29: Campanas

29

Campanas

Tras batallar un año sin interrupción, Perin Señor del Cielo derrotó a Khors el violador y lo mató. Decapitó al Señor de la Luna y expuso su cabeza a la vista de todos. Los aliados de Khors huyeron o se rindieron. En la confusión, muchos de esos seres malignos llamados crepusculares se ocultaron en bosques y otros lugares oscuros, pero algunos escaparon a los páramos helados y mortíferos del norte y construyeron una fortaleza negra que llamaron Qul-na-Qar, la morada de los demonios.

El principio de las cosas,

Libro del Trígono

Cada noche sus sueños eran más extraños, llenos de sombras, fuego y movimiento de perseguidores apenas entrevistos, pero todos distantes, como si observara los acontecimientos a través de una niebla espesa o desde una ventana sucia. Sabía que debía tener miedo, y lo tenía, pero no por sí misma. Lo atraparán, pensaba, aunque no sabía quién era la presa ni quiénes eran los perseguidores. El muchacho con el que había soñado, el joven pálido de pelo rojo y rizos sudorosos… ¿Era él la víctima de esas criaturas sombrías? ¿Por qué ella soñaba una y otra vez con una cara que no reconocía?

* * *

Cuando Qinnitan despertó, Palomo estaba debajo de ella. Aunque el niño mudo seguía profundamente dormido, le clavaba los codos, la barbilla y las rodillas en tantos lugares que era como estar acostada sobre una pila de ramas de ciprés. A pesar de los dolores, sin embargo, costaba mirarle la cara y enfadarse. Su boca abierta e inocente, con esa lengua mutilada entre los dientes, le despertaba un afecto que nunca había sentido por sus hermanos menores, quizá porque era responsable de Palomo como no lo había sido de ellos.

Era extraño estar tendida en esa cama estrecha e incómoda en una tierra extranjera y pensar en dos personas: el niño acostado junto a ella (que tiritaba un poco ahora que ella se había hecho espacio para sí misma), y el muchacho del sueño. ¿Cómo había llegado su vida a esto? En un tiempo había sido una niña común en una calle común, jugando con los demás niños; ahora había viajado por su cuenta a un país lejano, huyendo justamente del autarca.

Qinnitan aún no lo entendía. ¿Por qué Sulepis, el monarca del mundo meridional, la había escogido a ella? No era una belleza exótica como Arimone, su esposa suprema, ni siquiera una gran belleza. Qinnitan había visto sus largos rasgos muchas veces, frunciendo los finos labios, observándose con suspicacia en los bruñidos espejos de la Reclusión, y lo sabía incuestionablemente.

Basta de preocuparse, decidió con un bostezo. Pronto amanecería, aunque esperaba que las ruedas del carro de Nushash aún estuvieran a una hora de su senda diurna: quería dormir un poco más. Movió a Palomo para poder estirarse; él resopló con fastidio pero se dejó acomodar.

Mientras ella volvía a hundirse en la calidez del sueño, oyó un ruido tan grave que retumbaba en el suelo. Poco después siguió otro, más agudo. Las dos notas volvieron a sonar, y luego una tercera: campanas tañendo a lo lejos, comprendió. Al principio, en su soñolienta confusión, Qinnitan pensó que debía ser la convocatoria para la ceremonia matinal de la Colmena, luego recordó dónde estaba y se incorporó, liberándose del quejoso niño. Otras mujeres empezaban a despertarse. Los tañidos continuaban.

Qinnitan saltó de la cama, cruzó el dormitorio y salió al oscuro pasillo. Otras mujeres salieron con ella, fantasmas torpes con sus holgados vestidos. Las campanas eran tan fuertes y constantes que ya no recordaba cómo era el silencio de hacía unos instantes.

Se encaramó a la ventana que daba al este, hacia el imponente templo de los Tres Hermanos. El sol no había asomado, pero veía luces en las ventanas de las torres donde sonaban las campanas. Era tan extraño. ¿Qué significaba? Miró abajo para ver si había alguien en las calles, y a la luz del farol que iluminaba el rincón del patio vio una cabeza de pelo claro (el hombre que había visto la noche anterior, estaba segura) desplazándose hacia las sombras. Sintió que una mano fría le estrujaba el corazón. De nuevo él. Vigilándola, o al menos vigilando la casa Kossope, el dormitorio donde vivía. ¿Quién era? ¿Qué quería?

El primer brillo del alba tiñó el cielo de púrpura. Sintió el aire frío en la cara y se le puso la piel de gallina. Sonaban campanas en toda la ciudad. Algo grave estaba sucediendo.

* * *

Las campanas de los Tres Hermanos comenzaron a sonar mientras Pelaya decía la Oración del Amanecer en la capilla familiar, y la vibración era tan fuerte que parecía que las paredes se derrumbarían. Ella, sus hermanas, su hermano y su madre estaban agolpados en la capilla, y Pelaya, al girar, casi tiró a su hermano Kiril del banco.

—¡Por la piedad de Zoria! —Su madre corrió hacia la puerta de la capilla y entregó a la hermanita de Pelaya a la nodriza mientras las campanas seguían sonando—. ¡Es un incendio! Poned a salvo a los niños.

—Ésa no es la campana de los incendios —dijo Pelaya.

A pesar de su temor, Teloni se irritó.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la campana de los incendios es una sola, que suena una y otra vez. Están sonando todas las campanas.

La madre se volvió hacia Kiril, el hermano menor de Pelaya.

—Ve a buscar a tu padre. Averigua qué sucede.

—Él es muy pequeño. —Pelaya estaba demasiado alborotada y asustada para quedarse con su madre y sus hermanas—. ¡Iré yo!

Se levantó antes de que su madre pudiera detenerla y enfiló hacia la puerta.

—¡Bestezuela testaruda! —exclamó su madre—. Teloni, acompaña a tu hermana y evita que se meta en problemas. No, Kiril, tú te quedarás; no quiero que mis hijos se desperdiguen.

Pelaya salió justo cuando Kiril lanzó su alarido de consternación, tan estridente que se oyó a pesar del clamor de las campanas.

—¡Eres malvada! —jadeó Teloni, alcanzándola en el primer rellano—. Mamá dijo que debía ir Kiril.

—¿Por qué? ¿Porque es varón? —Se recogió las faldas para no tropezar mientras subía la escalera. La escalera y los rellanos se estaban llenando de gente. Muchos aún tenían puesta la ropa de noche y erraban como sonámbulos para averiguar a qué venía tanto barullo.

—¡Ve más despacio!

—Teli, no tengo por qué esperarte si subes como una vaca que trata de pasar sobre una cerca.

—¿Y si es un incendio?

Pelaya revolvió los ojos y empezó a subir de dos en dos escalones. ¿Ella era la única que se fijaba en las cosas? Por eso disfrutaba de la conversación con el rey extranjero, Olin Eddon: él prestaba atención a lo que pasaba, y la felicitaba por su perspicacia cuando ella también lo hacía.

—Te digo que no es un incendio. Quizá sea el autarca atacando la ciudad.

Teloni se detuvo y aferró la pared para no caerse.

—¿Quizá sea qué?

—El autarca de Xis, tonta. ¿Nunca escuchas lo que dice babba?

—No me insultes; soy tu hermana mayor. ¿Qué quieres decir…? ¿El autarca atacando…?

—Hace meses que babba se prepara para eso, Teli. Sin duda habrás reparado en algo.

—Sí, pero no pensé que sucedería de veras. ¿Por qué? ¿Qué quiere el autarca en Hierosol?

—No lo sé. ¿Qué quieren los hombres cuando van a la guerra? Ven, quiero encontrar a babba.

—Pero no podrá entrar, ¿verdad? El autarca, digo. Nuestras murallas son fuertes.

—Sí, las murallas son fuertes, pero quizá inicie un asedio. Entonces todos pasaríamos hambre. —Hundió el dedo en la cintura de la hermana—. No durarás mucho sin confituras y pan de miel.

—¡Basta! ¡Eres una bestia!

—Pero serás más rápida para subir escaleras. ¡Ven! —Las bromas sonaban un poco huecas aun para Pelaya. Le costaba burlarse de su hermana, que casi siempre era bondadosa, mientras esas terribles campanas sonaban en toda la ciudadela, repicando sin cesar.

* * *

Encontraron al padre en una antecámara de la sala del trono, rodeado por nobles asustados y pacientes guardias.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó al verlas.

—Mamá quería enviar a Kiril para preguntarte qué sucede —dijo Teloni—. Pero Pelaya salió disparada como un conejo y tuve que correr tras ella.

—Ninguna de las dos debería estar aquí. Deberíais estar con vuestra madre, ayudándola con los pequeños.

—¿Qué sucede, babba? —preguntó Pelaya—. ¿Es el autarca?

El conde Perivos frunció el ceño, no con enfado, sino como si prefiriese que no le hubiera hecho esa pregunta.

—Es probable. Los fuertes del oeste nos han enviado la señal de que sufren un ataque, y también tenemos informes sobre un gran ejército que marcha por la costa, desde el norte hasta los muros de Nektarios, los muros de tierra. —Sacudió la cabeza—. Puede que sea una exageración. El autarca sabe que no puede derribar nuestras fortificaciones, y quizá sólo desea asustarnos para que le cedamos el derecho de surcar nuestras aguas mientras se dirige a atacar a otros.

Pelaya no lo creía, y estaba segura de que su padre tampoco.

—De acuerdo. Se lo diremos a mamá.

—Dile que la familia se mudará a la casa que está cerca del mercado. La cima de la ciudadela puede ser peligrosa, aunque los cañones no pueden alcanzamos aquí, aun si el autarca tomara los fuertes del oeste. Aun así, como decía mi padre, es mejor gastar tu último delfín en un techo, por si acaso llueve. Dile que empaque las cosas. Yo regresaré antes de las plegarias del mediodía.

Pelaya se puso de puntillas para besarle en la mejilla. Pocos años antes podía llegar hasta la cara si él se encorvaba. Ahora podía rodearle el pecho con los brazos y oler el aroma perfumado de su túnica.

—Idos, ambas —dijo él suavemente—. Vuestra madre necesitará ayuda.

—Estaremos a salvo en la ciudad —dijo Teloni mientras bajaban por la escalera principal de la ciudadela, esquivando a personas distraídas y temerosas que correteaban como si las campanas anunciaran el juicio de los dioses—. Aunque el autarca dispare sus cañones, no pueden llegar tan lejos.

Pelaya se preguntó si Teloni creía que los ejércitos llevaban artillería pesada para no usarla.

—A menos que ese ejército llegue a la Puerta de la Salamandra y dispare contra la ciudad desde allí —dijo con crueldad.

Teloni se asustó y tropezó cuando llegaron al pie de la escalera. Pelaya tuvo que cogerle la manga.

—¡Imposible!

Pelaya comprendió que no servía de nada hablar de ciertas cosas, salvo para arruinarle la vida a su hermana, y luego a su madre y los pequeños. Apretó el brazo de Teloni.

—Sin duda tienes razón. Ve a decírselo a mamá. Yo iré enseguida… Necesito hacer algo.

Su hermana mayor la miró boquiabierta mientras Pelaya corría hacia los jardines.

—¿Qué…? ¿Adónde vas?

—¡Busca a mamá, Teli! ¡Yo iré pronto!

Cortó camino por el patio de las Cuatro Hermanas y casi tropezó con una columna de guardias que usaban la Libélula en la sobrepelliz celeste, el símbolo de los viejos reyes Devonai, que todavía era el emblema de legitimidad en Hierosol, siglos después del reinado del último de ellos. Los guardias, que normalmente le habrían cedido el paso, siguieron su apresurada marcha, taconeando con las botas, con mirada tenaz e inescrutable.

Sin duda babba tiene razón: el autarca no intentará conquistar Hierosol. ¡Nadie lo ha logrado en mil años! Pero no podía creer que las cosas fueran tan fáciles. Sentía una vibración perturbadora en el aire, como un viento que trajera aromas de tierras salvajes extranjeras. La extrañeza no cesó ni siquiera cuando callaron las campanas; al contrario, el silencio era tan alarmante como los tañidos.

Cuando llegó al jardín, los guardias conducían a Olin Eddon al interior. Se las ingenió para convencerlos de que lo dejaran permanecer un momento en la pared del lado del jardín que daba sobre los tejados occidentales del palacio y la muralla marítima que separaba el estrecho del ancho y verde mar. El agua, a pesar del viento helado que soplaba en el jardín, parecía lisa como el mármol de una estatua pintada. Recordó lo que había dicho su padre sobre los fuertes del oeste y miró hacia la península, pero sólo vio un banco de niebla: el agua del estrecho y el cielo gris se fusionaban en una pincelada difusa.

—No esperaba verte hoy, y menos tan temprano —dijo él con una sonrisa triste. Parecía haber adelgazado—. ¿No tienes lecciones por la mañana? Sor Lyris se enfadará.

—No bromees. Oíste las campanas… Es imposible que no las hayas oído.

—Ah, sí. Noté que algo sonaba…

Ella puso mala cara. No le gustaba que dijera tonterías como si hablara en serio, tratándola como una niña que necesitaba entretenimiento. Se preguntó si habría hecho lo mismo con su hija, a la que evocaba con tanta tristeza y echaba tanto de menos. (No hablaba mucho del hijo varón, notó Pelaya.)

—Basta. Debo volver a mi familia. ¿Qué haréis vos, majestad?

—Un título formal. Ahora sí que estoy preocupado. —Él inclinó la cabeza, casi una reverencia—. Estaré bien, pequeña, pero te agradezco la inquietud. Ve con tu familia. Yo tengo una bonita y segura habitación enrejada y una manta caliente. —Se interrumpió—. Ah, pero estás asustada de veras. Perdón; fue cruel de mi parte hablar en broma.

Ella iba a negarlo, pero sintió calor en la cara. No quería llorar frente a ese hombre que, a pesar de sus conversaciones amistosas, era un extraño, un extranjero.

—Un poco —confesó—. ¿Vos no?

Por un momento una desdicha profunda y desgarradora asomó a través de la máscara de buenos modales.

—Mi destino está en mano de los dioses. —Un instante después recobró la compostura y fue como si la máscara nunca hubiera caído.

Claro que sí, pensó ella. Y el mío también. ¿Por qué eso debería asustamos, si hacemos lo que ellos nos piden?

—¿Qué pensáis que el autarca quiere de nosotros? —preguntó.

—Quién sabe. —Olin se encogió de hombros—. Pero Hierosol ha resistido largo tiempo. Muchos reyes intentaron conquistarla y fracasaron… y también muchos autarcas. Hace cien años, Lepthis… —Se interrumpió, arrugó el entrecejo—. Perdón, no recuerdo qué Lepthis, si el tercero o el cuarto. Éste era llamado el Cruel, como si eso sirviera para distinguir a un Lepthis del otro, o a un autarca del resto de esos canallas sanguinarios. En todo caso, este autarca juró que destruiría las murallas de la ciudad con sus cañones, que eran los más potentes del mundo. ¿Sabes algo sobre eso?

—Un poco. —Ella respiró con dificultad. Olin temía haberla asustado, y ahora ella se preguntaba quién consolaba a quién—. Fracasó, ¿verdad?

Olin rió.

—Evidentemente, pues estamos hablando en hierosolano y no vemos ningún templo del feroz Nushash o la negra Surigali en la ciudadela. Lepthis el Cruel juró destruir los templos de todos los falsos dioses, como él los llamaba, y pasar a cuchillo a todos los habitantes de Hierosol. Machacó las murallas con su artillería durante un año, pero no les hizo mella. Las moscas y mosquitos no dejaban de picar en el valle, bajo las murallas del norte, y la fiebre y la peste diezmaron a los xixianos. Otros miles murieron bajo los proyectiles que arrojaban desde la ciudadela. Al fin sus hombres pidieron que los dejara regresar a Xis, pero Lephtis no quería mancillar su honor de ese modo. Sus hombres lo mataron y nombraron autarca a su heredero, y todos volvieron a las costas de Xand.

—¿Sus propios hombres lo mataron?

—Sus propios hombres. Ni siquiera las tropas más sanguinarias luchan cuando están hambrientas y exhaustas, o cuando entienden que su muerte sólo servirá para glorificar a su comandante.

Ella miró las aguas verdosas del estrecho, y luego al sur: a gran distancia detrás de la bruma se hallaba la ciudad de Xis, y sus largos muros, calientes y secos, se blanqueaban como huesos bajo el sol del desierto.

—¿Creéis que eso ocurrirá esta vez? ¿Que tendremos que soportar un asedio de un año o más?

—No creo que sea para tanto —dijo Olin—. Sospecho que este autarca sólo quiere mantener ocupados a la flota y los defensores de Hierosol mientras él se dedica a conquistar otros objetivos peor defendidos, quizá las islas Sessianas, que todavía resisten contra él.

Por primera vez desde que habían sonado las campanas, Pelaya respiró con cierta tranquilidad. Su padre y Olin decían que todo saldría bien. Eran hombres mayores, hombres nobles y educados: entendían de esas cosas.

—Eso espero… —dijo, y se interrumpió. Sin pensar, se cubrió los ojos con la mano, y luego recordó que el sol estaba a sus espaldas. La niebla baja hacía resplandecer el agua e impedía ver bien el estrecho meridional.

—¿Qué hay, Pelaya?

Al cabo de un momento ella cayó en la cuenta de que les rezaba a los Tres, murmurando palabras que conocía desde la infancia pero que nunca le habían parecido tan importantes.

—Mirad —dijo.

El rey Olin se acercó a la muralla y miró hacia el Dedo.

—No veo nada —dijo—. Tus ojos son jóvenes y fuertes…

—No, allá no. Hacia el océano.

Él siguió el dedo de ella, y entonces las campanas comenzaron a sonar de nuevo en la ciudadela, estridentes como dioses golpeando los escudos con las lanzas.

El gran manto de sombras irregulares que rodaba hacia ellos desde el sureste parecía una acumulación de árboles y nubes, como si un bosque se hubiera desprendido de la costa para flotar en el estrecho de Kulloa y ahora navegara hacia las murallas de Hierosol. Al ver los contornos con más claridad, Pelaya comprendió que eran barcos, y poco después que era la flota del autarca, cientos o miles de buques de guerra, una tormenta de velas blancas dirigiéndose a Hierosol desde la niebla.

—Que Siveda de la Estrella Blanca nos proteja —murmuró Pelaya. Su propio nombre se había convertido en una broma de mal gusto: ahora el mar era el peor enemigo de la ciudad—. Que los Tres Hermanos nos protejan. Que Zoria y todo el cielo nos protejan. —Había tantos barcos en el estrecho que ni siquiera los dioses, al mirar hacia abajo, podrían ver el agua debajo de ellos—. Que el cielo nos salve.

—Amén, niña —susurró Olin Eddon—. Siempre que el cielo aún esté mirando.

* * *

Las calles estaban llenas de gente alarmada cuando Daikonas Vo llegó a su pensión, un edificio destartalado cerca de la Puerta Teogónica, dentro de las antiguas murallas de la ciudad y al pie de un derruido cementerio que antaño había sido la finca de una familia acaudalada. La angosta calle no estaba de moda, pero eso no molestaba a Vo, y una casa llena de viajeros le convenía a la perfección.

La mayoría de la gente se dirigía al templo del Trígono más cercano o hacia los Tres Hermanos y la ciudadela, al otro lado de la ciudad. Cuando atravesó la plaza de la Fuente al volver de la fortaleza, cientos de ciudadanos se habían reunido frente a las puertas de la ciudadela, mirando el amanecer como si el cielo mismo pudiera explicar el clamor de las campanas.

Muchos habían adivinado la causa de la alarma, y los gritos y maldiciones contra el autarca de Xis se mezclaban con algunas palabras duras contra Ludis Drakava, el presunto protector.

Vo estaba complacido. Había creído que faltaban meses para la invasión, y había elaborado y analizado un plan tras otro para sacar a la muchacha de la ciudad. Se había disgustado cuando ella llamó la atención de un prisionero de la ciudadela, Olin Eddon, rey de Marca Sur, pero para alivio de Vo el interés del norteño se había disipado. Le había alarmado la idea de que ese hombre de las Marcas pensara en tomar a la muchacha como amante: nada dificultaría más su tarea que tener que sacarla del palacio de Drakava bajo la nariz de los guardias. En cambio, ella todavía estaba en la casa Kossope y desprotegida.

Podría sacarla con sigilo de Hierosol en medio de la confusión causada por el ataque del autarca. Más aún, si el triunfo de los invasores era rápido, podría salir de la ciudad con el salvoconducto de Sulepis, comparecer ante el dios viviente en la tierra con gran honor, entregarle la prisionera, recibir la recompensa y hacerse extraer ese objeto amenazador. Daikonas Vo no tenía la ingenuidad de estar seguro de que eso ocurriría. ¿Por qué el autarca lo dejaría en libertad precisamente cuando había resultado tan útil? Pero el Dorado era sumamente caprichoso, así que quizá cumpliera su promesa si Vo lo complacía.

Daikonas Vo se alegraba de servir a un patrón poderoso como el autarca Sulepis, pero no era ningún tonto: sabía que llegaría el momento en que desearía estar libre del dios viviente. Si el autarca no le extraía ese objeto invasor, tendría que encontrar otro modo de liberarse de ese control fatídico, para mayor seguridad.

Llegó a la posada de la Puerta Teogónica. La mayoría de los clientes habían salido, pues el tañido de las campanas los había levantado de sus piojosas camas más temprano que de costumbre. Subió por la desvencijada escalera hasta su cuarto, que estaba vacío. Se metió bajo la apestosa manta y oyó los ruidos de una ciudad que despertaba al son de la guerra. Todo cambiaría. La muerte segaría miles de vidas con su mano esquelética. La destrucción remodelaría todo. Y Vo se movería a través de ello como lo hacía siempre, más fuerte, más rápido y más listo que los demás, un ser que vivía cómodamente en medio del desastre y medraba con el caos.

Era emocionante pensar en lo que se avecinaba. Cerró los ojos y escuchó su sangre, que zumbaba caudalosamente al son de la vibración de las campanas.