35: Bendiciones

35

Bendiciones

De los dioses rebeldes que habían sobrevivido a la batalla contra el Trígono, sólo unos pocos fueron perdonados. Uno de ellos era Kupilas, hijo de Zmeos, porque el Artífice se declaró leal a sus tíos y prometió que daría muchas cosas útiles a los tres hermanos y su ciudad celestial. Y así fue. Les enseñó la curación y otras artes, e incluso la elaboración del vino, de modo que los mortales pudieran ofrendar bebida a los dioses, además de carne y sangre.

El principio de las cosas,

Libro del Trígono

Utta estudió su imagen. Mirarse en un espejo era una experiencia rara, pues las hermanas zorianas no eran alentadas a contemplar su reflejo.

—No puedo evitarlo —dijo—. Me siento como un fantoche.

—En absoluto —dijo Merolanna, envuelta en una nube de polvo mientras su criada Eilis aplicaba vigorosamente el pincel a la cara de Utta—. Te ves muy guapa… como un caballero de alcurnia.

—No se supone que sea un caballero, aun en esta ridícula farsa, sino un vulgar sirviente. Y no soy ninguna de las dos cosas. Soy una mujer anciana, vuestra gracia. ¿Por qué llevo este disfraz?

—Confía en mí —respondió la duquesa, ahuyentando el polvo. La criada se puso a toser, y Merolanna la hizo salir de la habitación—. Yo no puedo hacer lo que debe hacerse —dijo cuando quedaron a solas— porque debo asistir a la ceremonia de la bendición, sobre todo porque el duque Caradon viene a Marca Sur. Habrá muchos Tolly, así que los Eddon debemos estar presentes. Por eso tú debes cumplir este papel, querida.

Pero yo no soy una Eddon. Utta miró a la duquesa con severidad. Pensaba que Merolanna se había vuelto imprudente con el asunto del hijo perdido, y sus planes eran cada vez más exóticos y temerarios, como si sólo se tratara de una pantomima en que no había peligro. Y obviamente consideraba que Utta era una especie de soldado de la causa, y debía obedecer todas las órdenes.

—Entiendo vuestros sentimientos por el niño… —aventuró.

—No, hermana, no lo entiendes —dijo la duquesa con una cordialidad poco convincente—. Sólo una madre puede. Así que sigamos con esto, por favor.

Utta suspiró.

Cuando hubo concluido, y estuvieron abrochados todos los cordones y hebillas, Utta echó una última mirada a su amargo reflejo, un sirviente viejo y afeminado vestido con una túnica marrón y un sombrero sin forma. Parecía escandaloso andar mostrando las piernas con sus calzas, pero eso era lo que hacían los hombres todos los días. Entornó los ojos.

—Ni toda la ropa del mundo puede hacer que una mujer se vea como un hombre. Nuestras caras no tienen la forma adecuada. —Se acarició la delicada mandíbula con el dedo.

—Por eso te ceñiremos bien esto —dijo Merolanna, anudando las colas del sombrero en la barbilla y el cuello de Utta, como una bufanda—. Hace frío, y nadie se fijará demasiado. Y menos hoy.

—¿Este plan es prudente? —Creía todo lo contrario, pero se debatía entre su sensatez y su lealtad a Merolanna.

—Para ser franca, Utta, no me importa. —La duquesa batió las palmas y la pequeña criada regresó a la habitación—. Ayúdame con las joyas, Eilis, por favor. Y ahora, Utta, será mejor que nos pongamos en marcha. Sólo nos quedan unas horas… Todavía es invierno, y oscurece temprano.

Utta no sabía si tenía sentido darse prisa porque el peligro sería peor en pocas horas, dado que el plan no la convencía, pero había aprendido tiempo atrás que era imposible oponerse a Merolanna a menos que aplicara un denodado y paciente esfuerzo.

—Muy bien —dijo—. Nos veremos después, como acordamos.

—Gracias, querida —dijo Merolanna, quedándose quieta mientras la criada procuraba cerrar el broche de un collar que parecía tan pesado como una cadena de amarre—. Eres muy amable.

* * *

Cada vez que la miraba, Matt Tinwright tenía que desviar la vista al cabo de unos instantes. Estaba seguro de que su culpa, así como su deseo, debían brillar en su cara como la luz del brasero que ardía sobre el altar.

Sólo una vez Elan M’Coiy irguió la cabeza para mirarlo en el vasto templo del Trígono, pero aun a esa gran distancia él sintió el contacto de esos ojos con tal fuerza que casi jadeó. A pesar de la ocasión festiva, ella usaba ropa negra y un medio velo, como si fuera la única persona del castillo que aún lloraba la muerte de Gailon Tolly, y quizá fuera así. Tinwright no había logrado enterarse de lo que Gailon era para Elan, si un amante secreto, su esperanza de un buen matrimonio o algo aún más difícil de entender, pero confirmaba su creencia de que nada era más insondable que el corazón de una mujer.

Hendon, el hermano menor del duque muerto, estaba junto a Elan, vestido con un elegante atuendo gris paloma con galones negros, con profundos tajos en las mangas, de tal modo que los brazos parecían más gruesos que las piernas. Elan M’Cory sería la persona más importante del recinto para Matt Tinwright, pero evidentemente la otra mujer era la más interesante para Hendon Tolly: el guardián de Marca Sur no miraba a Elan ni le hablaba, pero pasó gran parte de la ceremonia de la bendición susurrándole a la reina Anissa. Era el primer día que la reina se presentaba en público desde el nacimiento del niño. Se veía pálida pero feliz, y muy deseosa de recibir las atenciones del guardián de Marca Sur.

Junto a ella, una nodriza sostenía al infante; al mirar esa carita rosada, Tinwright pensó que ese niño estaba destinado a una vida extraña. Pocos meses atrás el pequeño Olin Alessandros habría sido el menor de una familia numerosa, hijo feliz de un monarca saludable en tiempos de paz, sin ninguna nube en el horizonte salvo el compromiso de formar parte de la familia más poderosa de los reinos de la Marca. Ahora estaba casi solo en el mundo, pues sus dos hermanos y su hermana no estaban, y su padre era un cautivo. Si Matt Tinwright hubiera podido sentir pena por un ser tan elemental como un bebé (y empezaba a creer que podía)… bien, el joven príncipe Olin era buen candidato para la piedad, a pesar de haber nacido con todo aquello que el poeta habría querido tener.

Bien, casi todo. Había una cosa que ni siquiera la realeza podía darle, y en ese momento la falta de ello ardía tanto en el corazón de Tinwright que apenas podía quedarse quieto. Y esa noche… ¡El acto horrible que debía cometer esa noche…!

Miró de nuevo la cara pálida de Elan, pero ella bajaba la vista. ¡Si ella pudiera entenderlo! Pero era evidente que no podía. Había entregado su corazón a la muerte. No quería ningún otro pretendiente.

El jerarca Sisel concluyó la invocación a Madi Surazem, agradeciendo a la diosa por proteger al niño y a la madre durante el parto. Tinwright pensó que el jerarca parecía tenso y contrariado pero ¿quién no lo estaba? La sombra de los crepusculares pendía sobre el castillo como una mortaja, helando el corazón de todos aunque fingieran lo contrario. También estaba surtiendo otros efectos, pues llegaban menos barcos al puerto y, habiendo tantos refugiados de la ciudad y las aldeas, había más bocas para alimentar cuando muchas granjas del reino estaban abandonadas. Aunque supiera poco sobre esas cosas, hasta Matt Tinwright comprendía que si llegaba la primavera sin que hubiera siembra, sería el principio del fin para Marca Sur.

El jerarca Sisel estaba detrás de un altar pequeño que habían erigido para esta ceremonia, de modo que el fuego ceremonial pudiera arder en el altar grande. Las llamas ondeaban a sus espaldas mientras el aire frío se arremolinaba en lo alto del templo.

—¿Quién trae a este niño ante los dioses? —preguntó.

—Yo —murmuró Anissa.

Sisel asintió.

—Entonces acércalo.

Para sorpresa de Tinwright, la reina no llevó al niño al altar, sino que indicó a la nodriza que la siguiera. Cuando estuvieron ante el altar, Sisel apartó la manta que cubría al niño.

—Con la tierra viviente de Kernios —proclamó, frotando las plantas de los pies del niño con polvo oscuro—. Con el fuerte brazo de Perin —alzó la cruz tau llamada el Martillo y la sostuvo un instante sobre la cabeza del niño—, y con las aguas cantarinas de Erivor, patrón de vuestros antepasados, guardián de la casa de vuestra familia… —Hundió los dedos en un cuenco y salpicó la cabeza del niño. El niño rompió a llorar. Sisel frunció la cara, luego hizo la señal de los Tres—. A la vista del Trígono y de todos los dioses del cielo, y solicitando la sabia protección de todos sus oráculos en el día de los profetas, te doy el nombre de Olin Alessandros Benediktos Eddon. Que las bendiciones del cielo te sostengan. —El jerarca alzó la vista—. ¿Quién representa al padre?

—Yo, eminencia —dijo Hendon Tolly. Anissa lo miró con agradecido placer, como si realmente fuera el padre del niño, y en ese momento Tinwright lo vio todo con claridad: por supuesto que Tolly no quería a Elan, pues tenía planes más ambiciosos. Si Olin no regresaba, su esposa y su hijo pronto necesitarían otro hombre en su vida. ¿Y quién sería más apropiado que el joven y apuesto noble que ya era guardián del infante?

Hendon Tolly tomó al niño y caminó despacio alrededor del altar, un modo simbólico de presentar al pequeño Olin a la familia. Cualquier otra familia, aunque fuera rica, habría celebrado este rito en su propio hogar, y anteriormente los Eddon habían bendecido a sus hijos en la pequeña capilla de Erivor, no en el inmenso templo del Trígono. Tinwright se preguntó quién habría tenido la idea de celebrar la bendición frente a tanta gente. Había creído que realizaban la ceremonia del nombramiento antes de la llegada del duque Caradon porque esperar un día (celebrarla a principios de Kerneia) habría traído mala suerte. Ahora creía que Hendon no quería que su hermano mayor estuviera presente para acaparar la atención.

En su segunda vuelta alrededor del altar, Hendon Tolly alzó al niño sobre la cabeza. La circunspecta multitud comenzó a aplaudir y ovacionar, y Durstin Crowel y otros allegados de Tolly eran los más bullangueros, aunque Tinwright vio expresiones de mal disimulado disgusto en algunos nobles de más edad, los pocos que habían asistido. Se preguntó qué excusas habrían presentado Avin Brone y los demás para ausentarse. Si Tinwright hubiera sido un hombre poderoso, no habría querido correr el riesgo de ofender a Hendon Tolly.

Poco después, cuando el jerarca Sisel completó la bendición final, Matt Tinwright comprendió cuán descabellados eran sus pensamientos. Tenía miedo de rechazar la invitación de Tolly a una bendición, pero le llevaba veneno a la amante de Tolly.

Es como una enfermedad, pensó mientras la multitud se dispersaba. Algunos se acercaban a Anissa y los aristócratas, otros salían para afrontar el viento frío y arremolinado de la plaza del mercado. Parecía una ocasión festiva, pero Tinwright y los demás sabían que un enemigo horrendo y silencioso los vigilaba desde la otra margen de la bahía. Una fiebre de pensamientos caóticos asola este lugar, y yo la padezco igual que los demás. Ya no somos una ciudad, sino un hospital para apestados.

* * *

Para su alarma, Hendon Tolly reparó en él cuando intentaba escabullirse.

—Ah, poeta. —El guardián de Marca Sur le clavó una mirada burlona, interrumpiendo una conversación con Tirnan Havemore. Elan, que estaba al lado de Hendon, procuró no mirarlo a los ojos—. Tratas de evadirme. ¿Eso significa que no tendrás tu poema preparado para el banquete de mañana? ¿O sólo dudas de su calidad?

—Estará preparado, milord. —Hacía una decena que se acostaba después de medianoche, quemando aceite y velas a prodigiosa velocidad (para disgusto de Acertijo, que siendo viejo quería acostarse temprano y exprimir al máximo cada cobre)—. Sólo espero que os agrade.

—Ah, también yo, Tinwright. —Tolly sonrió como un zorro que encuentra un nido desprotegido—. También yo.

El amo de Marca Sur le murmuró unas palabras a Havemore y se dispuso a irse, llevando a Elan M’Cory a la zaga como si fuera un perro o una capa. Como ella no se daba prisa, Hendon Tolly se giró para aferrarle el hombro, pero en cambio terminó por pellizcarle el busto. Ella hizo una mueca y gimió.

—Cuando digo que te apresures —le dijo él en voz baja y medida—, debes saltar, ramera, y pronto. Si me juegas otra mala pasada delante de mi hermano, te haré bailar como nunca bailaste antes. Ahora ven.

Havemore y los demás apenas parecían haber reparado en ello, y por un momento Tinwright pensó que lo había imaginado. Elan siguió a Hendon en silencio, mientras una mancha roja florecía en la blancura del busto.

* * *

Era extraño caminar así, con las piernas tan libres. Utta se sentía perturbadoramente desnuda. Habitualmente sólo se veía las piernas cuando se bañaba o se disponía a dormir, no caminando por la calle sin nada entre ellas y el mundo, salvo una delgada calza de lana.

La hermana Utta había tratado de no fastidiar a Briony cuando la princesa se empeñaba en usar ropa de varón, aunque en el fondo creía que era indicio de un desequilibrio, quizá una reacción ante la tristeza que la rodeaba. Pero ahora comprendía lo que quería decir Briony al hablar de las «libertades que los hombres dan por hechas». ¿Las mujeres eran el sexo débil por designio de los dioses, o era algo tan sencillo como las diferencias en el atuendo y las costumbres?

Pero ellos son más fuertes que nosotros, pensó Utta. Cualquier mujer que haya sufrido los abusos de un hombre de menor talla lo sabe demasiado bien.

Aun así, la fuerza sola no bastaba para dar superioridad, reflexionó, pues de lo contrario los bueyes y los rugientes leones dominarían imperios. En cambio, los hombres amarraban a los bueyes para que anduvieran despacio. ¿Era verdad, como decía Briony, que los hombres también amarraban a las mujeres?

¿O nosotras mismas nos amarramos? En tal caso, ¿por qué lo hacemos?

Desde luego, las mujeres no serían las primeras esclavas que ayudaban a sus captores.

¡Escucha mis palabras! ¡Esclavas! ¡Captores! Son estos tiempos que vivimos. Cuestionamos todo porque todo está trastocado. Entre tanto, no miro lo que hago y terminaré por caerme en la laguna y ahogarme.

Utta alzó la vista. Aún no había llegado a la laguna, y estaba en la calle del Estaño, cerca del templo de Onir Kyma, todavía fuera del distrito acuano. Se alegró de reconocer la torre del templo y otros edificios: nunca había estado tan lejos del castillo salvo en la avenida que conducía al terraplén, cuando ella y sus hermanas zorianas iban a tierra firme para la feria de primavera.

Un grupo de hombres holgazaneaba en la calle, cerrando el paso. Al acercarse vio que no eran acuanos sino hombres comunes, peones, a juzgar por el aspecto. Estaban sin rasurar y usaban ropa de trabajo sucia. Para su sorpresa, no se hicieron a un lado sino que se quedaron donde estaban, mirándola con huraño interés.

Estoy acostumbrada a ser mujer, pensó, y para colmo sacerdotisa. La gente me cede el paso, o me pide bendiciones. ¿Así actúan todos los hombres? ¿O bloquean el camino por algún motivo?

—Vaya —dijo un hombre menudo con una voz autocomplaciente que sugería que era el cabecilla, a pesar del tamaño. Se alejó de la pared y se le puso delante—. ¿Qué buscas, pequeñín?

Utta se contuvo para no discutir: entre las mujeres la consideraban alta, y tenía casi la misma talla que ese sujeto, aunque era mucho más delgada.

—Tengo un asunto pendiente —dijo con su voz más gruesa—. Por favor, déjame pasar.

—Ah, un asunto pendiente en el barrio acuano. —El hombre elevó la voz como si ella hubiera dicho algo vergonzoso y quisiera que todos se enterasen—. Buscas una muchacha con cara de pescado, ¿eh, amigo?

Por un momento Utta no supo qué responder.

—Nada de eso —dijo al fin, y luego comprendió que podía parecer muy altiva—. Un recado de mi amo.

—Ah —dijo el otro—. Conque tu amo. ¿Y qué asunto pendiente tiene en el barrio de los inmundos acuanos? Sin duda contrata hombres con cara de pescado por poco dinero, dejando sin trabajo a la gente normal. ¡Muchachos, miradle la cara! —El hombre soltó una risotada—. Lo hemos pillado. —Avanzó un paso, mirando a Utta de arriba abajo—. Mírate, eres blando como gelatina. ¿Eres uno de esos mariposones?

—Déjame pasar. —Utta trató de hablar con firmeza, pero no le salió bien.

—¿Crees que deberíamos? —El hombre se le acercó más. Apestaba a vino—. ¿Eso crees?

—Sí —dijo una nueva voz—. Dejadlo pasar.

Tanto Utta como su torturador se sorprendieron. Un hombre lampiño había entrado en el callejón desde un pasaje lateral. Un acuano, comprendió Utta, con una cicatriz que le deformaba un párpado. La muchedumbre que bloqueaba el callejón tembló con un espasmo de odio instintivo.

—Hola, cara de pescado —dijo el hombre menudo—. ¿Qué haces fuera del estanque? Esta parte de la ciudad pertenece a la gente de sangre pura.

El acuano lo miró con una cara rígida como una efigie de cera. No era pequeño, y era bastante fornido para ser acuano, pero lo superaban en número. Varios hombres se desplazaron para cercarlo. Él sonrió, cerrando el ojo lesionado, irguió la cabeza e hizo un ruido que parecía el croar de una rana. Al instante media docena de jóvenes acuanos aparecieron en el callejón. Uno empuñaba un garfio, y otro se golpeaba la pierna con un garrote de madera, sonriendo sin dientes.

—Misericordiosa Zoria —jadeó Utta. Van a matarse.

—Vosotros no debéis pasar la calle de la Barcaza —dijo el hombre que la había abordado. Él también sonreía, y él y el primer acuano habían empezado a caminar lentamente en círculos—. No debéis estar aquí. Este territorio es nuestro. —Hablaba despacio, como una invocación: estaba invocando el poderoso misterio de la violencia, comprendió Utta, tan metódicamente como un sacerdote al llamar la atención de un dios. Con la piel de gallina, miró a los dos que daban vueltas.

—Lárgate —dijo alguien a sus espaldas, uno de los acuanos. Fuertes manos la aferraron y la alejaron, y otra mano la empujó. Se alejó tambaleándose del centro del callejón ahora atestado, patinando en el lodo. Miró atrás pensando que uno de los hombres que la había detenido intentaría pararla, o que un acuano le gritaría que escapara, pero ahora estaba fuera del centro del hechizo de la violencia y era como si hubiera dejado de existir. Los dos antagonistas hacían fintas suaves y casi afectuosas con cuchillos que ella no había visto antes. Sus camaradas se medían en silencio, dispuestos a arrojarse contra sus oponentes en cuanto se asestara el primer golpe.

Resbalando en la calle húmeda, torpe como un novillo recién nacido, Utta se irguió y se alejó deprisa mientras alguien soltaba un grito de dolor y de furia a sus espaldas. Oyó un alboroto y un griterío: la gente empezaba a salir de las casas diminutas y encimadas para ver qué sucedía.

* * *

El niño que abrió la puerta oval era tan pequeño y tenía ojos tan grandes que por un momento la hermana Utta pensó que los acuanos eran realmente una especie aparte. Todavía estaba temblando, y no sólo por su encontronazo con esos matones callejeros. Aquí todo era raro, los olores, el aspecto de las cosas, incluso la forma de las puertas y ventanas. Ahora se encontraba en el extremo de una plancha oscilante a orillas de la mayor laguna del castillo, esperando que la dejaran entrar en una casa flotante. ¡Qué extraña se había vuelto su vida!

No quedaban acuanos en las islas Vutianas donde Utta Fornsdodir había pasado la infancia, pero abundaban las leyendas sobre ellos, aunque en las leyendas eran más mágicos que los que vivían a orillas de la laguna. Aun así, eran extraños, y Utta comprendió que había pasado veinte años en el castillo sin hablar nunca con ellos, sin entablar la menor relación.

—Hola —le dijo al niño—. He venido a ver a Rafe.

El chiquillo la miró a su vez. El niño no tenía cejas, usaba el pelo echado hacia atrás (como era habitual en los acuanos, varones y mujeres) y su cara aún tenía la redondez andrógina de la infancia, así que Utta no sabía si era chica o chico. Al fin el pequeño echó a correr hacia dentro, pero dejó la puerta abierta. Utta supuso que era una invitación, así que atravesó la cubierta y entró en el camarote.

Los techos eran tan bajos que tuvo que encorvarse. Mientras seguía al niño escalera arriba, calculó que el camarote tenía al menos tres pisos. Parecía más grande por dentro que por fuera, lleno de recovecos y pasajes angostos, con escaleras estrechas que subían y bajaban desde el primer rellano. Su guía no era el único niño. Pasó frente a media docena de chiquillos que la miraban sin dar muestras de miedo ni de simpatía. Ninguno de ellos usaba mucha ropa, y el más pequeño estaba desnudo, aunque era un frío día de dimene y la casa flotante no tenía calefacción. El más pequeño arrastraba una muñeca andrajosa por el tobillo, un juguete que obviamente había pertenecido a un niño muy diferente, pues tenía trenzas largas y doradas. Utta nunca había visto a un acuano rubio, aunque la piel podía ser tan clara como las de sus parientes de las islas del norte.

El primer niño subió por una escalera angosta y bajó por otra antes de salir a una cubierta que daba a la laguna. Utta tuvo la impresión de que habían llegado allí con un sinfín de rodeos.

Un joven acuano apartó la vista de la soga que estaba empalmando. El pequeño, liberado de su responsabilidad, regresó al desvencijado camarote. El joven le dio un breve vistazo, siguió estudiando la soga.

—¿Quién eres? —preguntó con la voz gutural de su gente.

—Utta… La hermana Utta. Traigo un mensaje. ¿Eres Rafe?

Él asintió, aún mirando el empalme.

—¿Hermana Utta? Me parecía que tenías un olor poco viril, aun para venir de ese lugar. —Se refería a la fortaleza interior, obviamente, pero lo decía como si hablara de una cárcel o un bosque lleno de fieras desagradables—. ¿Alguien te dijo que nos ensañaríamos con cualquier mujer, aunque fuera vieja?

Soy vieja, se recordó ella. No tengo motivo para ofenderme. Lo miró, aunque él se empeñaba en no mirarla. Era más joven que los acuanos que habían aparecido en el callejón, y tenía brazos demasiado largos aun para ser acuano. Tenía dedos largos y hábiles, y una mandíbula firme y agraciada.

—Me envía la duquesa Merolanna de Marca Sur —dijo—. Le dijeron que tú podías ayudarnos. Necesitamos un botero.

—¿Le dijeron? —Él enarcó las cejas lampiñas—. Alguien ha hablado de más. ¿Quién le dio mi nombre?

—Turley Dedos Largos.

—Típico —resopló él—. Él se alegraría de que me mataran mientras cumplo un encargo para los terranos, ¿verdad? Sabe que en primavera Ena y yo colgaremos las redes, y entonces ella tendrá edad suficiente para que no pueda detenernos. —Miró a la hermana Utta con algo parecido a la curiosidad—. ¿La paga es buena?

—Eso creo. La duquesa no es tacaña.

—Entonces dime qué quiere y cuánto paga, vutiana.

—¿Cómo lo supiste?

—¿Que eres vutiana? —rió él—. Hueles a vutiana. Aun así, eres mejor que la mayoría. En comparación con una sianesa o un hombre de Jellon, eres espuma del mar en primavera y capullos de clavelina de mar. La gente de Jellon no come pescado sino mucho puerco, ¿verdad? Lo hueles a gran distancia. Ahora bien, si hemos terminado de hablar sobre el olor de la gente, hablemos del metálico.