30
La algandera
Soshem el Embaucador, primo de Suya, fue a verla y le dio una pócima para dormirla y secuestrarla en medio de la confusión de la lucha de los dioses. Pero cuando se la llevó, el repiqueteo de la tormenta de arena la despertó y ella huyó y se perdió en el vendaval, y el artero plan fue frustrado.
Revelaciones de Nushash,
Libro I
Matt Tinwright se demoró largo rato en la calle lodosa y salpicada por la lluvia, sorprendido de su propia timidez. No sentía aprensión por tener que volver a La Fortuna del Escriba, o por tener que lidiar con Brigid, aunque no había olvidado el porrazo que ella le había dado la última vez que la había visto. No, lo asustaba la línea que estaba a punto de cruzar. Elan M’Coiy, hermana de la esposa del duque de Estío… ¿Quién era él para implicarse con ella, y para inmiscuirse en esa profunda y espantosa decisión?
Ánimo, hombre, pensó. ¡Recuerda a Zosim, que interviene para salvar a Zoria, hija del dios del cielo! Tinwright había pensado mucho en el dios de los poetas y los borrachos. Quería usarlo como narrador del poema que le había encargado Hendon Tolly. Zosim había actuado con valentía, pero era un dios menor.
¿Dios menor? Se echó a reír mientras la fría lluvia le goteaba del ala del sombrero y le empapaba el cuello. ¿Y qué hay de mí? Ni siquiera soy un hombre importante, según la mayoría. Era sólo un poeta.
Aun así, reflexionó, si no estiramos la mano, siempre la tendremos vacía, como decía mi padre. Claro que Kearn Tinwright seguramente hablaba de estirar la mano para beber otra copa.
* * *
—Mira lo que ha traído el viento —dijo Brigid con una sonrisa agria—. ¿Se quedaron sin lugar en el castillo? ¿O te olvidaste algo la última vez que estuviste aquí?
—¿Dónde está Conary?
—La última noticia que tuve es que estaba en el sótano tratando de matar ratas con un espetón, pero eso fue hace horas. Nunca se molesta en contarme nada… igual que tú. —La falsa sonrisa desapareció—. Ah, claro, pero tú no me recuerdas, ¿verdad? Eso le decías a ese vejete amigo tuyo mientras él me miraba las tetas como si nunca hubiera visto nada igual.
A esta hora de la mañana sólo había dos o tres clientes cabeceando bajo la tenue luz de la lámpara, burlando las leyes de licencia, que establecían que nadie podía visitar una taberna hasta una hora antes del mediodía. Tinwright sospechaba que era porque todos habían dormido en el suelo de paja y acababan de despertarse. Conary, el propietario, debía estar ablandándose para no haber reparado en ellos, pero reinaba una temible oscuridad en ese lugar, con la ventana cerrada a causa del frío y el fuego aún sin encender.
Tinwright miró a Brigid, que siguió recogiendo jarras de debajo de los bancos manchados. Iba a presentar disculpas por su última visita (pensó en un montón de explicaciones, aunque ninguna sonaba convincente), pero luego, sorprendiéndose a sí mismo, se encogió de hombros.
—Lo lamento, Brigid. Estuvo fatal por mi parte decir que no recordaba tu nombre. Pero no culpes a Acertijo por mirar: a fin de cuentas, eres todo un espectáculo.
Ella lo miró con dureza, pero se apartó el pelo oscuro de la cara, como si recordara las palabras tiernas que él le había susurrado la primavera anterior.
—No trates de engatusarme con lisonjas, Matty Tinwright. ¿Qué buscas? Porque buscas algo, ¿verdad? —Parecía menos enfadada. Una disculpa sencilla y sincera siempre obtenía algún resultado. Pero Tinwright no quería transformarlo en costumbre. Le ocuparía demasiado tiempo.
—Sí, me gustaría pedir algo, pero no es un mero favor. Te pagaría por la molestia.
Ella volvió a sospechar.
—Los Tres saben que muchos hombres vienen aquí para pedirme que les haga un honor a sus hijos, pero no recuerdo que nadie viniera a hablarme en nombre del bisabuelo. No permitiré que ese vejestorio me toque, Tinwright.
—¡No, nada de eso! —La sola idea era perturbadora. La gente de la edad de Acertijo había terminado con el sudoroso asunto del amor. Lo contrario sería una indecencia—. Necesito encontrar a alguien. Una algandera.
—¿Una algandera? ¿Por qué, has embarazado a una criada del castillo? —Brigid rió, pero parecía enfadada de nuevo—. Debí saber qué clase de asunto te traería aquí para rogarme.
—No. No es eso; no se trata de un bebé.
Ella enarcó las cejas.
—Una poción de amor, entonces. ¿Tratas de seducir a una de esas rameras con zapatos de madera que estás siguiendo últimamente?
Él soltó un suspiro de frustración. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil? Claro que ella siempre había sido una mujer de carácter.
—Aún no puedo contártelo. Pero no es lo que crees. Necesito ayuda para… para ahorrarle a alguien mucho dolor. —Su corazón dio un vuelco ante la enormidad de lo que estaba pensando—. Y también debo pedir otro favor. —Metió la mano en el bolsillo de la manga de la camisa y sacó una gaviota de plata. Había tenido que pedirle dinero prestado a Acertijo, aunque no tenía manera de devolverlo, pero esta vez lo impulsaba algo más grande que su propio interés—. Te daré ésta ahora y otra similar después si me ayudas, Brigid… pero ni una palabra a Conary. ¿Aceptas?
Ella miró la moneda con auténtica sorpresa.
—No te ayudaré a asesinar a nadie —jadeó, pero no parecía tan segura.
—Es… es complicado —dijo él—. Oh, dioses, es tremendamente complicado. Tráeme una cerveza y trataré de explicarme.
—Necesitarás otra estrella de mar para pagar las dos cervezas, en tal caso… Una de ellas para mí, si accedo a ganarme esa gaviota.
* * *
No recordaba la última vez que había visitado el vecindario de Laguna del Acuano en pleno día, aunque no había ido allí tantas veces. Era sorprendente, pues La Fortuna del Escriba, la posada donde había vivido y pasado tanto tiempo, estaba a poca distancia. Aun así, había un límite preciso en la calle de la Barcaza, que debía su nombre a la posada Barcaza Roja: con excepción de los más pobres entre los pobres de Marca Sur, que compartían la humedad y el tufo a pescado del distrito de la laguna, sólo los acuanos pasaban mucho tiempo en la zona. La salvedad era después del anochecer, cuando grupos de jóvenes concurrían a las tabernas que rodeaban la laguna.
Tinwright cogió la calle de la Barcaza para dirigirse al paseo del Foquero, la arteria principal, que bordeaba la orilla de la laguna y terminaba en la plaza del mercado, a la sombra de las murallas nuevas. No brillaba el sol, pero Tinwright agradecía la escasa luz que ofrecía el cielo gris de la mañana: la calle de la Barcaza era tan angosta que se imaginaba brazos de acuanos tratando de aterrarlo desde las puertas de ambos lados. En realidad no vio a nadie, salvo unas mujeres que vaciaban recipientes en las alcantarillas o niños que dejaban de jugar para mirarlo boquiabiertos. Esas miradas eran tan inquietantes que apresuró el paso para llegar al paseo del Foquero. Conocía bien esta calle, y quizá encontrara algunos de su propia especie.
El paseo del Foquero era la única parte de Laguna del Acuano que la mayoría de la gente del castillo visitaba, los pescadores y sus mujeres para comprar amuletos (se decía que los acuanos fabricaban magníficos amuletos, sobre todo para protegerse en el agua) y otros para visitar las tabernas de la costa y comer sopa de pescado o beber ese brebaje salado llamado mimbril. Muchos, sobre todo los que no eran de Marca Sur, iban sólo con la intención de ver algo distinto, porque el paseo del Foquero, la laguna y los acuanos eran las cosas más exóticas que un habitante de los reinos de la Marca podía ver de este lado de la Línea de Sombra. Hasta los visitantes de Brenia, Jael y otros países iban a la laguna, porque aparte de la gente lacustre de Sian y algunos asentamientos de las islas del sur, los acuanos de Marca Sur eran únicos.
Casi todos sus alimentos procedían de la bahía y del mar (¡comían algas!) y hasta el mimbril sabía como algo salido del fondo de un bote anegado. Los hombres acuanos, con sus largos brazos, usaban poca ropa encima de la cintura, aun con el frío, y aunque las mujeres usaban vestidos largos y se envolvían la cabeza con pañuelos, Tinwright había oído decir que era sólo por pudor, que eran tan insensibles al frío como los hombres. En otras circunstancias el misterio le habría resultado atractivo (como sucedía con algunas viajeras, incluso esas mujeres de Xand que se tapaban por completo), pero las mujeres acuanas eran diferentes. Conocía hombres que se jactaban de sus hazañas entre las mujeres de la laguna (reveladoramente, nunca lo hacían frente a hombres acuanos), pero él nunca había sentido esa tentación. En el burdel que estaba detrás del teatro Firmamento, el prostíbulo que tanto atraía a Hewney y Teodoros, Matt Tinwright nunca sentía interés por las chicas acuanas. Tenían la piel fría, ante todo, y el olor era perturbador aunque estuvieran bañadas y perfumadas; no era olor a pescado, pero el gusto salobre era innegable. La forma de sus pómulos, el tamaño y la inclinación de los ojos, la ausencia de cejas… Tinwright siempre las había encontrado escalofriantes.
Aun así, había sitios peores que el paseo del Foquero; Tinwright siempre había ansiado verlo de nuevo. Tenía una energía que no se hallaba en ninguna otra parte de Marca Sur, ni siquiera el emocionante ajetreo de la plaza del mercado. Cuando llegaba la pesca de cada mañana antes del alba, o cuando los pescadores de alta mar regresaban al anochecer, el lugar se poblaba de extrañas canciones y espectáculos exóticos.
Hoy, sin embargo, el distrito parecía mucho más tranquilo, aun a esa hora inactiva de la mañana. Reinaba el silencio y había poca gente en la calle. La mayoría de los hombres se había reunido en la escena de un incendio reciente, donde habían ardido tres o cuatro casas y tiendas. Media docena de adultos y gran cantidad de niños hurgaban en los escombros carbonizados; algunos se volvieron hacia él mientras pasaba, y por un momento tuvo la certeza de que lo miraban con furia, como si hubiera cometido una maldad y hubiera regresado para regodearse.
Desde el almacén de una pescadería, dos acuanos que evisceraban pescado con largos cuchillos serrados también lo observaron, girando lentamente la cabeza. Era difícil no imaginar una intención asesina en esas caras de ojos fríos y boca abierta.
Al fin llegó a la angosta calle Garfio de Plata, giró a la derecha como le había indicado Brigid y caminó hasta encontrar el callejón que ella le había indicado. A ambos lados se veía la parte de atrás de unas casas altas que apenas dejaban ver un retazo de cielo gris, pero en el final de ese pasaje breve y oscuro se hallaba la angosta fachada de otra casa, con una escalinata que bajaba a la puerta.
Tinwright estaba a punto de llamar, pero se contuvo al ver el nudoso cuerno, largo como los brazos de un hombre estirados, que colgaba sobre la puerta. Un cosquilleo supersticioso le recorrió la espalda. ¿Era un cuerno de unicornio? ¿O pertenecía a una criatura aún más extraña y mortífera?
—¿Piensas robarlo?
Se sobresaltó, dio media vuelta y vio una silueta baja y rechoncha que tapaba la entrada del callejón. Pensando en esos acuanos con sus cuchillos serrados, retrocedió un paso y estuvo a punto de caerse por la escalera.
—¡No! —dijo, agitando los brazos para conservar el equilibrio—. No, sólo estaba… mirando. He venido a ver a Aislin la algandera.
—Ah. —La silueta avanzó unos pasos. Tinwright apretó los puños, pero los conservó a sus espaldas—. Bien, aquí me tienes.
—¿Tú? —No pudo disimular su sorpresa. La voz era tan áspera que había pensado que era un hombre.
—Eso espero, terrano, pues de lo contrario he vivido una vida ajena durante los últimos cien años. —Él aún no le veía bien la cara, oculta por una capucha, pero sí los ojos anchos y acuosos, intimidantes a pesar de la oscuridad—. Apártate, joven tonto, así podré abrir la puerta.
—Perdón. —Se movió para dejarla pasar. Se sintió incómodo al mirar la mano moteada que sacaba la llave, así que volvió los ojos hacia el cuerno que pendía sobre la puerta—. ¿Es de unicornio?
—¿Qué? Ah, eso. No, es el colmillo de una ballena alicomia capturada en los mares vutianos. A menos que quieras comprar un cuerno de unicornio, en cuyo caso podrías convencerme de cambiar mi historia. —Su risa estaba a medio camino entre un gorgoteo y una tos convulsiva, y la enfatizó apoyándose en él y dándole un codazo. Si ésta era realmente Aislin, tenía un tufo insoportable, pero casi le agradaba.
Tras abrir la puerta, bajó cuidadosamente la escalera. Tinwright la siguió al interior y se encontró bajo un techo tan bajo que no podía permanecer erguido, con vigas tan abarrotadas de objetos colgantes que era como estar en un boquete bajo las raíces de un árbol enorme. Fajos de algas secas y plantas aromáticas, manojos de tallos de fibrosa kelpa y ramilletes de flores le rozaban la cara dondequiera se volviese. Un sinfín de amuletos de madera y arcilla pendían entre las plantas secas, girando y oscilando cuando él o la algandera los tocaban, así que se mareaba aunque se quedara quieto. Muchos amuletos tenían forma de animales acuáticos: focas, gaviotas, peces, anguilas. Los que no colgaban del techo cubrían todas las superficies disponibles, incluida la mayor parte del suelo.
Tinwright tenía que caminar con cuidado, pero estaba fascinado por la profusión de objetos con forma de animal. Algunos tenían ojos de vidrio insertados en la arcilla o pegados a la madera, y parecían casi vivos…
—Ah, ahí estás, pequeño bastardo —dijo Aislin—. Ahí, estás mi amor.
La gaviota blanca y negra, que miraba a Tinwright con ojos tan fijos que él había creído que era otro objeto bien hecho, graznó y agitó las alas. Tinwright se asustó y casi se cayó.
—¡Está viva!
—Más o menos —cacareó ella—. A mi Soso le falta una pata, y no puede volar, pero el ala sanará. Aun así, no creo que vaya a ninguna parte… ¿Verdad, mi amor? —Ella se inclinó y le ofreció la boca fruncida a la gaviota, que la picoteó con irritación—. Lo pasas bien aquí, ¿eh, pequeño bastardo?
* * *
Aislin se había quitado la capucha y el pañuelo, liberando una maraña de pelo blanco. Su rostro tenía los rasgos acuanos habituales: ojos muy separados, labios anchos y flexibles. Como otros acuanos que él había visto, tenía la piel dura, como si la carne, en vez de ponerse fofa como pasaba con la gente común cuando envejecía, se volviera gruesa y rígida. Hasta los curvos tatuajes de las mejillas y la nariz parecían estar desapareciendo en la carne córnea, como carreteras en desuso devoradas por la hierba y las malezas.
—¿Quieres beber algo? —preguntó—. ¿Calentarte un poco?
—¿Mimbril?
—¿Esa bazofia? —Ella meneó la cabeza—. Ni por asomo. Eso es para los marineros de Perikal y otros bárbaros. Vino Fucus Negro, eso es una bebida. —Se deslizó entre amuletos oscilantes hacia un rincón donde colgaban cacharros de unas clavijas de madera. Tinwright supuso que era la cocina. Ella tenía forma de tonel, pero sin la capa se movía con sorprendente agilidad dentro de los confines de ese atestado nido.
—¿Con qué se hace? —preguntó. «Fucus Negro» no sonaba muy prometedor.
—¿Con qué crees? ¿No sabes lo que es fucus? ¡Un alga marina! Que el gran padre Egye-Var te proteja, muchacho. ¿Qué esperabas? Buscabas una algandera. ¿Sabes por qué nos llaman así? Porque somos curanderas que trabajamos con algas.
Tinwright no dijo nada. No sabía eso. Pensaba que era sólo una palabra para designar a una vieja que preparaba hierbas medicinales… y otras cosas.
—¿Cómo llaman a alguien como tú en un lugar donde no hay algas marinas… ni acuanos?
Ella rió de placer, un crujido de madera.
—Bruja, desde luego. Ahora bebe esto. Te arrancará el pelo del pecho.
* * *
Aislin fruncía el ceño mientras vaciaba su copa. Evidentemente pensaba en servirse una más, pero en cambio se sentó en la única silla con un suspiro. Tinwright se balanceaba precariamente en su taburete, sobre todo después de terminar su propia copa. No recordaba cuántas medidas de ese vino humoso había bebido mientras intentaba explicar el espinoso asunto que lo llevaba allí, pero había empinado unas cuantas. El vino era salado como la sangre pero muy tonificante, y su temor se había diluido en una difusa despreocupación. Miró a la vieja, tratando de recordar cómo había llegado a ese lugar.
—No es que tenga escrúpulos, muchacho —dijo ella—. Y puedes comprobar que no me asusto de nada, ya que te he dejado entrar aquí.
Tinwright sacudió la cabeza. Soso la gaviota le dirigió una mirada siniestra y trató de picotearle la oreja. El ave no parecía tenerle tanta simpatía como a Aislin, y se irritaba si Tinwright se movía. Ya le había dado algunos picotazos dolorosos en los tobillos y las manos.
—¿Qué quieres decir con eso? Yo no te lastimaría.
—¿Lastimarme? Claro que no; te reventaría como un bulbo de kelpa, muchacho —dijo ella con una risa maligna y complaciente—. No, porque eres terrano… ¿Cómo te llamabas? —Le clavó los ojos, parpadeando—. Bah, no importa. Porque eres terrano, y aquí no le tienen mucha simpatía a tu gente en este momento.
—¿Por qué? —No podía deshacerse de la idea, una vez que se le metió en la cabeza, de que Aislin la algandera tenía el aspecto y la voz de una enorme rana de pelo gris en un vestido sin forma. Eso dificultaba la conversación. Y esa última copa de vino no era precisamente una ayuda.
—¿Por qué? ¡Por el húmedo bacalao del granpadre, muchacho! ¿No viste ese incendio en el paseo del Foquero? ¿Quién crees que lo provocó?
Tinwright la miró apabullado.
—¡No fui yo!
—No, tonto, por suerte para ti, pero fueron terranos de la ciudad, una pandilla de jóvenes estúpidos y odiosos. Tres de los nuestros murieron, y uno era un niño. La gente de por aquí no está muy contenta.
—¿Por qué lo hicieron? —De pronto comprendió por qué los acuanos lo miraban así y sintió un escalofrío—. No sabía nada sobre el incendio.
—Claro que no. Nosotros nos encargamos de nuestros propios asuntos, y lo que sucedió aquí no interesa a la gente del castillo… a menos que las llamas arrasaran todo el lugar y amenazaran el resto de la ciudad. —La algandera volvió a sentarse, agitando las anchas manos como para ahuyentar un feo olor—. Nos tratan mal desde que los qar cruzaron la Línea de Sombra. Somos diferentes, así que nos tratan mal. ¿Sabes que antes nos llamaban kilpies y hadas del mar? Sucedió lo mismo cuando ellos vinieron la última vez, en tiempos de mi bisabuela. Expulsaron a todo el mundo de Marca Sur, pero los nuestros fueron expulsados primero, por sus propios vecinos.
—Lo lamento. —El condenado vino le había nublado el cerebro. ¿Cómo habían empezado a hablar de esto?—. ¿Qué es un kuar?
—No lo dices bien, pero no está mal para un terrano. Qar es otro de los nombres de los antiguos que viven allende la Línea de Sombra; los crepusculares. —Lo miró fijamente un instante—. Has pasado aquí gran parte de la tarde, muchacho. Será mejor que te pongas en marcha antes de que anochezca. No creo que sea una noche apropiada para que alguien como tú ande caminando por el paseo del Foquero.
—De acuerdo. —Tinwright se levantó, se inclinó en una vacilante reverencia y empezó a abrirse paso entre los amuletos colgantes, procurando no prestar atención a la gaviota blanca y negra que le picoteaba los pies.
—¿Qué haces? —exclamó Aislin—. ¿No viniste aquí para comprar algo?
Él se detuvo, tratando de concentrarse.
—Ah, sí.
—No sirves para beber Fucus Negro, muchacho. —Ella se puso en pie con un gruñido—. Déjame buscar entre mis polvos y pociones. No vuelvas a sentarte, porque te quedarás dormido.
Ella se fue por largo rato (un periodo en el cual Tinwright y la gaviota se miraron atentamente fingiendo desinterés) y regresó con un frasco tapado del tamaño de un pulgar.
—Este veneno viene de un pulpo de los mares del sur, una criaturilla mortífera a pesar de su apariencia inocente. Hunde una aguja en el frasco y utiliza sólo esa gota. Sólo eso, y el viaje de ella será indoloro. Pero ten cuidado, o te matarás a ti mismo. Este veneno no se deja dominar por nadie.
Tinwright tomó el frasco y lo examinó. Era difícil saberlo con certeza a través de esa redoma de vidrio azul, pero el líquido parecía claro e inofensivo como el agua.
—Cuidado… —jadeó—. Tendré cuidado.
—Te conviene. —Ella soltó su risa áspera—. Aquí hay suficiente para matar a una docena de hombres fuertes. A mí no me gusta manipularlo. Una vez tuve un accidente. —Se sentó pesadamente—. Y huelga decir que a partir de ahora, tú no me conoces y yo no te conozco. No me asusto de nada, pero no quiero problemas con los Tolly. Así que recuérdalo: si alguien viene a preguntarme por mi relación con un frasco de vidrio azul, alguien irá a buscarte a ti. ¿Entendido?
—Sí. —Esos acuanos que probaban la hoja de sus cuchillos mientras lo miraban pasar era una imagen que no olvidaría pronto. El Fucus Negro que tenía en el estómago parecía agriarse y burbujear. Titubeó un instante antes de guardar el frasco en el bolsillo de la manga.
—Por el granpadre, muchacho, envuélvelo con algo —rezongó ella—. Toma este trozo de hoja de alga, es bastante grueso. Si te caes y rompes el frasco mientras lo tienes en la camisa, no volverás a levantarte.
Cuando terminó, Tinwright se sentía bastante mareado. Miró a Aislin, tambaleándose, y luego enfiló hacia la puerta.
—¿No te olvidas de algo?
—¿Cómo? Ah, sí. Gracias. Muchas gracias.
—No, arenque estúpido, mi dinero. Me debes una gaviota y dos cobres. —Ella sonrió burlonamente—. Y te estoy cobrando la tarifa para poetas enamorados.
—Desde luego.
Él le entregó el dinero. Al cabo de un momento de evaluación, que consistió en pasar el pulgar por la circunferencia de cada moneda, ella se las guardó entre los lustrosos y arrugados senos, una región que parecía una silla de montar gastada.
—Ahora largo de aquí. Y recuerda lo que dije. Más te valdría beberte el frasco entero que decirle a alguien dónde lo conseguiste.
Con la sensación de que un veneno lo había privado del pensamiento y del habla, Tinwright asintió, caminó a trompicones hacia la puerta y salió al día gris o lo que quedaba de él.
Cuando llegó a la calle Garfio de Plata, se volvió para mirar callejón abajo. Aislin la algandera estaba en su puerta, bajo el gran cuerno, mirándolo. Alzó una mano como para despedirse, pero su extraño rostro de ojos saltones era frío y distante. Se giró y se metió en la casa.
Matt Tinwright salió del distrito de la laguna tan pronto como pudo, pensando en la oscuridad que se avecinaba y en ese frasco lleno de traición y muerte que llevaba escondido en la camisa.
* * *
Ópalo regresó del mercado con el saco vacío y la cara llena de preocupación.
—Tienes mal aspecto, querida —le dijo Sílex—. Sólo iré al castillo un día. No hay nada que temer.
—No me preocupo por ti —gruñó ella de mal humor—. Mentira, claro que me preocupo por ti. De nuevo te has metido en esta locura de la gente alta. Pero no es eso lo que me molesta. En esta casa no hay nada que comer, y en el mercado no se consigue nada.
—¿Por qué?
—¡Qué tonto eres, Sílex! —resopló ella—. ¿Qué te parece? El castillo está rodeado por las hadas, la mitad de los mercaderes no envía sus barcos a Marca Sur y no hay trabajo para los caverneros. Habrás oído algo de todo eso mientras holgazaneabas en la sede del gremio.
—Desde luego. —Él se rascó la cabeza. Ópalo tenía razón: había problemas de sobra—. Pero Berkan Hood, el nuevo lord condestable, prometió que pondría a doscientos de los nuestros a trabajar en la reparación de los muros del castillo, y Cinabrio y los demás dicen que no nos preocupemos.
—¿Y con qué piensan pagarles? —Ella se había quitado el chal y se estaba lavando las manos vigorosamente en un cuenco de agua—. Los Tolly ya están gastando dinero a carretadas tratando de convencer a los comerciantes de que traigan comida y bebida a Marca Sur, por no mencionar los barcos que han debido comprar y los marinos mercenarios que han debido contratar, todo para proteger la bahía.
—¿Te enteraste de todo esto en el mercado?
—¿Crees que nos pasamos el día hablando de verduras y costuras? —Ella se secó las manos en su viejo y gastado vestido, y Sílex lamentó que su esposa no tuviera algo más bonito para ponerse—. Ah, los hombres. Creéis que vosotros hacéis todo, ¿verdad?
—Hace años que no creo eso, buena mujer. —Él rió con amargura—. No desde que estás tú para meterme en cintura.
—Bien, habla con el niño antes de irte. Ha pasado una mala noche y yo tengo cien cosas que hacer si quiero preparar una comida con estas tristes sobras.
Pedernal estaba sentado en la cama, el pelo dorado desaliñado, la cara distante y afligida.
—¿Cómo estás, muchacho?
—Bien. —Pero no miraba a Sílex a los ojos.
—Espero que sea cierto. Tu madr… Ópalo dice que pasaste una mala noche. —Se sentó junto al niño y le palmeó la rodilla—. ¿No dormiste bien?
—No dormí.
—¿Por qué no? —Miró esa cara pálida, casi transparente. Pedernal necesitaba sol. Era una idea extraña, y nunca se le había ocurrido con nadie más. La mayoría de sus conocidos evitaba el sol.
—Demasiado ruido —dijo el niño—. Demasiadas voces.
—¿Anoche? —Era cierto que al anochecer Cinabrio y otros miembros del gremio habían pasado para hablar de lo que Sílex haría hoy, pero se habían ido cuando se encendieron los faroles—. ¿De veras? Bien, trataremos de ser más discretos.
—Demasiada gente —dijo Pedernal. Antes de que Sílex le pudiera pedir una explicación, añadió—: Tengo pesadillas. Sueños muy feos.
—¿Por ejemplo?
Pedernal sacudió la cabeza.
—No sé. Ojos, ojos brillantes, y alguien que me sujeta. —Soltó un sollozo—. ¡Duele!
—Calma, chico. No tengas miedo. Todo mejorará. Sólo has pasado un mal momento. —Consternado, Sílex lo abrazó y notó que el niño estaba temblando.
—¡Pero quiero volver a dormir! Nadie lo entiende. ¡No me dejan dormir! ¡Me siguen llamando!
—Acuéstate, entonces. —Ayudó al niño a meterse en la cama, y lo tapó con la manta—. Calla, duérmete ahora. Ópalo está en la otra habitación. Yo tengo que salir a trabajar, pero regresaré luego.
El desdichado Pedernal se dejó acariciar y consolar hasta sumirse en un sueño inquieto y superficial. Sílex se levantó en cuanto pudo, tratando de no despertarlo.
¿Qué le hemos hecho a ese niño?, se preguntó. ¿Qué le pasa? Aunque antes era raro, siempre estaba alerta, lleno de vida. Ha perdido la vitalidad desde que lo encontré en los Misterios.
No tenía ánimo para hablar de ello con Ópalo, que sufría la distracción y la extrañeza del niño aún más que él: la saludó con la mano, sujetándose el cinturón de herramientas.
—Bermellón Cinabrio te dejó un mensaje de su marido —dijo Ópalo.
Sílex se detuvo en el umbral.
—¿Qué dice?
—Me pidió que te avisara que Chaven quiere verte de nuevo antes de que subas a la superficie.
—¿Por qué no? —suspiró él.
* * *
El médico esperaba en el suelo espejado de la sede del gremio. Varios caverneros preparaban la sede para la próxima reunión, y lo eludían cortésmente mientras él miraba hacia abajo, como niños alrededor de un padre distraído. Por primera vez Sílex pensó que su gente era pequeña de veras.
El médico no alzó la vista ni siquiera cuando Sílex tosió para llamarle la atención.
—¿Chaven? ¿Quería hablar conmigo?
Chaven se sobresaltó.
—¡Ah, eres tú! Discúlpame, es sólo… este lugar. Lo encuentro extrañamente… tranquilizador no es la palabra. Pero es uno de los pocos lugares donde mis preocupaciones desaparecen…
Para Sílex la presencia del Señor de la Piedra Caliente y Húmeda no era precisamente tranquilizadora, aunque sólo fuera una estatua. Miró la imagen de Kernios sumergida en el techo, y la imagen refleja que tenían a sus pies. Estar suspendido entre dos versiones del dios de la tierra, con su rostro sombrío y sus ojos negros, no era precisamente sedante, y menos cuando el espejo los reflejaba a Chaven y a él como manchas con pies en el medio y cabezas en cada extremo, a medio camino entre el cielo y el pozo.
—Me avisaron que usted me necesitaba.
Chaven dejó de mirar la imagen del dios.
—Ah, sí. Me pareció conveniente volver a hablar contigo sobre lo que dirías.
—¡Fractura y fisura, hombre! —maldijo Sílex—. ¡Ya lo hemos ensayado muchas veces! ¿Qué otra cosa puedo decir?
—Disculpa, pero esto es muy importante.
Sílex suspiró.
—Sería distinto si yo quisiera fingir que sé algo que no sé, pero si me pregunta algo e ignoro la respuesta, sólo me haré el importante y diré que debo deliberar con mis colegas caverneros. —Miró a Chaven con fastidio—. Y sí, luego lo veré a usted y me indicará qué debo decir.
—Bien, bien. ¿Y qué buscarás para ver si se trata de mi espejo?
—Un marco oscuro de ciprés, con alas extensibles. Tiene tallas de ojos y manos.
—¿Y si no hay marco, o le ha puesto uno nuevo?
Sílex se armó de paciencia. Aguanta, se dijo. Él ha afrontado muchas dificultades. Pero era como tratar con un borracho que intenta exprimir las últimas heces de mosto de musgo de una jarra vacía.
—El cristal tiene una leve curvatura.
—Sí. ¡Bien!
—¿Puedo irme? ¿Antes de que Okros decida llamar a otro?
—¿Anotarás todo aquello que te despierte dudas? Me ayudará a entender qué se propone Okros. ¿Me lo prometes?
Sílex no dijo nada, sino que tocó la pizarra que le colgaba del cuello.
—De veras, debo irme.
Repitiendo con preocupación todo lo que acababan de hablar, Chaven lo siguió hasta la puerta, pero, para alivio de Sílex, se quedó allí, como si no quisiera alejarse de la presencia tranquilizadora del señor de la tierra ni del refugio que ofrecía la sede del gremio.
* * *
Hacía casi un mes que Sílex no salía de Cavernal, y se sorprendió de los cambios que encontró en la superficie. El espíritu de camaradería informal que había visto en el castillo se había extinguido, superado por la fatiga y el miedo al prolongado asedio, a ese acecho que en ciertos sentidos era peor que un ataque inminente.
Los rostros envueltos en bufandas y capuchas estaban rojos de frío y eran muy huraños, incluso cuando llegó a la Puerta del Cuervo y las inmediaciones de la residencia real, donde la gente no tenía que preocuparse por el hambre. Esos cortesanos relativamente bien alimentados también tenían un aire lobuno, como si aún los más amables y alegres dedicaran gran parte de sus reflexiones a analizar lo que harían cuando las cosas empeorasen de veras, cuando tuvieran que luchar por la supervivencia.
El castillo también había cambiado. Las murallas de la fortaleza interior estaban rodeadas por pilas de leña y llenas de guardias, había animales en los jardines (sobre todo cerdos y ovejas), los pozos estaban custodiados por soldados, y circulaba el doble de gente por las angostas calles y las plazas públicas. Aun así, en la Puerta del Cuervo nadie le puso reparos cuando mostró la carta de Okros, aunque le pareció que algunos guardias murmuraban comentarios desagradables sobre los cavemeros. No era la primera vez que le sucedía, pero la vehemencia de las voces lo sorprendió un poco.
Bien, las malas épocas traen malos vecinos, se recordó. Y siempre se dijo que el rey nos alimentaba, como si fuéramos animales de zoológico y no nos ganáramos el pan como siempre lo hicimos. Esos rumores despiertan el resentimiento de la gente alta cuando llegan tiempos difíciles.
Era perturbador descubrir que Okros había usurpado la residencia de Chaven en el observatorio, pero Sílex supuso que tenía sentido. En todo caso, se suponía que él no conocía a Chaven, así que no haría ningún comentario.
Un joven acólito de orejas grandes con túnica de Marca Este abrió la puerta y lo condujo en silencio al observatorio, una sala de techo alto con un panel deslizable en el techo, impregnada de olor a humedad. Okros se levantó de una mesa abarrotada de libros, quitándose el delantal rojo. Era un hombre delgado con una franja de pelo blanco y una expresión agradable e inteligente. Costaba creer que fuera tan malvado como decía Chaven, aunque Sílex le había oído hablar con Hendon Tolly sobre el espejo de Chaven.
En todo caso, se comportaría con discreción. Saludó con respeto.
—Soy Sílex Cuarzo Azul. Me envía el gremio de picapedreros.
—Sí, te esperaba. ¿Sabes mucho sobre espejos?
—Pertenezco al Cuarzo Azul —dijo Sílex con prudencia—. Somos parte del clan del Cristal y un espejo es un objeto hecho de cristal o de vidrio, así que supervisamos todas las tareas de los caverneros relacionadas con los espejos. Sí, sé algunas cosas. Veremos si eso basta para satisfacer sus necesidades, señoría.
Okros lo evaluó con los ojos.
—Muy bien, te lo mostraré.
El erudito cogió un farol de la mesa y condujo a Sílex fuera del observatorio, por una serie de corredores y escaleras. Sílex había estado en la casa de Chaven, pero no con frecuencia, y no sabía dónde se hallaban ahora, sólo que descendían. Por un momento tuvo la espantosa certeza de que el hombre lo llevaba a la puerta secreta que Sílex usaba cuando Chaven vivía allí, que sabía quién era Sílex y a qué había ido, pero en cambio, una vez que bajaron varios pisos, el menudo médico abrió una puerta con una llave y le indicó que entrara. En medio de una mesa había un objeto cubierto con un paño, como un cadáver de extraña forma aguardando el entierro, o la resurrección.
Okros quitó el paño con cuidado. El espejo era como Chaven lo había descrito, pero Sílex procuró mirarlo como si no supiera qué era. Manos talladas con los dedos extendidos de diversa forma se alternaban con ojos toscos pero hipnóticos en el marco de madera oscura. También reparó en la curvatura, tan convexa que un observador en movimiento veía un reflejo inestable. Era perturbador mirarlo demasiado tiempo.
—¿Y qué deseaba saber usted? —preguntó Sílex—. Parece ser un espejo común; es decir, no parece estar roto.
—¡Sí, lo sé! —Sílex detectó algo extraño en la voz del médico—. Es que… no hace nada.
—¿Nada? Lo lamento, pero…
—No finjas ignorancia, cavernero. —Okros sacudió la cabeza airadamente, se calmó—. Es un espejo de adivinación. No habrás creído que pedí ayuda para lidiar con un espejo común. Es un auténtico espejo de adivinación; un mosaico, como los llaman a veces, pero no me responde. ¿Aún te empeñas en fingir ignorancia?
Sílex clavó los ojos en el espejo. Ese hombre no sólo estaba furioso sino asustado. ¿Qué significaría eso?
—No finjo nada, señoría, y no soy ignorante. Sólo quería saber qué necesitaba usted. Ahora bien, ¿qué más puede decirme? —Trató de recordar las palabras de Chaven—. ¿Es un problema de reflexión o de refracción?
—Ambos. —El médico se aplacó—. La sustancia parece intacta, como ves, pero el objeto permanece inerte. Como espejo de adivinación, es inservible. No logro que funcione.
—¿Puede decirme algo sobre su origen?
Okros lo miró con el ceño fruncido.
—No, no puedo. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque la bibliografía sobre los espejos de adivinación, así como la tradición oral, se debe aplicar a lo que se conoce, para ayudar a descubrir lo que se desconoce. —Esperaba no dar la impresión de estar improvisando, aunque eso era lo que hacía: Chaven le había dado algunos datos y un par de nombres para citar cuando la ocasión lo mereciera, pero no había manera de saber con antelación qué quería saber Okros—. Si pudiera llevarlo a la sede del gremio…
—¿Estás loco? —Okros rodeó el espejo con los brazos, como protegiendo a un niño indefenso de un lobo hambriento—. ¡No te llevarás nada! ¡Este objeto vale más que toda Cavernal! —Miró a Sílex con ojos entornados.
—Disculpe, sólo pensé…
—Recuerda que es un honor que te haya llamado para consultarte. Soy el médico del príncipe heredero, el médico real, y no permitiré que me faltes el respeto.
De pronto Sílex tuvo miedo, no sólo de Okros (aunque ese hombre podía llamar a los guardias y arrojarlo a un calabozo en un santiamén si así lo deseaba), sino de su actitud febril. Le recordaba la extraña conducta que había visto en Chaven. ¿Qué tenía ese espejo que transformaba a los hombres en bestias?
—En todo caso —dijo Okros—, yo debería ir a consultar la biblioteca de Cavernal. El gremio la pondrá a mi disposición, desde luego.
Sílex sabía que sería una pésima idea por muchos motivos.
—Desde luego, sería un honor. Pero la mayor parte del conocimiento sobre estos temas no se encuentra en los libros, sino en la mente de nuestros ancianos. ¿Habla usted cavernero?
Okros lo miró como si estuviera bromeando.
—¿A qué te refieres? Sin duda allá abajo sólo hablan la lengua común de los reinos de la Marca.
—Oh, no, estimado hermano Okros. Muchos ancianos no han salido de Cavernal en años y sólo hablan la vieja lengua de nuestros antepasados. —No era del todo mentira, aunque los que hablaban sólo el antiguo cavernero eran muy pocos—. ¿Por qué no permite que acuda al gremio con sus preguntas y mis observaciones, para ver qué respuestas puedo traerle en un par de días? Sería la mejor solución para una persona como usted, que está tan ocupada y tiene tantas responsabilidades.
—Bien, quizá…
—Sólo déjeme tomar algunas notas. —Rápidamente dibujó un boceto del espejo y el marco e hizo anotaciones al margen como si estuviera planeando la instalación de un intrincado andamiaje. Tras haber postergado todo lo que pudo, recordó otra cosa que Chaven le había pedido que averiguara, aunque para él no tenía sentido. Le había pedido que lo planteara con sutileza, pero él no recordaba cómo, así que preguntó sin rodeos—: ¿Ha visto algo inusitado en el espejo? ¿Pájaros o animales?
Okros miró a Sílex como si de pronto a él mismo le hubieran crecido alas o una cola.
—No —dijo con suspicacia—. No, te dije que no funcionaba.
—Ah, desde luego. —Sílex hizo una reverencia, se colgó la pizarra del cuello y retrocedió hacia la puerta. Ahora Okros no le parecía tan cordial ni tan inofensivo—. Gracias por el honor de llamarnos. Consultaré a mis colegas del gremio y regresaré pronto.
—Sí, y no esperes demasiado.
* * *
Sílex se tapaba con la capucha para protegerse del frío, así que casi tropezó con la muchacha cuando ella salió de las sombras de la Puerta del Cuervo, aunque tenía el doble de su altura. Se detuvo sobresaltado e irguió la cabeza, pero tardó en reconocerla. Sólo la había visto una vez, y más de un mes atrás.
—Tú eres la que vino a mi casa —dijo. Ella aún tenía ese aire de despiste, como una sonámbula—. No me dijiste tu nombre.
—Sauce —dijo la joven—. Pero eso no importa. Era el nombre de alguien que ya no está, o que ha cambiado. —Ella no siguió hablando. Era evidente que quería algo, pero Sílex tuvo la sensación de que no le diría nada si no le preguntaba, de que ambos se quedarían allí hasta que anocheciera y amaneciera.
—¿Necesitas algo?
Ella negó con la cabeza.
—Nada que tú puedas darme.
La paciencia de Sílex, que nunca había sido mucha, había sufrido duras pruebas ese año, pero parecía que las pruebas no habían terminado.
—Entonces discúlpame, pero mi esposa me espera para cenar.
—Deseo hablar contigo del hombre llamado Gil —dijo ella.
Sílex recordó.
—Ah, claro. Estabas muy apegada a él, ¿verdad? —Ella lo miró sin decir nada—. Lo lamento, pero ambos fuimos capturados por los soldados crepusculares. A mí me soltaron, pero su reina, o general, o lo que fuera, sentenció a Gil a muerte. Ha muerto. Lamento no haber podido hacer nada por él.
—No —replicó ella—. No ha muerto.
Él le vio la expresión de los ojos.
—Desde luego, su espíritu sigue viviendo. Ahora debo irme. Una vez más, lamento que las cosas hayan sucedido así.
La joven sonrió, y aún había una extrañeza inefable en su sonrisa.
—No está muerto. Oigo su voz. Habla con la dama Puerco Espín todos los días. Ella odia lo que él le dice, porque habla con la voz del rey.
—No entiendo nada.
—No importa. Sólo deseaba decirte que oí que Gil hablaba de ti… ayer, o quizá fue hoy. —Sacudió la cabeza, como si Sílex debiera saber cuán difícil era recordar noticias de los muertos—. Dijo que deseaba avisarte que tu gente no está a salvo debajo del castillo. Que pronto el mundo cambiará, y que se abrirá la puerta de debajo de Cavernal y escapará el tiempo muerto. —Asintió como si hubiera realizado un pequeño truco con aceptable habilidad—. Ahora me voy.
Se giró y se alejó.
Sílex se quedó en las sombras que se alargaban, sintiendo en el cuerpo una frialdad que nada tenía que ver con ese día helado.