26: Viento creciente

26

Viento creciente

Uvis Mano Blanca, favorito del oscuro Zmeos, fue herido por Kernios y llevado fuera del campo para morir. En su furia, el Cornúpeto abatió al valiente Volios del Puño Inconmensurable, atravesándolo con su terrible espada Fuego Blanco hasta que la sangre del dios de la guerra enrojeció el río Rimetrail, y al fin el gigantesco hijo de Perin se tambaleó, cayó y murió.

El principio de las cosas,

Libro del Trígono

Pinimmon Vash, ministro supremo de Xis y sus dominios en todo Xand, miró su armario con insatisfacción. Los tres muchachos, desnudos salvo por ornamentos de oro en el cuello y los tobillos, se pusieron a temblar. Los esclavos sabían qué les esperaba cuando el amo estaba de mal humor.

—No veo mi vestido de seda con el emblema familiar del ruiseñor. Tendría que estar en el armario. Ese vestido vale más que vuestras familias enteras hasta la séptima generación. ¿Dónde está?

—Lo mandasteis limpiar, amo —aventuró un esclavo al cabo de un largo silencio.

—Lo mandé limpiar y devolver. No lo han devuelto. Me voy de viaje. Debo tener mi vestido del ruiseñor.

Vash se preguntaba a cuál azotaría, y si tendría tiempo para azotar a dos, cuando llegó el mensajero. Era un Leopardo, vestido con armadura completa y muy consciente de los días de fuego y sangre que se avecinaban. El soldado, recto como un palo de escoba, se cuadró llevándose la palma a la frente y anunció:

—Nuestro señor Sulepis, señor de la Gran Tienda, requiere vuestra presencia inmediata.

Pinimmon Vash ocultó su irritación: en estos días de conmoción universal no convenía hacer nada que llamara la atención de un cortesano ambicioso o (los dioses lo prohibieran) del mismísimo autarca. Aun así, era molesto. No sabía cuándo encontraría el tiempo para disciplinar a esos muchachos antes de partir, y el gran camarote del barco contaba con poca intimidad. No podía hacer nada, sin embargo. El autarca había llamado.

—Iré enseguida —dijo. El Leopardo se giró sobre los talones y salió de la habitación.

Vash se detuvo en la puerta.

—Regresaré muy pronto —dijo a sus sirvientes—. Si el vestido del ruiseñor no está en el armario, todos subiréis la plancha cojeando y llorando. Si el vestido no está inmaculadamente limpio, llevaré otros sirvientes en mi viaje. Vosotros tres flotaréis por el canal frente a la casa de vuestros padres, pero no os reconocerán para llorar por vosotros.

La cara que pusieron casi compensaba el tedio de tener que escuchar los delirios de su lunático y exigente monarca. Vash era un anciano y disfrutaba de los pocos placeres sencillos que le quedaban.

* * *

Bañaban al autarca en una sala con cientos de velas. Vash estaba habituado a ver a su amo desnudo, pero nunca se había habituado a su cuerpo. No porque la desnudez del autarca fuera desagradable: Sulepis era un hombre joven, alto y de buen físico, quizá demasiado delgado para el gusto de Vash (que prefería las mejillas rellenas y los vientres pequeños como de niño). No. Era que su desnudez, que tendría que haber provocado pensamientos de vulnerabilidad o intimidad, parecía… irrelevante. Como si Sulepis usara un cuerpo sólo porque era conveniente, o porque su posición lo requería, pero se habría conformado con un esqueleto, con carne sin piel o con la piedra de una estatua. La desnudez del autarca, pensaba Vash, no tenía nada de humano. Nunca sentía una punzada de deseo, vergüenza o repulsión al mirar al autarca, cuando cualquier otro hombre o mujer sin ropa provocaba esos sentimientos.

—¿Me llamasteis, Dorado?

El autarca lo miró un largo instante, como si nunca hubiera visto a su ministro supremo, como si Pinimmon Vash fuera un forastero que había irrumpido en la cámara de baño. La luz de las velas ondeaba sobre el largo cuerpo del monarca, como si flotara en el fondo del canal Eminente.

—Ah —dijo al fin—. Vash, sí. —Señaló con gesto indolente a un hombre que estaba al otro lado, enturbiado por el vapor—. Vash, saluda a Prusas, tu escotarca.

Vash se volvió hacia el tullido, que se meció en su litera como en medio de un viento fuerte. Muchos pensaban que era un simple, pero Pinimmon Vash lo ponía en duda.

—Un placer, escotarca, como siempre. Espero que os encontréis bien.

Prusas intentó decir algo, hizo una mueca, lo intentó de nuevo. Su cara redonda se contorsionó como si fuera presa del dolor (siempre le costaba hablar, y más delante del autarca), pero sólo gruñó unas sílabas antes de que Sulepis se riera y agitara la mano.

—Suficiente, suficiente… No podemos esperar todo el día. Dime, Prusas, ¿cómo rezas? Hasta Nushash debe perder la paciencia con tus temblores y tartamudeos. Ah, nuestro otro invitado, el polemarca Johar. Vash, creo que tú y Johar ya os conocéis.

Vash se inclinó levemente ante ese hombre menudo de ojos fríos, casi como si fuera su igual. Ikelis Johar, gran polemarca del ejército del autarca, era un hombre poderoso, y aunque él y Vash aún no habían tenido enfrentamientos políticos, el choque era inevitable algún día. También era inevitable que uno de ellos no sobreviviera a ese choque. Al mirar la boca cruel y circunspecta de Ikelis Johar, Vash deseó que llegara ese día. A fin de cuentas, a veces el ocio era aburrido.

—Desde luego, Dorado. El supervisor de los ejércitos y yo somos viejos amigos.

La sonrisa de Johar era tan indiferente como la de un león oliendo la brisa.

—Sí, viejos amigos.

—Johar está de buen humor… ¿No es así, supervisor? —dijo el autarca, estirando los brazos para que un esclavo los untara con óleo—. Porque sus tropas pronto tendrán la oportunidad de hacer ejercicio. La vida ha sido tediosa en las últimas lunas, desde que Mihan capituló.

—Con todo respeto, Dorado —dijo Johar—, no sé si diría que sitiar Hierosol es un mero ejercicio. Nunca ha caído por la fuerza en toda su larga historia.

—Entonces tu nombre vivirá en la gloria junto al mío, supervisor.

—Como digáis, desde luego, y agradezco esas palabras. El señor de la Gran Tienda nunca se equivoca.

—Eso es verdad. —El autarca se incorporó como si acabara de tener un pensamiento agradable; uno de los esclavos, que intentaba desesperadamente evitar un contacto indebido con su amo, casi patinó y se cayó en el suelo mojado—. Es porque soy un dios: la sangre de Nushah corre por mis venas. No puedo equivocarme ni puedo fallar. —Volvió a sentarse tan súbitamente como se había incorporado, y el agua formó olas de un extremo al otro de la enorme bañera—. Un detalle muy reconfortante.

En tal caso, mi gran señor, pensó Pinimmon Vash, eso no impidió que tus hermanos, que también tenían la sangre del dios, perdieran gran parte de esa sangre sagrada cuando tomaste el trono. Desde luego, no expresó este pensamiento en voz alta, pero no pudo evitar una punzada de temor cuando el autarca lo miró y sonrió con maligna diversión, como si supiera que su ministro supremo tenía pensamientos heréticos.

—Ven, hay mucho que hacer… Aun para alguien que no puede cometer errores, ¿eh, Vash? Que alguien acompañe al escotarca a sus aposentos. Sí, Prusas, adiós. No, no gastes saliva. Todos debemos prepararnos para las ceremonias de la partida, la consagración del ejército y todo lo demás. —El autarca hizo una mueca—. Necesito a mi fidelísimo sirviente a mi lado. ¿Te quedarás conmigo mientras los esclavos me visten?

El viejo ministro se inclinó.

—Naturalmente, Dorado.

—Bien. Y tú, Johar, sin duda debes inspeccionar muchos detalles. Partimos al amanecer.

—Naturalmente, Dorado.

El autarca sonrió.

—Dos hombres fuertes, pero las mismas palabras de obediencia. La armonía de la infalibilidad. Qué mundo bello y melodioso es éste, mis amados servidores. ¿Cómo podría ser mejor? —El autarca se rió, pero con una extraña aspereza, como si combatiera una duda. Pero el autarca nunca dudaba, pensó Vash, y el autarca no tenía miedo de nada. Hacía muchos años que conocía a Sulepis, desde su silenciosa y estudiosa niñez hasta su súbito y violento ascenso al trono, y el monarca siempre había demostrado una suficiencia rayana en la locura.

—Es un bello mundo, en efecto, Dorado —dijo Vash en el silencio que siguió a la risotada, y a pesar del frío que le helaba el corazón hizo lo posible por parecer sincero.

* * *

Salió por la puerta y nadie la detuvo. Un instante antes todo era luz y calor y la respiración tranquilizadora de sus hermanos dormidos, y al siguiente Qinnitan había salido al frío sorprendente de una noche sin luna.

Los edificios de la calle Ojo de Gato sólo eran sombras, pero no importaba. Conocía el lugar tan bien como la geografía de su propio cuerpo, sabía que la casa de Arjamele estaba a un paso, y que tropezaría con la piedra suelta del siguiente umbral si no pisaba con cuidado. Conocía la forma de todo, pero también sabía que algo había cambiado en esa calle oscura y fría.

El pozo. El pozo no tenía tapa.

Pero eso era imposible: de noche el pozo siempre estaba tapado. Sin embargo, aunque no podía verlo (no veía nada salvo la silueta difusa de los edificios, negros contra el terciopelo morado del cielo), supo que estaba destapado. Lo sentía como un agujero en la noche, de una negrura más profunda que todo lo que veía. Peor aún, intuía que había algo en su interior, algo que aguardaba.

Avanzó como impulsada por un dios, sintiendo la áspera arena en la planta de los pies. Las piedras de la calle, una calle tan vieja como Xis, se habían rendido tiempo atrás a esa arena invasora. Por mucho que las mujeres barrieran, los adoquines nunca volverían a verse. Pero se decía que las casas más antiguas tenían sótanos con puertas que antaño daban a la calle, cuando los adoquines aún eran visibles, aunque ahora esas puertas ya no podían abrirse, y en tal caso sólo dejarían entrar el polvo de siglos.

Qinnitan sintió el pozo antes de verlo, ese círculo de piedra en cuyo centro el vacío parecía una herida sin restañar. Creyó oír un ruido tenue, como si en lo más hondo alguien agitara el agua.

Se inclinó, aunque no quería, pues el instinto le gritaba que buscara refugio en la casa donde dormía su familia. Pero se inclinó más, hasta asomarse sobre el agujero invisible, hasta oír chasquidos y chapoteos, algo que se movía en la oscuridad.

¿Era un engendro de ocho patas como el que había visto en el mercado, una especie de araña de mar tan resbaladiza y blanda como un fideo? ¿Cómo podía esa cosa meterse en el pozo? Pero ahí estaba, y podía sentirla y oírla, intuir su monstruosa presencia.

Ahora sentía sus movimientos. Subía. Con fuerza y paciencia inhumanas, trepaba por las piedras lisas y pegajosas hacia la boca del pozo, mientras ella permanecía dura como piedra. También la sentía en la cabeza: pensamientos fríos, deseos incomprensibles pero inequívocos como dedos en su garganta. Trepaba hacia ella con determinación, como si la hubiera llamado…

¡Briony! ¡Ayúdame!

Al principio pensó que era la voz de la criatura del pozo, pero parecía la voz de una persona, un joven, tan asustado como ella. ¿Alguien la llamaba? Pero ¿por qué la llamaría con ese nombre desconocido?

La criatura del pozo no se detuvo ni aminoró la marcha. Qinnitan trató de gritar, pero no pudo. Trató de nuevo, pero el grito cobraba fuerza en su interior, a punto de estallar como una represa inundada.

¡Briony! ¡Estoy aquí! Ella lo percibía como si estuviera al otro lado del pozo, y casi podía verlo, un joven pálido de pelo tan rojo como el mechón que ella tenía entre sus rizos oscuros, un chico que la miraba sin verla, con ojos desorbitados…

¡Briony!

Estaba aterrada. Los dedos húmedos de esa cosa se curvaban sobre el brocal. ¿El chico no la veía? Quería saber por qué la llamaba por ese extraño nombre, pero cuando pudo hablar sólo le preguntó:

¿Por qué estás en mi sueño?

Entonces la negrura estalló y el niño se disipó como humo y ella lanzó un alarido ronco…

* * *

Qinnitan se incorporó jadeando. Algo la aferraba y se debatió infructuosamente hasta que comprendió que no era algo enorme y helado sino pequeño y cálido, algo que tenía miedo. Era Palomo el que la aferraba, jadeando de temor. Estaba aterrado, pero trataba de tranquilizarla.

—No te preocupes —murmuró Qinnitan. Buscó su cabeza en la oscuridad y le acarició el pelo. Él se apretó contra ella como el mono de un músico callejero—. Fue sólo una pesadilla. ¿Tenías miedo? ¿Me llamabas?

Pero él no podía haberla llamado con palabras. La voz también formaba parte del sueño. Briony. Qué nombre extraño. ¡Y qué sueño espantoso! Había sido como las noches en que vivía en la Reclusión, cuando el sacerdote Panhyssir le daba ese horrible elixir llamado Sangre del Sol, ese veneno que la sumía en un terror febril y la enloquecía.

Qinnitan tembló al recordar. Palomo se había vuelto a dormir, y su cuerpecito huesudo se apretaba contra ella y le impedía bajar el brazo, que ya empezaba a dolerle un poco. ¿Cómo podía haber creído que el autarca la dejaría escapar? Era una tontería quedarse en Hierosol, a tan poca distancia de Xis. Tendría que empacar por la mañana, irse de la ciudadela y su lavandería.

Mientras abrazaba al niño en la oscuridad, oyó un gemido: fuera del dormitorio, el viento arreciaba.

Una tormenta, pensó. Viento del sur. ¿Cómo lo llaman aquí? Viento rojo; el viento de Xand. De Xis.

Rodó, deshaciéndose suavemente de Palomo. La respiración del niño se alteró, volvió a asentarse en un zumbido tranquilizador como el bordoneo de las abejas sagradas, pero Qinnitan no podía calmarse tan fácilmente. Los vientos impulsan barcos, pensó. De pronto el sueño parecía más lejano que el continente meridional.

Se levantó y atravesó el frío suelo de piedra para dirigirse a la sala principal, y la respiración de las mujeres dormidas la convenció de que todo era normal, de que la extrañeza sólo era un efecto de la oscuridad. Se acercó a una ventana y subió la persiana, buscando un destello del claro de luna o la silueta de los árboles curvándose en el viento, cualquier cosa común. Casi esperaba encontrar la calle Ojo de Gato y el pozo destapado, pero se tranquilizó al ver las altas fachadas del Paseo de los Ecos. Algo se movía en la calle desierta, un hombre con una larga túnica alejándose deprisa de la columnata. Quizá fuera sólo uno de los muchos sirvientes de la ciudadela que volvía tarde a casa, o quizá fuera alguien que había estado observando el dormitorio.

Conteniendo el aliento como si ese hombre pudiera oírla a cien pasos de distancia, Qinnitan bajó la persiana y regresó al interior del oscuro edificio.

* * *

A veces Pinimmon Vash encontraba la gran sala del trono de Xis tan acogedora como la casa donde había pasado la infancia (una vivienda en el distrito del templo, grande pero no en exceso, un ensueño de riqueza para los sirvientes, pero sólo una residencia de las muchas que pertenecían al eminente clan Vash). La sala del trono era el lugar de trabajo del ministro supremo, y era comprensible que a veces pasara por alto su tamaño y esplendor. Pero en otros momentos la veía tal como era, un vasto recinto del tamaño de una aldea pequeña, cuyas losas negras y blancas se extendían cientos de metros en perfección geométrica hasta que el ojo se fatigaba tratando de mirarlas, y cuyo techo azulejado cubierto de imágenes de los dioses de Xis parecía vasto como el firmamento. Éste era uno de esos momentos.

El recinto estaba lleno. Parecía que todas las personas de la corte habían ido a presenciar la ceremonia de la partida, hasta el tembloroso Prusas, que generalmente sólo salía de sus aposentos cuando Sulepis reclamaba su asistencia, y al que Pinimmon Vash veía por segunda vez en el día, algo insólito. Le satisfizo ver que el escotarca, sucesor nominal de la monarquía, estaba vestido como correspondía, con una túnica suntuosa demasiado oscura para mostrar la baba que le caía por la barbilla.

Esa sala monstruosa estaba tan atestada que Vash no veía las baldosas, por primera vez desde la coronación del autarca. Todos estaban vestidos como para un festival, pero se habían pasado la mayor parte de la mañana en silencio mientras sacerdotes y funcionarios desfilaban para ocupar su lugar frente al Trono del Halcón, docenas de dignatarios que sólo aparecían en estas ocasiones de gala:

Los profetas del Altar de la Luna de Kerah

Los guardianes de las rapaces del autarca

El amo del sarcófago de Vushum

Los jefes de los destiladores de Ash-hanan en Khexi

Los Ojos del Bendito Autarca en Alto Xand

Los Ojos del Bendito Autarca en Bajo Xand

El oráculo de los Susurros de Surigali

El amo de las Abejas Sagradas de Nushash

El escriba de la Tablilla de los Destinos

Los alcaides de las Puertas del Mar

Los suplicantes de las Olas de Apisur

Los alcaides de los Canales Reales

El guardián de los monos sagrados de Nobu

El esclavo sagrado de la Gran Tienda

El amo de la Reclusión de Nissara

El director de los reales rebaños

El director de los graneros de Zishinah

Los sacerdotes del Advenimiento de Zoaz

Los guardianes del Látigo Que Azota a Pah-Inu

Los alcaides de la Coa de Ukamon

Los sacerdotes del Gran Cayado de Hernigal

Y había otros sacerdotes, muchos más: Panhyssir, sumo sacerdote de Nushash y la autoridad religiosa más poderosa del país después del autarca, junto con sacerdotes de Habbili y Sawamat (la gran diosa que, a decir verdad, tenía más sacerdotisas que sacerdotes, pero cuyas servidoras, como las sacerdotisas de la Colmena, estaban subordinadas a sus amos masculinos y sólo tenían una presencia simbólica), sacerdotes de todas las deidades existentes, y de algunas que quizá sólo existieran en las leyendas de otras deidades.

Y también abundaban los funcionarios de la corte, los Favorecidos del palacio y los hombres enteros del ejército y la armada, jefes de establos y de cocinas, cronistas y los escribas de todos los graneros, lecherías y almacenes del gigantesco Palacio del Huerto, amén de los embajadores de cada país sometido que ahora bailaba al son de la melodía del autarca: Tuan, Mihan, Zan-Kartuum, Zan-Ahmia, Marash, Sania e Iyar, e incluso algunos humillados embajadores del continente septentrional que representaban a las naciones cautivas de Ulos, Akaris y Torvio. Había isleños de la lejana Hakka que usaban sus faldas de fronda de palmera, y caudillos de los pastores del desierto, camelleros y arrogantes jinetes del desierto rojo, de los que descendía la familia del autarca pero que ahora tenían la sensatez de arrodillarse como todos los demás. (Ser amo del desierto y pariente del autarca podía ser motivo de orgullo, pero el exceso de orgullo en presencia del Dorado era una necedad; los pocos necios que se criaban en las arenas no llegaban a la mayoría de edad.)

Sulepis, amo de la Gran Tienda, Dorado, dios en la tierra, estaba plantado ante esta congregación como el sol en el cielo, vestido sólo con un inmaculado taparrabos blanco, alzando los brazos como si se dispusiera a hablar. Sin embargo, guardó silencio mientras los esclavos de la Real Armadura seguían las instrucciones del alto funcionario conocido como amo de la Armadura, un puesto reservado para lo más parecido a un amigo que tenía el autarca, un joven rechoncho llamado Muziren Chah, hijo mayor de una familia noble intermedia; Muziren había compartido una nodriza con el pequeño Sulepis pero no tenía sangre azul. Bajo las silenciosas pero evidentes órdenes de Muziren, los esclavos de la Real Armadura cubrieron al autarca con pantalones ondeantes y una blusa de seda roja bordada con el halcón de Bishakh, luego le pusieron las botas, el cinturón y las insignias de su investidura, el amuleto y el gran collar, ambos hechos de oro y ópalo de fuego. Luego comenzaron cubrirlo con su armadura dorada, primero el peto y la falda de delicada pero resistente cota de malla, luego el resto, terminando con los guanteletes. Le pusieron su gran capa negra, en la que habían bordado las alas extendidas del halcón con hilo dorado, y le colocaron en la cabeza la corona de batalla, con puntas flamígeras.

Una vez que los sacerdotes perfumaron al autarca con incienso, le llegó el turno a Vash. Llevó el cojín donde reposaba la Maza de Nushash, laminada de oro y con forma de sol ardiente. Sulepis la miró con una sonrisa, le guiñó el ojo a Pinimmon Vash y la alzó. Por un momento el ministro supremo pensó que el autarca estaba a punto de aplastarle los sesos frente a esa congregación de notables (ninguno habría protestado, ni siquiera murmurado), pero en cambio se volvió hacia el mar de gente y bramó con su voz aguda y estentórea:

—¡No descansaremos hasta someter a los enemigos de Gran Xis!

La multitud lanzó un rugido de aprobación que empezó cómo un gemido de dolor y se elevó hasta que pareció sacudir las imágenes de los dioses del techo y arrancarlas de su firmamento para derribarlas.

—¡No descansaremos hasta que nuestro imperio abarque el mundo entero!

El rugido se intensificó, aunque Vash no tenía la menor idea de por qué les importaba que Xis se alargara una pulgada.

—¡No descansaremos hasta que Nushash sea el amo de todo, el dios viviente en la Tierra!

Ahora el alboroto amenazaba con arrancar los mosaicos del techo y sacudir las columnas que separaban el cielo de la tierra.

El autarca se volvió hacia Vash para decirle algo, pero las palabras se perdieron en la tormenta de aprobación. Se giró para pedir silencio con un gesto, y todos callaron al instante.

—En nuestra ausencia, Muziren Chah, amo de la Armadura, os cuidará como yo os cuido, como un pastor cuida sus cabras, como un padre cuida a sus hijos. Obedecedle en todo, o regresaré para destruiros.

Los asombrados cortesanos asintieron, murmuraron una alabanza e hicieron todo lo posible para dar a entender que ni siquiera se imaginaban lo que significaba desobediencia; Vash tuvo que hacer un esfuerzo para mantener su expresión inmutable. ¿Muziren? ¿El autarca dejaba a ese imbécil a cargo del trono? Ese papel correspondía a Prusas, el escotarca tullido, o a Vash como ministro supremo. ¿Cuál sería el motivo de esa extravagante elección? ¿Era sólo que Muziren no tenía la ambición de adueñarse del trono? Costaba creer que Sulepis pensara que sería tan vulnerable por sólo dejar la ciudad, con doscientos cincuenta mil hombres a su mando y la sangre de cien reyes en las venas.

Muziren Chah aceptó el anillo de regencia y se hincó de rodillas para besar los pies del autarca. El autarca despidió a la multitud. (Ninguno de ellos era tan tonto como para abandonar el sitio donde estaba hasta que Sulepis hubiera partido.) El autarca se volvió hacia Pinimmon Vash.

—A las naves —dijo sonriendo—. Hay sangre en el aire. Y también otras cosas.

Vash no entendió a qué se refería.

—Pero… ¿qué hay de Prusas, Dorado?

—Él vendrá conmigo. Nuestro amado escotarca merece conocer un poco de mundo, viejo amigo.

—Sin duda, Dorado. Pero nunca ha viajado…

—Entonces no digamos más. También necesitaré a mi fiable ministro. ¿Estás preparado?

—Desde luego, amo de la Gran Tienda. He empacado mi equipaje y estoy preparado para cumplir vuestras órdenes, como siempre.

—Bien. Tendremos una aventura sumamente interesante.

El autarca regresó a su litera. Ahora que estaba vestido con la Real Armadura, no podía abandonar la sala del trono de modo normal; más aún, no podía tocar el suelo de Xis hasta haber llegado a su nave. Los robustos esclavos lo levantaron y se lo llevaron, mientras Vash se preguntaba por qué tenía la sensación de que el mundo se había desviado levemente de su órbita habitual.