22: Una reunión del gremio

22

Una reunión del gremio

Como regalo de boda, Destello de Plata le dio a Hija Pálida una caja de madera con aves esculpidas, y ella guardó allí todo lo que recordaba de su familia y su viejo hogar. Cuando abría la caja, la música le calmaba el corazón. Pero su padre Trueno no podía enfriar su ardiente furia con música. Informó a sus hermanos de que estaba acongojado, moribundo, que su corazón era una piedra humeante. Ellos fueron a verlo y él les habló del robo de su hija, su paloma.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

—No me convence —dijo Ópalo—. No creo que convenga contárselo a todo el mundo.

—Me temo que esta vez no coincido contigo. —Sílex miró la habitación. Por doquier había pruebas de las distracciones de los últimos días: herramientas sin limpiar, polvo sobre la mesa, platos y tazas sin lavar—. No soy ningún héroe, muchacha. He llegado al límite de lo que puedo hacer.

—¿Conque no eres ningún héroe? Pues últimamente has actuado como si creyeras que lo eres.

—No por elección propia. Con toda seriedad, amor, debes saber que es así.

Ella moqueó.

—Pondré la tetera. ¿Sabías que el cañón de la chimenea está tapado? Tendremos suerte si el humo no nos mata.

Sílex suspiró y se hundió en la silla.

—Luego me encargaré de la chimenea. Una cosa cada vez.

Estaba tan cansado que cuando empezó el campanilleo no se dio cuenta de lo que era. Medio dormido, pensó que eran las campanas del gremio, que el gran edificio flotaba en un rio subterráneo y se hundía en las tinieblas que había debajo de Cavernal…

—¿Es nuestra campanilla? —gritó Ópalo—. ¡Estoy preparando el té!

—¡Lo siento, lo siento! —Sílex se puso de pie, tratando de no prestar atención a las protestas de sus rodillas y tobillos. No, definitivamente no era un héroe.

Debería dedicarme a tallar esteatita y mirar cómo juegan mis nietos. Pero nunca tuvimos hijos. Pensó en Pedernal, el extraño Pedernal. Hasta ahora, supongo.

La mole de Cinabrio llenaba la puerta.

—Hola, maese Cuarzo Azul. He venido a mi regreso de la cantera, tal como prometí.

—Adelante, magíster. Muy amable por tu parte.

Ópalo ya aguardaba junto a la mejor silla con una taza de té de raíz azul.

—Me avergüenza recibir visitas con la casa en este estado… y para colmo un magíster. Nos haces un honor.

Cinabrio agitó la mano.

—Estoy visitando al ciudadano más famoso de Cavernal. Me parece que el honor es mío. —Bebió un sorbo de té para probarlo, y sopló.

—¿Famoso…? —Sílex frunció el ceño. Cinabrio era propenso a las humoradas, pero esta vez no había hablado en broma.

—Primero encuentras al niño, y cuando se escapa lo traes con un metamorfo sosteniendo la camilla. Recibes visitas de la gente alta. Y he oído rumores sobre los techeros, esa gente pequeña de los viejos cuentos. Sílex, si alguien en la ciudad no habla de ti y de Ópalo, tiene que ser tan ignorante como una musaraña.

—Vaya, vaya —dijo Ópalo, aunque había cierto matiz de orgullo en la voz—. ¿Más té, magíster?

—No, la cena me espera en casa, señora Ópalo. Trabajar hasta tarde es una cosa, pero llegar a la mansión Mercurio sin apetito cuando mi mujer se pasó la tarde en la cocina es meterse en problemas. No os quiero apresurar, pero quizá debáis decirme qué tenéis en mente.

Sílex sonrió. Este hombre era muy diferente del hermano de Sílex, que también era magíster. Nódulo Cuarzo Azul no era tan importante como Cinabrio, pero por las ínfulas que se daba parecía todo lo contrario. Cinabrio, en cambio… Era imposible no simpatizar con un hombre tan campechano, tan poco interesado en la posición o el rango. Sílex se sentía un poco mal por lo que estaba a punto de hacer.

—Iré al grano, magíster. Se trata de nuestro visitante. Necesito tu ayuda.

—¿Problemas con el niño? —preguntó Cinabrio con preocupación.

—No, no nos referimos a ese visitante. —Elevó la voz—. Ya puede salir, Chaven.

El médico tuvo que encorvarse para pasar por la ventana de la alcoba, donde había estado con Pedernal. Aun con la cabeza inclinada para no tocar el techo, tenía el doble de la altura de Cinabrio.

—Buenas noches, magíster —dijo—. Creo que nos hemos conocido.

—Por las antiguas profundidades —dijo Cinabrio, asombrado—. Chaven Makaros, ¿verdad? Usted es el médico… y se supone que está muerto.

—Muchos querrían que así fuera —dijo Chaven con una sonrisa amarga—, pero hasta ahora no se les ha cumplido el deseo.

Cinabrio encaró a sus anfitriones.

—Me sorprendéis de nuevo. ¿Pero qué tiene que ver conmigo?

—Creo que tiene que ver con todos —dijo Sílex—. Mis puntales ya no resisten el peso de tantos secretos, magíster. Necesito ayuda.

El jefe del clan Mercurio miró al médico, y de nuevo a Sílex.

—Siempre te he considerado un hombre bueno y honrado, Cuarzo Azul. Habla conmigo y escucharé. Al menos puedo prometerte eso.

* * *

Al ver que había llegado su visitante, el lord protector de Hierosol ordenó a sus comandantes militares que se marcharan. Los oficiales de capa negra enrollaron sus mapas de las defensas de la ciudadela, se inclinaron y partieron, pero no sin echar miradas de reojo al prisionero.

Ludis Drakava y su huésped no quedaron totalmente a solas. Aparte del Enomote Dorado, medio penteconto de soldados que no se alejaban del lord protector ni siquiera cuando dormía, y que ahora estaban en posición de firmes contra las paredes de la sala del trono, también estaban sus guardaespaldas, un par de enormes luchadores kracios que permanecían con los brazos cruzados e impasibles a ambos lados de la Silla Verde. (El macizo trono de jade de Hierosol tenía fama de haber pertenecido al gran Hiliometes, el Matador de Gusanos, y ciertamente tenía tamaño suficiente para que se sentara un semidiós. En los siglos recientes, emperadores de tamaño humano habían eliminado parte de la tarima para poder sentarse con los pies cerca del suelo y así salvaguardar su orgullo.)

Ludis, ex mercenario, tenía pecho y hombros tan anchos como para sentarse en la Silla Verde sin parecer un niño. En un tiempo había sido flaco y musculoso como la estatua de un héroe, pero ahora la armadura ligera que usaba, en vez del atuendo de la nobleza (quizá para recordar a sus súbditos que había conquistado el trono por la fuerza, y que no lo cedería de otra manera), no podía ocultar el grosor de su cintura, ni su barba ancha podía disimular que se le ablandaba la mandíbula.

Ludis indicó al prisionero que se acercara y se sentó en el jade sin cojines.

—Ah, rey Olin. —Tenía la voz áspera de un hombre que se ha pasado la vida gritando órdenes en el caos de la batalla—. Es bueno veros. No tendríamos que tratarnos como extraños.

—¿Cómo tendríamos que tratarnos? —preguntó el prisionero, aunque sin demostrar rencor.

—Como iguales. Como soberanos a quienes las circunstancias han reunido, pero con un entendimiento de lo que significa gobernar.

—Queréis decir que no debo despreciaros por tenerme prisionero.

—Os tengo prisionero por un rescate. Una práctica bastante común. —Ludis batió las palmas y apareció un sirviente vestido con la librea de la casa Drakava, una túnica decorada con la imagen estilizada de un camero de ojos rojos, un emblema que no había colgado en la sala heráldica tantos años como los otros escudos familiares. Puedes hacerte emperador en un día, advertía un viejo refrán hierosolano, pero necesitas cinco siglos para ser respetable—. Vino —ordenó Ludis—. ¿Y para vos, Olin?

Olin se encogió de hombros.

—Vino. Al menos sé que no me envenenareis.

Ludis rió y se acarició la barba.

—¡No, claro que no! ¡No desperdiciaría un botín tan valioso! —Le hizo una señal al sirviente—. Ya le oíste. Ve. —Se acomodó, ciñéndose los hombros con el manto de piel—. El viento del mar es muy frío. Los hombres de las llanuras nunca nos acostumbramos. ¿Vuestros aposentos son cálidos?

—Estoy tan cómodo como se puede estar en un lugar que tiene barrotes en las puertas y las ventanas.

—Siempre sois bienvenido a mi mesa. No hay barrotes en el comedor.

—Sólo guardias armados. —Olin sonrió—. Perdonadme. Soy reacio a compartir el pan con el hombre que me tiene prisionero mientras mi reino está en peligro.

El sirviente regresó. Ludis Drakava tomó una copa de la bandeja.

—¿O preferís elegir primero?

—Me atengo a mi comentario anterior. —Olin tomó la otra copa y bebió—. ¿Xandiano?

—De Mihan. El último de esa añada. Supongo que ahora harán ese odioso y dulzón brebaje xixiano. —Ludis bebió el suyo de un trago y se enjugó la boca—. Quizá desdeñáis mis invitaciones porque vos sois un rey y yo un mero usurpador, un campesino con ejército. —Su voz era agradable, pero algo había cambiado—. Los reyes, cuando se pide rescate por ellos, prefieren ser prisioneros de otros reyes.

Olin lo miró un largo instante antes de responder.

—Empobrecer a mi pueblo por el rescate ya es bastante malo, Drakava. Pero vos queréis a mi hija.

—Hay pretendientes peores. Pero me han dicho que actualmente se desconoce su paradero. Os estáis quedando sin herederos, rey Olin, aunque también he sabido que vuestra nueva esposa ha dado a luz. Aun así, un infante, impotente en manos de… ¿Cómo se llaman? ¿Los Tolly?

—Si ya no tuviera motivos suficientes para querer atravesaros con mi espada —dijo Olin sin inmutarse—, acabáis de darme varios. Y nunca tendréis a mi hija. Que los dioses me perdonen, pero sería mejor que estuviera muerta y no que fuera vuestra esclava. Si entonces yo hubiera sabido lo que sé ahora sobre vos, me habría ahorcado antes de permitir que sugirieseis ese matrimonio.

El lord protector enarcó las cejas.

—¿De veras?

—He oído lo que pasa con las mujeres que lleváis a vuestra alcoba… No, mujeres no, niñas. Niñas pequeñas.

Ludis Drakava rió.

—¿De veras? Mientras me acusáis de ser un monstruo, podéis contarme cuál es vuestro propio interés en las niñas, Olin de Marca Sur. Tengo entendido que habéis entablado cierta… amistad con la hija del conde Perivos.

Olin se agachó y puso la copa en el suelo, derramando un poco de vino en las losas de mármol.

—Creo que preferiría volver a mis aposentos. A mi prisión.

—¿Mi pregunta os afecta demasiado?

—Que todos los dioses os maldigan, Drakava. Pelaya Akuanis es una chiquilla. Me recuerda a mi hija… aunque no pretendo que vos entendáis semejante cosa. Ha sido amable conmigo. En ocasiones hablamos en el jardín, en presencia de los guardias y de sus criadas. Ni siquiera vuestra cochina imaginación puede hacer que eso sea inapropiado.

—Quizá, quizá. Pero eso no explica a la muchacha xixiana.

—¿Qué? —Olin se sorprendió, e incluso dio un paso atrás. Su pie tropezó con la copa y las heces formaron un charco en el suelo.

—No pensaréis que podéis reuniros con una criada, lavandera o lo que sea, y mucho menos con el mayordomo del castillo, sin que yo me entere. Si eso ocurriera, tendría que envenenar a todos mis espías como ratas y empezar de nuevo. —Soltó una carcajada—. ¡No soy tan tonto como creéis, Marca Sur!

—Sólo era curiosidad. —Olin recobró el aliento, y habló con voz serena—. Me pareció que se parecía a alguien, y quise verla. Estaba equivocado. Ella no es nadie.

—Quizá. —Ludis volvió a llamar al sirviente, que acudió con una jarra de vino y llenó la copa del lord protector. Vio la copa en el suelo y miró incómodamente a Olin, pero no se acercó para limpiar—. Di a los guardias que traigan al enviado —le ordenó Ludis, y luego se volvió hacia el cautivo—. Quizá sea como vos decís. Quizá. En todo caso, creo que esto os parecerá interesante.

El hombre que entró, acompañado por otro medio penteconto de Cameros del lord protector, era sumamente gordo, y sus muslos se frotaban bajo las suntuosas túnicas de seda, de modo que al caminar se mecía como un asno sobrecargado. Tenía la cabeza y las cejas rapadas y llevaba en el pecho un medallón rojo con forma de ojo llameante. Se detuvo al llegar al pie del trono y miró a Olin con suspicacia instintiva, como si se hubiera pasado la vida tomando rápidas decisiones sobre precedentes cortesanos y le disgustara ver a alguien que no podía clasificar de inmediato.

—No prestes atención a mi… consejero —le dijo Ludis Drakava al hombre gordo—. Léeme de nuevo esa carta.

El enviado inclinó la cabeza lustrosa, alzó un pergamino encintado y recitó el contenido con voz chillona y aniñada:

De Sulepis Bishakh am-Xis III, Elegido de Nushash, Dorado, amo de la Gran Tienda y del Trono del Halcón, Señor de Todos los Lugares y Acontecimientos (¡vida eterna para él!) a Ludis Drakava, lord protector de Hierosol y los territorios kracios.

Nos hemos enterado de que tenéis prisionero a un tal Olin Eddon, rey del país norteño llamado Marca Sur. Nos, en nuestra divina sabiduría, quisiéramos hablar con este hombre y recibirlo como huésped. Si nos lo enviareis, o dispusiereis que él viajara con el Favorecido Bazilis, nuestro mensajero, os recompensaríamos generosamente y también os veríamos con buenos ojos en el futuro. Si un día Hierosol formara parte de nuestro reino viviente (tal como es el deseo manifiesto del gran dios Nushash), es posible que vos, Ludis Drakava, recibierais una garantía de seguridad y elevada posición en nuestro glorioso imperio.

Si os negáis a entregarlo, en cambio, provocaréis nuestro gravísimo disgusto.

—Y está firmado por su sagrada mano, y lleva el gran sello del Hijo del Sol —concluyó el eunuco, cerrando el rollo de pergamino con un gesto grácil—. ¿Tenéis una respuesta para mi amo inmortal, lord protector?

—Te daré una por la mañana, no temas —dijo Ludis—. Ahora puedes irte.

El gordo lo miró con severidad, como a un niño que elude su responsabilidad, pero se dejó conducir por los soldados.

Sólo Olin, Ludis y los guardaespaldas quedaron en la sala del trono.

—Entonces, ¿le daréis lo que pide? —preguntó Olin.

Ludis Drakava soltó otra risotada. Tenía las mejillas rojas, y también los ojos. Al parecer, se había pasado la tarde bebiendo.

—El autarca, ese niño venenoso, amante de los eunucos, está preparando su flota. Vendrá pronto. La única pregunta es por qué os quiere a vos.

El rey norteño se encogió de hombros.

—¿Cómo puedo saberlo? Dicen que Sulepis está aún más loco que su padre Pamad.

—Sí, pero ¿por qué vos? Más aún, ¿cómo se enteró de que sois mi… huésped?

—No es ningún secreto. —Olin sonrió con sorna—. Os habéis asegurado de que todo Eion sepa que soy vuestro prisionero.

—Sí. Pero es interesante que esto ocurra poco después de que hablaseis con esa muchacha xixiana. ¿Esa inocente reunión no habrá sido una oportunidad para que vos enviarais un mensaje?

—¿Estáis loco? —Olin dio un paso hacia la Silla Verde. Los dos robustos guardaespaldas bajaron los brazos y le clavaron los ojos. Él se detuvo, apretando los puños—. ¿Por qué querría ponerme en manos de ese demente? Luché contra él y su padre durante años… y estaría luchando contra ellos ahora, si vos y vuestro maldito Hesper no hubierais conspirado para capturarme en Jellon. —Se golpeó las manos con frustración—. Además, hablé con esa muchacha hace sólo unos días. ¿Cómo pudo un mensaje llegar tan rápidamente a Xis?

El lord protector inclinó la cabeza.

—Todo lo que decís parece razonable. —Parecía satisfecho de haber irritado a Olin—. Pero eso no significa que sea cierto. Estos tiempos no son razonables, y vos lo sabéis bien, pues vuestro propio castillo es atacado por cambiaformas y duendes. —Clavó los ojos rojizos en Olin—. Os diré esto: pertenecéis a Ludis. Os compré, y os conservaré. Si os vendo, sólo yo me beneficiaré. Y si el autarca de Xis logra derribar las murallas de la ciudadela, me aseguraré con mi último aliento de que no os consiga. Al menos, no con vida. —El amo de Hierosol agitó la mano—. Ahora podéis regresar a vuestros aposentos para leer vuestros libros y coquetear con las criadas, Eddon. —Batió las palmas y los guardias aparecieron en la puerta—. Lleváoslo.

* * *

El techo exquisitamente tallado de la cueva donde se hallaba Cavernal era famoso en todo Eion. En tiempos mejores la gente viajaba desde comarcas lejanas como Perikal y las islas devonisianas tan sólo para ver ese fantástico bosque de piedra, el devoto trabajo de una docena de generaciones de cavemeros.

El techo de la sede del gremio de los picapedreros no era tan famoso ni tan vasto, pero a su manera era una obra de arte igualmente deslumbrante. En una concavidad natural de la base del castillo de Marca Sur, una mezcla de piedra caliza, cuarzo nuboso, vigas de antigua y negra madera y la incomparable destreza de los cavemeros se habían combinado para crear algo digno de la envidia de los propios dioses.

Sílex lo había visto muchas veces (su abuelo había formado parte del equipo que había efectuado las últimas grandes reparaciones), pero nunca dejaba de impresionarlo. Visto desde su posición solitaria en el Afloramiento, ese techo parecía una ventana de cristal de cuarzo y nubes de piedra caliza que mostrara una parte distante del cielo, pero esas nubes estaban sostenidas por grandes puntales de madera de hierro, demasiado gruesos y trabajados para ser meros ornamentos. Sólo cuando los ojos se acostumbraban a la oscuridad (que paradójicamente se intensificaba a medida que el espacio vacío ascendía), el espectador veía la figura con túnica y máscara rodeada por figuras más pequeñas con túnica y velo, todas sentadas cabeza abajo en el ápice, mirando con el ceño fruncido desde la bóveda, y comprendía que en realidad no miraba hacia arriba sino hacia abajo, que veía las profundidades de la tierra, un gran túnel que descendía al pozo de J’ezh’kral, dominio del señor de la Piedra Caliente y Húmeda… Kemios, como lo llamaba la gente alta.

Pero lo más ingenioso del recinto estaba bajo los pies del espectador, algo que Sílex tuvo tiempo para apreciar mientras se calmaba el alboroto que habían causado sus palabras. El semicírculo de escaños de los magísteres y las cuatro sillas de piedra que tenían enfrente se hallaban al borde de un enorme espejo de mica plateada, de modo que todo lo de arriba se reflejaba abajo. Sílex y los demás parecían estar sentados alrededor del gran pozo, mirando a los ojos de su dios. Aproximarse a los prefectos era como caminar en el aire encima de las honduras vivientes de la Creación.

Siempre era desconcertante. Esta noche, con todo el gremio reunido para juzgar los actos de Sílex, era escalofriante.

—¿Que hiciste qué? —Su propio hermano, Nódulo, lideraba previsiblemente la acusación contra él—. No puedes imaginar cuánto me avergüenza que un familiar mío…

—Por favor, magíster —dijo Cinabrio—. Aquí nadie ha determinado que se haya cometido una falta, y mucho menos que Sílex haya avergonzado a la familia Cuarzo Azul.

—¡A todo el clan Cuarzo! —exclamó Heliotropo, magíster de la rama Cuarzo Ahumado. Ese gordo de ojos saltones era aliado de Nódulo y siempre coincidía con él, incluso en su horror por lo que había hecho Sílex. No era el único: los magísteres de las familias Cuarzo Negro, Lechoso y Rosado también habían murmurado durante la comparecencia de Sílex en el Afloramiento.

Es grato que mi familia se desviva por ayudarme. Sílex sólo esperaba que el silencio de los otros miembros del clan Cuarzo augurase mentes mejor predispuestas.

—¿Forasteros en los Misterios? —Heliotropo sacudió la cabeza con asombro—. ¿Gente alta ocultándose de sus autoridades legítimas en Cavernal? ¿Qué locura has traído aquí, Silex?

—Tomamos nota de vuestra preocupación —dijo Cinabrio, con un tono que sugería lo contrario. Siendo magíster de la familia Mercurio, y uno de los líderes más importantes de la Casa del Metal (la mayoría pensaba que con el tiempo reemplazaría al viejo Cal Viva Peltre como uno de los cuatro grandes prefectos, el más alto honor entre los caverneros), convenía tenerlo como aliado. Aparte de todo lo demás, era justo y sensato—. Además, tendríamos que ver si otros magísteres o nuestros nobles prefectos tienen preguntas, antes de empezar a rasgarnos las vestiduras.

Escoria Volcánica, magíster de la familia Neis desde que su padre fuera elevado al rango de prefecto, se levantó. Había furia y aprensión en su rostro delgado.

—Deseo saber por qué has protegido al fugitivo, Sílex Cuarzo Azul. El resto está más allá de mi comprensión, pero esto parece bastante sencillo. Es un delincuente prófugo buscado por el regente del rey. Si lo encuentran aquí, todos pagaremos las consecuencias.

—Con todo respeto, magíster —dijo Sílex—, el médico Chaven es buen hombre, como he dicho. También era uno de los consejeros más respetados del rey Olin. Si él jura que los Tolly han asesinado a gente para adueñarse del trono, y que están dispuestos a asesinarlo a él para silenciarlo… Bien, soy sólo un capataz, un trabajador, pero me parece que es algo más complicado que limitarse a decir que es un delincuente.

—Lo cierto es que todos estamos en peligro —señaló Hiacinta Malaquita, una de las pocas magísteres femeninas—. Sílex, muchos te conocemos, y sabemos que eres buen hombre, pero un acto de caridad personal no justifica que arrastres a toda Cavernal a una rencilla con las autoridades del castillo…

La interrumpió un ruido de arena húmeda frotando piedra: el prefecto Sardo Esmeralda de la Casa de Cristal se estaba aclarando la garganta. A diferencia de los magísteres, los prefectos no se levantaban para hablar; el anciano Sardo permaneció encogido en su silla como un saco de muestras de mineral. En la pared, encima de su cabeza, relucía el Gran Astión, sello de Cavernal, como una estrella incrustada en piedra.

—Aquí se pregunta sin ton ni son —jadeó Sardo—. ¿Qué preguntas son las más importantes? Ésas son las que se deben responder primero. Luego iremos en escala descendente, capa tras capa, hasta llegar a la veta principal. —Agitó un brazo raquítico—. ¿Qué piensan los Hermanos Metamorfos? ¿Esta incursión en los Misterios sagrados ha enfurecido a los Ancianos de la Tierra?

Sílex miró en torno, pero parecía que ninguno de los presentes en esta asamblea reunida apresuradamente había pensado en citar a un miembro de la orden.

—Ellos saben que bajé a los Misterios en busca de mi… en busca del niño, y saben que lo traje de vuelta. —Los Hermanos Metamorfos no sabían todo lo que había ocurrido ahí abajo, y Sílex no se proponía contarle toda la historia al gremio; Ópalo siempre le recordaba que no era aconsejable confiar excesivamente en sus congéneres—. Saben que el techero bajó parte del camino conmigo. Lo único que les preocupaba es que esto parecía concordar con algunos sueños del hermano Azufre.

—Cuando se trata de los Ancianos de la Tierra —dijo Travertino, un prefecto casi tan viejo como Sardo—. Azufre ha olvidado más de lo que el resto de vosotros supo jamás…

—Sí, gracias, hermano prefecto —tronó Sardo—. Continuemos. Sílex Cuarzo Azul, ¿por qué trajiste aquí a ese niño alto? No es… nuestra costumbre.

—Supongo que se relacionaba con la extrañeza del sitio donde lo encontramos. A decir verdad, en gran medida fue porque mi esposa Ópalo quería llevarlo a casa y no pude disuadirla. —Una carcajada estalló en el recinto, pero fue breve: los asuntos que trataban eran demasiado graves—. Como todos sabéis, no tenemos hijos.

Sardo volvió a aclararse la garganta.

—Aparte de la coincidencia en el tiempo, ¿hay otro factor que te haga pensar que existe alguna relación entre lo que sucede en el castillo, según el médico, y el extraño niño que llevaste a tu casa?

Sílex reflexionó.

—Bien, Pedernal encontró la piedra que según Chaven se usó para asesinar al príncipe Kendrick. Puede ser casualidad, pero se trata de un niño que encontró a los techeros cuando hace generaciones que nadie los ve, y mucho menos habla con ellos…

—Entiendo a qué te refieres —dijo el prefecto, asintiendo. Agitó la mano, y parecía una tortuga volcada que intenta levantarse—. ¿Alguno de mis colegas tiene otra pregunta o sugerencia? —Entornó los ojos casi ciegos mientras miraba a los líderes de las casas Piedra de Fuego y Piedra de Agua, pero menearon la cabeza. Sólo Cal Viva Peltre, prefecto de la Casa del Metal, quiso añadir algo.

—¿Está el médico aquí, hermanos? —preguntó—. No podemos tomar decisiones basándonos sólo en lo que dicen otros.

Un magíster joven abrió la puerta de la cámara e hizo una señal. Chaven entró con las manos vendadas entrelazadas, la cabeza gacha y los hombros encorvados, aunque la puerta de la Cámara Magisterial era una de las pocas de Cavernal donde podía caminar erguido. Vio el tamaño del recinto y se detuvo, luego miró el suelo de mica, sobresaltado por el abismo que se abría bajo sus pies.

—Es un espejo —dijo Sílex desde el Afloramiento—. No tenga miedo.

—Nunca he visto un espejo de este tamaño —murmuró Chaven—. Maravilloso. ¡Maravilloso!

—Puedes retirarte, Sílex Cuarzo Azul —jadeó Sardo—. Chaven de Ulos, puede ocupar su sitio en el Afloramiento. Deseamos hacerle algunas preguntas.

El médico estaba tan fascinado por el espejo de mica que casi tropezó con un magíster, pero al fin se dirigió al Afloramiento y se detuvo en el borde del suelo circular, con las sillas de piedra de los prefectos a la izquierda, y los bancos de piedra de los magísteres a la derecha.

Mientras Chaven repetía la historia que otros ya habían relatado, Sílex agradeció que el médico no estuviera enterado de todo. Dada la obsesión de Chaven con los espejos, Sílex había preferido no contarle toda la historia del espejo de Pedernal, y tampoco había contado a los jefes del gremio su viaje bajo la bahía de Brenn para reunirse con los crepusculares victoriosos en Marca Sur. Sílex aún no sabía qué significaba todo eso, pero si le contaba a Cinabrio y los demás que había entregado algo al Pueblo Silente, como a veces los llamaban eufemísticamente, algo que el niño había traído desde la tierra de las sombras, el gremio quizá decidiera que conservar al niño era un riesgo que Cavernal no podía correr.

Y para mí sería el final, pensó. Mi esposa no volvería a hablarme. Y echaría de menos al niño.

—Usted comprenderá, Chaven Makaros —dijo Travertino, prefecto de Piedra de Agua—, que al venir aquí quizá haya puesto a nuestra comunidad en conflicto con las actuales autoridades de Marca Sur. —Miró al médico con severidad—. Tenemos un dicho: Pocas son las cosas buenas que vienen de arriba. Nada de lo que ha hecho usted me induce a pensar lo contrario.

Aun con la cabeza inclinada, Chaven era mucho más alto que los prefectos.

—Yo estaba herido, afiebrado y desesperado, caballeros. No pensaba en asuntos más trascendentes, sólo esperaba ayuda de mi amigo Sílex Cuarzo Azul. Me disculpo por ello.

—¡La necedad no es excusa! —protestó Nódulo, el hermano de Sílex. Varios magísteres murmuraron, aprobando el comentario.

—Pero la desesperación puede provocar alianzas genuinas —dijo Cinabrio, y muchos otros magísteres asintieron. Durante su breve tiempo en el poder, Hendon Tolly había arrebatado a los cavemeros todos los edificios de los alrededores del castillo, manteniendo sus planes en secreto y usando hombres escogidos traídos de Estío. Muchos líderes cavemeros ya temían por su sustento: las obras en el castillo de Marca Sur les habían dado muchos ingresos en los años recientes. Sílex sospechaba que eso contribuiría a que estuvieran dispuestos a correr más riesgos que de costumbre.

—¿Alguien más desea hablar? —preguntó el prefecto Sardo después de una larga perorata del magíster Conglomerado de la familia Marga sobre la necesidad de ser cautos—. ¿O podemos pasar a nuestra decisión?

—¿Qué decisión, prefecto? —preguntó Cinabrio—. A mi entender, debemos analizar tres elementos. Ante todo, ¿qué medidas debemos tomar con Sílex Cuarzo Azul por llevar forasteros a los Misterios? ¿Cómo se debe castigar al niño Pedernal por visitar los Misterios sin autorización (aunque parece haber sufrido bastante por su transgresión, y estuvo enfermo muchos días después de eso)? Además, ¿qué debemos hacer con este caballero, el médico Chaven, y cómo debemos encarar lo que él dice sobre los Tolly y el ataque a la familia real?

—Gracias, magíster Mercurio —dijo el prefecto Estrato Neis—. has resumido las cosas admirablemente. Y ya que eres el magíster mejor informado, puedes quedarte para ayudamos a nosotros cuatro en nuestras deliberaciones.

El ánimo de Sílex mejoró un poco. Siempre se escogía un magíster para impedir un empate entre las cuatro casas, y desde su punto de vista Cinabrio era una óptima elección.

Los cinco se levantaron (Sardo apoyándose en el brazo de Cinabrio) y se retiraron al gabinete de los prefectos, una habitación lateral que, por lo que Sílex había oído, estaba suntuosamente decorada, con su propia cascada y cómodos divanes. El informador había sido su hermano Nódulo, que siempre procuraba enfatizar la diferencia social que había entre él y Sílex. Una vez Nódulo había sido el magíster escogido para aportar el quinto voto, y aún hablaba de ello años más tarde, como si fuera algo de todos los días.

Mientras los prefectos deliberaban, los otros paseaban por la cámara del consejo y conversaban. Algunos, previendo un largo debate, fueron a tomar unas copas a la taberna de la esquina. Sílex, que tenía la inequívoca sensación de ser tema de todas las conversaciones, y no del modo que él habría querido, fue a reunirse con Chaven, que estaba sentado en un banco de la pared externa con expresión apesadumbrada.

—Me temo que sólo te he traído problemas, Sílex.

—Pamplinas. —Sílex procuró sonreír—. Algunos, sin duda, pero si yo hubiera acudido a usted, habría hecho lo mismo por mí.

—¿Eso crees? —Chaven meneó la cabeza y se apoyó la barbilla en las manos—. A veces lo dudo. Todo parece diferente desde que recibí ese espejo. No me siento la misma persona. Es difícil de explicar. —Suspiró—. Pero ojalá tengas razón. Espero que por dentro aún sea el mismo hombre, aunque no sé qué me ha poseído.

—Claro que es el mismo —dijo Sílex con voz alentadora, palmeándole el brazo, aunque esa charla lo ponía nervioso. ¿Cómo era posible que un mero espejo trastornara tanto a un hombre culto como Chaven?—. Quizá se preocupe más de la cuenta. Y quizá no convenga mencionar ese espejo que robó el hermano Okros.

—¿No mencionarlo? —exclamó Chaven con una cólera fría que sorprendió a Sílex—. Puede ser un arma… un arma terrible… y está en manos de Hendon Tolly, un hombre que no tiene bondad ni misericordia. ¡Él no debe poseerla! Tu gente… Debemos… —Miró en torno, asombrándose al descubrir que la persona que hablaba a gritos era él mismo—. Lo lamento, Sílex. Quizá tengas razón. Esto ha sido… difícil.

Sílex volvió a palmearle el brazo. Los otros caverneros los observaban, aunque algunos tenían la cortesía de disimularlo.

* * *

—Hemos decidido no decidir —dijo el prefecto Sardo—. Al menos, en lo que atañe a la cuestión más peligrosa, la legitimidad del regente del castillo, lord Tolly, y qué debemos hacer al respecto.

—Sabemos que debemos tomar una decisión —se explayó el prefecto Travertino—. Pero no podemos precipitarnos.

—No obstante, en el ínterin hemos decidido otras cuestiones —continuó Sardo, e hizo una pausa para recobrar el aliento—. Sílex Cuarzo Azul, ponte de pie para oír nuestras palabras.

Sílex se puso de pie con ansiedad. Trató de mirar a Cinabrio a los ojos para tener una idea de lo que dirían, pero la oscura mole del prefecto Estrato Neis le impedía ver al magíster de Mercurio.

—Dictaminamos que el niño Pedernal será castigado por su transgresión, por usar la pintoresca expresión de Cinabrio, y el castigo consistirá en que no podrá salir de su casa a menos que lo acompañen Sílex u Ópalo Cuarzo Azul.

Sílex respiró aliviado. No expulsarían al niño de Cavernal. Estaba tan aliviado que le costó prestar atención a las otras conclusiones.

—Sílex Cuarzo Azul no ha cometido ningún delito —proclamó Sardo.

—Aunque pudo haber actuado con mejor criterio —añadió el prefecto Cal Viva Peltre.

—En efecto —concedió el viejo Sardo, mirando agriamente a su colega—, pero hizo lo posible por remediar una mala situación, y luego comprendió que no podía seguir adelante sin el consejo del gremio. Para él no habrá ninguna pena, pero ya no debe obrar sin aprobación del gremio en ninguno de estos asuntos. ¿Entendido, Sílex Cuarzo Azul?

—Sí.

—¿Lo juras por los Misterios que son nuestro compromiso común?

—Lo juro. —Pero aunque hasta ahora esas palabras eran tranquilizadoras, Sílex no se sentía tan confiado en cuanto a lo que se haría a largo plazo. Además, se había habituado a hacer cosas que otros (sobre todo los magísteres y los prefectos) podían considerar ajenas a sus derechos o responsabilidades. Él y su familia habían cavado muy hondo en una veta sumamente extraña.

—Por último, llegamos a la cuestión del médico Chaven —dijo Sardo—. Aún tenemos que deliberar mucho sobre sus declaraciones y no tomaremos una decisión apresurada, pero algunas se deben tomar ahora. —Paró para toser, y por un momento jadeó de tal modo que pareció que no continuaría. Al fin recobró el aliento—. Permanecerá con nosotros hasta que hayamos decidido qué hacer.

—Pero no puede permanecer en tu casa, Sílex —dijo Cinabrio—. Ya es casi imposible impedir que nuestra gente murmure, y si los Tolly aún no se han enterado, es sólo porque nos han prohibido trabajar en el castillo.

—¿Adónde irá?

—Le encontraremos un lugar en la sede del gremio. —Cinabrio se volvió hacia los prefectos. Sardo y Cal Viva asintieron, pero Travertino y Neis no parecían muy conformes. Sílex comprendió que Cinabrio había aportado el voto decisivo.

—Creo que Ópalo querrá seguir alimentándolo —dijo Sílex—. Ahora que ha descubierto qué come. —Le sonrió a Chaven, que no parecía entender lo que sucedía—. A la gente alta no le gusta mucho el topo, y no podemos obligarlos a comer grillos de caverna a punta de cuchillo.

Algunos magísteres rieron. Por el momento, la atmósfera de la cámara del consejo era relativamente cordial: reinaba cierta tensión, pero nadie se rebelaba abiertamente.

—Bien, pues. —Sardo alzó la mano y los magísteres se pusieron de pie—. Nos volveremos a reunir dentro de una decena para tomar las decisiones definitivas. Hasta entonces, que los Ancianos de la Tierra os permitan afrontar todas las oscuridades en cualquier profundidad.

—En nombre del que escucha en la Gran Oscuridad —dijeron los otros en un coro discordante.

Mientras los magísteres salían, Sílex se dirigió a Chaven, que aún miraba el suelo como un estudiante a quien han pillado sin haber estudiado sus ejercicios.

—Venga, amigo mío. Cinabrio nos mostrará dónde se alojará, y luego iré a mi casa a empacar algunas cosas para usted. Hemos tenido mucha suerte, y con franqueza estoy sorprendido. Sospecho que fue porque teníamos a Cinabrio de nuestra parte, pues el viejo Cal Viva confía en él. Es probable que Cinabrio lo reemplace algún día.

—Y espero que ese día esté lejos —dijo el magíster de Mercurio, acercándose—. Cal Viva Peltre ha olvidado más sobre esta ciudad y la piedra en que está construida de lo que yo nunca sabré.

Mientras se dirigían a la puerta, Chaven alzó la vista como si despertara de un sueño.

—Lo lamento, yo… —Parpadeó—. Esa imagen con el velo —dijo, señalando el célebre techo—. ¿Quién es? ¿Acaso…?

—Es el señor de… Es Kernios, dios de la tierra —le dijo Sílex—. Como usted sabrá, es nuestro patrón.

—Y tiene un búho en el hombro —dijo el médico, agachando la vista.

—Es su ave sagrada.

—Kernios… —Chaven sacudió la cabeza—. Desde luego.

No dijo nada más, pero parecía bastante preocupado, teniendo en cuenta que era un hombre a quien el venerable gremio de los picapedreros acababa de conceder su protección y la vida.