31
La muchacha de los ojos azules
Cuando los dioses hubieron luchado cien años, Hija Pálida estaba tan consternada que decidió salir y entregarse a su padre para finalizar la guerra, pero su esposo Destello de Plata, su hermano y su hermana no la dejaban ir, temiendo su muerte. Su primo Embaucador acudió a ella en secreto y tocó una dulce melodía, diciendo que la ayudaría a escapar de la casa de su esposo. Embaucador se proponía quedarse con ella, y así lo habría hecho, pero sobrevino una gran tormenta y él la perdió en la aullante algarabía. Ella se extravió, y erró largo tiempo sin saber dónde estaba.
En la batalla, Fuego Blanco mató a Toro, hijo de Trueno, y en su furor Trueno abatió y mató a Destello de Plata, esposo de Hija Pálida, padre de Torcido. Muchos perecieron aquel día, y desde entonces la música de todas las cosas fue más sombría, incluso hasta el día de hoy.
Cien lucubraciones
del Libro de la Lamentación
Había caído durante tanto tiempo que no recordaba cómo era no caer, ni siquiera recordaba qué era arriba y qué era abajo. Sólo recordaba las puertas, el signo del búho y del pino, y luego (como si esas puertas monstruosas se hubieran abierto y un viento negro lo hubiera lanzado a través de ellas) se había precipitado en la oscuridad, impotente como un gorrión en una tormenta.
Hermana, intentó llamar, estoy cayendo, estoy perdido… Pero ella no acudió, ni siquiera como un fantasma de la memoria. Estaban separados por un abismo que ni aun su lazo de sangre podía franquear.
Hermana, me estoy muriendo… Nunca habría pensado que ocurriría de este modo, que no tendrían una última despedida. Pero ella debía saber cuánto la amaba. En este mundo corrupto, ella era lo único que le importaba. Al menos, eso era un consuelo…
¿Quién… eres…?
Era un susurro… No, menos que un susurro: el sonido de una flor que se abría al otro lado de un prado. Aun así, en ese vacío absoluto, era un sonido glorioso, un trompetazo triunfal.
¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Farol de Tormentas? Pero las palabras del crepuscular nunca sonaban así en su mente, tan frescas, suaves y precisas como agua goteando de una hoja cuando cesaba la lluvia. Supo que la que hablaba era una mujer, pero aun así había algo raro, el contacto era demasiado leve. Y entonces comprendió. Era la muchacha de pelo oscuro, la que había observado sus otros sueños.
¿Quién eres?, le preguntó al vacío. Aún caía, pero el movimiento había cambiado: ya no se zambullía sino que nadaba. ¿Te conozco?
¿Quién soy? Ella calló, como si la pregunta la sorprendiera. No lo sé. ¿Quién eres tú?
Una pregunta tonta, pensó él, pero descubrió que no era fácil de responder.
Tengo nombre, declaró, pero ahora no lo recuerdo.
Yo también tengo nombre, y tampoco lo recuerdo, dijo ella, una voz espectral. ¡Qué extraño…!
¿Sabes dónde estamos?
Sintió la negación antes de captar las palabras.
No. Perdidos, creo. Estamos perdidos.
Por primera vez reconoció la tristeza de esa voz y supo que no era el único que tenía miedo. Quería ayudarla, aunque no podía ayudarse a sí mismo, ni siquiera decir qué era lo que lo perturbaba. Sólo sabía que caía sin fin a través de la nada, y era una bendición invalorable tener alguien con quien compartirlo.
Quiero verte, dijo. Como antes.
¿Antes?
Me estabas observando. Eras tú, ¿verdad? Las sombras me perseguían, y los pasillos estaban en llamas…
Eras tú. No era una pregunta, sino una dulce declaración de afecto. Temía por ti.
Quiero verte.
¿Pero quién eres?, preguntó ella.
¡No lo sé! Cuando se enfurecía, la presencia de ella menguaba y eso lo asustaba. Aun así, era interesante saber que todavía podía sentir furia. Cuando caía a solas, no sentía nada. Sólo sé que estaba solo, y luego apareciste. No he sentido… Habría sido imposible explicarlo en la vigilia. En este mundo sin palabras ni direcciones era mucho más que imposible. No he sentido a nadie en mi corazón desde que la perdí. No podía recordar el nombre, pero sabía que era su hermana, su alma gemela, su otra mitad.
La otra calló un largo instante.
La amas.
Así es. Pero había un malentendido entre ellos, una nube de confusión, y de nuevo la presencia de la muchacha fue remota. ¡No te vayas! Necesito verte. Quiero… No había palabras para expresar lo que quería, ni siquiera pensamientos que se pudieran hilvanar, pero quería un motivo para existir. Quería un lugar donde estar, y sentir a alguien que deseara escucharlo, para saber que en el universo que habían creado los dioses había algo más que susurros en una oscuridad interminable. Quiero…
Hay un lugar en derredor, dijo ella de pronto. Casi puedo verlo.
¿Qué quieres decir?
¡Mira! Es enorme, pero tiene muros. Y allá hay… ¿un camino?
Ahora veía algo, un contorno borroso. Era un espacio apenas más pequeño que la incesante oscuridad por la que antes caían, y sólo un poco más brillante, pero tenía forma y límites. En el centro vio lo que ella había llamado un camino, un arco concreto sobre una nada asombrosa, oscura y pavorosa, una nada aún más profunda que el vacío por donde caían antes. Pero el pozo de negrura que se extendía bajo el arco no era una mera nada, sino una oscuridad que quería que todo lo demás fuera nada. Existía, pero su existencia era una amenaza para todo lo demás. Era la sustancia del no ser.
No, eso no es un camino, dijo al distinguir una franja de «algo». Es un puente.
Y luego estuvieron uno frente al otro en esa extensión curva, el joven y la muchacha, fluctuantes y borrosos como objetos vistos a través de aguas turbias. No eran niños, pero tampoco eran adultos. Estaban asustados y emocionados, eran tan nuevos en el mundo que una cosa como ésta tenía tanto sentido como cualquier otra.
Él se sentía atraído por sus ojos, aunque no podía fijarles la mirada por más de un instante. Aquí todo era inestable, cambiante y turbio como si se hubiera gastado la vista con horas de lectura en vez de recobrarla.
No lo fascinaban los ojos en sí, aunque eran grandes y bondadosos, castaños como los ojos de una tímida criatura del bosque. Era el modo en que esos ojos lo miraban y lo veían. Aun en este ataque de locura (o lo que fuere) esa muchacha de ojos castaños lo veía a él, no lo que decía ni lo que parecía ni lo que los otros imaginaban que era. Quizá fuera porque estaban en este lugar sin nombres, quizá allí no pudiera verlo de otra manera, pero esa mirada era como una acogedora fogata para un viajero helado y exhausto. Era algo que podía salvarlo.
¿Quién eres?, repitió.
Ya te dije que no sé. Entonces ella sonrió, un sorprendente toque de alegría que transformó su cara solemne en algo asombroso. Supongo que soy una soñadora, o quizá sea un sueño. Uno de nosotros está soñando esto, ¿no? Pero hablaba en broma, y él lo sabía. Ella no era una quimera inventada por él o por ella… Era fuerte y práctica. Podía sentirlo. ¿Y quién eres tú?
Un prisionero, dijo, y supo que era verdad. Un exiliado. Una víctima.
Por primera vez sintió en ella algo que no era bondad, un sabor amargo en su respuesta.
¿Una víctima? ¿Quién no? Eso no es lo que eres, es sólo lo que te ocurre.
Estaba desgarrado entre su deseo de volver a sentir su dulzura y la necesidad de explicarle que la vida y los dioses lo habían tratado muy mal. ¿Los dioses? ¡Trataban de matarlo!
No lo entiendes, dijo. En mi caso es diferente. Pero descubrió que en ese puente sobre el no ser, esa extensión que conducía, en ambas direcciones, a extremos invisibles e incognoscibles, no podía explicar por qué. Estoy… mal hecho. Tullido. Loco de remate.
Si quieres que te tenga pena porque sueñas con lugares imposibles y gente sin nombre, dijo ella con soma, tendrás que probar con otra cosa.
Quería disfrutar de ella, pero no podía. Si lo hacía, si restaba importancia a sus propias desdichas, ¿cómo podía existir siquiera? Su sufrimiento sólo era soportable porque sabía que lo hacía diferente, que de algún modo lo habían escogido para ese dolor.
¡Yo no pedí ser así! Su desesperación subió en un aullido de furia. ¡No quería que las cosas fueran de este modo! ¡Ya no me dan las fuerzas!
¿Qué quieres decir? Ella ya no se burlaba. De nuevo lo miraba, lo miraba de veras. Él no reconocería ese fantasma borroso y oculto aunque estuvieran frente a frente, no lo reconocería por sus rasgos, pero reconocería la clase de atención que ella le prestaba en cualquier parte, bajo cualquier disfraz.
Quiero decir que es demasiado. Un horror tras otro. Los dioses mismos… Era imposible explicar la monstruosidad de todo. Estoy maldito, es eso. Ya no tengo fuerzas para aguantarlo. Pensé que podía, lo intenté, pero no puedo.
No lo dices en serio. Exageras.
¡Lo digo en serio! Preferiría estar muerto. Muerto, quizá no volviera a ver a su amada alma gemela, ni a esta nueva amiga en la oscuridad, pero en ese momento no le importaba. Estaba cansado de sobrellevar esa carga.
No puedes decir eso. Ella ya no hablaba con delicadeza sino de nuevo con enfado. Todos morimos. ¿Y si sólo tenemos una oportunidad de estar vivos?
¿Y si todo es dolor?
Resiste. Escapa. Cámbialo.
Es fácil decirlo. Estaba disgustado y furioso, pero sentía terror de que ella lo abandonara en esa extensión blanca que se arqueaba sobre la nada… no, algo peor que la nada.
No, no lo es. Y sé que es aún más difícil hacerlo. Pero es todo lo que tienes.
¿Qué tengo?
Lo que tienes es esto, y debes luchar.
Si lucho… ¿regresarás a mí?
No lo sé. Un fogonazo de dulzura en la nada, una sonrisa que era como el trino de un ave en la oscuridad previa al amanecer. No sé cómo te encontré, así que no sé si volveré a encontrarte, querido amigo. ¿Quién eres?
No lo sé, no estoy seguro. Pero regresa a mí… ¡Por favor!
¡Lo intentaré…! Pero vive.
Y luego todo desapareció —el puente, el pozo, la muchacha— y Barrick Eddon regresó lentamente a nado entre los sonidos comunes del sueño.
* * *
Ferras Vansen se alivió al ver que la angustia del príncipe se había aplacado un poco. Barrick ya no hacía ese ruido jadeante, y aunque todavía estaba tumbado en el suelo, ahora parecía descansar en vez de sufrir. Vansen suspiró. Una vez había tratado de consolar al príncipe y como recompensa había recibido un manotazo en la cara. Al parecer el príncipe viviría, aunque Vansen no sabía por qué había enfermado tanto. Parecía relacionado con…
¿Qué era esa cosa?, le preguntó a Gyir. Esa… puerta. No me has dicho nada desde que volvimos a nuestra mente, salvo que cogiera las piernas del príncipe cuando pataleaba en el suelo. ¿Por qué guardas silencio?
Porque estoy tratando de entender. Los pensamientos de Gyir eran lentos como nubes de verano. Lo que vimos parecía tener una sola explicación, pero no me fío de las apariencias. Pero cuanto más lo pienso, más se me impone la misma conclusión.
¿Qué conclusión? Vansen miró al príncipe, que se había incorporado, pero estaba encorvado como un niño con dolor de vientre. Soy sólo un soldado; no sé nada sobre dioses, hadas, magia. ¿Qué está pasando aquí?
Viste el pino y el búho, dijo Gyir. Son los símbolos de la Tierra Negra. Lo que vimos sólo puede ser la temible puerta de Immon, como la llamáis vosotros: la entrada del palacio del amo de Immon, el siniestro Kemios.
Vansen no pensaba en la imagen común del dios del Trígono, una estatua o una pintura en una iglesia, sino en un recuerdo de su vida en los valles, susurros sobre el oscuro enmascarado que con sus gruesos guantes cogía a los niños malvados (e incluso a los niños buenos, si los pillaba a solas) y los llevaba bajo tierra.
Kemios… ¿El dios de los muertos? ¿Me estás diciendo que estamos encima de la entrada de su palacio? Una cosa era encontrarse con un gigante aterrador como Jikuyin y enterarse de que era un semidiós, y muy otra enterarse de que un integrante del todopoderoso Trígono tenía su morada bajo sus pies en ese mismo lugar, el hermano oscuro cuyos ojos ceñudos habían acechado a Ferras Vansen desde que había nacido, la sombra que había rondado sus sueños desde que tenía memoria. ¿Cómo es posible? ¿Por qué estaría aquí?
Podría estar en cualquier parte. Simplemente ocurre que está aquí. Una entrada, al menos. Quién sabe dónde están los otros portales…
¿Qué significa eso? Si la puerta está aquí, tiene que estar todo el palacio ¿no? ¿Sepultado en la piedra?
Gyir sacudió la cabeza. Una arruga entre los ojos mostraba su preocupación, el único indicio de un sentimiento reconocible en esa superficie lisa.
Las costumbres de los dioses, sus moradas y hábitos, no son como los nuestros. Recorren otros caminos. Viven en diferentes campos, y hay algunos que no podemos hollar. Un lado de un portal no está siempre en el mismo lugar ni en el mismo tiempo que lo que está al otro lado. El crepuscular alzó ambas manos, hizo una señal que indicaba conexión y separación. Es confuso, concedió.
Vansen pensó en su propia experiencia tratando de orientarse detrás de la Línea de Sombra, y luego trató de imaginar algo que confundiera a criaturas como Gyir, que habían nacido y se habían criado en esas tierras cambiantes.
¿Y por qué lo están desenterrando?, preguntó. ¿Por qué el gigante y ese hombre gris querrían acercarse a ese lugar? Ferras Vansen tuvo un pensamiento aterrador. ¿Kemios aguarda al otro lado del portal?
No, él se ha ido, dijo Gyir. Todos los dioses se han ido, Perin Mano Demoledora, Kemios e Immon el Cerdo Negro… al menos esos dioses cuyo nombre conozco. Están exiliados en la tierra del sueño.
—¿Entonces por qué están excavando? —En su agitación, Vansen habló en voz alta. Después de tanto tiempo, su propio graznido lo irritó—. ¿Buscan tesoros?
—Porque están locos —gruñó Barrick, cambiando de posición—. Los qar están locos, pero los dioses y semidioses aún más. Toda esta región está desquiciada. —El príncipe aún no podía sentarse erguido, pero hacía lo posible por ocultar su incomodidad, y Vansen lo admiró por ello.
Gyir debió de decirle algo, porque hubo una pausa.
—Porque no puedo —dijo el príncipe en voz alta—. La cabeza me duele demasiado. Debo tener cuidado con lo que digo. ¿Puedes comunicarte con ambos al mismo tiempo?
Lo intentaré, dijo Gyir. ¿Crees que todos estamos locos, niño? Ojalá fuera así, porque entonces nuestros problemas no serían tan graves. Hablas de dolor porque la esencia de los dioses te lastima, aunque estén ausentes. En cierto modo, te pareces a mí. Ambos sentimos el poder de este lugar, aunque de modos diferentes.
—¿De qué hablas? —preguntó Barrick.
Parece que eres sensible, como yo y como todos los membránidos; sensible a la voz de Jikuyin, sensible a la puerta del Cerdo y la sala del trono de la Tierra Negra. Pero es un poco extraño, casi como si… como si… Gyir cerró los ojos, pensando. Volvió a abrirlos. No, no tiene importancia. Pero escuchad y os contaré algunas cosas que sí importan.
El crepuscular se acomodó en el suelo de la celda y cerró los ojos rojos.
Cuando Kernios fue expulsado, dijo al fin, dejó atrás todo lo que era material, todo lo que pertenecía a la carne y al mundo…
Vansen no supo si había entendido correctamente.
¿Expulsado?
—Explícate —dijo Barrick—. Estoy cansado de adivinar.
Sí, expulsado. Él y los otros dioses fueron echados de estas tierras y arrojados al reino del sueño y del olvido.
—¿Echados por quién?
Trataré de explicarlo todo, pero no me interrumpáis con preguntas… sobre todo tú, príncipe Impaciencia, pues hablas en voz alta y cualquiera puede oírte. La furia de Gyir relampagueó a través de sus pensamientos. Afortunadamente, no detecto a nadie que esté cerca para oír lo que digo con la mente o que hable vuestra lengua mortal, pero no abuséis de esa suerte. Corremos un gran peligro, aún peor del que temía. El crepuscular se tocó las sienes, como si le doliera la cabeza. Por favor, dejadme comenzar por donde debo. Aunque Vansen no estaba familiarizado con esta forma de conversar, era imposible no reconocer la desesperación que había en cada pensamiento de Gyir.
El príncipe Barrick alzó la mano en un gesto de resignación o autorización.
Primero debéis entender mi propia historia. No soy sólo un guerrero. En realidad, no estaba destinado a serlo. Entre mi gente, los que más se parecen a vosotros (dado que antaño todos compartíamos la misma forma) se llaman Elevados, no porque esté bien visto tener el aspecto de un soleado, sino porque así era la antigua apariencia. Pero algunos Elevados son tan diferentes de vuestra especie que resultan irreconocibles, o bien porque nacieron distintos o bien porque pueden modificar su aspecto. Algunos han sido encamaciones del terror para vuestra especie durante milenios. Otros, como el gremio de elementales, cobran formas terrenales sólo cuando les place, como los mismos dioses.
»Y luego hay gentes como yo, que descendemos de familias poderosas que han conservado la vieja apariencia pero nacemos diferentes, y somos fenómenos aun entre nuestra variada especie. Yo soy un membránido, como llaman a los que padecen mi enfermedad. Nacemos con este tejido carnoso sobre la cara y debemos usarlo toda la vida, pero se nos otorgan otros dones, sentidos más agudos, una comprensión que nos permite orientarnos cuando aún los poderosos se perderían. Los membránidos somos a menudo los guías del Pueblo, los buscadores, los que exploran otros caminos. Algunos prestamos servicio en la Biblioteca Profunda de la Casa del Pueblo, que es nuestra gran dudad y capital. En la Biblioteca hablamos con el espíritu de los que han abandonado la carne, y con algunos que nunca se han encamado. Servir en la Biblioteca es una tarea noble y exigente.
»Ésa habría sido mi vocación, pero mis padres fueron víctimas de las rivalidades de la corte y mi padre fue asesinado. Mi madre fue expulsada de la Casa del Pueblo por una facción que era leal al rey Ynnir… aunque, para ser justo, no siempre respondían a los deseos del rey, y no siempre él podía controlarlos. Mi madre y yo erramos durante años, y al fin nos pusimos al servido de Yasammez, la dama Puerco Espín, la gran iconoclasta, la mujer que sólo se pertenece a sí misma. Crecí en su casa de las Montañas del Viento Errante, y cuando mi madre se cansó de las muchas derrotas y decepciones de su vida y se rindió ante la muerte, yo fui educado para servir a Yasammez como soldado, y mis dones no se usaron para la contemplación sino para la guerra en nombre de la mujer que me había adoptado y criado casi como suyo.
»A causa de ella, Jikuyin no es el primer semidiós que he conocido. En cuanto tuve edad para portar espada, luché junto a mi ama en el Bosque del Alba contra Barumbanogatir, un temible bastardo del viejo Crepúsculo, que en las tierras del sol llamáis Sveros Cielo Nocturno. El gigante Barumbanogatir mató a trescientos de los mejores guerreros de mi señora antes de que ella lo abatiera con una lanza que atravesó su escudo y su garganta. Después de eso libramos otras guerras para el Pueblo, contra los nocturnales y los traicioneros drows de la montaña, luchando y muriendo para proteger a los nuestros, aunque el Pueblo nos desdeñaba, aunque todos menos la reina Saqri nos trataban como animales feroces que debían ser amarrados en la linde del campamento pero nunca podían acercarse.
»Sólo Saqri del Antiguo Canto reconocía lo que éramos: la afilada espada del Pueblo, que aunque no sea desenvainada intimida a los demás, los obliga a reflexionar y frenar su codicia con su temor. Yasammez pertenece a la familia de la reina, y Saqri la honraba como la más antigua y pura de los Elevados que aún vivían. La reina Saqri sabía que mi señora había recibido en longevidad y coraje aquello que el rey, la reina y sus antepasados habían cedido a cambio del don de la Flor de Fuego, el obsequio del último dios a la familia gobernante.
»Un obsequio que ahora se ha convertido en maldición…
Milenios de historia tumultuosa giraban como aguas negras detrás de las palabras del guerrero. Vansen ansiaba preguntar qué era la Flor de Fuego, pero no quiso distraer a Gyir.
Mi señora Yasammez había luchado por el Pueblo siglos antes de que yo naciera. En la espantosa y nefasta batalla del Llano Tembloroso, durante una de las últimas guerras de los dioses, destruyó la forma terrenal de Urekh, que no era un bastardo sino un auténtico dios, que usaba la piel de un lobo mágico como armadura invulnerable. Tan sólo por eso sería recordada y celebrada hasta que la vela del tiempo se extinga, pero menciono esa batalla por otra cosa. Ése fue el día que os mencioné antes, en que Jikuyin demoró su llegada con la esperanza de manipular los resultados para beneficio propio, y en cambio fue abatido por Kernios, cegado y casi muerto.
Vansen recordó que Jikuyin había demorado la intervención de sus Enviudadores, y luego había comprendido que estaba en apuros, pues Perin, Kernios y Surazemai estaban ganando y el resto de los dioses y los qar ya emprendían la fuga.
Dijiste que Kernios lo hirió.
Ya lo creo. Tierra Negra hirió a Jikuyin tan gravemente que no sanaría nunca. Pero ahora, por algún motivo, el semidiós quiere llegar a la sala del trono de Tierra Negra, al que vuestra especie llama Kernios.
¿Y qué hará Jikuyin?
Compensar el daño que sufrió. Quizá detrás de esa puerta se encuentre la lanza del dios, Estrella de la Tierra, o quizá Jikuyin busque un trofeo más sutil. Pero presiento que Jikuyin aumentará inconmensurablemente su poder si logra abrir la puerta del reino de Kemios. Su antigua derrota lo debilitó. Lo que veis ahora es sólo una sombra de lo que era el día en que cabalgó al Llano Tembloroso, pero es uno de los últimos bastardos vivientes de los auténticos dioses. Si recobra su fuerza, será la criatura más poderosa que camine sobre el verde mundo.
Pero no podemos hacer nada para detenerle, dijo Vansen. ¿O sí?
Me temo que debemos hacerlo, dijo Gyir.
¿Me estás diciendo que nos toca a nosotros defender el mundo entero? Vansen se volvió hacia Barrick para ver si el muchacho entendía las enigmáticas palabras de Gyir, pero el príncipe sólo lo miró con desánimo, aún luchando para respirar.
Desde luego… pero también para salvar nuestra vida. Para triunfar, la gran magia, la magia más antigua y poderosa, necesita sangre y esencias: lo que vuestra especie llama el alma de la gente o los animales. Necesita sacrificios. La palabra era como la punta de una daga, fría y afilada, casi indolora al principio. Sobre todo el sacrificio de los poderosos.
¿De qué estás hablando? Pero Vansen ya lo había adivinado.
Sospecho que no hemos muerto como esos pobres diablos envenenados por la puerta del reino del dios porque Jikuyin necesita a uno de nosotros (a mí probablemente, por ser membránido) o quizá a todos, para abrir el camino de la sala del trono de Kemios. Necesita nuestra sangre. Necesita nuestras almas.
* * *
Ferras Vansen tenía un mérito innegable, pensó Barrick. El capitán nunca cejaba. Si su estólida normalidad y su tosca salud no fueran suficientes motivos para odiarlo, su imbatible voluntad de seguir adelante y luchar (como si la vida fuera un juego y hubiera un recuento final, una suma de puntos) habría sido más que suficiente. Barrick siempre había pensado que el optimismo era otro nombre de la estupidez.
Pero la muchacha de ojos oscuros lo admiraría, comprendió con una punzada.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Vansen, usando la voz para que el príncipe pudiera oír. El hombre era tan considerado que Barrick quería pegarle—. No podemos sentarnos a esperar que nos quemen en un altar bárbaro.
—Quizá valga la pena tener en cuenta el pequeño detalle de un semidiós loco y todos los demonios y bestias que le sirven y que se alegrarían de hacernos pedazos —señaló Barrick con más placer del que normalmente se esperaría con esa frase. Estaba tentado de ayudar a Gyir y al soldado tan sólo para que descubrieran la inutilidad de esos planes. No podía culparlos del todo. No habían sentido, como él, la auténtica fuerza de ese lugar, el poder horrendo y abrumador que permanecía en Abismo aunque el dios se hubiera ido, siempre que se hubiera ido de veras. La sensibilidad de Barrick iba acompañada de cierta sabiduría: sólo él parecía entender la futilidad de esta conversación.
¿Pero ella pensaría que era fútil? Barrick sabía que no, y volvió a sentir vergüenza. Vergüenza o muerte segura, pensó… Qué magníficas opciones tengo siempre.
Desde luego, dijo Gyir. Seríamos tontos si pensáramos que tenemos grandes probabilidades de triunfar, pero no hay elección. Como he dicho, tengo un objeto que debe llegar a la Casa del Pueblo a cualquier precio, así que debemos resistir contra Jikuyin y sus planes.
—Hablar es muy bonito —dijo Barrick—. ¿Pero qué se puede hacer? ¿Qué esperanzas tenemos?
No debemos usar más la voz, le dijo Gyir, aunque te cause dolor. Me comunicaré con ambos, y traduciré lo que ambos me digáis. Será lento, pero aunque no detecto a nadie que nos espíe, no podemos correr ese riesgo si deseamos hablar de lo que podemos hacer.
Muy bien, dijo Barrick. ¿Pero de qué sirve hablar de combatir contra Jikuyin? Es un gigante, una especie de dios.
Gyir asintió lentamente.
Quizá no sirva de nada. Requerirá preparativos y buena suerte, y aun así quizá sólo ganemos una muerte violenta, pero al menos esa muerte será nuestra elección, y eso tiene un valor en sí mismo. Sin embargo, primero debo encontrar la serpentina, y pensar en un modo de adueñarme de ella.
¿La qué? Barrick no reconoció la idea plasmada en la imagen de una serpiente: una estela de fuego, la súbita expansión de una vejiga de cerdo llena de aire. ¿A qué te refieres?
Gyir hizo una pausa, prestando atención.
Antes hablé de ella. La arena negra ardiente, el fuego de Kupilas. Ah, Ferras Vansen me recuerda que vosotros la llamáis «harina de cañón».
¿Harina de cañón? ¿Cómo podemos apoderamos de esa sustancia, encerrados en esta celda?, preguntó Barrick. Sería como pedir una bombarda o un contingente de mosqueteros… Es imposible conseguir esas cosas.
Todos los días usan la serpentina en la tierra, debajo de nosotros, le dijo Gyir. La insertan en las grietas y así aceleran la excavación, despedazando las piedras. Está aquí en Gran Abismo. Sólo tenemos que encontrarla, y robar una parte.
Y luego echar a volar como pájaros, dijo Barrick. ¿Cómo haremos esas cosas? ¿No ves que somos prisioneros? ¡Prisioneros!
Gyir meneó la cabeza.
No, niño. Sólo eres un prisionero cuando te rindes.