Ves allá? —Pelaya señaló la extraña silueta que se perfilaba junto al tramo más cercano de la muralla—. Es una balista, una máquina que arroja piedras. Arroja piedras tan pesadas como las que salen de los grandes cañones del autarca. Si babba y sus hombres ven que alguien cava un túnel, le arrojarán piedras para aplastarlo.
—¿Con los soldados del autarca dentro?
Pelaya resopló. ¿Teloni iba a llorar por el enemigo que intentaba matarlos?
—Por supuesto.
—Bien. Me alegra. —Teloni abrió mucho los ojos—. ¿Cómo sabes estas cosas, Pelaya?
—Ya te lo dije: sé escuchar. Y hablando de escuchar, así es como descubren los túneles si se acercan demasiado a las murallas. O usan los guisantes.
—¿De qué estás hablando?
—Guisantes secos. Papá y sus hombres insertan tambores en el suelo a lo largo de las murallas y ponen guisantes secos encima. De ese modo, si alguien está cavando debajo de ellos, los guisantes saltan y hacen ruido y nosotros nos enteramos. Luego pueden arrojarles piedras y aceite hirviendo.
—¡Pero ellos tienen tantos soldados!
—No importa. Nosotros tenemos nuestras murallas. Babba dice que nadie ha conquistado Hierosol por la fuerza. Ni siquiera Ludis Drakava habría tomado la ciudadela si el viejo emperador hubiera tenido un heredero. Todos lo saben. El Consejo de los Veintisiete tenía miedo del autarca, así que prefirió abrirle las puertas a Drakava.
—¿Y si hacen lo mismo con el autarca? ¿Y si él les ofrece un trato para que lo dejen pasar?
Pelaya negó con la cabeza.
—Los hombres del Consejo pueden ser viejos crueles, pero no son tontos. El autarca nunca cumple sus promesas. Los ejecutaría y masticaría sus huesos. —De nuevo recordó los sueños de su infancia: el gigante Botas de Piedra con la barba salpicada de sangre, moviendo las mandíbulas. No importaba lo que le dijera a su hermana, el mundo estaba a punto de terminar. Sacó la varilla de madera e hizo bajar la persiana—. Vamos a ayudar a mamá. No quiero mirar más.
—¡No! ¡No la cierres todavía! ¡Quiero ver cómo aplastan o queman a algunos xixianos! —exclamó Teloni con un brillo en los ojos.
* * *
Pelaya estaba rezando sus plegarias del mediodía cuando cayó en la cuenta de que aunque los penachos de humo pestilente, los proyectiles de brea ardiente y los incesantes cañonazos de los barcos del autarca hubieran obligado al protector Ludis y sus consejeros a abandonar el palacio para buscar refugio en el salón del erario de la plaza del Magnate, nadie había hablado de evacuar a los demás habitantes del palacio. Eso significaba que el rey Olin de Marca Sur aún estaría allí, atrapado en su celda.
Los sirvientes no sabían adonde había ido su padre, y su madre estaba tan preocupada por la seguridad del conde que rompió a llorar cuando Pelaya le preguntó, pero ella tampoco lo sabía. Pelaya caminó de un lado a otro del vestíbulo, tratando de pensar en algo, cada vez más segura de que nadie se había acordado de Olin Eddon. Quiso ver de nuevo a su madre, pero Ayona Akuanis había ido a consolar al bebé, que había estado inquieto toda la noche, y los dos se habían dormido profundamente.
Pelaya miró la cara de su madre, tan joven y hermosa de nuevo, ahora que el sueño había apaciguado su corazón temeroso. No quiso despertarla. Fue al escritorio de su madre y escribió una carta con una letra tan prolija que la hermana Lyris se habría enorgullecido del resultado, aunque no del propósito. La lacró con cera y el sello de su madre.
Encontró a Eril con tres de los sirvientes menores, tratando de poner orden en la caótica despensa. Los Akuanis nunca se mudaban a Mercado de la Costa en esta época del año, y la casa no estaba preparada para su llegada repentina.
—Quiero que lleves esta carta a la fortaleza —le dijo—. Quiero que traigas a alguien.
Eril la miró con toda la altivez que podía demostrar ante la hija del amo.
—¿A la fortaleza, kuraion? No lo creo. No es seguro. ¿Qué necesitáis tanto? Hemos empacado todo.
—No dije algo sino alguien. Es un rey, un hombre importante, y el lord protector lo ha dejado a su merced en la fortaleza.
—Ésa no es tarea para un sirviente, a menos que vuestro padre me lo pida —dijo él, con la firmeza de un criado de edad que a través de los años había soportado todas las triquiñuelas de las niñas.
—¡Pero debes hacerlo!
—¿De veras? ¿Por qué no le preguntamos a la kura Ayona?
—Está durmiendo y no hay que molestarla. —Pelaya frunció el ceño—. ¡Por favor, Eril! Babba conoce a este hombre y querría salvarlo.
El sirviente se apoyó los dedos en la frente, como los onirai ignorando a sus enemigos mientras comulgaban con los dioses.
—¿Queréis que arriesgue la vida por un prisionero extranjero? Sois muy cruel conmigo, kuraion. Esperemos el regreso de vuestro padre y veremos cuál es la voluntad del amo.
Ella lo miró con odio. Aunque obligara a Eril a ir, no había garantías de que hiciera lo que le pedía. Era tan terco como sólo podía serlo un venerable servidor de la familia. La ciudadela era un caos y él podía alegar que algo le había impedido cumplir con su cometido.
Su corazón martillaba: cada cañonazo podía ser el que hiciera caer el techo de la fortaleza sobre el pobre Olin Eddon. Tendría que ir ella misma, pero aun en los buenos tiempos habría sido tan escandaloso como peligroso cruzar la ciudad a solas. Necesitaba una escolta armada.
—Muy bien —dijo al fin, y se alejó. Tenía un plan, y estaba sorprendida de sí misma por concebirlo, y mucho más por llevarlo a cabo, pero si no había tenido escrúpulos en falsificar una carta de su madre, ciertamente no se dejaría frustrar por un sirviente porfiado.
* * *
En el extremo de la calle se detuvo ante la puerta de sus vecinos, una familia rica llamada Palakastros. Había un grupo de mendigos, como de costumbre. A diferencia de la ahorrativa madre de Pelaya, la matrona de los Palakastrai era una viuda rica que se preocupaba por lo que le sucedería después de la muerte, así que donaba comida casi todos los días. En consecuencia, casi siempre había una multitud de viejos y débiles frente a su puerta, para fastidio de Ayona Akuanis y otras familias de esa calle larga y ancha. A causa del asedio, había el doble o el triple que de costumbre, y pronto rodearon a Pelaya.
Temerosa de estar cercada por tantos desconocidos, y para colmo desconocidos mugrientos, eligió a uno que parecía muy viejo y frágil y en consecuencia menos proclive a las malas pasadas. Lo llevó aparte, para fastidio de los demás, y le entregó un cangrejo de cobre.
—Quiero que vayas a esa casa —señaló los anchos aleros de la casa de su familia— y preguntes por Eril el mayordomo. Habla sólo con él. Dile que Pelaya dice que debe reunirse con ella en el templo de Siveda, en la calle del Buen Zakkas, y que debe traer su espada. Si haces lo que te digo, te traeré dos monedas más mañana, aquí mismo. ¿Entiendes?
El viejo mendigo mordió la moneda y asintió.
—El templo de Siveda —dijo.
—Bien. Ah, y dile a Eril que si trae a mi madre o alguien más que yo no quiera ver, me esconderé y no me encontrarán nunca, y será culpa de él. ¿Puedes recordar todo eso?
—¿Por tres cangrejos de cobre? ¿Medio hipocampo? —El viejo rió y tosió, o quizá fue al revés—. Kura, por tres cobres cantaría la Trigoníada de cabo a rabo. Hace días que sólo como hierba.
Ella frunció el ceño, preguntándose si el hombre se burlaba de ella. ¿Cómo podía un mendigo viejo y desdentado conocer la Trigoníada? Pero eso no importaba. Lo único que importaba era rescatar al rey Olin.
Si esto funcionaba, pensó Pelaya, un día Olin Eddon la invitaría a su corte para demostrarle su gratitud. Podría decirle a su familia: «Sí, el rey de la Marca me pide que vaya a visitarlo. Recordaréis al rey Olin. Él y yo somos viejos amigos».
Se dirigió a la calle del Buen Zakkas, que se encontraba en el distrito del Foro Teogónico. Había pensado en llevar un cuchillo, pero no sabía cómo conseguirlo sin correr el riesgo de que descubrieran su plan, así que había optado por no llevarlo. Por eso necesitaba a Eril y su espada. Hacía años que él había combatido al mando de su padre, pero era corpulento y relativamente joven, así que nadie intentaría atracarla en su compañía, al menos no durante el día. Aun así, un atraco podía ser el menor de los peligros.
¿Estoy loca? Las calles estaban llenas de soldados, pero la mayoría de los ciudadanos habían regresado de sus recados de la mañana y estaban encerrados, asustados de los cañones, del humo venenoso y del fuego que caía del cielo. ¿Qué estoy haciendo?
Haciendo el bien, se dijo Pelaya, y luego recordó la exhortación zoriana contra la vanidad personal. Tratando de hacer el bien.
* * *
El trapo se le había caído de la boca y de nuevo respiraba polvo. El conde Perivos escupió y volvió a ponerse el trapo en su lugar, pero tuvo que dejar la pala para sujetarlo. Maldijo a través de la ceniza y la roña. Cuando disponías de cuarenta pentecontos de soldados, no esperabas estar manejando una herramienta.
—¡Humo! —gritó el vigía.
—¡Abajo, abajo! —bramó Perivos Akuanis, arrojándose al suelo, pero no era necesario: la mayoría de los hombres se habían tumbado antes que él, apretando el vientre y la cara contra el suelo. Llegó el momento terrible, el largo instante de silencio vibrante. Luego la enorme bala de cañón embistió la muralla con un crujido estremecedor que sacudió el suelo y arrancó más piedras del lado interior.
Tras esperar a que se asentaran los escombros, el conde Perivos abrió los ojos. Había más polvo en el aire y en el suelo; mientras el conde y sus obreros se ponían de pie, pensó que parecía una macabra resurrección de los muertos recientes.
Uno de sus maestros albañiles acababa de examinar la muralla, que en los últimos días había recibido un centenar de cañonazos.
—Aguantará un poco más, kurs, pero no demasiado —le informó el hombre—. Tendremos suerte si mañana sigue en pie.
—Entonces debemos terminar esta muralla hoy. —El conde llamó a gritos al capataz, Irinnis—. ¿Qué nos falta hacer? —preguntó cuando el hombre se puso de pie—. La muralla externa sólo puede soportar algunos disparos más de esas monstruosas bombardas. —El conde Perivos había aprendido a confiar en Irinnis, un kracio menudo y sudoroso con una excelente cabeza para la organización, y que había luchado (o edificado) para los generales de ambos continentes.
Rascándose la barbilla fláccida, Irinnis echó una ojeada al patio en ruinas, que una decena atrás era uno de los parques más bonitos de la ciudadela. La muralla curva que estaban construyendo detrás de la vapuleada muralla externa estaba casi terminada.
—Me gustaría tener tiempo de pintarla, kurs —dijo, entornando los ojos.
—¿Pintarla? —Akuanis se inclinó hacia él, pensando que no había oído bien: aún le vibraban los oídos por el impacto del último cañonazo—. No habrás dicho «pintarla», ¿verdad? ¿Mientras toda la ciudadela se desmorona?
Irinnis frunció el ceño, pero no con el gesto de alguien que se sintiera ofendido, sino de un ingeniero que se asombraba al descubrir que los legos, aunque tuvieran talento y experiencia bélica como el conde Perivos, no entendían las palabras más sencillas.
—Desde luego, mi señor, pintarla con ceniza o lodo negro. Para que los xixianos no la vean.
—Para que los… —Perivos Akuanis meneó la cabeza. En el parque, los hombres que no habían sido heridos con el último impacto, o los que sólo tenían lesiones menores, volvían al trabajo—. Confieso que no te entiendo.
—¿De qué sirven nuestras aspilleras —dijo Irinnis, señalando las ranuras de los lados curvos de la nueva muralla— si la tropa de desembarco del autarca no intenta atravesar la brecha que abran con la artillería? Y si ven la nueva muralla enseguida, no atravesarán la brecha para morir como buenos perros xixianos.
—Ah. Así que pintamos…
—Sólo la untamos con barro, si es todo lo que encontramos; algo oscuro. Arrojamos un poco de tierra al pie. Entonces no verán la trampa hasta que hayamos ensartado a la mitad de esos cabrones comedores de perro…
La alegre declamación del capataz fue interrumpida por la aparición del asistente del conde Perivos, que estaba supervisando la evacuación del palacio, pero que ahora atravesaba el patio a la carrera como si lo persiguieran tigres diente de sierra.
—¡Kurs! —gritó—. ¡El lord protector ha entregado al rey extranjero a los xixianos!
Perivos Akuanis tardó un instante en comprender.
—¿Te refieres al rey Olin? ¿Me estás diciendo que Ludis puso a Olin de Marca Sur en manos del autarca? ¿Cómo es posible?
Su asistente tuvo que hacer una pausa, con las manos en las rodillas, para recobrar el aliento.
—No sé cómo, mi señor, pero los Carneros de Drakava vinieron a buscarlo antes de que pudiera terminar de trasladarlo a él y los demás prisioneros. Lo lamento, kurs, os he fallado.
—No, la culpa no es tuya. —Akuanis meneó la cabeza—. ¿Por qué estás tan seguro de que pensaban entregarlo al autarca y no llevarlo ante Ludis?
—Porque el jefe de los Carneros tenía una orden con el sello del protector. Decía con precisión lo que debían hacer con él: sacarlo de la celda y llevarlo al puerto de Nektarios, donde sería entregado a los xixianos a cambio de «las condiciones que hemos convenido», o algo por el estilo.
El conde Perivos olió a gato encerrado. ¿Por qué Ludis cambiaría una pieza tan valiosa como Olin, salvo para finalizar el asedio? Pero Sulepis no abandonaría el asedio por un mero rey extranjero, y menos el monarca de un pequeño reino como el de Olin, que ni siquiera había logrado pagar su rescate al cabo de un año. No tenía sentido.
Pero de nada servía perder tiempo tratando de entender. El conde Perivos entregó su fajo de planos al asistente y se volvió hacia el capataz.
—Irinnis, que los hombres trabajen duro: esa muralla externa no pasará de esta noche. Y no olvides que la muralla de Puerta de la Fuente también necesita apuntalamiento; la mitad se derrumbó.
El conde atravesó las ruinas de lo que había sido el jardín de la emperatriz Thallo, un refugio para la meditación y el canto de las aves durante cientos de años. Ahora tenía que esquivar montones de escombros o los pozos humeantes abiertos por los cañonazos: parecía que Kernios, dios de la muerte, hubiera aplastado ese sitio con el talón.
* * *
Ludis Drakava, lord protector de Hierosol, se había instalado en el marmóreo salón del erario con veinte pentecontos de los combatientes más fieros de la ciudad, como si tuviera más miedo de un alzamiento de su propia gente que del numeroso ejército del autarca.
Perivos Akuanis miró con amargura el enorme campamento mientras caminaba deprisa entre filas de soldados. Hemos tenido dos irrupciones en la muralla norte desde el último amanecer. No habría sido así si estos hombres hubieran acudido… Mil de los siete u ocho mil soldados entrenados de toda la ciudad, todo lo que tenían para oponerse a los doscientos cincuenta mil del autarca. El Consejo de las Veintisiete Familias había entregado el trono a Ludis para que un hombre fuerte se opusiera al autarca de Xis, aunque ellos perdieran poder, pero daba la impresión de que no tendrían ninguna de las dos cosas.
Si el exterior parecía una fortaleza, el interior parecía el templo de los Tres Hermanos: media docena de sacerdotes del Trígono, con túnica negra y larga barba, rodeaban como cuervos la Silla de Jade y, como cuervos, parecían más interesados en saltar y graznar que en hacer algo útil. El conde Perivos, que nunca había confiado en Ludis, había empezado a odiarlo con una furia apasionada. Aborrecía a Ludis aún más que al autarca, porque Sulepis era sólo un nombre, pero él debía habérselas con la cara cuadrada de Ludis Drakava todos los días y tragar bilis.
El protector se levantó, agitando los brazos para ahuyentar a los sacerdotes, como si realmente fueran cuervos.
—¡Largo, mujeres quejumbrosas! Decidle al jerarca que si quiere hablar conmigo venga personalmente, pero que usaré los templos como se me antoje. ¡Estamos en guerra!
Los servidores del Trígono eran reacios a marcharse a pesar de esa orden tajante, pero ninguno de ellos superaba el rango de diácono. Gruñendo y tirándose de las patillas, enfilaron hacia la puerta. Ludis se sentó en el trono de mal humor. Vio al conde Perivos.
—Supongo que debería alegrarme de que el trigonarca fuera secuestrado por los sianeses tantos años atrás —gruñó—. De lo contrario, también tendría que soportar sus quejas. —Entornó los ojos—. ¿Y qué mala nueva me traes, Akuanis?
—Creo que sabéis por qué vengo, aunque sólo me enteré hace media hora. ¿Qué es esto que dicen sobre Olin Eddon?
Ludis puso una inocente cara de niño, muy extraña en un hombre fornido y barbado, cubierto de cicatrices.
—¿Qué has oído?
—Por favor, protector, no me tratéis como un tonto. ¿Me estáis diciendo que no ha sucedido nada raro con el rey Olin? ¿Que no lo han sacado de su celda? Me han dicho que será entregado al autarca a cambio de… algo. No sé qué.
—No, no lo sabes. Y no te lo diré. —El protector cruzó los gruesos brazos sobre el pecho y lo miró con el ceño fruncido.
Había algo raro en la conducta de Ludis. Drakava era un hombre complejo, pero Akuanis nunca le había visto demostrar remordimiento por nada y mucho menos actuar así, con esa hosquedad pueril, como si esperase que lo reprendieran y lo castigaran. ¿Éste era el hombre que había declarado que un sacerdote inocente (que además era el único pretendiente legítimo del trono de Hierosol) era brujo y lo había hecho sacar del templo y descuartizar por caballos? ¿Por qué Ludis Drakava se pondría quisquilloso ahora?
—Conque es verdad, pues. ¿Hay tiempo para impedirlo? ¿Dónde está ahora el rey Olin?
Ludis irguió la cabeza, sorprendido.
—Por las barbas de Hiliometes, ¿por qué íbamos a impedirlo? ¿Qué significa para ti ese norteño de piel lechosa?
—Es un rey, aparte de ser un hombre honorable. Lamentablemente, no puedo decir lo mismo del monarca de Hierosol.
Ludis lo miró con furia. De pronto el conde Perivos cayó en la cuenta de que estaba rodeado por tropas que no le debían lealtad personal, sino que recibían su paga del protector.
—Avanzas demasiado por una rama muy frágil —dijo al fin Ludis.
—¿Qué ganáis con esto? ¿Por qué entregar a un hombre inocente a las crueldades de ese… ese monstruo, Sulepis?
Lukdis rió ásperamente pero desvió la mirada, como si no se animara a afrontar los ojos del conde.
—¿Quién lleva la corona aquí, Akuanis? Tu reputación de experto en asedios no te da derecho a cuestionarme. Protejo lo que, debo proteger…
Se interrumpió al oír gritos. Un soldado que usaba el emblema de la Guardia Esteriana se abrió paso entre los hombres del Enomote Dorado y se arrojó al suelo delante del trono.
—¡Protector —exclamó—, los xixianos han franqueado la muralla de Puerta de la Fuente! Ahora resistimos en el patio del Templo, al pie de la colina de la ciudadela, pero tenemos un contingente pequeño y no podremos aguantar largo tiempo. Lord Kelofas os ruega que enviéis ayuda.
Akuanis se adelantó, olvidando a Olin Eddon por el momento. El patio del Templo estaba a poca distancia de la casa donde aguardaban su esposa y sus hijos, creyendo que estaban a salvo. Ellos y otros miles de inocentes serían masacrados en cuestión de horas si las defensas de Puerta de la Fuente se colapsaban.
—Dadme algunos de estos hombres —exigió—. Dejadme ir y asestar un puñetazo en los dientes de Sulepis… ¡Ya! Tenéis un millar en este edificio, pero serán como briznas en una borrasca si no impedimos que el autarca entre.
Drakava vaciló un instante, pero luego una expresión extraña le cruzó la cara.
—Sí, llévatelos —dijo—. Déjame dos pentecontos para defender el tesoro y el trono.
El conde Perivos se asombró de que el lord protector cediera sus tropas tan fácilmente después de haberle hablado con tanta crudeza, pero no tenía tiempo para conjeturas. Se hincó sobre una rodilla y apoyó la cabeza en el suelo, inclinándose no ante Ludis, se dijo, sino ante todos los reyes y reinas hierosolanos, emperadores y emperatrices, que se habían sentado en el gran trono verde antes que él; luego se levantó y fue a ver al tacsiarca de los hombres acampados alrededor del erario. Rogaba que los ingenieros y obreros que había dejado en el jardín de la emperatriz hubieran terminado la muralla, pues de lo contrario de nada serviría defender la Puerta de la Fuente.
—Enorgullécenos, conde Perivos —gritó Ludis cuando Akuanis y el tacsiarca ordenaron a la tropa que formara. Era como si el lord protector disfrutara de un espectáculo teatral—. ¡Toda Hierosol te estará mirando!
* * *
Eril estaba tan furioso con su joven ama que al principio la siguió sin una palabra, arrastrando la espada por la tierra, mientras se dirigían a la ciudadela desde el templo de Siveda. Mientras subían por la calle en espiral, afrontando una marea de gente que corría en dirección contraria, se decidió a hablar.
—¡No tenéis derecho a hacer esto, kuraion! Nos matarán. Seré un sirviente, pero eso no significa que deba morir porque sí.
Ella quedó sorprendida por su vehemencia y su egoísmo.
—No puedo hacerlo si nadie me acompaña. —Eso era obvio para ella, y también debería serlo para él, ahora que le había dado tiempo para digerirlo. ¿Qué pretendía, una disculpa?—. Ese pobre rey necesita nuestra ayuda… Es un rey, Eril.
El sirviente le dirigió una mirada que en otras circunstancias ella habría denunciado ante su madre. Pelaya estaba escandalizada. ¡El viejo Eril, el tonto Eril, actuando como si la odiara!
—De todos modos —dijo, un poco agitada—, no llevará mucho tiempo. Regresaremos antes de la cena. Y podrás decir a los dioses que hiciste una buena acción cuando esta noche reces tus plegarias.
A juzgar por su gruñido de respuesta, Eril no parecía encontrar mayor consuelo en ese pensamiento.
* * *
Aunque aún había mucha gente en el palacio y en la fortaleza, la mayoría sirvientes y soldados, pronto Pelaya comprendió que Olin Eddon no estaba entre ellos. Su celda estaba vacía, con la puerta abierta.
—¿Pero dónde está? —preguntó. ¡Había ido tan lejos y corrido tantos riesgos para nada!
—Se ha ido, señoría —dijo uno de los soldados que se habían reunido para presenciar esa inusitada conversación—. El lord protector lo hizo trasladar a otra parte.
—¿Adonde? ¡Dímelo, por favor! —Blandió su carta falsa—. ¡Mi padre es el conde Perivos!
—Nos consta, señoría —dijo el soldado—. Pero no podemos decíroslo porque no lo sabemos. Los Cameros del lord protector se lo llevaron. Tendréis que preguntarle a él.
—Hablas demasiado —le dijo otro soldado—. Ella no tendría que estar aquí; es peligroso. ¿Te imaginas si sucede algo? Seremos nosotros quienes perdamos la cabeza.
Pelaya salió de la fortaleza y cruzó el Paseo de los Ecos para dirigirse a la casa Kossope, sin prestar atención a las quejas de Eril. Si los sirvientes todavía estaban en sus dormitorios, sobre todo la lavandera de pelo oscuro, quizá supieran dónde estaba Olin. Pelaya había descubierto que los sirvientes estaban enterados de todo lo que pasaba en una casa grande.
Mientras los ecos de los cañonazos resonaban en la columnata, Pelaya vio que muchos sirvientes aún seguían allí, y no parecían muy conformes. La miraban con mala cara, como si los hubieran abandonado por culpa de ella. Se alegró de que Eril tuviera su espada. Pelaya sospechaba que esos sirvientes, si pasaba mucho tiempo, se volverían tan salvajes como los perros que rondaban los muladares y cementerios después del anochecer.
—La mujer con la que quiero hablar está aquí —dijo Pelaya, señalando el gran edificio que estaba al otro lado del complejo—. Pobrecilla, tiene que caminar mucho todos los días.
Eril masculló algo que Pelaya no entendió.
Cuando llegaron al dormitorio, descubrieron que las residentes se encargaban de custodiarlo: tres jóvenes robustas vigilaban la puerta con palos para lavar, y miraron a Eril con el ceño fruncido antes de permitirle entrar con Pelaya.
Para su deleite y alivio, encontraron a la lavandera de inmediato, sentada en su cama como si esperase que una bala de cañón atravesara el techo y la matara. Para consternación de Pelaya, la muchacha de pelo oscuro no se alegró de tener una visitante de alcurnia, y parecía asustada de Eril.
—¡Me sigue! —dijo, señalando—. ¡Él me sigue!
Eril frunció el ceño.
—Ella nunca me vio, kuraion. Estoy seguro. Alguien se lo dijo.
—Él te siguió porque yo necesitaba saber dónde vivías —dijo Pelaya—. Es mi sirviente. Tenía que encontrarte con discreción, cuando el rey Olin quiso hablar contigo. Ahora bien, ¿dónde está Olin? ¿Lo sabes? Se lo han llevado de la fortaleza.
La muchacha la miró acongojada, como si el paradero de Olin no tuviera el menor interés en comparación con sus problemas. Pelaya frunció el ceño. ¿Cómo podía entenderse con una lavandera que apenas sabía hablar su idioma?
—Necesito encontrarlo. Encontrarlo. Lo estoy buscando.
La cara de la muchacha cambió, como si asomara una esperanza.
—¿Ayudar encontrar?
—¡Sí! —Al fin se entendían—. Sí, ayudar encontrar.
La muchacha se levantó y cogió la mano de Pelaya, sobresaltando a la hija del conde, pero antes de que pudiera protestar fue arrastrada por el dormitorio. La muchacha no condujo a Pelaya ante Olin, sino ante otra lavandera, una joven amigable de rasgos redondos llamada Yazi, que al parecer oficiaría de intérprete. La joven no hablaba el hierosolano mucho mejor, pero al cabo de muchas vacilaciones resultó claro que la muchacha de pelo oscuro no había convenido en ayudar a encontrar a Olin, sino que quería ayuda para encontrar a su hermano mudo, que había desaparecido durante la noche.
—Él no irse —repetía una y otra vez, pero era evidente que se había ido.
—No, tenemos que encontrar a Olin, el rey Olin —le dijo Pelaya—. Pediré a mi padre que envíe a alguien para ayudar a encontrar a tu hermano.
La muchacha xandiana parecía conmocionada, como si le resultara inconcebible que le dijeran que no.
—¿No es suficiente, kuraion? —dijo Eril—. Me habéis arrastrado por la ciudad en vano, poniendo en peligro nuestra vida. ¿Ahora también tendremos que buscar a un niño fugitivo?
—No, claro que no, pero… —Antes de que Pelaya pudiera terminar, alguien se sumó a la pequeña multitud de mujeres que se habían reunido alrededor de la muchacha de pelo oscuro y su amiga. La recién llegada era mucho mayor que las otras, y tenía la cara desfigurada por una quemadura.
—¡Oh, gracias a la Gran Madre! —dijo esta anciana cuando las vio a todas, y se apoyó contra la pared, recobrando el aliento—. Tenía miedo de no encontraros. —Miró a Pelaya, sorprendida—. Señoría, disculpadme.
Pelaya saludó con un cabeceo, irritada por esta nueva interrupción. Eril tenía razón. Debían regresar a Mercado de la Costa.
—¿Qué sucede, Losa? —preguntó Yazi, la joven de cara redonda.
—¡El chico que no habla, el hermanito! Está en la torre del silo y muy… —Movió las manos, tratando de encontrar las palabras—. Furioso, triste. No lo sé. Se niega a bajar.
—¿Palomo? —preguntó Qinnitan—. ¿No estar… lastimado?
—No creo que esté lastimado —dijo Losa—. Sólo se oculta en esa torre derruida que está cerca de la muralla. Creo que los cañones lo asustan. Quiere que vaya su hermana.
—Nosotras también iremos —dijo Yazi—. Le caigo bien.
—¡No! —dijo Losa—. Ese chico está muy asustado. Casi se cae cuando fui. Es un lugar alto. Si ve gente que no conoce… —Sacudió la cabeza, negándose a describir esa nefasta posibilidad—. Sólo su hermana.
La muchacha de pelo oscuro no pareció entender todo lo que habían dicho, pero sonrió (aunque aún seguía angustiada) y le dijo algo en su propia lengua a Yazi. Por un momento Pelaya se preguntó si debía ir con ellas para ayudar (al fin y al cabo, Olin se había interesado en esa muchacha), pero tenía muchos motivos para no liarse más en ese asunto.
Cuando la anciana de la cicatriz se llevó a la muchacha de pelo oscuro, Pelaya se dirigió al frente de la casa Kossope.
—Es una suerte que haya encontrado al hermano —les dijo a las lavanderas, sonriendo—. La familia es muy importante, y yo debo ir a ver a la mía. Que los dioses os protejan.
Las caras de las lavanderas se volvieron hacia ella cuando llegó a la puerta. La miraban, silenciosas como gatos.
—Estoy segura de que todo saldrá bien —les dijo Pelaya, y tuvo que apresurarse para alcanzar a Eril, que ya caminaba resueltamente hacia Mercado de la Costa.
* * *
La vieja Losa condujo a Qinnitan hacia un sector del palacio abandonado días atrás por los escribientes que habían trabajado allí. Era extraño moverse libremente por habitaciones donde antes caminaba de puntillas, temiendo romper la concentración de alguien y ganarse unos azotes.
—¿Por qué escaparía así? —preguntó Qinnitan, hablando xixiano ahora que la joven noble y su sirviente habían quedado atrás—. ¿Y cómo lo encontraste?
La anciana extendió las palmas.
—Creo que los cañones lo asustaron, pobrecillo. Oí que llamaba y encontré su escondrijo, pero no quiso venir conmigo.
—¿Oíste que llamaba? —dijo Qinnitan, inquietándose—. Pero si él no puede hablar. ¿Estás segura de que era él, mi Palomo?
Losa sacudió la cabeza con enfado.
—Ahí tienes. Con todo este jaleo, ya no sé si voy o si vengo. Le oí llorar… gemir, ésa es la palabra que quería usar. Aquí, por este pasillo.
—Pero dijiste que estaba en la torre del silo. ¿No es por allá?
—¿Lo ves? No sé lo que pienso. —Losa señaló con un dedo sucio el asilo, junto a la muralla marítima; la oscura puerta de la única torre de esa mole era un hueco entre las enredaderas, como un diente faltante en una boca barbada—. No la torre del silo sino la torre del asilo. Está ahí, te lo aseguro.
Losa la guio a la antecámara sombría del edificio. Lo habían abandonado años antes del asedio, y habían trasladado a los indigentes que se alojaban allí. Los mosaicos del suelo estaban tan desconchados que era imposible distinguir a un hermano del Trígono del otro, salvo por el martillo que empuñaba uno de ellos. Qinnitan tuvo la espantosa sensación de que la anciana la había engañado, pero luego vio que Palomo la miraba desde las sombras de la escalera con ojos desorbitados. Su corazón se hinchó y se aligeró. Corrió hacia él, pero él no se movió, aunque movía la mandíbula como si tuviera mucho que decir si recobrara la lengua.
—¿Palomo? —Había algo raro: no le veía los brazos. Al acercarse, vio que los tenía a la espalda, como si le ocultara algo. Unos pasos más y vio que tenía las muñecas atadas, y la cuerda estaba sujeta al aldabón de la puerta. Llegó a él, notó que temblaba de terror, y se volvió hacia Losa—. ¿Qué…?
La anciana se estaba arrancando la cara.
Mientras Qinnitan miraba aterrada, Losa se raspó la piel de las mejillas, pelándola en lonchas nudosas. Se había enderezado, y ahora era más alta y más robusta. No era vieja. Ni siquiera era una mujer.
Qinnitan quedó tan conmocionada que perdió el control de la vejiga; un hilillo de orina bajó por sus piernas.
—¿Quién…? ¿Qué…?
—El quién no importa —dijo el hombre en perfecto xixiano. Bajo los restos cerúleos de carne postiza, su tez era casi tan pálida como la de Olin, pero este hombre, a diferencia de Olin, no tenía un destello de bondad en los ojos, ni un destello de nada: su cara era tan inexpresiva como la de una estatua—. Me envía el autarca. —Se irguió, rasgando el vestido holgado y revelando ropa de hombre—. No grites o degollaré al niño. Por cierto, si decides sacrificar al niño y echar a correr, te advierto que con esto puedo acertarle a un conejo a cien pasos. —Alzó la mano y una daga afilada apareció en ella, como en un truco de prestidigitación—. Puedo acertar detrás de la rodilla y no volverías a caminar sin muletas, o puedo acertar entre dos vértebras y no volverías a caminar en absoluto. Pero preferiría no tener que cargar contigo para llevarte a ver al Dorado. Si haces lo que pido, conservarás la salud. —Pateó los restos del vestido y usó el cuchillo para cortar un saco que se había sujetado a la cintura, formando una barriga de anciana.
Qinnitan abrazó a Palomo, y trató de calmarlo.
—Pero… —De cara a ese hombre vacío y sin emociones, no sabía qué decir. En cierto modo había sabido que este día llegaría, pero había esperado que tardara más que un mero par de meses—. ¿No lastimarás al niño?
—No lo lastimaré si no comete ninguna tontería. Pero él es propiedad del autarca, así que también viene con nosotros.
—¡No es propiedad de nadie, es un niño! No hizo nada malo.
Una vaga sonrisa cruzó la cara fría del desconocido, como si al fin hubiera oído algo por lo que valía la pena haberse levantado esa mañana.
—Siéntate y extiende las piernas.
Ella iba a discutir, pero él se había acercado en un par de trancos y ya estaba encima de ella, acercándole el cuchillo al ojo. Se sentó en la escalera y estiró los pies. Él le apoyó el cuchillo en la garganta, lo sostuvo allí con el pulgar y le envolvió un tobillo con un tramo de cuerda. Tras sujetar el otro extremo, extendió otro tramo entre las dos piernas, dejándola bien amarrada. Sacó un vestido largo del saco, ropa de sirvienta, se lo pasó por encima de la cabeza y la obligó a ponerse de pie. El dobladillo del vestido casi tocaba las baldosas polvorientas, ocultando la cuerda.
—¿El niño entiende lo que decimos?
Qinnitan asintió obtusamente, desesperadamente. Aunque los demás la estuvieran buscando, comprendió, irían a la torre del silo, al otro lado del palacio.
—Si tratas de escapar —le dijo el hombre al niño—, te cortaré la nariz, ¿entiendes? Al autarca no le importará.
Palomo miró al hombre entornando los ojos. Si hubiera sido un perro, habría gruñido, o quizá lo habría mordido sin hacer ruido. Al fin asintió.
—Bien, andando entonces. —El hombre pateó al niño, obligándolo a levantarse para cortar la soga que lo maniataba. Palomo se frotó las muñecas sin mirar a Qinnitan, avergonzado de haber contribuido a capturarla—. Sin tretas —dijo el hombre—. Si tengo que matar o mutilar a uno de vosotros, sería una pérdida de tiempo, pero no cambiaría nada importante. Ahora a moverse. —Señaló la puerta—. No queremos hacer esperar a vuestro amo. Es menos paciente que yo, y mucho menos amable.
Qinnitan salió a la luz del patio desierto, y la cuerda le mordía los tobillos a cada paso. Estaba demasiado conmocionada para llorar. Todo había cambiado en unos segundos. A poca distancia, en la casa Kossope, tenía amigas, una vida, todas las cosas que tanto había deseado, pero acababa de perderlas. Pertenecía de nuevo a ese demente, el aterrador y despiadado dios viviente en la tierra.