25: El hombre gris

25

El hombre gris

Los Primigenios eran grandes como montañas, o bien pequeños como gemas en la intimidad de la tierra. Venían de todas partes, y tomaban partido por los hijos de Humedad o los hijos de Brisa, porque las heridas no se restañaban y en la creciente tormenta sólo se oían canciones que pedían sangre y respuestas. Así estalló la Guerra en el Cielo.

Los hijos de Humedad cercaron la casa de Destello de Plata, que tenía tantas habitaciones como la cantidad de veces que el Pueblo ha respirado.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

Me pegó.

La furia de Barrick se había reducido a una dureza fría dentro del pecho, pero no se disipaba. Le alegraba: en cierto modo le infundía vida. Mejor estar furioso que vacío. Miró a Ferras Vansen, que mascaba un trozo de pan rancio. El resto de los prisioneros, clasificados en ganadores y perdedores una vez que los guardias arrojaron el cuenco de sopa viscosa en medio de la celda, lamían la comida o se lamían las heridas. Los más pequeños estaban tan flacos y desnutridos que era evidente que habían dejado de competir por su alimento y sólo esperaban la muerte. Pero a Barrick no le interesaban esas criaturas desdichadas.

¡No tenía derecho!

Basta. Gyir empujó la mano con que Barrick sostenía el pan. Come. Él te trajo comida.

¡Pero me pegó!

Yo mismo te habría pegado si hubiera estado más cerca. Actuabas como un pichón… No, ni siquiera. Ningún hijo del Pueblo sería tan necio. Este lugar es peligroso… y aún no sabemos hasta qué punto. No podemos perder tiempo en tonterías. Un estruendo sacudió el suelo de la celda como un martillo gigante cayendo en las honduras de la tierra. Desde que los habían capturado, Barrick había oído muchas veces ese fragor; los otros prisioneros ni siquiera alzaron la vista.

Gyir arrancó un trozo de su hogaza, más grande que la de otros prisioneros, y se metió el resto en la capa.

Guarda lo que no comas. Podemos necesitarlo después.

¿Por qué?, preguntó Barrick con amargura. Tú ni siquiera comes, ¿verdad? Además, nos ha capturado un dios. ¿Qué podemos hacer?

Te dije que Jikuyin era un semidiós, no un dios. Créeme, hay un mundo de diferencia. ¿Qué podemos hacer? Esperar y vigilar… y sobre todo pensar. Nos han quitado las armas, pero no el seso. El crepuscular vaciló, como si quisiera decir algo más. Luego, para asombro de Barrick, la cara de Gyir se desprendió del hueso, enrollándose desde la barbilla hasta los ojos.

No, no era eso, comprendió el príncipe tras un instante de desconcierto. La piel que había entre lo que sería la barbilla y la nariz de un hombre común se había plegado, flexible como el labio inferior de un caballo, exponiendo una carne aún más clara, lustrosa de humedad, y una boca pequeña y casi circular. Vansen también miraba asombrado. Sin prestarles atención, Gyir se metió un trozo de pan en ese agujero con dientes. Masticó, moviendo huesos y músculos bajo la segunda capa de piel (la mandíbula no estaba articulada como la humana) y tragó. El crepuscular miró a sus dos compañeros como retándolos a hablar.

Sí, ya tienes la respuesta a tu pregunta, dijo al fin. Parecía furioso. Así come un membránido. No es bonito.

¿Pero cómo respiras?, preguntó Barrick. Siempre tienes la boca tapada.

Gyir se apartó el pelo oscuro y lacio del costado de la cabeza.

Detrás de mis orejas hay ranuras semejantes a las agallas de un pez. Cuando es necesario, puedo cerrarlas. Siguió un caudal de ideas sin palabras que Barrick tardó en comprender. Así no me ahogo cuando arrecia la lluvia, concluyó. La sensación anterior, comprendió Barrick, había sido una carcajada, aunque amarga.

Gyir comió el resto del pan y volvió a plegar la piel, que se dobló bajo la barbilla como el parche de un tambor, dejando una lisura de marfil bajo los ojos rojos.

Bien, dijo. Has saciado tu curiosidad. Esto es lo que significa haber nacido con la membrana. Ahora podemos volver a pensar en las cosas importantes. Gyir se levantó y se estiró. Varios prisioneros se apartaron, pero él no les prestó atención. Me siento más fuerte que antes (creo que el poder de la voz de nuestro enemigo me ha afectado de algún modo), pero aún no podría vérmelas con el poder de Jikuyin. Aun así, si se descuida como lo ha hecho en el pasado, tenemos una posibilidad.

—¿A qué te refieres? —preguntó Vansen.

No uséis la voz, ordenó Gyir. Yo oficiaré de intérprete entre vosotros dos cuando sea necesario.

Barrick frunció el ceño. Un día antes Gyir hablaba sólo con él, pero ahora el soldado estaba incluido en todo. ¿De qué servía sufrir como él había sufrido si eso no lo hacía especial?

Los inmortales, a pesar de su poder, siempre tuvieron una debilidad, dijo Gyir. No cambian ni aprenden. Jikuyin es temible, pero siempre fue un necio que se consideraba más grande de lo que era. Gyir extendió los dedos en un gesto nuevo, algo que parecía ritual. Se puso de parte de los Onyenai (nuestro bando, podría decir, porque mi gente también luchó junto a los Onyenai) en una de las últimas grandes batallas entre dioses, monstruos y hombres. Pero Jikuyin no atacó cuando tendría que haberlo hecho, esperando beneficiarse con la sangría sufrida por ambos bandos. Ya entonces era ambicioso.

»Cuando llegó al campo con su legión de Enviudadores, era demasiado tarde. Los Onyenai estaban derrotados, pero los Surazemai (Perin, sus hermanos y aliados) aún eran fuertes. Jikuyin quedó atrapado y no pudo retirarse. En su tonto orgullo, atacó al gran Kemios, matando a un hijo del Padre Tierra, el semidiós Annon. Kemios, en su cólera, era muy superior a Jikuyin. Le arrojó su gran lanza Estrella de la Tierra y le destrozó el escudo, le rompió el yelmo y le arruinó la cara. Tendría que haber muerto, pero los Enviudadores, viendo que no habría despojos para ellos, lograron llevarse a su caudillo herido. Después muchos creyeron que había muerto, pero el Pueblo siempre ha dicho que nadie conocía el auténtico destino de Jikuyin. Teníamos razón al ser cautos.

¿Qué quiere él? Barrick no entendía del todo esa historia, que parecía una versión confusa de lo que el padre Timoid les había enseñado sobre los dioses. ¿Por qué tomamos prisioneros? ¿Qué se propone hacer con nosotros?

Gyir alzó la mano, con ojos súbitamente alerta.

No habléis más. Alguien se acerca.

Hacía horas que criaturas de varios tipos entraban y salían de la enorme caverna: guardias que llevaban o traían cautivos, duendes tambaleantes cargados con baldes de comida, a veces cráneos largos con harapientos grupos de prisioneros nuevos, pero ésta era la primera vez que Gyir parecía reparar en ello. A Barrick se le aceleró el corazón.

La gruesa puerta de bronce de la celda se abrió y entró un pelotón de los velludos guardias simiescos, y su apariencia amenazadora y sus pesados garrotes pronto abrieron un espacio mientras los prisioneros se apresuraban a ceder el paso. Incluso aquéllos que aún picoteaban la comida se quedaron tiesos y se encogieron contra las paredes. Se hizo silencio en la celda. ¿Acaso venía el semidiós en persona? Barrick no podía respirar. ¿Ese monstruo pasaría siquiera por las enormes puertas sin apoyarse en las manos y las rodillas?

En cambio, el sujeto que entró en la celda era un hombre de tamaño común, y vestía una cogulla tan negra que la luz de las antorchas parecía morir en ella, como si alguien hubiera arrancado un trozo de la realidad visible con un cuchillo. Manos esqueléticas que parecían puro hueso, tendón y piel echaron la capucha hacia atrás, revelando una cabeza rapada y una cara tan consumida como una momia xandiana. Bajo la tez gris perla, delgada como la media de seda de una dama, se veían casi todas las líneas del cráneo. Podría haber sido un cadáver que empezaba a pudrirse salvo por los ojos, que relucían en las profundas y oscuras cuencas con un verdor plateado, como dos lunas gemelas.

—Mi amo me encargó que verificara si estáis cómodos. —La aterradora voz del desconocido era tan inexpresiva como la cara. No pestañeaba. Su mirada era fija e inmutable como la de un pez, como si no tuviera párpados—. Cómodos… y seguros. Pero creo que en compañía de un guerrero como Farol de Tormentas, debéis tener un aposento más íntimo. —Hizo una señal con la mano huesuda—. Seguidme.

Los brutales guardias avanzaron, los ojos diminutos casi invisibles bajo sus cejas gruesas, alzando los garrotes amenazadoramente. Barrick trató de levantarse, pero no podía dominar sus temblores y necesitó la ayuda de Vansen. Se zafó del apretón del soldado y caminó detrás de Gyir, que seguía al hombre de túnica negra hacia el fondo de la alta y larga sala. El desconocido se deslizaba con gracia perturbadora, como si sus pies no tocaran el suelo.

¿Quién es este hombre gris?, preguntó Barrick, combatiendo el terror. ¿Qué hará con nosotros?

Gyir no volvió la cabeza.

No hables, ni con la voz ni con la mente, y no te resistas. Éste es Ueni’ssoh de los nocturnales. No es un dios, pero es muy viejo y muy poderoso. ¡Silencio!

Barrick siguió a Gyir con paso tambaleante, rodeado por los harapientos seguidores. Aunque tenía el estómago vacío, el hedor de su pelambre lo ponía enfermo. Los tres prisioneros fueron conducidos a una angosta habitación de piedra, cavada en la roca viva en el fondo del vasto recinto, y separada del resto de la caverna por otra puerta con ventana enrejada. Lo único que había en esta celda más pequeña era un orificio hediondo en el suelo, para los desechos, y la única iluminación era una antorcha cuya luz entraba por la ventana de la puerta. Barrick tuvo que respirar profundamente para contener un alarido.

El hombre gris apareció en la puerta. Los miró largo rato en silencio.

Has decaído, Ueni’ssoh, dijo Gyir. Antaño eras poderoso entre tus gentes. Ahora te has convertido en el mago de la corte de un forajido.

Si esto estaba destinado a distraer o provocar al hombre gris, no dio resultado. Su voz siguió tan fría como antes.

—El amo dijo que erais un grupo extraño, y dijo la verdad. Vuestra presencia aquí no tiene sentido para mí, y eso no me gusta. Tú, el más joven. Ven aquí. Farol de Tormentas, si te entrometes, estos brutos te matarán.

¡No le digas nada! Las palabras de Gyir volaron como flechas a la cabeza de Barrick. Piensa en otra cosa. ¡No le digas nada!

Ueni’ssoh clavó su mirada en Barrick. En la pequeña celda no parecía haber nada más que esos ojos que brillaban como llamas azules. Sin poder evitarlo, Barrick avanzó a tumbos y se plantó frente al hombre gris, meciéndose en el calor helado de esa mirada mortífera. Sentía que el nocturnal hurgaba en sus pensamientos más profundos como si esos dedos cadavéricos le hubieran abierto el cráneo como un joyero.

¡No! Cerró los ojos con fuerza. Piensa en otra cosa, se dijo desesperadamente. ¡Cualquier cosa! Trató de imaginar la nada, la auténtica nada, pero la blancura amorfa que invocó cobró forma poco a poco, hasta transformarse en la nieve del jardín de la residencia de Marca Sur, un paisaje que había visto infinidad de veces. Barrick Eddon sentía la dolorosa presencia del hombre gris. Trató de pensar en otra cosa, pero la nieve que recordaba era totalmente real: una nieve nueva y profunda, apilada contra las chimeneas y en las ramas esqueléticas de los árboles. Su habitación, helada en una mañana de ondekamene a pesar del fuego del hogar. Apoyándose en su brazo bueno, mirando por la ventana… ¿Solo? No, no estaba solo…

—¿Qué miras, cabeza roja?

—Cuervos. Son cómicos. Aquél robó algo de la cocina, ¿ves? Y el otro trata de arrebatárselo.

—Tienen hambre. Eso no es cómico. —Ella se le acercó, y su cabello dorado era como el súbito despuntar del sol—. Tendríamos que darles de comer.

—¿A los cuervos? —Él rió ásperamente—. Estás loca, cabeza de paja. ¿Qué más quieres que hagamos, ir a las colinas para alimentar a los lobos? Aunque les lleváramos toda la camada de Bronce, mañana los lobos volverían a tener hambre. —Fingió reflexionar—. Pero quizá haya bastantes cachorros para alimentar a los cuervos…

Briony le pegó suavemente, y levantó al cachorro de la cama.

—¿Oíste eso, Nelli? ¿Oíste lo que dijo sobre ti y tus hermanos? ¿No es un monstruo cruel?

Entonces él la miró con atención. La luz de los ojos de Briony era mágica. A veces pensaba que era la única persona viva en ese castillo, aparte de él.

—Lunática —dijo, y se permitió una sonrisa—. ¿Lo ves? Hablando con los perros. Loca de remate.

—No soy yo quien está loca, Barrick Eddon, sino tú. Ahora déjate de decir sandeces sobre la nieve y los cuervos. Dime lo que quiero saber.

—¿A qué te refieres?

—Mírame —dijo ella, pero no parecía la misma—. Dime por qué estás aquí.

—¿Por qué? No te entiendo.

—Sí que entiendes. No me hagas perder tiempo. ¿Por qué estás aquí?

Él se quedó sin aliento. Eso no es… Briony no hubiera

Lo bañó una gélida ola de sorpresa y temor y se encontró mirando los ojos fríos y relucientes de Unei’ssoh.

Los labios color pizarra se curvaron en una sonrisa diminuta.

—Vaya. Más fuerte de lo que creía, y con ciertos… sabores interesantes. ¿Qué hay del otro mortal? ¿Será menos porfiado?

El hombre gris se giró súbitamente hacia Gyir, al sentir cierto movimiento.

—No, Farol de Tormentas, no lucharé contigo todavía. Disfrutaré mucho de ello, y me gusta postergar mis placeres. —El rostro cadavérico se volvió hacia Ferras Vansen y Barrick se sintió abruptamente liberado, como si una mano vigorosa le hubiera soltado la nuca. Se desplomó de rodillas mientras Vansen caminaba hasta detenerse ante el hombre de la túnica negra como un criado obediente.

Después de mirar al capitán unos segundos, Ueni’ssoh alzó la mano. Vansen se balanceó y cayó al suelo.

—Interesante —dijo Ueni’ssoh, mostrando dientes largos y angostos, grises como su piel—. Ambos me reveláis pensamientos sobre la misma mujer. Reflexionaré sobre ello. —Se volvió y salió de la estancia, seguido por los guardias bestiales. La puerta se cerró con estrépito, sumiendo la habitación en una oscuridad casi total mientras la atrancaban.

¿Qué harán con nosotros?, le preguntó Barrick a Gyir, pero el guerrero sin rostro no le respondió.

—¡¿Qué sucederá?! —preguntó Barrick en voz alta—. ¿Van a matamos?

Pedí silencio, y hablaba en serio. La furia de Gyir azotó la cabeza de Barrick como un viento invernal. Corremos grave peligro y cada palabra que dices en voz alta es un riesgo.

¡Pero te niegas a responder! Sabía que era una mezquindad, pero no le importaba. ¿Qué había ocurrido con el Barrick Eddon de días atrás, indiferente a la vida y la muerte? Sólo te quedas ahí sentado.

No guardo silencio porque esté de mal humor, dijo Gyir. Estoy poniendo a prueba mis aptitudes. Y estoy pensando.

¿Y eso qué significa?

Basta. Gyir cerró los ojos. Déjame en paz con mis pensamientos, muchacho, de lo contrario, muchas vidas correrán peligro, no sólo las de nosotros tres.

Afligido y aterrado, sin lugar para moverse, Barrick tuvo que sentarse y respirar ese silencio largo y espantoso.

* * *

El príncipe Barrick se había dormido al fin, y Vansen lo agradecía. Gyir dio señales de vida y se puso de pie con un movimiento ágil y elegante. Notable, teniendo en cuenta que había pasado horas sentado en la dura piedra.

¿Estos crepusculares serán más antiguos que nosotros y se han educado de otro modo?, se preguntó Vansen. ¿Sólo han aprendido trucos de magia? ¿O realmente nos superan en todo? Nunca olvidaría el modo en que los crepusculares habían descalabrado a sus hombres en el campo de Kolkan, como lobos luchando contra perros mimados.

Gyir fue a la puerta de la celda y se acercó a la reja para mirar fuera.

¿Viene alguien? Vansen empezaba a sentirse perturbadoramente cómodo con esta lengua sin palabras.

Silencio, respondió el crepuscular, alzando la mano.

Enfadado, Vansen se puso de pie para ver por su cuenta, pero Gyir le indicó que se alejara. El guerrero no se limitaba a observar, comprendió Vansen: había una intensa concentración en sus ojos entornados. A la luz de la antorcha de la puerta, Vansen vio venas que se abultaban en los costados de la frente marfileña de Farol de Tormentas.

El crepuscular miró a ambos lados y posó la vista en un prisionero corpulento de aspecto humanoide, desaliñado y amarillo como un ranúnculo, con largos pies de roedor y hocico de topo. La criatura irguió la cabeza y miró en torno con lenta curiosidad, y luego empezó a sacudirse como si lo acuciaran insectos voladores. Se aferró las orejas como para liberarse de un ruido molesto, luego se puso de pie y se dirigió hacia Gyir y la puerta de bronce.

La criatura amarilla se detuvo, acercando a las rejas su hocico con forma de flor, dilatando los ojos. Gyir alzó una mano y la criatura cerró los ojos. El crepuscular extendió los largos dedos a través de las rejas, tocó la frente de la criatura, y cerró sus propios ojos.

Durante largo rato permanecieron inmóviles como si celebraran un antiguo ritual. Al fin la criatura amarilla retrocedió un paso, sacudió la cabeza, se giró y se alejó sin mirar atrás. Gyir se quedó mirándolo un instante y se desplomó.

Ferras Vansen aferró al crepuscular para sostenerlo, protestando por el peso, aunque Gyir era más liviano de lo que sugería su tamaño. Mientras bajaba a Farol de Tormentas al suelo, reparó en el aroma del guerrero, una extraña mezcla de olor a mar, cuero y embriagadoras fragancias florales.

No temas, sobreviviré, le dijo Gyir con tono burlón. Sólo déjame descansar.

¿Qué hiciste?

Debo descansar. Gyir ni siquiera se apoyó la cabeza en el brazo. Sólo cerró los ojos.

* * *

El príncipe Barrick había despertado cuando Gyir se incorporó, frotándose la cabeza como si le doliera.

—¿Qué habéis hecho? —le preguntó a Vansen—. Él se niega a decírmelo.

Era evidente que el príncipe hablaba en voz alta para irritar a Gyir, y se preguntó si alguna vez el padre del muchacho le habría dado unos buenos azotes.

—No lo sé, alteza, porque yo tampoco lo entendí.

Varias veces he pedido silencio. No lo volveré a pedir. Gyir arrugó el entrecejo. Escuchad. Fuera de la celda, Vansen oyó el gruñido de los guardias y las quejas y gritos de los prisioneros. Están llevando una nueva cuadrilla a trabajar, y yo debo… angostar mis pensamientos. Profundizarlos. Miraré por los ojos de uno de ellos: el amarillo que vio el capitán Vansen. Veré lo que hace, adonde va, y descubriré algo sobre este lugar.

Vansen quedó intrigado.

Pero dijiste que estabas… incapacitado. Por lo que te hicieron esos seguidores.

Me he recobrado un poco. Creo que mi recuperación fue causada o acelerada por la presencia de Jikuyin, por la sacudida de su voz. Sería agradable pensar que al capturamos y encarcelamos, me ha devuelto sin saberlo parte de mi poder. Hizo una pausa, escuchando algo que decía Barrick. No sé si tengo las fuerzas, dijo Gyir. Muy bien, quizá tengas razón. Pero si me debilito demasiado, cortaré la cuerda, por así decirlo, y os dejaré caer a ambos antes que renunciar a mi concentración.

¿Qué significa eso? ¿Intentar qué?, preguntó Vansen, cuidándose de no hablar en voz alta.

El joven príncipe quiere que os permita ver lo que yo vea por los ojos del prisionero.

¿Y puedes hacerlo?

El crepuscular se sentó con la espalda contra la puerta y les indicó a ambos que se acercaran.

Tomadme las manos y cerrad los ojos, ahuyentad toda distracción. Le ofreció una mano a Vansen y otra a Barrick, las palmas hacia arriba, curvando los dedos como pétalos de flores de agua. Cogedlas.

Vansen obedeció y se desconcertó al no notar nada distinto, salvo la extraña situación de sostener la mano lisa y helada de Gyir.

No, debéis ahuyentar toda distracción. Si miráis en torno, si os movéis, si pensáis demasiado, me resultará más difícil retener todo en mi mente.

Vansen procuró obedecer. Al principio sólo vio las chispas que habitualmente flotaban en la oscuridad de los párpados cerrados. Luego una de esas chispas empezó a crecer y brillar, hasta disipar la negrura.

No era mera visión, comprendió cuando la puerta se abrió delante de él y siguió la espalda velluda de otro prisionero hacia el pasadizo. Podía percibir algunos pensamientos de la criatura amarilla, aunque para él eran tan ininteligibles como el canto de las aves. Esa criatura añoraba su hogar, un dolor que Vansen comprendía, pero en su caso «hogar» significaba bosques profundos, hojas enmarañadas y plateadas huellas de caracoles en el suelo húmedo. La criatura tenía nombre (algo así como «Alabad la Gracia de la Dulce Lisiya»). Estaba muy asustada, pero había disuelto su temor en una pasividad que Vansen no podía entender, la certeza de que nada cambiaría, de que sólo debía seguir adelante, de una mísera comida a la otra y de una orden a la otra, a menos que al fin sucediera algo que modificara esa pesadilla, aunque ese algo fuera la muerte misma.

Era una sensación escalofriante, y era espantoso experimentar esa desesperanza como propia. Vansen trató de no abrevar en el río de recuerdos que corría bajo esos pensamientos torpes y lentos. Sólo quería salir de esa mente cuanto antes. Odiaba estar dentro de ese ser atrapado, patético y condenado.

Algo lo envolvió, serenándolo como un padre haría con su hijo. Era Gyir, que no intervenía por piedad sino porque la incomodidad de Vansen afectaba a su concentración. Vansen sintió vergüenza e hizo lo posible por aplacar su incomodidad y su temor. Sólo observa, se dijo. Sé fuerte. No eres tú. Esta criatura no eres tú. Pero era horrible estar atrapado en el cuerpo de otro.

La fila de prisioneros atravesó varios corredores en declive y un tramo de escalera de caracol tan largo que Vansen temió que pronto vería el rostro de Immon, el portero inmortal. En estas profundidades oían mejor los ruidos tonantes que llegaban hasta la celda. No eran constantes ni regulares, pero cada cien pasos una detonación sacudía la piedra.

Pasaron frente a docenas de guardias velludos y cientos de prisioneros que regresaban de las profundidades, la mayoría grupos mixtos, pero algunos escogidos para una tarea específica, como unos seres bajos y musculosos con la cabeza hundida entre los enormes hombros, cada uno llevando un pico de bronce, como un lancero yendo a la guerra. Lo más estremecedor de esos excavadores no era su silencio ni su piel luminosa del color de los hongos, sino la ausencia de ojos en esos rostros toscos que apenas asomaban sobre el esternón.

Al llegar al pie de la escalera, los guardias condujeron al ser amarillo y sus compañeros por más corredores y un último declive, y luego atravesaron una gruesa puerta de madera. Allí había un carro de gran tamaño en una estancia un poco mayor que la que albergaba a los prisioneros, con las ruedas hundidas en surcos que atravesaban una gruesa capa de tierra. En el extremo de la estancia había una puerta con tamaño suficiente para permitir el paso del carro, y allí sólo se veía oscuridad. Un pozo conducía hacia abajo, con un sistema de grandes poleas encima y una telaraña de sogas que se internaba en las profundidades.

Vansen procuró entender lo que veía, pero no le encontraba sentido. ¿Debían tomar algo de la puerta de un extremo y luego bajarlo por el pozo? ¿Oro? ¿Joyas? ¿O el intercambio era a la inversa, y los escombros de la excavación, origen de toda esa tierra, eran enviados a la superficie para deshacerse de ellos?

Los bestiales guardias terminaron de arrear a los prisioneros pero no se detuvieron para impartir instrucciones. Quizá ni fueran capaces de hacer eso. Algunos se quedaron para custodiar a los prisioneros con sus garrotes (costaba decir cuántos eran, pues el crepuscular amarillo procuraba no mirarlos a los ojos) mientras el resto salía. Los prisioneros no se pusieron a trabajar de inmediato, y los guardias no parecían esperar que lo hicieran. El crepuscular amarillo y sus compañeros aguardaron con obtusa paciencia, pero la espera no fue larga.

Un grito llegó desde abajo y la mayoría de los prisioneros se lanzaron a las poleas que había sobre el pozo, mientras otros acercaban el carro. Los esclavos que tiraban de las sogas gruñeron y gimieron mientras alzaban un enorme cesto de madera desde el pozo, y luego desplazaron el cesto con un brazo con bisagras hasta ponerlo encima del carro. Cuando lo volcaron, gran cantidad de cadáveres cayeron en un blando montón.

Vansen casi soltó a Gyir, o Gyir lo soltó a él.

Uno de los cadáveres cayó de la pila al suelo de piedra, flojo como un saco de grano. El crepuscular amarillo y otro prisionero se inclinaron para levantarlo. En vida había sido un duende, supuso Vansen, aunque la piel velluda de la criatura estaba tan cubierta de tierra que costaba estar seguro. No había marcas de violencia ni golpes fatales.

Largos cardenales cruzaban la espalda del duende muerto, entrelazándose bajo la pelambre como caminos devorados por la maleza, pero la piel había cicatrizado tiempo atrás: la criatura no había muerto por efecto de los azotes.

El crepuscular amarillo continuó con su tétrica tarea como un sonámbulo, y quizá fuera mejor, pues a Ferras Vansen le repugnaba observar lo que hacía. Depositó otro cadáver en el carro, un cadáver con su misma piel despareja y su mismo hocico, con sangre en la cara pero ningún otro indicio de violencia. Vansen detectó una breve vacilación cuando la criatura vio que era alguien de su propia especie, luego dejó de mirar la cara y oscureció sus pensamientos. Aun así, no permaneció largo tiempo junto al cadáver de su congénere, sino que caminó hacia la parte trasera del carro justo cuando el crujiente vehículo comenzaba a alejarse del pozo. El crepuscular amarillo se encorvó una vez más para recoger el cadáver de una criatura de costra dura cuyos ojos entrecerrados y boca floja eran las únicas partes de la cara que no estaban cubiertas por placas de piel fibrosa. Esa criatura insectoide era más pesada de lo que el crepuscular amarillo esperaba, y al cabo de un momento de forcejeo decidió arrastrarla en vez de alzarla. Otro prisionero acudió en su ayuda (un detalle que Vansen encontró extrañamente conmovedor) y juntos cargaron el cadáver en el carro.

Más allá de la puerta de la estancia, una senda más o menos pareja se perdía en la oscuridad. Al cabo de cien pasos la senda se cubría de tierra y el carro se atascó. El amarillo y otros prisioneros empujaron hasta que las ruedas se liberaron y echaron a rodar. Otro fragor sacudió la caverna (Vansen no lo oyó, pero vio el modo en que zamarreaba al amarillo y todo lo que había alrededor) y por un momento los ojos por los que miraban se fijaron en el vacío: a la izquierda la senda descendía y la luz de la antorcha no llegaba a las profundas sombras.

Los prisioneros doblaron lentamente un recodo, tratando de no acercarse al borde. Aun así, un cautivo quedó apresado entre la rueda delantera y el borde de la senda; con un grito que Vansen apenas pudo oír, aunque sabía que debía ser espantosamente estridente en los oídos del amarillo, la criatura cayó en la oscuridad. Los demás prisioneros se detuvieron, asustados y consternados, pero los garrotazos de los guardias pronto los pusieron en movimiento.

Una vez que doblaron el difícil recodo, se encontraron cara a cara con más guardias velludos que caminaban hacia ellos. Tenían las caras envueltas en bufandas y sólo se les veían los diminutos ojos, con lo cual eran más ominosamente extraños. Estos seres simiescos se irritaron al ver que el carro les cerraba el paso y apuntaron sus lanzas con tridentes a los prisioneros, gesticulando airadamente hasta que los cautivos se aplastaron contra la pared de roca para cederles el paso.

Una vez que se marcharon, la criatura del bosque y sus compañeros volvieron a poner el carro en movimiento.

La parte de Vansen que aún pensaba como Vansen se había preguntado por qué irían tan lejos, y adonde llevaban los cadáveres. Ahora lo supo. La luz era cada vez más fuerte: evidentemente había otra fuente de iluminación además de las antorchas de las paredes. Cien metros más adelante, la senda giró una y otra vez. La luz y la pestilencia se intensificaron, y los prisioneros que todavía tenían harapos encima trataron de taparse la nariz y la boca. La criatura amarilla sólo pudo apoyarse la mano en su hocico de topo, como un padre que envuelve la mano del hijo con el puño. A través del hechizo de Gyir, Vansen olió carne putrefacta: el olor directo debía ser insoportable.

Por un instante Vansen no sólo sintió el horror del crepuscular amarillo, y el propio, sino la desesperación y el espanto del príncipe Barrick, como si el muchacho estuviera junto a él o dentro de él. Barrick intentaba apartarse de esa escena que se extendía ante ellos en la luz ondeante. Vansen sintió que el contacto de Gyir con todos se debilitaba.

¡No! Los pensamientos de Gyir fueron martillazos. ¡No os apartéis! ¡Esperad!

Docenas de guardias, muchos con túnicas con capucha que los cubrían casi por completo, se agolpaban en la vasta caverna, que era apenas una cornisa alrededor de un enorme pozo lleno de cadáveres, miles de criaturas muertas de todo tipo y tamaño. Cubrían los cuerpos con tierra traída en carros por otros guardias. Ardían llamas por doquier, grandes hogueras en cada rincón del enorme agujero y pequeñas fogatas en varios lugares más anchos de la cornisa, para disipar o consumir el hedor. El humo y las chispas subían en remolinos, y el calor del fuego y el aire que entraba por los corredores que desembocaban en el pozo hacían que los vientos pestilentes giraran en círculos antes de elevarse al oscuro techo.

No. Tantos… Es algo…

Vansen no supo si los pensamientos eran suyos, de Barrick o de Gyir. Sólo supo que el terrible espectáculo se borroneaba como si los ojos se le llenaran de lágrimas, luego todo se disipó en la negrura y estuvo de vuelta en su frágil cuerpo, despatarrado en el suelo de la celda junto a Gyir y Barrick, débil, mareado y horrorizado.