34: La puerta de Immon

34

La puerta de Immon

Con la muerte de Destello de Plata, su casa cayó. Fuego Blanco y Juicio fueron desterrados a la misma nada adonde habían enviado a Crepúsculo, y la mayoría de sus servidores fueron exterminados. Torcido conservó la vida porque los hijos de Humedad valoraban sus artes. Al principio lo atormentaron, privándolo de su virilidad para que nunca propagara la simiente de los hijos de Brisa, y luego lo esclavizaron.

Ni siquiera los vencedores cantaron estos hechos, sino que inventaron historias para ocultar su vergüenza y su pesar. La verdad los superaba. La verdadera historia se llama Reino de Lágrimas.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

Hacía días que la misteriosa muchacha de pelo oscuro no aparecía. Las horas en la celda eran largas y vacías, todavía estaba furioso con Vansen, Gyir no había elaborado su prometido plan de evasión (sólo había guardado un hosco silencio) y Barrick buscaba desesperado algo que lo distrajera de su incomodidad y temor, así que pensaba en ella.

Llegó a preguntarse si ella sería el heraldo de la muerte, si a pesar de sus palabras sobre la valentía y la resistencia, su presencia significaba que la vida de Barrick tocaba a su fin. Quizá fuera una hija de Kernios, despertada o invocada por la cercanía de la monstruosa puerta. Barrick no sabía si Kernios tenía una hija (nunca había podido memorizar las recitaciones en que el padre Timoid describía el linaje de los dioses, aunque su familia alegara que descendía de uno de ellos), pero parecía posible

Aun así, si la muchacha de pelo oscuro era emisaria del dios, él no temía a la muerte tanto como había creído. Esta muerte tenía un rostro amable e inteligente. ¡Y tan joven! Más joven que él, sin duda. Por otra parte, si era una diosa, su apariencia significaba poco. Los dioses podían transformarse en lo que quisieran, árboles o astros o bestias del campo.

En todo caso, las preguntas no servían de nada. Día tras día, un dolor palpitante en la cabeza y pensamientos borrosos; noche tras noche, visiones horrendas… Barrick ya no sabía lo que era real. ¿Por qué lo habían escogido para este tormento? No era justo. No es justo.

Resiste. Volvió a oír la voz, pero sólo en el recuerdo. Escapa. Cámbialo.

¿Qué le había dicho Gyir? Sólo eres prisionero cuando te rindes. Hasta el resuelto e impasible Vansen parecía reprocharle su debilidad: todos los demás estaban muy seguros de cosas que ellos no tenían que padecer.

Barrick abrió los ojos. Vansen estaba durmiendo, y su rostro delgado estaba suavizado por una barba que oscurecía pero no ocultaba del todo la oquedad de sus mejillas. Aunque tragaban cada gota del brebaje que les daban los guardias de Jikuyin, poco a poco se estaban consumiendo. Barrick, que ya era delgado, estaba hecho piel y huesos, y veía la deformidad del brazo atrofiado con todo detalle.

Por un momento, con los ojos entornados, casi vio los rasgos del rey Olin en vez de los de Vansen.

Date por contento, padre. Estabas tan avergonzado de lo que me hiciste que no podías hablar de ello. Pronto estaré muerto y no tendrás que verme de nuevo.

¿Pero era realmente culpa de su padre? Era la maldición, un veneno en la sangre de los Eddon, y la sangre de su padre no estaba tan corrompida como la de Barrick. Para comprobarlo, le bastaba con recordar los días y noches pasados: cuando Olin se fue del castillo, su maldición se había atenuado. Así lo decía en sus cartas. En cambio Barrick era presa de fiebres de locura aún peores de las que experimentaba en casa.

Cerró los ojos, pero el sueño no venía. Los abrió al oír pisadas. El último turno de prisioneros acababa de regresar de sus faenas y uno de los guardias simiescos se acercaba a la celda. Gyir, que estaba apoyado en un rincón con la barbilla contra el pecho, alzó la cabeza. El corazón de Barrick se aceleró. ¿Qué querría el guardia? ¿Había llegado la hora del sacrificio que Gyir había temido?

El guardia se detuvo frente a la reja, tapando la luz exterior. Gyir se acercó a la puerta, pero con una gracilidad que atenuó un poco el miedo de Barrick: había aprendido a interpretar los movimientos del crepuscular, y ahora no hablaban de peligro sino de cautela.

El guardia, en silencio, apretó la cara contra los barrotes. No hubo ningún intercambio visible entre el guardia y Gyir, pero al rato la velluda criatura se sacudió y se alejó, con una expresión de desconcierto y quizá de espanto en su cara inhumana.

* * *

Durante los días siguientes, muchos más guardias y algunos prisioneros practicaron un rito similar mientras Barrick observaba con fascinación. Se preguntaba cómo se relacionaba esto con la «harina de cañón», pues no había polvo negro a la vista. Era como presenciar la Ceremonia de los Bronces en la corte de Marca Sur, cuando los principales nobles de la Marca depositaban sus armas a los pies del rey, sentado en la Silla del Lobo, y sus nombres se cincelaban en una tablilla de bronce que luego se bendecía y se guardaba en la bóveda del templo del Trígono. Pero las bestias de Gran Abismo no traían nada visible, ni se llevaban nada.

Había transcurrido casi un año desde que el rey Olin celebrara la Ceremonia de los Bronces antes de partir en su malhadado viaje. Se preguntó si ese año Briony recibiría el juramento de fidelidad de los alcaides de la Marca, y sintió una nostalgia tan fuerte que casi rompió a llorar. Se odió a sí mismo, porque se sentía desvalido e inservible.

¡Miradme! Estoy aquí como un niño, sin hacer nada, esperando a la muerte. ¿Y cómo es mi muerte? ¿La muerte de un guerrero, un rey, un príncipe? No, tiene forma de muchacha, una muchacha compasiva con ojos de cervatillo, y la espero como un bardo enamorado, como un… poeta. Un pensamiento ardió como fuego en sus entrañas: Y hasta ella piensa que me he rendido, que soy un cobarde.

Barrick se enderezó, sin prestar atención al dolor del brazo, que siempre era peor la primera vez que lo arqueaba después de dormir. Se acercó a Gyir y se sentó al lado. El crepuscular, que tenía los ojos cerrados como si durmiera desde que se había ido el último visitante, los abrió para fijar en Barrick el fuego contenido de su mirada.

No necesitas sentarte cerca de mí para hablar. Casi podría hablarte desde la Casa del Pueblo. Cada día estás más fuerte.

¿Por qué esos guardias y otras criaturas vienen a verte?, preguntó Barrick.

Les estoy enseñando lo que necesito, dijo Gyir. No quiero decir más, porque arriesgaremos todo en esta jugada.

Barrick reflexionó.

¿Por qué todo esto pasa ahora?, preguntó al fin. No sólo lo que te preguntaba sino… todo.

Sé más específico, por favor.

Todo lo que no ha ocurrido en cientos de años: el desplazamiento de la Línea de Sombra, tu gente atacando Marca Sur y guerreando contra mi gente. Y este semidiós, Juan Cadena, excavando el palacio de Kemios. No me dirás que estas cosas pasan continuamente.

Gyir proyectó esa ráfaga de humor amargo que Barrick había aprendido a reconocer como una risotada.

No es tan raro que tu gente y la mía estén guerreando. Nos masacrasteis durante años. Y, para ser justo, os hemos atacado dos veces desde entonces.

Tú sabes a qué me refiero.

Gyir lo miró, asintió.

Sí, lo sé. Hay ciertas cosas que no puedo contarte, aunque las circunstancias nos hagan aliados… promesas y juramentos que hice a otros. Pero puedo contarte otras, y lo haré. Tu compañero también debe oírlo. El crepuscular hizo una pausa. Barrick se volvió y vio que Ferras Vansen se enderezaba, despertado por la llamada silenciosa de Farol de Tormentas.

Tenemos poco tiempo, dijo Gyir. Ambos debéis escuchar bien. Extendió los dedos pálidos. Hay dos modos en que el Pueblo adquiere sabiduría, aparte de la experiencia. Uno es el don de la Flor de Fuego (esto constituía una idea que la mente de Barrick apenas podía aprehender, algo inmenso y complejo), y el otro es la Biblioteca Profunda.

En los lugares más recónditos de la Casa del Pueblo, la sabiduría de nuestros tiempos antiguos se conserva en los Preservados y sus Voces, es decir, la Biblioteca Profunda. Las Voces expresan la sabiduría de los Preservados, y así el Pueblo recibe enseñanzas y recuerdos.

Los pensamientos de Gyir eran rítmicos, casi melodiosos, como si transmitiera un cuento que había aprendido en la infancia.

Estas Voces, junto con la sabiduría de la Flor de Fuego, que a veces se llama el Don, son lo que exalta a los Elevados por encima del resto del Pueblo, y nos ha dado dominio sobre nuestras tierras y canciones. Habéis oído que los dioses fueron expulsados de este mundo a los reinos del sueño. Eso fue obra del dios que llamamos Torcido, y sobre ese misterio puedo decir poco, pero es el fundamento de todo lo que viene después. El lugar donde esos acontecimientos ardieron con más brillo, y donde aún humean milenios después, es un sitio que llamamos Caída de los Dioses, y que vosotros llamáis Marca Sur. Sí, príncipe Barrick, tu hogar.

Barrick lo miró confundido. ¿El crepuscular trataba de decirle que los dioses habían vivido en Marca Sur? ¿O muerto allí? Era una idea tan extravagante que por un momento temió estar soñando de nuevo.

Hace pocos años, continuó Gyir, las Voces comenzaron a advertirnos que el sueño de los dioses exiliados se había vuelto muy liviano, muy frágil. Así como la luna puede afectar a las mareas de la tierra cuando se aproxima, creando perturbaciones en la sangre de los más sensibles, los dioses, aun en el sueño, ahora están más cerca de nosotros que nunca desde que fueran expulsados de la tierra de la vigilia. Gyir hizo una pausa para escuchar una pregunta de Vansen. No, ahora no puedo decir más sobre ello. Os bastará con saber que los dioses fueron expulsados de las tierras de la vigilia, que se han ido hace largo tiempo, casi como si estuvieran muertos.

Pero ahora los dioses se aproximan, invadiendo la mente y los sueños de vuestra gente y la mía, y también de muchos otros modos. Eso sería bastante aciago, y también peligroso, porque aun en su sueño eterno los dioses pueden causar males grandes y pequeños, y ansían recobrar lo que era de ellos. Pero por nefasta coincidencia, esta hora ominosa ha llegado cuando otra cosa terrible acontecía a los Elevados, una cosa que ha sumido a la Casa del Pueblo en el terror y el luto. Nuestra reina Saqri, la señora de la Antigua Canción, está muriendo.

Barrick nunca había visto que el crepuscular demostrara mucha emoción, pero por el dolor de sus pensamientos era evidente que esto lo afectaba hasta la médula.

Los Elevados, continuó Gyir, al menos los pertenecientes al linaje de la Flor de Fuego, no mueren como los mortales. Todos podemos sufrir una muerte violenta, y todos somos presa de enfermedades y accidentes, tal como vosotros, pero los de nuestra casa más alta, como Saqri y Ynnir, no son como el resto de las criaturas vivientes, ni en su mortalidad ni en su inmortalidad. Es todo lo que os puedo decir. No, oigo vuestras preguntas, pero no puedo revelar este secreto a vuestra especie. No tengo el derecho.

Pero os diré esto. La reina Saqri agoniza, y aquello que más necesita sólo se podía encontrar en el antiguo lugar sagrado de nuestra gente, el hogar de tu gente, el castillo llamado Marca Sur. La desesperación nos impulsó a reconquistarlo hace doscientos años, pero fuimos expulsados. Ahora la desesperación ha vuelto a llevamos allí.

Pero esta vez debíamos tener en cuenta el sueño inquieto de los dioses. Marca Sur es un lugar que colinda con los reinos de los dioses. Las Voces de la Biblioteca Profunda concedían que existía la tremenda posibilidad de que el intento de reconquistar el lugar sagrado y utilizar sus virtudes para salvar a la reina Saqri despertara a los dioses y trajera una era de sangre y tinieblas sobre la tierra.

¿Por qué?, preguntó Barrick. ¿Por qué el despertar de los dioses tendría esa consecuencia? Miró a Vansen y notó que el soldado había palidecido, como si le acabaran de revelar la hora de su muerte inminente.

—¿Sangre y tinieblas…? —susurró Vansen. Parecía que le hubieran apuñalado el corazón.

Los dioses no podrían evitarlo, declaró Gyir, así como un lobo no podría abstenerse de devorar un trozo de carne sanguinolenta. Tal es la naturaleza de su divinidad. Han estado atrapados en el sueño durante siglos, impotentes como grandes bestias apresadas en la red del cazador. Uno de los atributos más temibles de los dioses es su poderosa cólera. Pero los humanos no cederían fácilmente su dominio, ni siquiera aunque se enfrentaran a ese terror. Cuando los dioses vivían en la tierra en el pasado lejano, los mortales eran sus sirvientes, pocos en números y débiles en autoestima, pero han crecido tanto en número como en sabiduría. Si los dioses despiertan, habrá una guerra para terminar con todas las guerras. Al final, sin embargo, los dioses triunfarán y los desdichados supervivientes tendrán que revolver las ruinas de sus ciudades para construir nuevos templos para sus amos inmortales, codiciosos, victoriosos.

Barrick no estaba seguro de entenderlo todo, pero era innegable que Gyir hablaba con apabullante certidumbre.

Ante el temor de despertar a los dioses, la Casa del Pueblo se dividió entre los que deseaban la salvación de la reina a toda costa, conducidos en espíritu por mi señora Yasammez, y los que buscaban otro camino. Ése era el camino del rey Ynnir, y aunque temo que sólo postergará lo inevitable, o quizá lo empeore cuando llegue, sus deseos tenían muchos simpatizantes, y así se llegó a un convenio.

Ese convenio se llama Pacto del Cristal, y en este momento es todo lo que se interpone entre vuestra gente y la aniquilación, porque los seguidores de Yasammez creemos que aquello que servimos es más importante que cualquier misericordia y es digno de cualquier riesgo.

Barrick sintió un mareo.

¿Y todavía sientes lo mismo, Gyir? ¿Aún crees que matar a todos los hombres, mujeres y niños de Marca Sur sería un precio aceptable para alcanzar tu meta?

Nunca lo entenderás sin saber lo que está en juego. Los pensamientos del crepuscular eran como gotas de agua helada en la piedra. Y no puedo decirte todo. Mi humilde posición no me permite revelar estos secretos a los mortales.

¿Qué estás diciendo? ¿Que tu rey y tu reina están en guerra, pero han llegado a una especie de tregua?

Guerra es una palabra demasiado sencilla, dijo Gyir. Si comprendes que no sólo son nuestro señor y nuestra señora, marido y mujer, sino también hermano y hermana, nadie mejor que tú para entender cuán compleja es la situación.

¿Son hermanos…?

Sí. Suficiente. No tengo tiempo de explicar toda la historia de mi pueblo, ni me interesa defender el linaje de la Flor de Fuego frente a la ignorancia de los mortales. ¡Callad y escuchad! La frustración de Gyir era tan palpable que sus palabras parecían golpes. El Pacto del Cristal es sumamente frágil, pero por el momento se sostiene. Derrotamos a vuestro ejército, pero no hemos atacado vuestra fortaleza. Pero lo haremos si es preciso, y te prometo sin alegría que en tal caso correrán ríos de sangre.

Ahora también Barrick estaba furioso.

Habla de una vez, Farol de Tormentas.

No deseo tu amor, niño, sólo tu entendimiento. Lamento que hayas pensado que la amistad entre nosotros podía cambiar las cosas, pero ni siquiera los dioses podrían impedir lo que se avecina, aunque lo desearan.

¿Entonces por qué demonios nos dices todo esto? Si todos estamos condenados, ¿de qué sirve?

Porque, como te dije una vez, las cosas aún conservan un precario equilibrio. Debemos hacer todo lo posible para conservarlo. Ten. Metió la mano en la camisa harapienta, extrajo un bulto envuelto en trapos sucios, y lo sostuvo en la mano abierta. Éste es el objeto que os mencioné pero no quería mostraros. Ahora debo renunciar a la cautela, esperando que comprendáis el terrible peligro que afrontamos y cuán importante es esto. Éste es el trofeo que Yasammez me ordenó llevar al rey Ynnir. De este pequeño objeto puede depender el destino de todos.

¿Qué es? Era redondo, más pequeño que la palma de Barrick. Lo miró desconcertado.

Es un espejo de adivinación, la clave del Pacto del Cristal. Si el rey no lo recibe pronto, Yasammez reanudará su ataque contra Marca Sur, esta vez sin piedad.

Se lo entregó a Barrick, que estaba tan sorprendido que casi lo soltó.

¿Por qué me lo das?

Porque temo que Jikuyin se proponga usarme de algún modo para abrir la puerta de Immon, que conduce al palacio del Padre Tierra. Si eso sucede, si me pierdo mientras llevo el cristal, todo se pierde conmigo.

¿Por qué yo?, protestó Barrick. ¡Apenas puedo tenerme en pie! Estoy lleno de pensamientos descabellados… Estoy enfermo. Dáselo a Vansen. Él lo llevará a donde sea necesario. Él es soldado. Es… honorable. Miró al capitán y comprendió que hablaba en serio. A pesar de sus sarcasmos, de sus pueriles berrinches, Barrick admiraba y envidiaba la fuerza y la determinación de Vansen. En otro mundo, otro Barrick habría dado mucho por contar con la amistad de esa persona.

Eso me proponía, dijo Gyir, pero he recapacitado. El crepuscular hizo una pausa mientras hablaba con Vansen, y luego volvió los ojos rojos hacia Barrick. Ferras Vansen es valiente, pero no tiene el toque de la dama Puerco Espín. Mi señora te escogió a ti, Barrick Eddon, y te encomendó una misión para la Casa del Pueblo, una misión que hasta yo desconozco. Su orden te seguirá impulsando cuando falle todo lo demás. Pero no te mantendrá con vida si el destino se propone lo contrario, añadió el crepuscular, así que no seas temerario. Ferras Vansen puede ir contigo, pero tú debes llevar este objeto.

¿Me pides que le haga un favor a la mujer que quiere exterminar a mi gente?

¿Debo tener esta discusión con todos los mortales? Gyir sacudió la cabeza. ¿No me has escuchado? Si esto no llega a manos del rey Ynnir, Yasammez destruirá todo a su paso para reconquistar Caída de los Dioses, tu hogar. Si el Pacto del Cristal se cumple, queda una leve esperanza de que ella se contenga, pero sólo si el cristal llega al rey.

Barrick tragó saliva. Había pasado la mayor parte de su vida tratando de evitar estas situaciones (lo exponían al fracaso, al riesgo de revelar que era inferior a los demás, a los que tenían brazos saludables y corazones sin sombra), pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Muy bien, si es preciso. Pensó en la muchacha de ojos castaños, en lo que ella pensaría de él. ¡Bien, pues! Dámelo.

No lo mires, advirtió Gyir. No tienes suficiente fuerza. Es un objeto potente y peligroso.

No quiero mirarlo. Barrick se guardó el bulto en la camisa, procurando ponerlo en el único bolsillo que no tenía agujeros.

Bendiciones. Que Venado Rojo te salvaguarde en tu camino. El alivio del Farol de Tormentas era evidente, y Barrick comprendió que también él cargaba con un peso doloroso e indeseado. De pronto Gyir se puso rígido, como un animalillo a la sombra de un halcón. Deprisa, dijo, ¿qué día es hoy? Barrick y Ferras Vansen no supieron responderle. Desde luego, no podéis saberlo. Dejadme pensar. Gyir se apoyó una mano en la otra y luego se las puso sobre los ojos, y durante unos segundos permaneció así, mudo y ciego al mundo. Tenemos un día, quizá dos, dijo, bajando las manos.

¿Un día para qué?, preguntó Barrick. ¿Por qué?

Un día hasta el comienzo de la ceremonia del Padre Tierra, dijo Gyir. Los días de sacrificio para el que vosotros llamáis Kemios. Sin duda aún los celebráis.

Barrick tardó un instante, pero al fin comprendió y se volvió a Vansen, que también había entendido.

—Kerneia —dijo en voz alta—. Desde luego. Por los dioses, ¿ya es dimene? ¿Cuánto hace que estamos encerrados en este lugar apestoso?

Tiempo suficiente para ver el final de vuestro mundo y el mío si me he equivocado de día, dijo Gyir. Vendrán a buscamos cuando comiencen los días sacrificiales, y todavía no estoy listo.

Se negó a decir más y guardó silencio, excluyendo a sus compañeros de celda tal como si hubiera cerrado una puerta.

* * *

Ya era malo pensar que Kemeia signaba el final, pensaba Ferras Vansen, pero era peor al estar atrapado bajo tierra sin saber qué día era en el mundo exterior. Era como estar amarrado a un árbol y expuesto a los lobos, como los prisioneros de las antiguas tribus de la Marca, que tapaban los oídos del condenado con barro y le vendaban los ojos para que sufriera en la oscuridad, sin saber cuándo llegaría el fin.

Vansen durmió sobresaltado después del anuncio de Gyir, y se despertaba cada vez que el príncipe Barrick se movía en sueños u otro prisionero gruñía o gemía en la abarrotada celda exterior.

Kerneia. Ya en su infancia en Esponsales era una fiesta lúgubre. Se tallaba una calavera para cada tumba familiar, y se depositaba allí con las primeras luces del alba, envuelta en flores, en homenaje al Padre Tierra que un día se llevaría a todos. El padre de Vansen siempre se quejaba de la pereza de su gente adoptiva de Esponsales, que hacía las tallas en madera blanda. En su hogar de las islas Vutianas, declaraba infaliblemente, sólo la piedra era aceptable para el Señor de la Tierra Negra. Aun así, Ferras Vansen no dudaba que con tres hijos sepultados y las tumbas de los padres y abuelos de su esposo para adornar, Pedar Vansen debía agradecer en secreto que pudiera hacer sus tallas mortuorias en blando pino y no en el duro granito de los valles.

Calaveras, calaveras. Vansen no se las podía quitar de la cabeza. Al llegar a la ciudad había descubierto que la gente de Marca Sur compraba sus calaveras festivas en la calle de los Talladores, de piedra o madera, según lo que quisiera gastar. En las semanas previas a Kerneia se podían comprar calaveras horneadas de pan especial en la plaza del mercado, con las cuencas oculares glaseadas de marrón oscuro. Vansen nunca había sabido qué pensar de ello: comer las ofrendas que se debían destinar a Kernios era como jugar con algo que debía ser respetado y temido.

Claro que siempre me consideraron un palurdo. Collum inventaba historias para divertir a los demás, diciendo que yo creía que el trueno era el fin del mundo. ¡Como si un muchacho campesino no supiera lo que es el trueno!

Pensando en el difunto Collum Dyer, recordando Kerneia y las negras velas del templo, los mantis con sus máscaras de búho y las multitudes cantando la historia del dios de la muerte y los lugares subterráneos, Vansen deambuló por algo que no era sueño ni descanso, hasta que lo despertó el ruido de muchos pies en el corredor.

Ueni’ssoh, el hombre gris, flotaba sobre el suelo como si anduviera por una alfombra de niebla. Sus ojos ardían en su rostro pétreo y los prisioneros de la celda externa se encogían contra las paredes. Vansen apenas soportaba mirarlo. Con su cara de cadáver, era una pesadilla hecha realidad.

—Es hora —dijo, con palabras tan angulosas como una pila de estacas. Los guardias, bestiales y mal vestidos, se apostaron a ambos lados de Vansen y sus compañeros.

—¿Hora de qué, maldito seas? —dijo Vansen, incorporándose, aunque sabía que si acometía contra el hombre gris el guardia lo atravesaría con su pica.

—Vuestra hora final pertenece a Jikuyin. No me corresponde daros instrucciones. —Ueni’ssoh asintió. Media docena de guardias engrillaron a Gyir y le pusieron una cuerda en el cuello, como la traílla de un mastín. Cuando Barrick y Vansen también estuvieron engrillados, el hombre gris los miró a todos un instante, se giró lentamente y salió de la celda. Mientras los guardias los obligaban a seguirlo, los demás prisioneros desviaban la mirada, como si los tres ya estuvieran muertos.

No desesperéis. Aún queda una esperanza. Los pensamientos de Gyir eran tan débiles como una voz que llegara desde una cumbre ventosa. Observadme. No dejéis que nada enturbie vuestra lucidez ni vuestro corazón. Y si Ueni’ssoh os habla, no escuchéis.

¿Esperanza? Vansen sabía que la esperanza no estaba invitada al lugar adonde iban.

* * *

Los guardias los obligaron a descender por túneles y escaleras. Durante gran parte del trayecto sólo oyeron los pies descalzos de los guardias, un ruido seco como un redoble de tambor cuando un condenado marchaba a la horca. Como Vansen sólo había visto esos pasajes por los ojos de las criaturas que Gyir había embrujado, recorrerlos con su propio cuerpo era como un sueño. No eran los túneles lisos que había imaginado, sino que estaban cubiertos con tallas intrincadas, remolinos y círculos concéntricos y formas que quizá representaran personas o animales. Algunas eran reconocibles y escalofriantes: búhos con ojos semejantes a estrellas, y criaturas humanoides descuartizadas y apiladas ante los pájaros como un tributo. Otros símbolos ominosos bordeaban los pasajes, calaveras y tortugas sin ojos, símbolos de Kernios que Vansen conocía bien, junto con otros que desconocía, sogas anudadas y una especie de tazón con patas rechonchas que podía ser una marmita o caldero. Y también había imágenes de cerdos, el animal más sagrado para Immon, el sombrío servidor de Kernios.

Un grito desesperado vibró en su cabeza, un recuerdo de infancia: ¡El Cerdo Negro se lo ha llevado! Una anciana de los valles, maldiciendo la muerte prematura de su hijo. Maldito sea el cerdo y su frío amo, había exclamado. ¡Nunca más encenderé una vela en Kemeia!

Kerneia. En una tierra lejana donde el sol todavía salía y se ponía, era probable que las multitudes se estuvieran reuniendo en las calles de Marca Sur para mirar la procesión de la litera donde llevaban la estatua del dios enmascarado. Todos estarían borrachos desde la mañana, los porteadores, las multitudes, incluso los sacerdotes, una borrachera profunda, risueña y triste que Vansen recordaba bien, toda la ciudad como una celebración funeraria que se había prolongado demasiado. ¡Pero ahora estaba en el corazón del reino del Padre Tierra, y era arrastrado hacia la puerta del dios!

Sintió un escalofrío de fiebre y tuvo que luchar para no tambalearse. Quería tocar al príncipe, recordarle que no estaba solo en ese lugar pavoroso, pero los grilletes se lo impedían.

Llegaron a la caverna donde se hallaba la puerta del dios. Había pocas antorchas, sólo una luz tenue alumbraba las paredes de obsidiana y el techo se perdía en la oscuridad, pero después del largo viaje por esos túneles tenebrosos resultaba tan deslumbrante como el templo del Trígono de Marca Sur en una tarde radiante, con el color derramándose por las altas ventanas. La puerta era aún más grande de lo que había parecido por los ojos de los espías de Gyir, un rectángulo de oscuridad alto como un peñasco, que sólo se parecía a una puerta común tal como el famoso coloso de bronce de Perin se parecía a un mortal viviente.

Los guardias los condujeron hacia la zona abierta que había al pie de la roca expuesta. Los patéticos y estólidos esclavos, vigilados por gran cantidad de guardias, se apartaban dócilmente del camino, dejando un espacio aún mayor frente a la monstruosa puerta.

Los guardias los obligaron a arrodillarse. Vansen estornudó en medio del ondulante remolino de tierra, y Barrick se desmoronó junto a él como si lo hubiera ensartado una flecha. Vansen codeó al joven, tratando de ver si estaba herido, pero con esos pesados grilletes de madera en las muñecas no podía moverse mucho sin caerse.

Recordad lo que dije…

Mientras las palabras de Gyir resonaban en el cráneo de Ferras Vansen, los guardias y los esclavos comenzaron a moverse por todo el recinto. Por un momento pensó que también habían oído los pensamientos del crepuscular. Luego oyó un ritmo tonante y desigual como el redoble de un gran tambor. Cuando comprendió que eran pisadas, supo por qué los guardias, incluso aquellos que eran encorvados por naturaleza, procuraban enderezarse, y por qué todos los esclavos arrodillados gemían y hundían la cara en el suelo áspero.

El semidiós atravesó la puerta lentamente, y las cabezas encadenadas que lo adornaban se mecían como algas en un estanque. Aunque Jikuyin era aterrador, Vansen también vio indicios de su edad: el monstruo cojeaba, apoyándose en un cayado que era un árbol de buen tamaño despojado de sus ramas, y movía la cabeza como si le costara mantenerla erguida. Aun así, mientras el antiguo ogro miraba en torno y desnudaba los dientes rotos en una sonrisa de feroz satisfacción, Vansen sintió que se le aflojaba la vejiga y se le ablandaban los músculos. Al margen de lo que dijese Gyir, el fin había llegado. Nadie podía caer en manos de ese engendro y sobrevivir.

Los otros prisioneros, muchos de ellos manchados de sangre por su trabajo, golpeaban el suelo con la cabeza y gimoteaban mientras el semidiós se aproximaba. Ese vasto recinto, las hordas de criaturas aullantes con manos ensangrentadas y sucias, rostros desesperados postrándose ante ese amo gigantesco… Vansen no podía creer lo que veía: había enloquecido, no podía ser de otro modo. Su mente regurgitaba los peores cuentos que el diácono de Pequeña Stell contaba para aterrar a Ferras Vansen y otros niños de la aldea e inculcarles respeto a los dioses. Murmuró:

Perin Señor del Cielo, vestido de luz,

protégenos en la espantosa noche.

Erivor, vestido de plata,

alisa los mares que surcamos.

Kemios, de las oscuras tierras de la muerte,

tómanos en tus manos cuidadosas…

Pero no tenía sentido recordar plegarias de la infancia. ¿De qué podía servir ahora? ¿En qué podía beneficiarlo? El monumental Jikuyin, cuyos pies enormes trituraban piedras que ni siquiera un hombre fuerte podría levantar, se les acercaba, y cada crujiente paso era como una mordedura gigantesca.

¡No desesperéis! Las palabras fueron como una bofetada.

Vansen vio que Gyir aún estaba erguido, aunque sus guardias se habían postrado. Sus ojos estaban desencajados de emoción y de miedo, pero también ardientes de furia. Más allá de Gyir, el príncipe Barrick se mecía como en un fuerte viento, y aun de rodillas le costaba mantener el equilibrio, y su rostro era una máscara pálida y enfermiza a la luz oscilante. Por un momento Vansen vio en su rostro los hermosos rasgos de la hermana, y sintió que su promesa casi olvidada lo apuñalaba. No podía rendirse mientras conservara el aliento, tenía una obligación. La desesperación era un lujo.

Las plegarias a los hermanos del Trígono parecían vanas en el umbral de la casa del Padre Tierra. Otra plegaria afloró en sus pensamientos como un copo de ceniza en una corriente, una plegaria más dulce a una deidad más dulce, una, invocación a Zoria, Señora de las Palomas. Pero aunque moviera los labios, no lograba que las palabras pasaran por su garganta cerrada. Zoria, hija virgen, dame… dame

Un momento después de la plegaria, Vansen se olvidó de Zoria y de su propio nombre, cuando Jikuyin se detuvo frente a ellos y se agachó. Su cara era tan enorme que parecía que la luna con sus cráteres hubiera caído del cielo.

Un regalo para vosotros. La voz del semidiós sacudió los huesos de Vansen; su aliento caliente y metálico olía como el humo de un horno de fundición. Presenciaréis mi momento supremo, y participaréis. Las cabezas colgantes se balanceaban y miraban sin ver, curvando los labios fruncidos en una sonrisa.

Pronto me reuniré con ellas, pensó Vansen. ¿Cómo lo juzgarían los dioses? Había hecho todo lo posible, pero había fracasado.

Jikuyin movió la cabeza barbada para inspeccionar a Vansen y sus compañeros, y Vansen tuvo que desviar la vista. El ojo del dios era grande como una bala de cañón, y el poder de esa mirada roja era insoportable.

Vuestra sangre abrirá la puerta de Immon, tronó Jikuyin, allanará el camino hacia la sala del trono del Señor de la Tierra, ese rey de los gusanos, bebedor de orina, que me arrancó el ojo. Y cuando la Estrella de la Tierra sea mía, cuando su gran trono sea mío, cuando use su máscara de hueso amarillento, aunque los dioses regresen, seré el más grande entre ellos.

Estás loco, dijo Gyir. Muchos oyeron sus palabras silenciosas: se elevó un gemido de temor, como si los esclavos que podían entenderle temieran compartir su castigo.

¡No hay locura entre los dioses!, rió Jikuyin. ¿Quién dirá que estoy loco cuando pueda modelar todo con el pensamiento? Pronto la puerta se abrirá, la sangre fluirá, y aquello que yo diga… será.

Mi sangre se secará y será polvo antes de que te permita derramar tan sólo una gota en aras de esta locura.

Jikuyin extendió una mano gigantesca, estirando los dedos como para aplastar a Gyir, pero apenas lo tocó, y lanzó al guerrero qar contra una masa de prisioneros aullantes. Cuando éstos se dispersaron, Farol de Tormentas quedó inmóvil, de bruces en la tierra.

¿Quién dijo que era tu sangre la que quería, cachorro de Brisa? Jikuyin volvió a reír, un tonante rugido de satisfacción que amenazó con derribar el techo de la caverna. Extendió la mano de nuevo, tumbando a Vansen, y luego cogió a Barrick, que soltó un alarido de sorpresa y terror antes de quedar sin aliento. Jikuyin arrojó al príncipe entre los guardias.

—Él… El muchacho mortal. Huelo la Flor de Fuego en él. Su sangre será apropiada.

Vansen luchó en vano contra los grilletes mientras los guardias se llevaban a Barrick hacia la imponente puerta, pero era imposible quitárselos ni romperlos. Ferras Vansen soltó un aullido de dolor. Ciertamente él también moriría, pero la muerte inminente del príncipe era un fracaso mayor, más tremendo en su contundencia.

Algo le aferró el brazo. Vansen lanzó una patada y uno de los hediondos guardias cayó hacia atrás, pero se levantó de inmediato y se lanzó de nuevo hacia él. Luchando contra lo inevitable, Vansen logró asestarle otra patada (con un efecto aún menor), pero vio que había algo extraño en la expresión de la criatura. La cara simiesca estaba desencajada, y los ojos parecían extraviados, como si el guardia estuviera ciego. Sostenía una llave en su torpe manaza.

Si quieren quitarme los grilletes antes de matarme, me llevaré a algunos conmigo. ¿Pero por qué correrían ese riesgo? Mientras la criatura procuraba liberarlo de los grilletes, Vansen cayó en la cuenta de que había visto esa expresión extraviada en las criaturas que controlaba Gyir. Vansen miró al crepuscular. Farol de Tormentas escrutaba el vacío, entornando los ojos para concentrarse. Había otro guardia detrás de Gyir, y también procuraba liberarlo, pero aunque el guerrero los controlara a ambos, el tiempo se agotaba.

Los guardias habían arrastrado al príncipe Barrick hacia las majestuosas puertas, más altas y más anchas que la fachada del gran templo de Marca Sur. Ueni’ssoh, el hombre gris y cadavérico, se aproximó y alzó las manos esqueléticas.

—¡Ojos de Fuego, Alas Blancas, óyenos en los lugares vacíos! —salmodió con voz insensible y ronca—. ¡Oh, Pregunta Pálida, concédenos audiencia!

Vansen entendía cada palabra, aunque no conocía ese idioma, tan inhumano como el canto de un grillo: ese sonido crepitante estaba en los oídos de Vansen, pero el sentido estaba en su cabeza.

—¡Oh, emperador de los gusanos, ayúdanos a atravesar las tinieblas! —cantó Ueni’ssoh—. ¡Oh, Caja Vacía, concédenos audiencia!

La voz del hombre gris se elevó, u obtuvo más poder, porque parecía llenar la cabeza de Vansen como agua que cayera en un cuenco, cada vez más ruidosa, hasta que no pudo pensar, aunque el tono parecía tan mesurado y parsimonioso como antes. No era una canción tradicional de Kerneia, pero reconocía algunas palabras, las antiguas palabras funerarias que su abuelo había cantado ante la tumba de su abuela en las colinas. La voz átona del hombre gris le hacía ver imágenes que no tenían nada que ver con su difunta abuela ni la tumba de su padre. Un mundo de luz carmesí y sombras escurridizas llenó sus pensamientos, el contundente final de todas las cosas, tan agobiante que le aplastaba el corazón.

El guardia hechizado trasteaba con los grilletes. Vansen aún no estaba libre. No podía dejar que esa voz lo agobiara. No podía fracasar.

Mira la oscuridad que serpentea en nosotros como un río:

es hora de ir a la tierra del Sol Rojo,

la tierra donde el sol se pone y no despunta.

Oh, Pie Quemado, danos refugio en tus pliegues de sombra,

donde aún podemos ver el sol moribundo hasta el último día.

Padre Cuervo de los Guantes de Hierro,

esposo del nudo que no se desanuda,

tenemos miedo, oh rey. ¡Abre la puerta!

Al principio, en su terror y confusión, Ferras Vansen pensó que el portal de piedra empezaba a disiparse, o derretirse como hielo. Pero luego comprendió que sucedía algo mucho más extraño: las grandes puertas se abrían hacia adentro, y más allá reinaba una oscuridad absoluta que ahogaría las estrellas mismas. Se le estrujó el corazón. Su cuerpo se aflojó como un saco vacío.

¡Ferras Vansen, no desesperes! Las palabras llegaron como un susurro lejano, pero le permitieron recobrarse un poco. Era Gyir hablando en su cabeza, pero muy débilmente. Notó que los poderes del crepuscular se intensificaban mientras tocaban a Vansen, Barrick, los guardias que abrían los grilletes y muchos otros que Vansen ni siquiera podía nombrar. Gyir, en el límite de su resistencia, extendía su voluntad como una telaraña invisible, tensa y trémula. La fuerza de Farol de Tormentas era asombrosa, inconcebible.

¡Lucha!, exigió Gyir. Lucha por el muchacho, lucha por tu hogar. Necesito más tiempo.

¿Tiempo? ¿Para qué? Parecía que los heroicos esfuerzos de Gyir no cambiarían nada. Aunque les quitaran los grilletes, el mundo estaba a punto de acabar en esa oscuridad subterránea. Lo que había detrás de esa puerta los devoraría a todos…

Pero aunque nada importara, Ferras Vansen no podía olvidar su juramento a la hermana de Barrick. Era casi lo único que recordaba: su nombre y su historia, todo lo que le había ocurrido hasta ese momento, se desvanecían rápidamente, engullidos por las sonoras palabras del hombre gris:

Oh, Pico de Plata, envía a tus alados emisarios.

Oh, Príncipe de los Cuervos, traza una estela en el cielo,

muéstranos el camino de la puerta, la puerta de tu siervo.

La salmodia del hombre gris llenaba la caverna como el ruido de una tormenta, áspero y tonante, pero también era tan íntimo como si susurrara al oído de Vansen. ¡Ninguna garganta humana podía emitir ese sonido!

El océano de barro donde duermen los que no respiran…

¡Déjalo atrás!

El árbol soñador que eleva montañas con sus potentes raíces…

¡Déjalo atrás!

El bosque del corazón palpitante,

donde las flautas de los perdidos juegan en las sombras

a la vera del camino…

¡Déjalo atrás!

La tormenta de lágrimas

cuya lluvia hiere la cara de los peregrinos como flechas…

¡Déjala atrás!

La puerta estaba totalmente abierta, un agujero de negrura absoluta, pero una negrura inexplicablemente viva. Vansen casi la oía respirar, y creyó que el corazón se le subiría a la garganta y lo dejaría sin aire.

¡Devorador de Cráneos,

destruye a los enemigos que se ocultan a la vera del camino!

¡Raíces del Pino Inmortal,

llenad nuestras narices para que no podamos oler a los demonios!

¡Pastor de las Momias,

guíanos a salvo entre los muertos inquietos!

¡Huesos Negros,

protegednos de los vientos helados!

¡Capa de Polvo Cantarín,

condúcenos a las estrellas!

El hombre gris gesticuló. Dos enormes y velludos guardias pusieron a Barrick de rodillas frente a Ueni’ssoh, que seguía recitando, luego uno de ellos echó la cabeza del príncipe hacia atrás, y la barbilla del muchacho apuntó hacia Vansen y los demás. El otro guardia desenvainó un cuchillo de hoja serrada y ancha y la apoyó casi con ternura en la blanca garganta del príncipe. El frenético Vansen trató de ponerse de pie, y en ese momento notó que la criatura que tenía detrás daba un último giro a los grilletes, y sus brazos quedaron libres. Sintió punzadas de dolor en las articulaciones cuando alzó los brazos y se acercó a Barrick y los guardias.

¡Oh, camino angosto, abre la puerta!

La salmodia del hombre gris llenaba el mundo entero, cada pensamiento de Vansen. Las palabras eran pesadas como piedras, caían sobre él, lo aplastaban… ¿O eso era la risa tonante de Jikuyin? Las antorchas alumbraban al príncipe, los guardias y el hombre gris, pero estaban perfilados contra una oscuridad absoluta, como si los dioses se hubieran olvidado de darles un mundo donde habitar.

La voz de Ueni’ssoh se elevó triunfal.

¡Oh, Caracola en Espiral, condúcenos al centro!

¡Oh, Señor del Caldero, devuélvenos nuestros nombres!

¡Caudillo de la Hierba, abre la puerta!

¡Señor de la Tierra, abre la puerta!

¡Tierra negra! ¡Tierra negra!

Abre la puerta que separa

el porqué del por qué no.

Ahora había algo en ese espacio negro, algo invisible pero tan omnipresente y aplastante que Vansen chilló de terror como un niño mientras se arrojaba contra el guardia que apoyaba el cuchillo en la garganta de Barrick. Un borroso recuerdo de las enseñanzas de Donal Murroy le llegó como si perteneciera a otra vida: aferró, torció y quebró el codo del guardia, y la criatura aulló de dolor y soltó el cuchillo. Vansen lo levantó y se giró hacia Ueni’ssoh, pero el hombre gris parecía sumido en un trance, así que Vansen atacó al otro guardia, liberando al príncipe Barrick de la presa de la criatura y lanzando a la bestia de bruces contra el suelo. Vansen alzó una piedra y empezó a golpear la cerradura de los grilletes del príncipe, empeñado en liberarlo, sin prestar atención a los gritos de dolor del muchacho, cuyo brazo atrofiado estaba a punto de dislocarse.

Un poco más, le susurró alguien en la cabeza. Los pensamientos de Ferras Vansen estaban tan enmarañados y disminuidos que por un instante no supo quién le hablaba, ni entendió qué le decían. ¡Sigue luchando un poco más!

El cerrojo se partió y los grilletes del príncipe cayeron justo cuando el otro guardia lo atacaba. Vansen apenas logró empujar a Barrick a un lado para hundir el cuchillo en el cuerpo fétido del guardia. Vansen y el guardia quedaron enzarzados en un apretón, jadeando, cada cual aferrando el arma del otro con la mano libre, ambas armas temblando frente a los ojos aterrados del rival. Vansen vio que la monstruosa puerta se abría, y la negrura se encrespaba y burbujeaba con fuerzas invisibles que estrujaban los huesos y las entrañas de Vansen hasta que creyó que se le detendría el corazón.

Vansen se preguntó si el plan de Gyir se había frustrado y sólo había llegado a liberarlos de los grilletes. Entonces el segundo guardia le pegó en la espalda, obligándolo a soltar la mano de la otra criatura. Se inclinó y se agachó para evitar la puñalada, y él y los dos guardias forcejearon. Trabados en un nudo tenso y jadeante, los tres caminaron unos pasos, traspusieron juntos el umbral de la puerta del dios y cayeron en la oscuridad.

Negra.

Helada.

Nada.

Los simiescos guardias caían, girando y desapareciendo en el vacío; al cabo de un segundo sus gritos se extinguieron. Su propia voz se había ido. Sus pulmones lanzaron un alarido de terror, pero no oyó ningún sonido salvo el silbido susurrante de su caída.

Ferras Vansen no se detenía. Al cabo de instantes estuvo más allá del punto en que podía sobrevivir el impacto, pero seguía cayendo. Perdió la conciencia en medio del vacío y del viento.