32: Recordando a Simmikin

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Recordando a Simmikin

Los dioses renegados Zmeos el Cornúpeto y Zuriyal la Despiadada (que era su hermana y esposa) fueron desterrados a la misma nada que había devorado a Sveros, padre de todo, y por un tiempo la paz reinó en la celestial Xandos. Mesiya, esposa de Kemios, dejó que él guiara la luna en lugar del difunto Khors, y Kernios generosamente aceptó a Zoria por esposa, sin dar importancia a la deshonra que ella había sufrido.

El principio de las cosas,

Libro del Trígono

Era extraño, pensó Briony, que una compañía de actores itinerantes se pareciera tanto a una comitiva real. En cada ciudad se detenían por una noche y entretenían a los lugareños para ablandarlos, fingiendo que nunca habían estado en un lugar más delicioso, hasta que se iban y empezaban a quejarse de la recaudación y la mala calidad de la comida y el alojamiento.

La principal diferencia entre este viaje y las ocasionales peregrinaciones de su padre por los reinos de la Marca consistía en que en la comitiva real era menos probable que te arrojaran verduras podridas si a los lugareños no les gustaba tu oratoria. Además, la comitiva real llevaba tantos guardias armados que nadie estafaba descaradamente a nadie.

Esta noche pensaba en ello más que nunca. Aunque ya era más de medianoche, en vez de compartir un cómodo granero o una habitación libre en una posada, avanzaban por una maltrecha carretera del sur de Muro de Kerte bajo una lluvia torrencial. El dueño de la mayor posada de Feria de Hallia, que acababan de dejar, era también el hermano del magistrado, y cuando alegó que la compañía de Makewell lo había engañado con la recaudación de la actuación de esa noche (aunque Estir, la hermana de Pedder Makewell, juraba que había sido lo contrario) no recibieron apoyo del magistrado y sus hombres, e incluso el posadero les cobró mucho más de lo que había pedido al principio. Ahí estaban, pues, pobres y hambrientos de nuevo a pesar de una noche de duro trabajo, y se empapaban mientras iban en busca de una ciudad más hospitalaria con las artes dramáticas.

Briony caminaba bajo la lluvia, porque el gigante Dowan Birch no se sentía bien y ella le había cedido su lugar en la carreta. No se arrepentía de ese gesto (él era amable, y además el caminar le hacía doler los enormes pies), pero lamentaba que esta aventura no hubiera comenzado en un mes más amigable, como heptamene u oktamene, con sus noches gratas y templadas.

—Zoria, dame fuerzas —murmuró.

Finn Teodoros alzó el postigo y se asomó por el ventanuco de la carreta.

—¿Cómo te sientes, joven Tim? —Al poeta le divertía llamarla por su nombre de varón, y lo hacía con frecuencia.

—Desdichada. Desdichada y empapada.

—Ah, es el precio que debemos pagar por los dones que nos dan los dioses.

—¿Qué dones?

—El arte. La libertad. La virtud viril. Esas cosas.

Complacido consigo mismo sin ningún motivo, el gordo dramaturgo cerró el ventanuco antes de que ella pudiera arrojarle un terrón de barro.

* * *

En esos tiempos extraordinarios, viajar con los actores empezaba a parecer algo sumamente ordinario. Hacía medio mes que Briony los había encontrado, y quizá más: costaba calcularlo sin contar con la maquinaria de la etiqueta cortesana para recordar qué día era. Eimene, el primer mes del año, había cedido el paso a dimene, aunque costaba ver la diferencia: había habido poca nieve en ese año oscuro y lodoso, lo cual era una pequeña bendición, pero las lluvias seguían cayendo y el crudo viento seguía soplando. A pesar de todo lo que había ocurrido desde el Día del Huérfano, Briony no estaba habituada a la vida al aire libre y dudaba que alguna vez se acostumbrara.

Se dirigían al sur, siguiendo la gran carretera de Kerte por la frontera de Argentia, bordeando Muro de Kerte y deteniéndose en cada poblado que tuviera un escenario y habitantes con suficiente dinero. Algunos espectadores pagaban con verduras u otros alimentos, y en muchas aldeas no había ninguna moneda en la caja al final de la velada, sino algunas hogazas en el arcón de madera de Estir Makewell (que hacía las veces de taquilla), además de habichuelas y nabos que les permitían prepararse una sopa con pan después de la representación. Aunque la instrucción espiritual de El huérfano en el cielo era popular, y las escenas de la Teomaquia (la guerra de Perin y sus hermanos contra los antiguos y malvados dioses) siempre eran favoritas, los aldeanos sentían predilección por las obras históricas violentas, sobre todo El rey bandido de Torvio y la controvertida Xarpedon de Hewney, en que Pedder Makewell siempre ofrecía una muerte monstruosa y entretenida para el personaje del título. Briony, que había visto demasiada sangre genuina últimamente, no se sentía muy cómoda cuando Makewell o Nevin Hewney se tambaleaban chorreando sangre de cerdo por una vejiga oculta, pero los espectadores nunca se cansaban de ello. Aunque reaccionaban con furia y consternación cuando moría un héroe o un inocente, sobre todo si estaba bien representado, aullaban de satisfacción cuando la lanza de Kernios atravesaba al malvado y cornúpeto Zmeos, y se desternillaban de risa cuando Milios el rey bandido agonizaba después de ser mordido por un oso, gimiendo «¡Qué zarpas! ¡Qué zarpas arteras y traicioneras!».

A pesar de la lluvia, los caminos de Muro de Kerte y del sur de Argentia estaban abarrotados de carros de buhoneros que traqueteaban en los surcos, y de labriegos desocupados, familias enteras o pequeñas compañías, que iban al sur buscando trabajo para la primavera. Briony, que se había recobrado de las heridas y quemaduras que había sufrido en la casa de Dan-Mozan, y de sus días de hambre en el bosque, se sentía fuerte y saludable. El placer de levantarse cada día y ponerse ropa de varón no disminuía, aunque habría deseado que estuviera más limpia y menos piojosa. No era que le gustara la ropa en sí o deseara ser varón, aunque siempre había envidiado a sus hermanos la facilidad de movimiento y expresión, pero le encantaba la libertad de usar una túnica holgada y calzas toscas. Podía ponerse de pie, sentarse, agacharse y, en las raras ocasiones en que se lo permitían, montar el industrioso caballo de la compañía sin preocuparse por el pudor o los problemas prácticos. ¿Por qué en Marca Sur nadie había podido entender eso?

Sentía nostalgia al pensar en los días de Marca Sur y la batalla cotidiana con Rose y Moina por la indumentaria, pero aunque echaba de menos a las dos muchachas, por no mencionar a Merolanna, Chaven y muchos otros, no era nada en comparación con la añoranza que sentía por Barrick.

¿De veras lo había visto en el espejo de Idite, o su corazón dolorido había creado un fantasma de lo que deseaba ver? ¿Qué había querido decir la semidiosa Lisiya con sus palabras? Tu hermano y tú os halláis en una situación tan extraña que ni siquiera yo la entiendo. ¿Que no había sido un sueño febril de Briony, sino la verdad? Pero Briony sabía que ella no era una onirai. Los dioses escogían a sus oráculos al principio de su vida. En todo caso, el Barrick que había visto era un prisionero, desdichado y engrillado. Prefería pensar que no lo había visto de veras, aunque esa visión demostrara que seguía con vida, a pesar de estar tan abatido, tan… solo.

Ése era el meollo de la cuestión: ella y su hermano estaban solos, y de un modo en que sólo podían estarlo dos mellizos que nunca se habían separado, y menos en condiciones tan espantosas. Si era una auténtica visión, ¿él también la había visto? ¿Él la añoraba tanto como ella a él, o la furia y la incomodidad lo dominaban a tal punto que apenas podía pensar en su afectuosa hermana?

¿Y qué habrá sido de Ferras Vansen, a quien le encomendé la protección de mi hermano?, pensó. Se sulfuró al pensar que él había permitido que capturasen a su hermano tullido, pero contuvo su cólera. Después de todo, era posible que el capitán hubiera salvado a Barrick de algo peor, o quizá hubiera dado la vida tratando de proteger al príncipe.

Sintió una punzada de remordimiento, incluso de temor: ¿Vansen muerto y su hermano solo? En ese momento no sabía qué sería peor.

Debo rezar por ellos, se dijo. Recordó a Vansen, alto pero no imponente, con su cabello color castaño y su cara deliberadamente inexpresiva, o bien franca y herida como la de un niño desconcertado. ¿Quién era él para invadir así sus pensamientos? Estaba distanciada de gente más importante, como su hermano y su padre, y Shaso y Kendrick habían muerto. ¿Por qué pensaba en Vansen? Era un guardia, un don nadie; más aún, un fracasado, pues había perdido la mitad de la tropa la primera vez que le habían dado una responsabilidad. ¿Qué la había impulsado a darle una segunda oportunidad, a encomendarle la protección del ser más querido para ella? ¿Sería debilidad femenina, piedad o incluso (que los Tres la protegieran de semejante necedad) deseo?

Dejó de pensar en Vansen y trató de concentrarse en su hermano, en interpretar la misteriosa visión del espejo. ¿Cómo había llegado a ella? Si Lisiya estaba viva, ¿algún otro dios también velaba por ellos? ¿Acaso Erivor, patrón de su familia, le había enviado esa visión por algún motivo que ella era demasiado ciega para entender?

¡Gran señor del mar, ayuda a tu tonta hija! ¡Zoria, dame tu sabiduría por un rato!

De nuevo sintió abatimiento al pensar en su hermano perdido en una comarca extranjera. Siempre había sido como el cangrejo ermitaño, y las pinzas de su furia no eran una amenaza para los demás. Sólo el caparazón lo protegía, porque por dentro era demasiado blando para vivir, tenía demasiado miedo para mantener el mundo a raya.

Cuando ambos tenían nueve o diez años, su padre había permitido al maestro perrero que les diera un cachorro, un hermoso sabueso negro. Barrick quería llamarlo Immon, pero Briony se había negado. Entonces era muy religiosa y nunca maldecía, ni siquiera para sus adentros. Barrick siempre se reía de ella, llamándola «bendita Briony», pero ella había sido firme. No le pondrían el nombre del poderoso dios de la sepultura, el portero del Padre Tierra. Sería una blasfemia. En cambio, llamó al cachorro Simargil, por el fiel perro de Volios (aunque ella también coqueteaba con el sacrilegio, pues normalmente lo llamaba «Simmikin») y, excepto por su brío, sus gruñidos y los mordiscos típicos de un macho joven, había sido un animal muy dulce. Briony se había apegado a él como si fuera un hermano menor. Se escandalizó, pues, cuando Barrick se negó a jugar con él, diciendo que era maligno.

Siendo como era, Briony no dejó a su hermano en paz hasta que lo obligó a jugar con el perro, o al menos a estar en la misma habitación que el animal, pues al principio Barrick se quedaba en la puerta mientras Briony le rascaba el vientre a Simargil y jugaba a pelearse con él. El perro gruñía de deleite y rodaba de un lado a otro mientras procuraba alcanzar la mano inquieta de Briony.

Cuando al fin convenció a Barrick de acercarse, pronto vio el problema. Se aproximaba al perro como si entrara en la guarida de un lobo. Simargil ya estaba alerta, y no miraba a Barrick como a Briony, con los ojos brillantes de un amigo que esperaba una nueva diversión, sino con los ojos entornados de alguien que esperaba una trampa o algo peor.

—Acarícialo con suavidad —dijo ella—. Ráscale la cabeza… Eso le gusta. ¿Verdad, Simmikin? ¿No es así, mi Simmikin?

El perro miraba a Briony, pero también vigilaba a Barrick de reojo. Si le hubiera hablado a Briony para decirle que estaba confundido por este repentino cambio de ánimo, el animal no habría podido expresar con más claridad lo que sentía.

Barrick acercó la mano a la cara del perro como si fuera un avispero. Cuando Simargil soltó un gruñido, Barrick la retiró, y el perro se abalanzó sobre él. Briony le aferró el collar.

—¿Ves? —dijo Barrick.

El problema no era el perro sino su hermano. Quizá su desconfianza, o cierto olor a miedo, ponía tenso al animal. Aun así, Briony no creía que su amado Simmikin pudiera hacer algo malo, y menos cuando ella estaba al lado.

—Acarícialo de nuevo. Yo le sostendré la cabeza. Sólo necesita conocerte.

—Me conoce desde que nació, y cada día me odia más.

—Eso no es cierto, cabeza roja. Déjale oler tu mano y no la retires si gruñe.

—¿Dejo que me la arranque de un mordisco? No tengo una de sobra, como la mayoría de la gente.

Briony revolvió los ojos. Lamentaba la lesión de su hermano, y habría hecho cualquier cosa para evitarle el dolor que le causaba todos los días, pero no permitiría que fuera una excusa para tratarlo como un chiquillo.

—Deja de quejarte. Extiende la mano.

Él frunció el ceño, pero le hizo caso. Simargil gruñó, pero sólo un instante, y Barrick logró tocarle la cabeza. Briony tendría que haber sabido que el súbito silencio del perro era mala señal, pero estaba demasiado complacida con su papel de intermediaria entre su animal favorito y su amado mellizo para prestar la debida atención. Cuando Barrick tocó la cabeza del animal, acercando los dedos a la garganta de Simargil, Briony soltó el collar para acariciar el pecho del perro. El perro irguió las orejas, soltó un aullido de temor y trató de morder la mano derecha de Barrick, hincando los afilados dientes detrás de los nudillos. Barrick gritó y saltó hacia atrás. El animal no lo soltó hasta que Barrick le pegó en el hocico.

Pasó un instante. El perro aún erguía las orejas, y Barrick lo miraba como si nunca en la vida hubiera visto nada peor. Tenía la cara blanca, los ojos desorbitados de horror. Luego la sangre volvió a sus rasgos en oleadas, y su cara fue una máscara roja y demoniaca que llegaba a las raíces del pelo, como si toda su cabeza estuviera en llamas. Cogió un arco de Briony que estaba apoyado en la pared y lo bajó tan rápidamente que ella ni pudo moverse cuando pasó silbando junto a su cara. Le pegó al perro hasta que el arco se partió y el animal cayó al suelo gruñendo y gimiendo, y luego trató de esconderse bajo la cama de Briony, lamiéndose los cardenales sangrientos del lomo mientras Barrick le seguía pegando en los cuartos traseros. Ella gritó y aferró el brazo del hermano, y quedó salpicada por la sangre de la mano de Barrick o del molido lomo del perro, o ambos.

Al fin el perro se metió tan abajo de la cama que sólo se le veían las patas, y Barrick soltó el arco astillado y salió corriendo, sollozando y maldiciendo a los dioses.

Si no hubiera sido su hermano, Briony no habría entendido por qué lo echaba tanto de menos. Simargil no habría entendido: el perro cojeó desde entonces, y se acostaba en el suelo en cuanto alguien alzaba la voz. Aunque su hermano nunca volvió a tocarlo, se escapaba de cualquier habitación en cuanto el joven aparecía, con lo cual era fácil encontrar al príncipe: si Simargil se movía deprisa, sólo había que seguir los pasos del perro para llegar a Barrick.

Si hubiera sido cualquier otro, Briony lo habría tratado de prepotente y cobarde y habría sido su enemiga eterna. Ninguna otra persona acusada de semejante delito en su tribunal privado podía esperar que conmutaran la sentencia de su rechazo. Pero conocía bien a su mellizo, y aun a esa tierna edad sabía que su cólera era hija del miedo, de esos terrores nocturnos que lo seguían tal como Simargil, antes de cojear, había seguido a Briony.

A veces Barrick era monstruoso, pero lo extrañaba. Sólo Briony conocía la dulzura que había debajo de esa máscara amarga y cruel que él mostraba al mundo. Desde la muerte de la madre, sólo ella lo había abrazado en la noche, cuando despertaba llorando sin saber dónde estaba ni quién era. Sólo ella le había oído decir que ella era su corazón, que sin ella moriría. Barrick temía que al morir su alma errara eternamente sin morada, a causa de sus pensamientos blasfemos y esa arrogancia que le impedía hincarse ante el cielo, como siempre decía el padre Timoid.

—Mi espino negro —decía su padre de Barrick, aludiendo al color que el niño había usado desde que tuvo edad para elegir su ropa—. Serviría para azotar la espalda del penitente más fervoroso —se burlaba Olin.

¿Su padre siempre había conocido la maldición que había legado a su hijo menor? Era doloroso pensar en ello, no tanto en el terrible mal que ambos compartían, sino en el hecho de que su mellizo y su amado padre hubieran conspirado para guardar este secreto. Hacía que todos los recuerdos de Briony parecieran sospechosos, quizá falsos. En el mejor de los casos, parecían superficiales, como si toda su infancia y su vida sólo fueran una distracción inventada por su familia para mantenerla ocupada mientras se zanjaban las cuestiones de real importancia.

Cada evocación de su hermano y su padre perdidos era tan dolorosa que los dioses la habrían perdonado por tratar de no volver a pensar en ellos. Pero pensaba en ellos a pesar de todo, y volvía a sufrir cuando lo hacía, es decir, al menos una vez cada hora de cada día.

* * *

Cuando llegaron a las tierras lacustres de la frontera sianesa, el camino serpenteaba entre las marismas y las crestas del pequeño principado de Tyrosbridge, y la compañía de Makewell pasó varios días sin encontrar un poblado donde valiera la pena organizar una actuación. Andaban escasos de comida y bebida, así que en una gran finca de la frontera se ganaron algunas comidas y varias noches de alojamiento ayudando al propietario a reparar su viejo corral y a construir una nueva casa para las ovejas y varias paredes nuevas alrededor de sus tierras de pastoreo. El trabajo de llevar y apilar piedras era duro en ese día frío y húmedo, pero la compañía era agradable, y Briony, para su sorpresa, se sintió casi feliz.

¿Pero qué clase de vida es ésta cuando han robado el trono de tu familia? Hundida en el lodo como una campesina, las manos rojas y magulladas, luchando bajo la lluvia para levantar una pared de piedra, sin hacer nada para salvar a mi familia o vengarme de los Tolly. Así y todo, habían llegado a Sian, el primero de sus destinos, y tenía que conceder que era un alivio lidiar sólo con lo inmediato, no pensar en nada salvo la acción del momento. La mayoría de los habitantes de su reino trabajaba así todos los días, comprendió. No era de extrañar que fueran en tropel a ver teatro. Y no era de extrañar que se pusieran inquietos en tiempos difíciles, pues su vida ya era difícil. Si alguna vez recobraba el trono, ordenaría a todos sus cortesanos que se unieran a ella para construir corrales en los pastos más húmedos y helados que pudiera encontrar.

Se rió a carcajadas, sobresaltando al enorme y amable Dowan Birch.

—¡Por la sangre de los Tres, muchacho! —juró él—. Con ese alboroto, creí que había soltado una piedra sobre ti y te había aplastado.

—Trataré de encontrar otro modo de reírme cuando me hayas aplastado, para que lo sepas.

—Óyelo —le dijo Birch a Feival, el actor principal—. Nuestro Tim tiene una lengua tan afilada como la de Hewney.

—Por su bien, esperemos que la lengua del chico no haya estado en tantos lugares sucios como la de maese Nevin —dijo pícaramente Feival—. Y que no haya pronunciado tantas blasfemias.

—Aunque ese chico viviera seis vidas —gritó Hewney—, no maldeciría tanto en todas ellas como maldigo yo cada mañana cuando me levanto con la cabeza y la vejiga hinchadas por la cerveza de la noche anterior y comprendo que todavía formo parte de esta desgraciada compañía de ladrones, imbéciles y bujarrones.

—¿Bujarrones? ¿Bujarrones? ¿Oigo el rebuzno de un asno? —Finn Teodoros, que con la excusa de su edad y su voluminosa figura, pasaba más tiempo descansando que trabajando, se apartó de la pared—. Ah, no, es sólo nuestro amado Nevin pateando la puerta de su establo. Pero si le abriéramos, ¿escaparía o se arrojaría a nuestros pies rogando que volviéramos a ponerle el arnés?

—Es una metáfora inexacta —rezongó Hewney—. Nadie guarda un asno en un establo. A menos que sea tan rico que él mismo pueda hacer el asno.

—Además —dijo Feival—, nadie le pondrá un arnés a Hewney hasta que haya muerto, y será demasiado tarde para obtener algo bueno de él.

—A menos que un día se necesite un hombre que pueda beber un río de cerveza y salvar una ciudad, como Hiliometes cuando paró la inundación —dijo Pedder Makewell.

—Demasiada charla y poco trabajo —se quejó su hermana—. Cuanto antes terminemos, antes podremos ir a reclamar nuestra comida y un alojamiento seco.

—Que será un establo —dijo Feival—. Y el único que estará contento será nuestro asnal protagonista, maese Jijau Hewney.

—Cállate, o sabrás lo que es una coz —protestó Hewney.

Briony siguió trabajando de buen humor, con frío pero satisfecha por el momento.

* * *

—Vamos —le dijo al joven actor Pilney—. Inténtalo de nuevo. Recuerda que ahora este palo es una espada, no un palo. No lo usas para pegar sino como una extensión del brazo. —Trató de plantarse mejor sobre la paja, y alzó su propio palo—. Y si atacas a alguien de ese modo, te responderán así. —Movió el arma a un lado, eludió la torpe embestida y le acertó en las costillas.

—¿Dónde aprendiste eso? —preguntó él, jadeando.

—Mi… mi viejo amo. Tenía talento para la esgrima.

—Venid aquí, niños —llamó Finn Teodoros—. Podéis mataros a golpes más tarde.

La mayor parte de la compañía ya estaba sentada en la cómoda paja del gran establo, dispuesta a pasar por alto el tufo de los caballos y las vacas, pues la presencia de tantos animales mantenía caliente el lugar.

—En menos de una decena estaremos en Tessis —dijo Teodoros—, y si queremos impresionar a los sianeses en esa venerable capital, debemos mostrarles algo nuevo. Ya tienen bastantes actores, y los espectadores son exigentes. Tessis tiene más teatros al este del río de los que existen en todo el norte de Eion. Así que debemos ofrecerles un gran espectáculo.

—Mi Karal es bastante espectacular —gruñó Hewney—. Hasta Makewell puede deslumbrar cuando actúa en ella.

—Nunca un borracho habló con tanta elocuencia —dijo Makewell—. Me refiero a mi interpretación de la obra de Hewney, desde luego. Pero él tiene razón: los tessianos aman La muerte de Karal, pues representamos la vida de su amado rey. Y también podemos brindarles otras obras históricas y una comedia.

—Sí, les encantó Karal cuando la representamos hace cuatro años —convino Teodoros—. Y ha gozado de tanta aceptación que varias compañías tessianas también la han puesto. Pero eso no significa que los plebeyos volverán a verla.

—¿Ni siquiera con el autor en escena? —Hewney se enfadó tanto que se derramó cerveza en la manga, y se la llevó a la boca para chuparla.

—¿Qué dices, Finn? —preguntó Estir Makewell—. ¿Qué debemos comprar una obra cortesana de Tessis, una de esas chapuzas que componen para los festejos? No podemos costearlo. Apenas lograremos alimentarnos hasta que lleguemos a Tessis, aun con el dinero que recibimos de… —Se calló cuando Teodoros la fulminó con la mirada.

—Hay que hablar menos y escuchar más —gruñó él. Algo acababa de ocurrir, aunque Briony no entendió qué era—. Una lengua suelta es un adorno que no sienta bien a nadie, y menos a una mujer. No hablo de comprar nada. He escrito una obra; todos la habéis oído. Se llama Zoria, tragedia de una diosa virgen.

—¿Oído? —Makewell apoyó la mano en la rodilla de Feival, pero el muchacho la apartó—. Hace casi un año que la estamos ensayando, e incluso la representamos varias veces en Argentia. ¿Qué tiene de nuevo?

—En todo caso, sería nueva para los tessianos —dijo Teodoros con paciencia—. Pero la he modificado: he reescrito gran parte de la obra. Además, hice un papel más destacado para ti, Pedder, como el gran Perin, y para ti, Hewney, como el temible y tenebroso Zmeos, el que desfloró mil hímenes. —Sonrió—. Sé que te resultará difícil representar a un personaje tan contrario a ti, pero estoy seguro de que harás todo lo posible.

—Parece una bazofia —dijo Hewney—. Pero si es buena bazofia, no me opongo a representarla en Tessis.

—Y también estás seguro de que permitiré que me endilgues una carretada de nuevos parlamentos como virgen acuciada —dijo el joven Feival—. De ninguna manera, Finn. Ya tengo el doble de versos que los demás.

—Ah, pero aquí llegamos a mi idea —dijo Teodoros—. Comprendo tu situación, Feival, así que te he escrito un nuevo papel: más corto, pero con mucho brío e ingenio, de modo que los espectadores quedarán embobados cada vez que entres.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué papel?

—La diosa Zuriyal es importante en esta nueva obra: la esposa de Zmeos y la cuñada de Khors. Con su belleza oscura, mi Zuriyal es celosa, feroz y asesina, y su crueldad es la principal amenaza para la pura Zoria.

—La belleza oscura está dentro de mis aptitudes —dijo Feival—, pero en una obra que se titula Zoria, la diosa virgen, alguien deberá representar a la virgen. Yo me alegraría de sobrellevar una carga menos pesada, pero sospecho que nuestro Waterman es demasiado robusto y velludo para representar a la divina señora de todas las virtudes puras.

—Sin duda; démosle el papel a Tim, entonces. —Teodoros extendió las manos y señaló a Briony como un enviado entregando un regalo a un monarca exigente—. Es más joven que tú, y a su modo es tan bonito como para representar a una mujer, si no lo miramos de cerca. —Le ofreció a Briony una sonrisa satisfecha, y ella sintió ganas de darle un palazo.

—¿Estás loco? —protestó Makewell—. Ese chaval no tiene entrenamiento ni habilidad. ¿Acaso conoce las siete posturas de la feminidad? El hecho de que haya sostenido una lanza cuando representábamos Xarpedon en un establo no significa que pueda convencer a los tessianos de que es una mujer, y mucho menos una diosa. ¿Estás tan desesperado por aumentar tus ganancias, Teodoros, que usarías a un muchacho para disimular tu ambición?

—En otros tiempos te habría matado por eso, Makewell —dijo fríamente el dramaturgo—. Pero comprendo que esto te ha sorprendido.

—Creo que él podría hacerlo —dijo Birch—. El joven Tim es muy listo.

—Gracias, Dowan —dijo Briony—. Pero no quiero ser actor, y menos subir a escena para imitar a mi querida y sagrada Zoria, que nunca me perdonaría.

—¿Acaso nuestro oficio te parece demasiado ruin? —dijo Hewney—. ¿Estábamos equivocados? ¿Acaso tenemos a una duquesa entre nosotros, viajando de incógnito?

Briony lo miró en silencio. Sólo se burlaba de ella, pero se había acercado incómodamente a la verdad.

—No pongas esa cara de susto —rió Feival—. A estas alturas aquí todos saben que eres mujer.

—¿Qué? —exclamó el sorprendido Dowan Birch—. ¿Quién es mujer?

Feival Ulian le susurró al oído. El gigante abrió mucho los ojos.

—Supe que no podía ser varón cuando eligió quedarse contigo, Teodoros —dijo altivamente Pedder Makewell—. Ningún joven apuesto se sometería a tus manoseos.

—Y sólo un campesino bruto sucumbiría a tus encantos, querido Pedder —dijo Teodoros—. Pero eso no viene al caso.

—¿Todos lo sabéis? —Briony no cabía en sí del asombro. ¡Y ella que se había creído tan lista!

—A fin de cuentas, hace dos decenas que viajas con nosotros —dijo amablemente Teodoros.

—Yo no lo sabía —dijo el asombrado Birch—. ¿Estáis seguros?

—Basta de cháchara —dijo Feival—. Si a alguien debe molestarle que nuestro Tim (¿aún debemos llamarte así?) represente a la diosa Zoria, tendría que ser yo, pues mi contrato establece que debo representar el papel protagonista femenino. Pero si me gusta esta zorra Zuriyal que Finn ha escrito para mí, no presentaré objeciones. —Sonrió—. Estoy de acuerdo con Dowan. Creo que tienes muchos talentos ocultos.

—Piénsalo, Tim —dijo Teodoros—. Y sí, la seguiremos llamando así, porque recordaréis que no es legal tener una mujer en escena. Si aceptas, tendremos una nueva obra para los tessianos, y, modestia aparte, es la mejor que he escrito. Gran parte de mi inspiración vino de las charlas que he tenido contigo.

—Charlas, ¿eh? —Makewell sacudió la cabeza y pedorreó con la boca—. ¿Eso significa que en esta nueva obra hay muchas escenas de un dramaturgo gordo y viejo fornicando con una niña disfrazada? Pensé que tus vientos soplaban en una sola dirección, Finn.

—No te pongas celoso, Pedder —dijo Teodoros sin inmutarse—. Te aseguro que mi relación con el joven Tim ha sido tan casta como si fuera la mismísima Zoria. Pero Tim, dejando de lado la grosería de maese Makewell, ¿qué opinas? Podrías ser una gran ayuda para nosotros y ganar una paga de actor, que puede ser generosa en Tessis, pues los sianeses aman el teatro tanto como los hierosolanos aman las procesiones religiosas.

—Me siento halagada, supongo —dijo cautamente Briony. Viajaría con esa gente varios días más, quizá meses, y no quería ofenderlos—. Pero la respuesta es no. En ninguna circunstancia. No sucederá en este mundo ni en ningún otro. Pensad en otra cosa.

* * *

Sólo tenía una decena para aprender sus parlamentos. Eran cientos de versos con metro pero sin rima. Ensayaban de noche después de la representación con que se ganaban la cena, así que la mayor parte del trabajo se hacía a la luz de las velas en patios de taberna y en establos, mientras fuera arreciaban el viento, la nieve y la lluvia, pero también podían recitar y comentar las instrucciones escénicas mientras viajaban hacia Sian por la Gran Carretera Kertiana.

Cuán bajo he caído, pensaba ella. De princesa en un castillo a falsa diosa sin hogar, con paja en el pelo y pulgas en mis calzas de lana.

Aun así, respiraba una nueva libertad en esa caída. Briony no estaba contenta pero tampoco estaba triste. Por muy sola e incómoda que se sintiera, por mucho que extrañara su hogar y su familia, vivía algo que sólo se podía describir como una aventura.