33: El rugido del cocodrilo

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El rugido del cocodrilo

Argal y sus hermanos lanzaron su ataque contra la fortaleza Colmillo de Luna, y muchos dioses perecieron, hijos míos, mil veces mil.

Al cabo, traicionado por uno de sus parientes, Nushash no pudo destruir a sus medio hermanos, así que se retiró al sol con Surigali, su esposa y hermana, Señora de la Justicia. Su hermano verdadero se quedó en la luna, tomando como despojo de guerra a Nenizu, la esposa de Xergal, como esposa propia.

Revelaciones de Nushash,

Libro I

El humo cubría el estrecho de Kulloa como una niebla espesa, grandes volutas grises y negras deshilachadas por el viento. Los barcos xixianos navegaban frente a las murallas de Hierosol, clavando los remos en el agua, escupiendo fuego con sus cañones. Los defensores disparaban a su vez, y sus armas lanzaban bocanadas blancas mientras procuraban evaluar su alcance. Muchas velas xixianas eran jirones, con la insignia del ojo flamígero en llamas, pero ninguna nave de los sitiadores había naufragado aún. De todos modos, para Pelaya era un consuelo ver que el fuego de artillería que llegaba a las murallas de Hierosol causaba pocos daños.

—Mira, babba —dijo, tirando del brazo del padre—. ¡Rebotan como guijarros!

Él sonrió con desgana.

—Nuestras murallas son fuertes y gruesas. Pero eso no significa que yo quiera que estés mirando. Me has dado el mensaje de tu madre, y mi almuerzo. —Se volvió hacia el sirviente armado, un hombre alto con el aire resignado de alguien que sufre un dolor menor pero constante—. Llévala de vuelta, Eril. Y dile a mi esposa que ella y los niños no deben venir más al palacio hasta que yo lo autorice.

El sirviente se inclinó.

—Sí, kurs Perivos. E informaré a la kura, como decís.

Pelaya se levantó de puntillas para arrojar los brazos al cuello del conde, sin prestar atención al ceño fruncido de Eril ni la desganada respuesta de su padre.

—No deberíais actuar así, kuraion —le reprochó el sirviente cuando salieron de la antecámara. La había llamado «amita» desde que ella era tan pequeña como para disfrutarlo, mucho tiempo atrás—. Y menos delante de extraños.

—¿Qué extraños, Eril? —Esto la irritaba porque siempre procuraba mantener el honor de su familia, y era un alto honor: los Akuanai eran de la sangre de los Devonai, la dinastía que había gobernado Hierosol sólo unos siglos antes, y cuyas máscaras funerarias bordeaban el pasillo de entrada de la finca familiar de Siris como una asamblea de fantasmas pacientes y plácidos. Quizá no fuera tan tímida como Teloni para hablar en público, pero no correteaba ni se reía como una niña: estaba segura de que todos veían en ella a una joven tan seria como correspondía a su crianza y su linaje.

—Había soldados —dijo él—. Los hombres de vuestro padre.

—¿Theo y Damian? ¿Y Spiridon? Todos han estado en nuestra casa —dijo ella—. No son extraños, son como tíos. —Pensó en Damian, que era muy guapo—. Tíos jóvenes, quizá. Pero no son extraños para mí, y no es ninguna vergüenza abrazar a mi padre delante de…

No concluyó la frase porque fuera de la antecámara algo estalló como un trueno, y la estatua de Perin osciló en el altar del rellano. Pelaya chilló de miedo contra su voluntad, y corrió a la ventana.

—¿Qué hacéis, niña? —El sirviente estuvo a punto de aterrarle el brazo, pero lo pensó mejor y no creyó conveniente tomarse esa libertad—. Vamos. ¡Una bala de cañón puede mataros!

—No seas tonto, Eril. —A fin de cuentas, Pelaya era hija de su padre—. Su artillería no llega hasta la ciudadela, a menos que ya estén dentro de nuestras murallas. ¡Pero mira, por la dulce madre Siveda!

Un grueso penacho de humo negruzco se elevaba junto a las antiguas murallas: un edificio del muelle del puerto de Nektarios.

—Debe ser el polvorín, alcanzado por una bala perdida. ¡Mira cómo arde! —Si su previsor padre no hubiera trasladado gran parte de la pólvora almacenada por conveniencia en el polvorín del puerto para repartirla entre distintos almacenes en toda la ciudad, la mitad de la provisión ya habría volado, por no mencionar el puerto mismo, que ciertamente habría sido destruido. En cambio, parecía que sólo había volado el polvorín, y si el incendio se apagaba deprisa la pérdida sería soportable.

—Debo decírselo a mi padre —dijo, dejando que Eril la siguiera mientras ella corría escalera arriba.

—¿Qué estás haciendo? —gritó su padre cuando ella entró. Se lo veía realmente furioso, y ella cayó en la cuenta de que la ciudad podía caer de veras, de que todos podían morir. Esta súbita comprensión la dejó atónita.

—El polvorín… —dijo al fin—. El del puerto de Nektarios. Fue alcanzado por… Explotó.

La expresión de él se ablandó un poco.

—Lo sé. No olvides que hay una ventana en la habitación contigua. Ahora ve con tu madre, como te dije. Ella estará asustada. Sin duda pudo oír ese estrépito en Mercado de la Costa.

Él está defendiendo toda la ciudad, pensó Pelaya. Su padre ya había vuelto a la mesa para examinar sus mapas, y sus grandes manos parecían raíces de altos árboles entre los pergaminos rizados. Por un momento le costó respirar.

* * *

Pinimmon Vash, ministro supremo de Sulepis, autarca de Xis, detestaba los barcos. Para él, el aire marino que tanto había deleitado a sus antepasados cuando salieron de los desiertos de Xand y se asentaron en la costa norte del continente olía a putrefacción. El vaivén de las olas lo hacía sentir como en la infancia, cuando había pillado la fiebre biliar y había estado varios días al borde de la muerte, sin poder retener nada en el estómago, tiritando y sudando. Nadie esperaba que sobreviviera a esa fiebre, y su padre había consagrado el sacrificio de un carnero entero a la diosa Sawamat (algo que Vash nunca habría mencionado al autarca, que no reconocía la existencia de otros dioses aparte de Nushash).

Ahora, al bajar por la plancha, estaba tan agradecido por encontrarse de vuelta en tierra firme que ofreció una silenciosa plegaria de gratitud a la diosa y a Efiyal, señor del mar.

La larga lengua de tierra llamada el Dedo, que se internaba en el estrecho de Kulloa paralela a la costa occidental de Hierosol, era casi invisible desde la punta meridional. Volutas de pestilente humo gris y amarillo cubrían el suelo, y las fortificaciones amuralladas parecían flotar sobre nubes como los palacios de los dioses. La lucha, que había comenzado a medianoche con una invasión de infantes de marina del autarca desde el lado del Dedo que daba a tierra y el lugar donde acababa de atracar el barco de Vash, estaba a punto de terminar. Las guarniciones hierosolanas, que disponían de pocos efectivos porque Drakava (pese a la recomendación de sus consejeros) había retirado muchos soldados, preparándose para el asedio, había presentado una valiente resistencia, pero las pequeñas fortalezas eran vulnerables a los proyectiles de azufre ardiente y paja que las catapultas del autarca habían arrojado por centenares antes de que el sol de la mañana ascendiera sobre el horizonte. Los defensores, sofocados, cegados, presa del humo venenoso, no habían podido repeler a los efectivos del autarca que, protegidos por máscaras de algodón saniano mojado, habían podido apoyar sus escalerillas y tomar las murallas casi sin resistencia una vez que se disipó la mayor parte del humo. Los defensores, debilitados, sofocados y ciegos, habían caído ante los infantes de marina como niños valientes luchando contra hombres adultos.

Si pudiéramos usar la misma táctica en Hierosol, pensó Vash, la guerra terminaría en pocos días. Pero no había azufre suficiente para eso en todo Xand, ni suficientes catapultas para arrojarlo, ni siquiera en el enorme ejército del autarca. Aun así, admiraba la planificación de Ikelis Johar y los demás polemarcas para el asedio. Los cañones de las fortalezas del Dedo no tenían alcance para bombardear las murallas de Hierosol, pero eran una ayuda invalorable para la defensa, pues podían acribillar a los barcos del estrecho, u obligarlos a afrontar la potente artillería de las murallas de la ciudad.

El pabellón del autarca ya estaba instalado en la cuesta junto a la plancha de su nave insignia, el Flama de Nushash, un imponente buque de cuatro palos que proclamaba la identidad de su pasajero semidivino con su brillante pintura roja, dorada y morada, con el flamígero ojo del dios en ambos lados de la proa y el halcón real con las alas extendidas en las velas rojas. El pabellón tampoco era discreto, un cono rayado de cincuenta pasos de diámetro con una docena de estandartes con el halcón. Vash enfiló cojeando hacia allí, rechazando con desdén la ayuda de sus guardias. Sulepis, el Dorado, ya había dado a entender que sospechaba de la lealtad del ministro supremo, así que Vash no quería que el joven autarca lo viera tambalearse en brazos de los soldados. Sería como declarar que era un viejo inútil y dar por concluida su carrera.

El autarca, vestido con su rebuscada indumentaria, la armadura dorada y la llameante corona de batalla, estaba sentado en su trono de guerra sobre una plataforma del centro de la tienda, hablando con el supervisor de los ejércitos. Lo rodeaban docenas de esclavos y sacerdotes, además de un contingente de Leopardos con mosquetes y armadura completa, cuyos ojos fieros hacían honor a su nombre.

—¡Vash, bienvenido! —El autarca extendió los dedos como garras, y se rascó bajo la barbilla con la punta del guantelete dorado—. Tendrías que haberte quedado un poco más en la nave, descansando, pues pronto iremos a la zona de desembarco.

—Disculpad, Dorado, no entiendo.

El autarca sonrió y miró a Ikelis Johar, que asintió pero conservó su expresión pétrea de costumbre.

—Los Cocodrilos Reales vendrán a la costa.

El desconcertado Vash se preguntó qué nuevo plan extravagante había concebido su impulsivo amo. ¿Pensaba arrojar algunos de esos enormes reptiles de los canales de Xis al estrecho, o meterlos en los cauces de agua detrás de las murallas hierosolanas? Esas grandes bestias eran temibles, incluso los ejemplares jóvenes, más largos que un pesquero y blindados como una máquina de asedio, pero ¿quién podía obligarlos a hacer algo útil?

Tan extravagante era el autarca, y tan imprevisible era la vida a su servicio, que Vash todavía intentaba entender cómo se podían usar los cocodrilos en la guerra mientras caminaba hacia los barcos tras la litera del autarca, con Ikelis Johar y una multitud de sirvientes y soldados. Pinimmon Vash sólo comprendió al ver el monstruo que sacaban de la bodega de un enorme buque de carga.

—¡Ah, Dorado, por supuesto! ¡Los cañones!

—Los más grandes y hermosos en la historia de la humanidad —dijo el autarca de buen humor—. Labrados como joyas exquisitas. ¡Qué rugido lanzarán mis cocodrilos! ¡Qué rugido demoniaco y aterrador!

El inmenso tubo de bronce tenía seis veces la longitud de un hombre, y el peso era enorme aun sin la cureña. Varios pentecontos de marineros tiraban de las cuerdas, tratando de estabilizarlo mientras lo pasaban por encima de la borda, y los enormes trinquetes y poleas crujían con la tensión. El arma imitaba la forma de un monstruoso reptil de río, con ojos de topacio y fauces con colmillos, y el lomo redondeado estaba cubierto de escamas. Éste y sus hermanos dispararían enormes balas de piedra; cada proyectil pesaba diez veces más que un hombre, y si los ingenieros del autarca estaban en lo cierto (les habían informado que morirían dolorosamente si se equivocaban) llegarían al otro lado del estrecho desde los fuertes del Dedo.

—Ven —dijo el autarca una vez que los sudorosos marineros apoyaron el arma en un gigantesco carro—. Es una suerte que los antiguos emperadores de Hierosol construyeran esta carretera pavimentada para sus carros de aprovisionamiento, pues de lo contrario tendríamos que arrastrar los cañones por la arena y la espera sería aún más tediosa. Tomaré mi desayuno, y quizá al mediodía podamos oír la voz de nuestro primer cocodrilo. Ven, Vash. Mientras como, nos ocuparemos de otros asuntos.

El autarca no había mencionado el desayuno del ministro supremo. Una hora en tierra firme había asentado el estómago de Vash, y estaba muerto de hambre, pero ahogó un suspiro: todos los servidores del autarca debían dominar el arte de ocultar sus sentimientos y reprimir sus necesidades, si no deseaban que los buitres de los altares limpiaran los huesos de sus cadáveres.

Vash hizo una reverencia.

—Desde luego, Dorado. Como digáis.

* * *

—Me disculpo por molestaros, rey Olin —dijo el conde Perivos.

El hombre barbado sonrió.

—Me temo que no os puedo agasajar como lo haría en mi viejo hogar, pero sois bienvenido, conde. Adelante, por favor. —Le hizo una señal al paje, que observaba con inquietud: Olin era sólo un rey extranjero, pero todos sabían que su visitante pertenecía a una familia de alcurnia—. Ten la bondad de servirnos un poco de vino, muchacho. Quizá del torviano.

Perivos Akuanis echó una ojeada a la celda, que estaba amueblada con discreto confort, aunque no era precisamente amplia.

—Lamento que debáis vivir de este modo, majestad. Yo lo habría querido así.

—Pero así lo quiso Ludis. El lord protector debe tener virtudes ocultas, si tiene a su servicio a un hombre famoso como vos.

Perivos iba a decir algo, pero recordó a los guardias que vigilaban a ambos lados de la puerta.

—Vosotros dos, esperad fuera. No corro ningún peligro.

Vacilaron un instante, pero salieron. El conde Perivos se aclaró la garganta.

—Seré franco, Olin Eddon, porque creo que sois un hombre honorable. No vengo aquí por lealtad a Ludis, aunque él nos devolvió la estabilidad tras una larga guerra civil, sino por lealtad a mi ciudad y mi país. Soy un hombre de Hierosol, hecho y derecho.

—Pero sois una persona de abolengo. ¿Por qué no tomasteis el trono, o respaldasteis a alguien que fuera más de vuestro gusto?

—Porque sabía que en estas circunstancias podría prestar mejor servicio de esta manera. No soy rey, ni siquiera consejero. Soy un soldado, y tengo una especialidad. Esa especialidad son los asedios, una ciencia que aprendí de Petris Kopayis, el mejor de esta época. Sabía que no tenía más opción que usar ese conocimiento para tratar de salvar mi ciudad y sus habitantes de los sanguinarios autarcas de Xis. Al finalizar la guerra civil, no podía permitirme escoger un bando.

—Recuerdo a Kopayis. Le conocí hace veinte años, cuando luchamos aquí contra la federación xandiana. ¡Por los dioses, qué hombre inteligente! —Olin sonrió—. Y todo lo que he oído sugiere que vos sois un digno sucesor. ¿Así que no le guardáis rencor a Ludis… ni él a vos?

Perivos frunció el ceño.

—No lo subestiméis, rey Olin. Es un hombre rústico, y sus hábitos personales son… perturbadores. Pera no es ningún tonto. Acepta los servicios de cualquier hombre que pueda ayudarlo, aunque ese hombre no lo admire, aunque ese hombre no haya luchado por él. Tiene servidores de todo tipo, religión e historia. Dos consejeros suyos lucharon contra él en la guerra civil, y ascendieron a su puesto desde su celda de condenados a muerte, y uno de sus principales enviados es un hombre negro de Xand; de Tuan, para ser preciso.

Olin enarcó una ceja, divertido.

—Una elección inusitada, pero no inaudita.

—Ah, es verdad que vos teníais un lord tuaní en vuestra corte, ¿verdad? Pero he oído que no le ha ido muy bien.

El rey contrajo la cara de dolor. Era casi alarmante en un hombre tan controlado.

—No me lo recordéis, por favor. Me han dicho que asesinó a mi hijo, aunque no puedo creerlo, y ahora dicen que ha secuestrado a mi hija. Es espantoso enterarse de esas cosas y no poder hacer nada. Vos sois padre, Akuanis, y podéis imaginarlo. ¡Un sufrimiento inexpresable! —Olin se levantó y caminó, luego regresó para beber un largo trago de vino. Cuando bajó la copa, había recobrado la compostura—. Bien, obviamente nos conocemos un poco, conde Perivos. Estoy dispuesto a brindaros toda la asistencia que mi honor me permita, dada la amabilidad que me ha demostrado vuestra hija. ¿Qué deseáis de mí?

Akuanis asintió.

—Se trata de Sulepis de Xis. Habéis luchado contra uno de los autarcas, y hace tiempo que nos habéis prevenido contra la amenaza xixiana. Vuestras sugerencias eran perspicaces y conozco tan bien mi oficio que no me avergüenza pedir ayuda a los demás. ¿Qué más podéis sugerir para ayudarme a salvar esta ciudad? Debéis saber que el estrecho está lleno de barcos enemigos, y que ya han realizado dos desembarcos en nuestro suelo.

—¿Dos? —preguntó Olin, intrigado—. Sabía que habían atacado los fuertes del Dedo; los guardias no hablaban de otra cosa esta mañana. ¿Pero qué más?

El conde Perivos miró a la puerta y volvió a mirar a Olin. Había preocupación en su cara delgada, sombreada por la barba de dos días.

—No debéis hablar de esto con nadie, rey Olin. Sólo los dioses de la guerra sabrán cómo, pero el autarca ha logrado desembarcar una fuerza numerosa en la desembocadura norte del estrecho, cerca del lago Strivothos. El rey Enander de Sian envió un contingente de veinte pentecontos, conducido por su hijo Eneas, para reforzar la guarnición del fuerte de la isla del Templo, al norte de la ciudad, y en el camino se toparon con un ejército xixiano en el lado kracio del estrecho. Los xixianos dispararon, pero por suerte para los sianeses los hombres del autarca aún no habían emplazado su artillería y sólo pudieron usar mosquetes. Algunos sianeses escaparon y pudieron enviamos la noticia.

—Una noticia nefasta —dijo Olin—. ¿Cómo llegaron allí los xixianos? ¿Cruzaron el estrecho sin que nadie los viera?

—No tengo la menor idea. —Akuanis frunció el ceño—. Pero entenderéis mi desesperación. Si conquistan nuestros fuertes del Dedo, no podremos impedir que más barcos suban por el lado oeste y lleguen al gran lago. Allí podrán aislar a nuestros aliados, sobre todo los sianeses. Afrontaremos este asedio a solas.

Olin meneó la cabeza.

—No osaría enseñaros vuestro oficio, conde Perivos. Vuestra reputación ha viajado por doquier, y yo conocía vuestro nombre antes de… de mi visita a Hierosol. He estudiado a este autarca, pero no he combatido contra él; los sureños contra los que luché aquí hace veinte años eran un mejunje de tuaníes y otros, y aunque las tropas de Pamad luchaban con ellos, era un tipo de batalla muy diferente. —Alzó las manos—. De modo que…

—Pero hace tiempo que lo estudiáis… ¿No hay nada que podáis revelarme sobre Sulepis, alguna debilidad que mis espías hayan pasado por alto y que yo pudiera explotar? Huelga decir que honraré mi parte del trato con cualquier noticia que obtenga sobre vuestra familia y vuestro hogar.

—Con franqueza, sólo busqué un trato cuando no os conocía y temía que de otro modo no os fiarais de mí… No ayudaría al autarca a sabiendas, y haré todo lo que pueda para asistiros. Pero sin duda un hombre como vos ha analizado todas las perspectivas. —No obstante, Olin pasó gran parte de la hora siguiente describiendo lo que recordaba de las fuerzas armadas xixianas durante la guerra y todo lo que había oído decir sobre el autarca Sulepis.

Cuando terminó, el conde reflexionó, dejó la copa de vino y se palmeó los muslos con frustración.

—Lo que más me asusta es la presencia de los infantes de marina xixianos en Kracia. Nos superan diez o veinte veces en número, y si no podemos recibir refuerzos salvo por tierra, por los empinados caminos de los valles, me temo que Hierosol caerá, quizá por hambre.

—Eso llevaría meses —dijo Olin—. Muchas cosas pueden cambiar en ese tiempo, conde Perivos. Surgirán otras ideas, quizá nuevos aliados. —Lo miró intensamente—. Si yo estuviera libre, podría traer un ejército del norte para ayudar a romper el sitio.

Perikos Akuanis se rió sin enfado.

—Y si yo pudiera convencer a Ludis Drakava de hacer algo a lo que se niega rotundamente, sería un dios y podría salvar la ciudad por mi cuenta. —Cogió la copa y la terminó de un trago—. Lo lamento, rey Olin. Aunque estemos cercados por el enemigo, el lord protector aún tiene la esperanza de valerse de vos para llegar a un trato beneficioso; si no es por vuestra hija, los dioses la protejan, entonces por otra cosa. No me imagino qué trato favorable podría proponerle el autarca, aunque ha intentado negociar vuestra entrega. De un modo u otro, nuestro lord protector aún no ha terminado con vos. Mis disculpas, majestad, y gracias por vuestro tiempo. Ahora tengo trabajo que hacer.

Antes de que llegara a la puerta, Olin se levantó de un salto y le aferró el brazo.

—¡Alto! ¡Alto, maldición!

Akuanis desenvainó el puñal y lo apoyó en la garganta de Olin.

—No llamaré a los guardias porque todavía creo que sois un caballero, pero abusáis de nuestra hospitalidad, rey Olin.

—Lo lamento. —Olin lo soltó y retrocedió un paso—. Es verdad. Pero dijisteis que el autarca trató de negociar… mi entrega.

—¡Ja! —El conde Perivos lo estudió—. Suponía que vuestras fuentes ya os habían informado. Sulepis ofreció al lord protector ciertas promesas a cambio de vos. Drakava no tenía interés.

—¡Pero no tiene sentido! —Olin alzó los puños, no como alguien que pensara usarlos, sino como si quisiera aferrarse de algo para no caerse—. ¿Por qué el autarca se interesaría en el rey de una pequeña federación norteña al que ni siquiera conoce personalmente? Yo no soy una amenaza para él.

El conde lo miró largamente, y envainó el puñal.

—Quizá él piense lo contrario. ¿Tenéis idea de por qué? Quizá haya algo que habéis olvidado; algo que me sirva. —La fatiga y la desesperación del conde Perivos fueron evidentes por primera vez—. De lo contrario, tendremos el asedio, y fuego, y hambre, y cosas peores.

Olin se desplomó en el banco.

—Disculpad mi conducta, pero parece que debo sufrir una conmoción tras otra. No tiene sentido. Yo no soy nadie para él.

—Pensadlo. Os haré saber lo que pueda averiguar sobre vuestra familia. En cuanto a vuestro reino, tengo entendido que está a salvo, a pesar de estos descabellados rumores sobre las hadas. Vuestros parientes, los Tolly, actúan como regentes en defensa de vuestro hijo recién nacido. —De pronto se contuvo—. Sabéis que tenéis un nuevo hijo, ¿verdad, rey Olin?

—Sí. —Olin asintió pesadamente, como un hombre que apenas puede mantenerse despierto tras un día de trabajo agotador—. Sí, recibí una carta de mi esposa. Se llamará Olin Alessandros. Saludable, según dicen.

—Bien, es una pequeña bendición. —Perivos Akuanos inclinó la cabeza—. Hasta pronto, Olin. Ojalá los dioses nos permitan volver a hablar en los días venideros.

Olin rió amargamente.

—¿Los dioses? ¿Entonces teméis que Drakava me venda al autarca, a pesar de todo?

—No, temo que el autarca encuentre un modo de franquear las murallas y nos mate a todos. —Hizo la señal de los Tres, y luego parodió un saludo militar—. En tal caso, yo estaré en mi casa de Siris esperando la muerte con mi familia, y usted encontrará su propio destino. Si así fuera, que los dioses nos den una buena muerte.

—Preferiría que los dioses os protejan a vos y vuestra familia, conde Perivos. Y la mía.

Se estrecharon la mano, y el noble hierosolano salió.

* * *

Ya era media tarde cuando terminaron de ensamblar el primero de los grandes cañones en su enorme cureña, tras los muros de la fortaleza capturada. El hedor del azufre aún impregnaba el aire, y Vash se alegró de haber comido sólo un par de bocados: pan, aceitunas, una mandarina.

—Impresionante, ¿verdad, Ikelis? —El autarca sonrió con orgullo paternal.

—La artillería nunca contó con una herramienta mejor —dijo el supervisor de los ejércitos, mirando severamente a Vash como si el ministro supremo pudiera objetar a esa afirmación—. Con eso llegaremos a la ciudadela misma. Ese perro, Drakava, saldrá con la cola entre las piernas.

—Oh, no desperdiciaré esta hermosa máquina arrojándole piedras a Drakava —dijo Sulepis—. Que mi sagrado padre proteja a Ludis Drakava. ¡No quiero que muera! Eso podría demorar fatalmente toda esta empresa.

—Me temo que no entiendo, Dorado. —Esta vez Johar miró a Vash con mayor humildad. No tenía tanta experiencia como el ministro supremo para lidiar con los estrafalarios cambios de planes del autarca—. Sin duda queréis que Hierosol caiga.

—Ah, sí. Derribaremos las murallas —dijo el autarca—. Las derribaremos para no tener que perder tiempo con un asedio.

—Pero, Dorado, no creo que ni siquiera esos proyectiles. —Johar señaló la enorme piedra esférica que una docena de esclavos sudorosos empujaba por una rampa hacia la boca del cañón— puedan perforar las murallas de Hierosol. Tienen más de dos docenas de yardas de grosor, y la construcción es impecable.

El autarca dejó de sonreír.

—¿Crees que no sé eso, alto polemarca?

Como un hombre que se acerca a un precipicio, Ikelis Johar retrocedió de golpe.

—Desde luego, Dorado. Sois el dios viviente en la tierra. Yo soy sólo un mortal y un necio. Instruidme.

—Es evidente que alguien debe hacerlo. Dispararemos los cañones contra un solo lugar de la muralla, hasta que se desmorone. Entonces nuestras tropas desembarcarán y entrarán.

—Pero… tratar de irrumpir por una sola brecha en esas anchas murallas… Arrojarán fuego, flechas y aceite hirviendo sobre nuestros soldados. ¡Perderemos miles de hombres en ese ataque! —Johar estaba tan sorprendido que momentáneamente olvidó el peligro al que se exponía—. ¡Decenas de miles!

—Mi destino, y el destino del mundo, cabalga sobre mis hombros. —Los ojos claros de Sulepis centellearon, desbordantes de vitalidad—. Estos hombres son felices de vivir por su autarca. También serán felices de morir por él. De un modo u otro, pasarán la eternidad en el áureo fulgor de mi padre Nushash. —El autarca rió, el trino musical de alguien que imaginaba con burlona indiferencia el exterminio de miles—. Ahora, que nuestro primer cocodrilo cante para su cena, ¿sí?

Johar, cuya cara parda estaba un poco más pálida que de costumbre, hizo varias reverencias mientras se alejaba de la silla del autarca y descendía de la litera dorada, luego agitó los brazos y gritó una orden a sus generales. La orden se transmitió rápidamente por la cadena de mando hasta que el maestro artillero hizo una reverencia y ordenó hacer girar la rueda, elevando las fauces del reptil. Cuando estuvo satisfecho, el maestro se irguió, enjugándose el sudor que le cubría la cara en ese día helado.

—¡A la orden del amo de la Gran Tienda! —rugió—. ¡Por la gloria del cielo y la eterna Xis!

El dios viviente agitó una mano lánguida.

—Podéis disparar.

—¡Encended! —gritó el maestro artillero. Un hombre sin camisa acercó una antorcha al oído del cañón.

Por un momento el cañón permaneció tan silencioso que parecía haber absorbido todo el ruido del mundo. Sólo cuando Vash comprendió que las olas aún murmuraban en el estrecho y las gaviotas aún los sobrevolaban, el cañón disparó.

El ministro supremo de Xis cayó de rodillas, seguro de que nunca más volvería a oír nada: la cabeza le zumbaba como la colmena de las abejas sagradas del dios del fuego. Un manto de humo colgaba en el aire, y el viento lo disipaba lentamente. El cañón había retrocedido varias yardas, aplastando a dos desdichados soldados. El maestro artillero miraba los restos sanguinolentos que había bajo las ruedas.

—Habrá que ponerle arena debajo, o encadenarlas —dijo—. De lo contrario, tendremos que volverlo a su posición cada vez y los disparos se demorarán. —Las palabras sonaban muy lejos para los oídos palpitantes de Vash.

—No importa —dijo el autarca, con voz igualmente distante—. ¡Ah, fue hermoso de ver! ¡Y mirad! —Señaló con el guantelete.

Al otro lado del estrecho, un enorme trozo de roca se había desprendido de la muralla marítima, dejando una mancha oscura como una herida. Soldados diminutos corrían como hormigas alarmadas en la parte superior de los muros, sin poder creer en algo tan potente, sin poder creer que algo pudiera arrojar una piedra a tal distancia, y mucho menos mellar las antiguas defensas.

—Ah, nos oyen llamar a su puerta —dijo el autarca, batiendo las palmas con deleite. Vash apenas oía los palmoteos—. ¡Pronto entraremos y nos pondremos cómodos!

Poco después, y por primera vez desde el día anterior, las campanas de Hierosol volvieron a sonar.