37: Silencio

37

Silencio

Trueno y sus hermanos encontraron a Hija Pálida errando perdida en el desierto sin nombre ni memoria. Satisfecho su honor, Trueno ya no pensó en ella, pero su hermano Tierra Negra era infeliz con su mujer, Luz del Atardecer, y la música de ambos ya no armonizaba. La repudió y desposó a Hija Pálida. Le dio un nuevo nombre, Alba, para que ella no recordara lo que había sucedido antes. Después ella guardó silencio para siempre, y se sentaba junto a él en las oscuras cámaras subterráneas, y si recordaba a su hijo Torcido o su esposo Destello de Plata, no lo decía.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

Mientras Matt Tinwright recobraba el aliento y se enjugaba la frente, Acertijo lo acompañaba con el laúd. La melodía era más vivaz de lo que Tinwright habría querido, teniendo en cuenta la gravedad del tema, pero él había terminado el poema tan tarde que habían tenido poco tiempo para practicar.

Le hizo una señal al viejo bufón, dispuesto a empezar de nuevo. La mayoría de los cortesanos tuvieron la deferencia de bajar la voz.

Tinwright recitó cantando, al estilo sianés que ahora se esperaba en los espectáculos de la corte:

Al fin Surazem llegó al lecho del parto.

Mientras los Cuatro Vientos le enfriaban la frente,

su hermana, su semblanza, se erguía junto a ella:

a oscura Onyena, uncida por un sagrado voto

como el yugo unce los bueyes al arado.

En la alta Sarissa su propio hijo

yacía muerto bajo la rama nevada del pino

porque el cruel Sveros había decretado

que sólo la otra gemela fuera asistida al dar a luz…

Por un largo momento Tinwright casi pudo olvidar lo que realmente ocurría (que casi nadie escuchaba su declamación, que el rumor de la charla y la risa de los borrachos dificultaba las cosas aun a los interesados, y que en todo caso había preocupaciones más graves que la caída de los dioses) y disfrutar del hecho de estar presentando sus versos ante la corte de Marca Sur. ¡Sus propios versos!

Pero al asomar la cabeza el niño Perin,

la oscura gemela de Surazem aprovechó para robar

del vientre ensangrentado de la hermana

esa esencia que el mundo tanto ha lamentado,

pues con ella Onyena concibió tres más,

vengando cruelmente la muerte del suyo

con un tapiz nefasto que ella urdió

mientras gemía su hermana parturienta,

sembrando el germen de la divina guerra…

Una de las pocas personas que prestaba atención era el hombre que había encargado el poema, Hendon Tolly, que mataba de miedo a Tinwright. Otra era la joven Elan M’Cory, objeto del doloroso afecto de Tinwright, y a la que había prometido llevar veneno esa noche.

Un público extraño, en el mejor de los casos, concedió.

Uno de los que no prestaba la menor atención era el hermano de Hendon, el nuevo duque de Estío. Caradon Tolly se parecía más al difunto Gailon que a Hendon, con mandíbula prominente y hombros grandes. Su cara cuadrada no reflejaba sus sentimientos (Tinwright pensó que parecía más una estatua que un hombre), pero tenía fama de ser rudo e implacable, aunque quizá careciera de la exquisita crueldad de su hermano menor. Ahora el duque Caradon miraba abiertamente a los nobles de Marca Sur reunidos en el salón de banquetes, como evaluando quiénes serían leales a los Tolly y quiénes no. Los objetos de esa mirada no se sentían halagados.

Mirando a ese hombre frío y poderoso, Matt Tinwright sintió un retortijón en el estómago. ¿Cómo se me ocurre inmiscuirme en los asuntos de los Tolly? Esto me supera: podrían matarme al instante. Al recordar que pocos días atrás había tenido la certeza de que lo ejecutarían, casi olvidó por qué parte del poema iba. Tuvo que tragarse el miedo y obligarse a pensar en las palabras, extendiendo los brazos mientras declamaba:

Aquellos tres hermanos traicioneros, fruto del robo,

largo tiempo planearon robar la heredad de Perin,

cuando Sveros, temible padre de todos, hubiera muerto.

Hasta entonces, seguirían dócilmente a su zaga

y con zalamerías y sonrisas ocultarían sus mentiras mientras

Zmeos, su cabecilla, abanicaba el fuego de la envidia…

Algunos cortesanos se movieron con nerviosismo. Matt Tinwright, oscilando entre el miedo a la muerte y el miedo a que ridiculizaran su obra, se preguntó si el comienzo del poema no era demasiado largo. A fin de cuentas, cualquier niño criado en la fe del Trígono aprendía la historia de los tres hermanos y sus siniestros medio hermanos en los festivales religiosos. Pero Hendon Tolly quería legitimidad, y había pedido que gran parte del poema estuviera dedicada a la pureza abnegada de Madi Surazem y la perfidia del viejo Sveros, señor del Crepúsculo, presuntamente para apuntalar las pretensiones de virtud de su familia.

Tinwright se sentía un poco avergonzado de estar pregonando el autoelogio de una serpiente como Hendon Tolly, pero se consoló pensando que en Marca Sur nadie creería esas cosas: Olin Eddon había sido uno de los reyes más amados de que se tenía memoria, un guerrero intrépido en su juventud, justo y sabio en su vejez. No era ningún Sveros.

Además Tinwright era poeta, y se decía que los poetas no podían luchar contra los poderes del mundo, salvo con palabras. Y aun con palabras, tenían que ser cautos. Los adoradores de las Armonías somos fáciles de matar, pensaba. El pueblo puede lloramos después de que nos hemos ido, cuando comprende lo que ha perdido, pero eso no nos sirve de nada si ya estamos muertos.

En todo caso, sólo Hendon Tolly parecía seguir las palabras con genuino interés. Ahora que su hermano Caradon ya no escrutaba la multitud, y se había vuelto para mirar distraídamente los tapices del salón, los demás cortesanos eran libres de observar al duque y susurrar solapadamente. Casi todos habían sufrido el viento frío de esa mañana, cuando Caradon Tolly y su comitiva desembarcaron y entraron en Marca Sur al frente de cuatro pentecontos de hombres con armadura completa que lucían el jabalí y las lanzas de los Tolly en sus escudos. El rostro adusto de los soldados dejó claro, aun para los más distraídos, que los Tolly no sólo montaban un espectáculo sino que afianzaban su autoridad.

Mientras Tinwright declamaba los versos en que los hermanos del Trígono derrotaban a su feroz progenitor, Caradon siguió tamborileando con los dedos y mirando el vacío, pero su hermano Hendon se inclinó hacia adelante, con ojos brillantes y una sonrisa en los labios. En contraste, Elan M’Cory parecía hundirse cada vez más en sí misma, y cuando Tinwright podía verle los ojos, parecían fríos e inertes como en uno de esos perturbadores retratos de la galería, la nobleza muerta que observaba a los poetas advenedizos con mirada reprobadora. Matt Tinwright, presa del deseo y del miedo, no podía mirarla largo tiempo.

Como en todas las historias sobre los inmortales, había descubierto que sólo podía lograr un final feliz si sabía escoger bien el momento del cierre. Éste era un poema en honor de la bendición de un niño, así que no convenía describir el odio que creció entre los Onyenai y los Surazemai. Tinwright no creía que Hendon Tolly esperase que celebrara el día del nombramiento de Olin Alessandros con un poema sobre los hijos de un rey que destruían a los hijos de otra esposa del rey. Si Olin o uno de los mellizos llegaba a reconquistar el trono, eso sería algo que se recordaría en los juicios por traición.

Traición. Al elevar la voz para iniciar las estrofas finales, Tinwright volvió a sentir un sudor frío en la frente. ¡Que Zosim, dios de los poetas, lo acompañara! ¿Por qué se preocupaba por algo tan lejano como un juicio por traición? Esta noche planeaba hacer algo que lo llevaría al cadalso sin ningún juicio.

Vaciló un momento, justo cuando Perin estaba a punto de derrocar a su padre cruel y borracho. Comúnmente Tinwright no pensaba mucho en los dioses, salvo como inagotable fuente de inspiración para sus poemas, pero en momentos así volvían a aterrarlo como en su infancia, volvía a estar bajo su sombra fría y sabía que algún día debería afrontar su dictamen.

El gran Sveros, Señor del Crepúsculo, rugió en su furor:

«¿Cómo pueden los hijos escupir en el rostro del padre?

Mi maldición será una lluvia de sangre en esta

era y perseguirá a cada vástago de mi raza maldita

hasta que el tiempo borre a todos los vivientes».

Lo sujetaron con cadenas hechas por Kernios

y lo arrojaron a las penumbrosas bóvedas del espacio

para que errara incorpóreo en sombra sempiterna

hasta que el pensar y el sentir se disiparan…

Con piernas temblorosas, tanto por sus aprensiones como por haber estado mucho tiempo de pie, recitó los últimos versos y Acertijo tocó una última nota con el laúd. Tinwright hizo una reverencia. Mientras los cortesanos imitaban lánguidamente a Hendon Tolly, aplaudiendo y elogiando, Elan M’Coiy se levantó de su asiento y se dispuso a irse. Por un instante Tinwright captó un destello de sus ojos bajo el velo, y luego Hendon Tolly extendió una mano para detenerla.

—¿Adónde vas, querida cuñada? El poeta se ha esforzado mucho para presentarnos su obra. Sin duda tendrás algunas palabras de alabanza para él.

—Déjala ir —gruñó Caradon Tolly—. Déjalos ir a todos. Tú y yo tenemos que hablar, hermano.

—Pero nuestro pobre poeta languidece por falta de amables palabras de las bellas damas… —insistió Hendon, sonriendo.

Elan se tambaleó, y Tinwright temió que se desplomara, que se desmayara y fuera rodeada por sus damas de compañía, que llamaran al médico, y que todos los planes de Tinwright para liberarla de su desdicha fueran frustrados.

—Desde luego, querido cuñado —dijo ella fatigosamente—. Ofrezco mi elogio y gratitud al poeta. Siempre es instructivo oír hablar de la vida de los dioses, para que los mortales aprendamos a comportarnos correctamente. —Hizo una desganada reverencia y estiró una mano trémula, permitiendo que una de sus damas le sostuviera el brazo mientras salía lentamente del salón. El murmullo de la conversación, que se había extinguido, volvió a elevarse.

—Gracias a los dioses, mi esposa no es una flor tan frágil —dijo Caradon, curvando los labios—. La pequeña Elan siempre ha sido la debilucha de esa familia.

Hendon Tolly indicó a Tinwright que se acercara. Sacó una bolsa que tintineaba y la puso en manos de Tinwright.

—Gracias, lord Tolly —dijo él, apresurándose a guardarla sin probar el peso. Ya era un regalo que ese hombre le diera cualquier cosa que no fuera un golpe—. Sois muy generoso. Me alegra que mis palabras…

—Sí, sí. Me divirtió, y hoy en día pocas cosas me divierten. ¿Viste cómo se retorcía el viejo Brone cuando recitaste que La sangre de los tiranos siempre irrigará el suelo libre y soberano de nuestro honor? Fue muy gracioso.

—No… no reparé en ello, milord.

Tolly se encogió de hombros.

—Aun así, es como lancear peces en una sopera. Echo de menos la corte sianesa. Allí son afilados como dagas. Saben apreciar una broma. No como aquí, o en la casa de mi familia, que es como cenar con el diácono de una aldea de Mar del Timón.

—Basta, Hendon —intervino Caradon—. Deshazte de este fantoche parlanchín… Tenemos que hablar de cosas de hombres, y ya he perdido bastante tiempo con tus celebraciones infantiles.

Tinwright pensó que la mirada que Hendon dirigió a su hermano era una de las más extrañas que había visto, una combinación de diversión con odio mortal.

—Desde luego, hermano mayor. Puedes retirarte, poeta.

Tinwright, mareado, supo que Hendon planeaba matar a su hermano algún día. También notó que Caradon lo sabía muy bien, y que quizá planeara lo mismo para su hermano menor. Ni siquiera se molestaban en ocultar sus sentimientos ante un extraño. ¿Cómo era posible que una familia engendrara tanto odio? Con razón Elan quería escapar de ellos por medio de la muerte.

—Desde luego —dijo Tinwright, retrocediendo—. Ya me voy. Gracias, milores.

Al menos tuvo la pequeña satisfacción de ver que Erlon Meaher, otro poeta cortesano que tenía una elevada opinión de sí mismo, había observado esta conversación con los Tolly. Meaher torcía la cara en una mueca de envidia y disgusto.

—Sírvete vino, Tinwright —le dijo Hendon Tolly—. Sin duda recitar poesía da tanta sed como matar, aunque no sea tan placentero.

* * *

Esperar una hora nunca había sido tan difícil. Llamó a la puerta mientras las campanas aún anunciaban el final de las plegarias de la noche.

Elan M’Cory abrió, envuelta en una gruesa túnica negra. Se había deshecho de la servidumbre para protegerlo a él, comprendió Tinwright, y volvió a sorprenderse por los sentimientos intensos que ella le inspiraba.

Era la locura del amor, sin duda, aquello sobre lo que había escrito tantas veces. Siempre se había sentido por encima de los enamorados que aparecían en los poemas, y casi los despreciaba, pero en los últimos días había empezado a ver las cosas de otra manera, pues no podía dormir, comer, beber, permanecer de pie ni sentado ni hablar sin pensar en Elan M’Coiy. Aunque en muchos poemas había hablado del «dichoso sufrimiento» y del «dulce suplicio» del amor, no había entendido que el suplicio podía ser peor que cualquier otro, peor que un dolor en el cuerpo, peor que el estado de su cabeza después de una noche de juerga con Hewney y Teodoros, que antes le parecía el colmo de la desgracia. Y no había manera de separar un corazón herido del cuerpo que atormentaba, salvo la muerte.

Le aterraba comprobar que ahora entendía muy bien la congoja de Elan, aunque la de ella tuviera otra causa.

Quiso asirle la mano, pero ella no lo permitió.

—Os lo ruego por última vez, milady: no hagáis esto, por favor. —Se sentía extrañamente abatido. Sabía cuál sería la respuesta de ella, y en este momento no se le ocurría otra solución que dejar que esa lúgubre maquinaria girara, pero tenía que decirlo.

—Has sido un amigo amable y leal, Matt, y desearía que todo fuera distinto, pero para mí no hay escapatoria. Hendon nunca aflojará sus garras. Mi dolor le complace demasiado, y te mataría al instante si pensara que me atraes. No podría soportarlo. —Agachó la cabeza—. Pronto la reina Anissa también será suya, si no lo es ya; él la corteja como si ya hubiera enviudado. Nadie sabe cuán profunda es la maldad de ese hombre. —Elan aspiró profundamente, luego desató el lazo de la túnica y se la quitó, revelando un brillo resplandeciente que lo deslumbró como un rayo. Estaba vestida de blanco, como una novia o un fantasma.

—¿Lo has traído? —preguntó ella. Estaba ansiosa pero feliz, como una mujer en sus nupcias—. ¿Has traído aquello que me salvará, dulce Matty?

Él tragó saliva.

—Aquí está. —Metió la mano en el bolsillo y encontró la redoma. Había reemplazado la hoja de alga que la envolvía por un cuadrado de terciopelo que le había robado a Acertijo, pero aún tenía el olor del mar.

Ella arrugó la nariz.

—¿Qué es?

—No importa. Es lo que deseabais, milady. Mi Elan. —Él también sentía nerviosismo, como un novio. Ella estaba muy bella con su vestido blanco, aunque él apenas podía verla a través de las lágrimas—. Yo os la serviré. Os sostendré la cabeza.

Ella miraba la redoma con horrorizada fascinación, pero alzó la vista, confundida.

—¿Por qué?

Él no había pensado en esto, y por un momento se aturulló.

—Para que no os manche el vestido, milady. Para que no arruine vuestra… belleza. —Se le hizo un nudo en la garganta, tan grande que temió no volver a respirar.

—Bendito seas, Matt, eres tan tierno conmigo. Sé que… Sé que no soy apropiada para ti ni para ningún hombre temeroso de los dioses pero… pero puedes amarme, si lo deseas. —Vio que él no entendía—. Hazme el amor. No cambiará las cosas en el lugar al que me dirijo, y sería muy grato tener tu amor antes… antes… —Una lágrima le humedeció la mejilla, pero ella sonrió y la enjugó. Ella era la persona más valiente que Tinwright había visto.

Se le estrujó el corazón.

—No puedo, milady. ¡Oh, dioses, mi amada Elan! Nada me complacería más… He pensado… —Hizo una pausa y se secó la frente, sudorosa a pesar del frío—. No puedo. No así. —Tragó saliva—. Espero que un día entiendas por qué y me perdones.

Ella sacudió la cabeza, con una sonrisa tan triste y dulce que fue como si le apuñalara el pecho.

—No tienes que explicar nada, querido Matthias. Fue egoísta por mi parte. Sólo esperaba…

—Nunca sabrás cuán profundos son mis sentimientos, Elan. Por favor. No hablemos más de ello. Es demasiado duro. —Entornó los ojos, se los restregó con furia—. Permite que te sostenga la cabeza. Así, recuéstate en mí. —Mientras ella se apoyaba en él, la espalda sobre el vientre, la cabeza sobre el hombro, él pudo sentir cada lugar en que lo tocaba, a través de la ropa de ambos, como un clavo caliente a través del guante de un herrero—. Recuéstate —susurró, sintiéndose como un monstruo peor que Hendon Tolly—. Recuéstate. Cierra los ojos y abre la boca.

Ella cerró los ojos. Él admiró las largas pestañas, que arrojaban sombras sobre las mejillas a la luz de las velas.

—¡Ah, pero antes debo rezar! —musitó ella—. Nunca es tarde para eso, ¿verdad? Zoria me oirá, aunque decida rechazar mi requerimiento. Debo intentarlo.

—Desde luego —dijo él.

Ella movió los labios en silencio. Tinwright la miraba.

—He concluido —murmuró ella, con los ojos cerrados.

Él se inclinó hacia delante, sintiendo el aliento de ella en la cara, y la besó. Ella se resistió, pues esperaba otra cosa, luego sus labios se ablandaron y por un instante que pareció una hora él se dejó sumir en la asombrosa verdad de aquello que había soñado tantas veces. Al fin se separó, pero no antes de que una de sus lágrimas salpicara la mejilla de ella. ¡Tan dulce, tan confiada, tan triste!

—Oh, Elan —susurró—, perdóname por esto… por todo esto.

Ella no volvió a hablar, sino que se tendió con la boca abierta como un niño que esperase, con temor pero con valerosa paciencia, un remedio aterrador. Él usó la manga para destapar la redoma, luego usó la aguja para alzar delicadamente una sola gota y dejarla caer en su boca.

Elan M’Coiy soltó un jadeo de sorpresa, y tragó.

—El sabor no es desagradable —dijo—. Amargo, pero no tanto.

Tinwright no pudo hablar.

—Pude haberte amado mucho —dijo ella, con una sonrisa en los labios—. ¡Ah, qué extraña sensación! No siento la lengua. Creo…

Calló. Su respiración se atenuó, hasta que él ya no pudo sentirla.

* * *

En un momento Ferras Vansen estaba allí y al siguiente había desaparecido, despeñándose en la nada sin un grito, arrebatado con tal celeridad que, como un hombre al que un cañonazo le ha arrancado la pierna, Barrick Eddon había sentido la conmoción pero no la pérdida en sí.

El semidiós Jikuyin bramaba con la voz y el pensamiento, sacudiendo el aire de la caverna y los huesos de Barrick.

¡AH, ESTÁN LIBRES, ESOS MALDITOS EMBAUCADORES! El gigante volvió la cabeza deforme hacia Barrick, que estaba agazapado al pie de la enorme puerta, pues los guardias lo habían soltado mientras luchaban contra Vansen. El semidiós entornó el único ojo y se volvió a su lugarteniente, el hombre gris: también al nocturnal lo habían cogido por sorpresa. ¡Ueni’ssoh! Aunque hablaba con menos aspereza, las palabras del semidiós aún sacudían el cráneo de Barrick. ¡Haz algo, tonto cobarde! Por primera vez, Barrick pudo oír las palabras que decía Jikuyin, una lengua rugiente y espinosa que no guardaba ninguna relación con lo que oía en su cabeza. ¡La puerta todavía está abierta! ¡Termina la invocación!

Ueni’ssoh se deslizó hacia él y Barrick se puso de pie, pero tres guardias más se habían plantado detrás del nocturnal, dos de ellos armados con afiladas hachas, y supo que en pocos instantes lo harían sangrar como un cerdo en el umbral de la puerta. Pero ya no tenía los grilletes, comprendió asombrado: Vansen había logrado quitárselos antes de que las tinieblas lo engulleran.

¡Abajo! La advertencia que sonaba en su cabeza era tan potente que pensó que debía ser la voz del semidiós. ¡Abajo! ¡Ya!

Barrick miró en torno, confundido. Gyir también se había liberado de sus grilletes. El guerrero crepuscular estaba en la cima de una pequeña elevación de piedra con media docena de guardias muertos a sus pies y algo que centelleaba en su mano… ¿Un cráneo llameante?

¡Si quieres seguir viviendo, muchacho, tronó la voz del crepuscular en sus pensamientos, tírate al suelo!

Barrick se arrojó al suelo mientras Gyir lanzaba el brazo hacia delante y algo similar a un cometa diminuto salía disparado por la caverna. Por un momento todo pareció detenerse (los guardias y los prisioneros alzaron la cara y se movieron como girasoles mientras seguían la estela incandescente) y luego estalló una explosión de calor y luz que tumbó a Barrick. Se quedó tendido en un silencio vibrante, sin poder levantarse, como si un rayo hubiera caído a poca distancia.

En su cabeza, el caudal de ideas era tan violento que no podía entender el airado borbotón de palabras y pensamientos del semidiós. Sólo sentía martillazos que le machacaban los oídos y la mente, hasta que creyó que su cabeza estallaría como una cáscara de huevo.

¿CÓMO LOGRÓ ESA CRIATURA MESTIZA, ESA BABOSA SIN ROSTRO, APODERARSE DEL PRECIOSO POLVO DE FUEGO…?

Aturdido y débil, Barrick pensó que lo más fácil sería quedarse tendido boca arriba y dejar que el mundo terminara, pero en su cabeza una voz insistente le sugería que un, príncipe debía afrontar la muerte erguido. Rodó y trató de levantarse.

Otro crujido tonante, esta vez más lejos, y no seguido por un silencio vibrante sino por alaridos roncos, demostró que al menos todavía había sonido, dirección y distancia. Barrick se incorporó y se quitó algo húmedo del brazo: un trozo de piel sanguinolenta, pero no era suya. Los restos de los tres guardias, víctimas del primer proyectil llameante que había arrojado Gyir, estaban esparcidos por el suelo de la caverna. En medio de ese caos, Barrick se alegró de que las luces fueran tenues: era muy extraño ver cosas que eran tan pequeñas pero que sólo instantes atrás habían formado parte de un ser vivo.

Gyir, antes rodeado por guardias y prisioneros, se hallaba solo en un círculo creciente mientras las criaturas huían de él. El guerrero sostenía una calavera sucia de tierra en cada mano, y Barrick se preguntó qué extraña magia había invocado el crepuscular sin rostro.

Levántate y corre, Barrick Eddon, lo exhortó Gyir, y él se levantó casi sin darse cuenta. Los frenaré mientras duren mis bolas de fuego.

Barrick no podía formar las palabras, pero Gyir debió percibir su confusión.

Dispositivos explosivos. Ordené a las criaturas que dominaba que preparasen cráneos con harina de cañón, las sellaran con barro y me las dejaran aquí. ¡Así las víctimas de Jikuyin tendrán una pequeña venganza! Los pensamientos de Gyir ondeaban como una llama al viento. ¡Se estaba riendo! Por primera vez Barrick notó que el crepuscular realmente se había forjado en la batalla, que era su elemento de un modo que jamás podría ser el de Barrick. ¡Ahora vete, mientras los mantengo a raya! ¡Corre hacia la superficie!

¡Pero Vansen…!

Se ha ido, y quizá haya muerto. Lo único seguro es que por ahora lo hemos perdido. Debes irte. ¿Aún tienes el objeto que te di?

Barrick se había olvidado del espejo. Se metió la mano en la camisa.

Sí.

No lo pienses más. ¡Huye! Yo haré lo que pueda aquí.

¡Debes venir conmigo…!

Es más importante que escape al menos uno de los dos, Barrick Eddon. Llévaselo al rey en la Casa del Pueblo. Vete. ¡Pero…!

¡SUFICIENTE! Jikuyin se levantó encima de un aullante grupo de prisioneros cuya pelambre y cuya ropa harapienta estaba en llamas. El ogro pareció crecer como la vela de un barco hasta que su cabeza amenazó con chocar contra el techo de la caverna. YA ME HAS HECHO PERDER MUCHO TIEMPO, FAROL DE TORMENTAS. LA PUERTA DEL HOGAR DEL SEÑOR DE LA TIERRA ESTÁ ABIERTA. ¡NINGUNA LEY, NI SIQUIERA EL LIBRO DEL FUEGO DEL VACÍO, DICE QUE NO PUEDA CONCLUIR EL HECHIZO EXPRIMIENDO LA SANGRE DE ESTE MORTAL COMO AGUA DE UN SACO DE SUERO!

Jikuyin avanzó hacia Barrick, pero Gyir encendió otro cráneo con una antorcha y arrojó la bola brillante hacia esa forma gigantesca. Un globo de fuego y aire caliente estalló a los pies del gigante y lo hizo tambalearse, pero también hizo caer a Barrick de rodillas.

Corre, insistió Gyir, y encendió otros dos cráneos y se los arrojó a Jikuyin. Aún no habían acertado en el blanco cuando el guerrero corrió hacia el semidiós rugiente con una lanza que había arrebatado a un guardia. El gigante y Gyir desaparecieron en el estrépito de luz y sonido: Barrick sintió que las mejillas se le ampollaban con el calor.

Se levantó de nuevo, mareado, con la cabeza palpitante y los ojos enturbiados por lágrimas punzantes. Estaba casi ciego, de todos modos, pues la caverna estaba llena de tierra arremolinada. Caminó hacia la salida, pisando cuerpos que se retorcían lentamente, como insectos moribundos. Uno de los velludos guardias, con la cara casi quemada, le aferró débilmente el tobillo con dedos carbonizados. Barrick aplastó el cráneo de la criatura con la bota, y le arrebató un hacha, un arma que podía esgrimir con el brazo sano. Escaló trabajosamente la cuesta que llevaba a la salida de la gran caverna. Muchos otros prisioneros y guardias ya habían huido: nada le cerraba el paso salvo cadáveres y moribundos que gemían.

Cuando llegó a la abertura, Barrick se volvió y vio a Jikuyin perfilado contra las llamas, sonriendo y rugiendo de modo que su cara agrietada parecía partirse, aferrando a Gyir en su manaza. El crepuscular, que tendría que haber sido triturado por ese apretón, clavaba la lanza una y otra vez en el pecho del gigante, y a cada lanzazo brotaba un chorro de sangre negra, y con cada chorro Jikuyin se reía más.

¡NO PUEDES HERIRME!, gritaba el gigante. ¡LA SANGRE DE SVEROS CORRE POR MIS VENAS! ¡PODRÍA AHOGAR EN ELLA A TODA TU RAZA Y AUN ASÍ SOBREVIVIRÍA!

Gyir lo lanceaba en silencio, no sólo en el pecho y la cara sino en la mano, procurando impedir que el gigante lo asfixiara.

ENCONTRARÉ A ESE NIÑO MORTAL COMO UN GATO ENCUENTRA A UN RATÓN COJO, rió Jikuyin. ¡LUEGO LLEVARÉ SU SANGRE A LA MORADA DE LOS DIOSES!

Barrick sabía que tenía que correr, sacar partido del sacrificio de Gyir, pero algo nuevo lo distrajo. La luz de una antorcha había florecido en la entrada de la caverna. Varios drows, esas criaturas deformes que parecían cavemeros, habían empujado un carro hasta la entrada. No estaba llena de cadáveres sino de barriles, y los barriles estaban rodeados por paja seca.

Un drow barbado estaba sentado encima de los barriles. No prestaba atención a los hechos extravagantes y apocalípticos de la caverna, sino que fijaba los ojos en el vacío. Parecía un anciano esperando que se despejara un camino, para cruzar a salvo.

¡Y CUANDO TENGA EL PODER DEL SEÑOR DE LA TIERRA, se ufanaba Jikuyin, indiferente a la sangre espesa y brillante que manaba de su pecho, a las heridas de la cara y el cuello, PINTARÉ EL EPITAFIO DE VUESTRO PUEBLO CON LOS JUGOS QUE EXPRIMIRÉ DE VUESTROS CADÁVERES! ¿Y SABES CUÁL SERÁ ESE EPITAFIO?

Sé cuál será el tuyo, pensó Gyir, con voz tan baja que Barrick apenas logró entenderle, aunque estaban a poca distancia. Será: «Nunca supo ser previsor».

El guerrero movió el brazo. La lanza se clavó con tal fuerza que se hundió en el cuello del semidiós y salió por la nuca. Jikuyin bramó de furia, pero este lanzazo no parecía afectarlo más que los anteriores. Gyir saltó al cuello del gigante y se aferró del asta para rodear la cabeza de Jikuyin con los brazos y las piernas. El ogro, con ensordecedores gritos de cólera, fue tambaleándose hasta el camino que iba desde la entrada de la caverna hasta la negra puerta del dios.

El drow que estaba en el carro lleno de barriles alzó la antorcha y la agitó. Las criaturas que se agolpaban detrás empujaron el carro por la cuesta.

Mientras el carro aceleraba, saltando por el camino más rápido que un caballo al galope, el drow no intentó bajarse. En cambio, arrojó la antorcha a la paja apilada a sus pies. El fuego lamió los barriles, y en instantes una gran llamarada rodeó a la criatura y cubrió el carro. Al pie de la cuesta el gigante aún forcejeaba a ciegas con ese mosquito sin rostro que se le pegaba a la espalda y se negaba a morir.

Jikuyin se deshizo de Gyir, dislocándole el brazo, obligándole a soltar la lanza. Mientras Jikuyin bramaba triunfalmente, sin ver el carro, Barrick comprendió lo que había en los barriles.

¡TE COMERÉ, INSECTO!, rugió el semidiós.

Te atragantarás conmigo. A Gyir le habían arrancado la piel de la cara, y arqueaba la pequeña boca en una sonrisa sangrienta. Mira.

Por un instante Barrick vio el rostro de Jikuyin y su cambio de expresión, luego el carro ardiente se estrelló contra el semidiós y la caverna desapareció en una crepitante tormenta de fuego. Barrick sintió el último pensamiento de Farol de Tormentas, una alegre maldición contra su enemigo derrotado, y luego fue arrojado cuesta arriba, patinando y rodando, y la presencia del crepuscular se apagó como una vela.

Barrick se detuvo en la puerta en medio de los aullantes drows que habían llevado el carro, que con la muerte de Gyir despertaban en medio de un caos incomprensible. La atronadora y reverberante explosión de la harina de cañón fue seguida por el crujido rechinante del techo de la caverna. La roca saltaba y estallaba como si redoblaran los tambores de los dioses. Varias de las criaturas que habían provocado este hecho monstruoso sin saberlo pasaron encima de Barrick como ratas, huyendo de la caverna condenada. El príncipe se cubrió la cabeza y contuvo el aliento mientras los impactos lo alzaban y lo dejaban caer.

Cayeron toneladas de piedras, sepultando al semidiós y a los mortales por igual, sellando la puerta del reino del dios por un milenio o más.