21
La Cámara de la Agonía
El valiente Nushash estaba cabalgando cuando vio a Suya la Flor del Alba, la hermosa hija de Argal, y al instante supo que ella debía pertenecerle. Se detuvo junto a ella y tendió la mano, y ella se enamoró a primera vista. Así sucede cuando el corazón es más elocuente que la cabeza: hasta los dioses deben escuchar. Ella tendió los brazos y dejó que el dios del fuego la subiera a la silla de montar. Se alejaron juntos.
Revelaciones de Nushash,
Libro I
Vansen yacía de bruces, aún temblando, sin fuerzas para levantarse, y sin desearlo demasiado. Aún sentía el eco de esa voz tonante que había estallado en su cabeza, aunque no sabía si resonaba dentro o fuera de su cráneo, o ambas cosas.
¿MIS PALABRAS TE CAUSAN DOLOR? ¿O ES EL MODO EN QUE LAS DIGO?
Vansen gimoteó contra su voluntad. Se sentía como si el mar lo hubiera arrojado contra las rocas. Se clavó al suelo, preguntándose si podría golpearse la cabeza en las losas de piedra para matarse y terminar con ese clamor palpitante y desgarrador.
Cuando la voz volvió a arrollarlo, las palabras y la risa burlona eran más bajas, dolorosas pero no paralizantes.
Pues bien, hablaré con mayor suavidad, para comodidad de mis huéspedes. A veces me olvido del efecto que surte la voz de un dios…
Semidiós, dijo una voz que Vansen nunca había oído, pero que resultaba extrañamente familiar. Era mucho menos invasora que la de ese monstruo tuerto, pero sonaba dentro de la cabeza de Vansen de la misma manera. Mitad dios y mitad monstruo.
¿Hay alguna diferencia?
¿Por qué nos apartas de nuestro legítimo cometido, Antiguo?
Para que me ayudéis en mi legítimo cometido, dijo la voz tonante. ¿Pero qué hace un membránido tan cerca de mi reino adoptivo? ¿Qué es ese legítimo cometido del que hablas?
Nos dirigimos a la Casa del Pueblo, pero fuimos desviados del camino. ¿Por qué te has entrometido?
Ahora que la voz de Juan Cadena no le hacía castañetear los huesos con cada frase, Vansen empezó a levantarse. Le dolía el cuerpo como si lo hubieran apaleado, pero si iba a morir, procuraría afrontar la muerte de pie, como un soldado de Marca Sur. La piedra polvorienta del suelo estaba manchada de rojo; se llevó las manos a la cara y notó que su nariz chorreaba sangre.
¿Entrometerme? ¿Invades mi territorio, duendecillo, y luego me acusas de entrometerme? El monstruo tuerto se meció en su trono escultural, estiró las piernas gigantescas. Su cabeza arruinada era enorme como la campana de un templo. Jikuyin le sonreía al pequeño ser que tenía delante, Gyir Farol de Tormentas.
Cumplo una misión para el rey, dijo Gyir.
Por los Tres, pensó Vansen. ¡Puedo entenderle! Esto lo asombraba tanto como todo lo demás. Ahora le oigo en mi cabeza, como el príncipe.
Quiso decírselo a Barrick, pero se horrorizó al ver que el muchacho estaba tendido de costado, con sangre en la nariz y los oídos. Se tumbó junto a él y vio que el pecho de Barrick se movía.
—¡Está herido! —gritó—. Ayúdalo, dios o lo que seas… ¡Fue tu voz resonante la que provocó esto!
Jikuyin lanzó una carcajada; el sonido rodó y se estrelló en el cráneo de Vansen como toneles sin amarrar chocando en la bodega de un barco en medio de una borrasca.
¡Ayudarlo! Me gustas, pequeño mortal. Eres muy divertido. Pero, como la mosca que está en el lomo del caballo y le dice hacía dónde ir, tienes una noción errónea de tu propia importancia. Se volvió hacia Gyir. En cuanto a ti, esclavo de la Flor de Fuego, no sé cómo un membránido pudo dejarse sorprender así… ¡Y precisamente por cráneos largos! El dios rió, y varios prisioneros también se rieron, aunque no con el mismo entusiasmo que el amo. En todo caso, no tiene importancia. Serás parte de mi gran obra. Jikuyin sonrió, mostrando el horror de su boca arruinada y sus dientes partidos. Acarició las cadenas que le cruzaban el pecho, haciendo oscilar las cabezas tronchadas. Y aunque no puedas ayudarme en las cosas profundas, al menos serás un buen adorno, tal como prometí.
El gigante se puso en pie, y aunque Ferras Vansen pensaba que estaba ahíto de prodigios, quedó fascinado por aquel espectáculo horrible y asombroso: Jikuyin era tan alto que su gran cabeza se elevaba como una luna picada de viruela, más allá del alcance de antorchas y faroles, hasta que las sombras sólo dejaron ver la deforme mitad inferior.
Sacadlos de aquí, tronó. Un grupo de criaturas salió de los bordes oscuros del vasto recinto, los seguidores, con tamaño de hombre y más corpulentos que los cráneos largos. Afiladas protuberancias de hueso atravesaban su pelambre sucia, y sus ojos porcinos ardían como brasas. Llevádselos al gris y decidle que los mantenga a buen recaudo hasta que los necesite.
Gyir se plantó con firmeza cuando las criaturas de ojos rojos lo rodearon, dispuesto a resistirse, pero una de esas criaturas simiescas se le había aproximado sigilosamente por detrás. Le asestó un puñetazo en la nuca, y Farol de Tormentas fue derribado y arrastrado.
Vansen estaba demasiado débil para resistirse. Sólo pudo tratar de mantener una mano sobre el inerte Barrick cuando esas criaturas velludas y hediondas los sacaron de la sala del trono. Mientras los llevaban por una interminable sucesión de túneles tenebrosos, luchó contra sus pesados grilletes, procurando agarrar al príncipe para que no los separasen, como una madre que ha caído al río con el hijo aferra la ropa del bebé aun después de muerta.
* * *
Aunque estuviera en su gran mansión, la fortaleza que los dioses habían regalado a su familia, el rey ciego Ynnir dina’at sen-Qin, guardián de la Flor de Fuego, Señor de los Vientos y el Pensamiento, no podía llegar sin rodeos a la Cámara de la Agonía. Primero debía acudir a la guardia de los elementales, permitirle celebrar sus ritos guerreros en honor de él y de la persona que protegían: el saludo del Cuchillo de Hueso, la canción del Ojo del Búho (por suerte más breve en los últimos tiempos, gracias a un edicto del abuelo de Ynnir: otrora el cántico duraba un día entero) y el Recuento de las Flechas. Una vez que se habían cumplido todos estos deberes y el comandante de los elementales se había quitado el yelmo para saludarlo —a pesar de su ceguera, esa parte siempre era difícil para Ynnir—, el rey continuaba.
Las Celebrantes de la Madre Noche no cumplían ninguna función oficial, pero les habían permitido instalarse con sus llantos frente a la Cámara de la Agonía. Moverse entre ellas, oír sus gemidos y sollozos y sentir su aflicción al desnudo era como caminar en medio de una granizada. Ni siquiera Hija Pálida, al huir de la casa de su amante con un pequeño dios en el vientre, podría haber sentido un dolor tan lacerante.
Fue un alivio pasar de las salas donde las celebrantes chillaban y se mesaban los cabellos al silencio de la antecámara final para encarar a Zsan-san-sis, el viejo caudillo de los Hijos del Fuego Esmeralda. Zsan-san-sis había regresado de las piscinas subterráneas donde pasaba cada vez más tiempo a medida que envejecía; la crisis era tan grave que había decidido custodiar la Cámara de la Agonía aunque uno de sus sobrinos nietos montara guardia fuera del Salón de los Espejos.
—La luz de la luna y la luz del sol —dijo el rey.
—Y así los días de la Gran Derrota se precipitan al sueño del tiempo —dijo el otro, concluyendo el saludo ritual—. Bienvenido, majestad.
El tono parecía más cortante que de costumbre, y el fulgor del interior de su túnica ceremonial era opaco y neutro, de modo que su máscara era casi invisible en la sombra de la capucha. Al rey siempre le había costado interpretar el estado de ánimo de Zsan-san-sis, pues su ceguera y la máscara de plata del caudillo eran obstáculos tan reales para él como para un mortal. Los Hijos siempre habían apoyado la causa de la reina, aunque el viejo caudillo había sido el más conciliador de su clan. En el pasado Ynnir se había preguntado qué sucedería cuando Zsan-san-sis se hundiera en el fondo de su piscina para no emerger y un caudillo menos conciliador tomara el mando de los Hijos del Fuego Esmeralda. Ahora ya no tenía importancia.
—¿Cómo está ella?
—No he ido a verla, majestad. La siento, pero apenas respira: su hálito es tan débil como un susurro de Colina Silente. —El dolor y la resignación enturbiaban sus palabras y sus pensamientos (que llegaban al rey como una sola cosa)—. Aunque triunfáramos, majestad, ella no podría viajar. Moriría antes de que saliéramos de nuestras tierras.
Ynnir se apoyó la mano abierta en el pecho, un gesto denominado «significado incompleto».
—Sólo nos resta esperar y ser pacientes, anciano, aunque sea difícil. Aún hay muchos hilos sin cortar.
—No quería pasar mis últimas temporadas de esta manera —dijo Zsan-san-sis—. Remendando lo que está roto, sabiendo que las hijas de la hija de mi hija tendrán su prole en piscinas sin luz.
Ynnir sacudió la cabeza.
—Todos hacemos lo que podemos. Tú has hecho más que los demás. Esta derrota nació cuando comenzó el tiempo; lo único que ignoramos es el momento en que sucederá.
—Quizá ya esté sobre nosotros.
—Quizá —respondió Ynnir con gentileza, tratando de comunicar al antiguo guardián una sensación de primavera, de esperanza, de renovación después de la muerte—. Pero debes actuar como de costumbre, hacer lo que te enseñó tu progenitor. La afrontaremos con valentía, y hasta es posible que sobrevivamos.
El fulgor de Zsan-san-sis vaciló, y luego ardió con más fuerza.
—Eres mejor rey que tu padre, o que el padre de tu padre —dijo.
—Yo soy mi padre, y el padre de mi padre —dijo el rey ciego—. Pero te lo agradezco.
No estrechó la mano del viejo caudillo (no era aconsejable que nadie, ni siquiera el rey, tocara a un Hijo del Fuego Esmeralda), pero asintió tan despacio que parecía una reverencia. Dejó al guardián en una postura de sorpresa cuando entró en la Cámara de la Agonía.
Los escarabajos de las paredes cambiaron de posición cuando él entró, y el aleteo de sus élitros iridiscentes envió una onda de colores cambiantes por toda la cámara. Se posaron de nuevo: los destellos azules y verdes fueron reemplazados por un tono terroso que reflejaba mejor el gris y el melocotón del ocaso coronado de nubes que se veía por la ventana abierta. Ynnir, que era ciego desde hacía siglos, podía oler el mar tal como un hombre que se ahoga podía saborearlo, y esperaba que su esposa-hermana también lo oliera, que recibiera un pequeño alivio en la creciente oscuridad.
Se acercó a la cama y la miró. Tan lánguida, tan quieta. Un ciclo de estaciones atrás, ella aún podía permanecer sentada en el Salón de los Espejos como un icono obsceno y blando. Casi agradecía que hubieran pasado esos días humillantes, que ella hubiera caído tan hondo dentro de sí misma que ni siquiera pudiera moverse.
No vio el menor indicio de vida mientras la miraba en silencio. Alarmado, le observó los labios, tan pálidos que parecían blancos, y se asustó. Antes, aun en los peores días, ella siempre lo recibía con un saludo. ¡Tan quieta…!
Mi reina, saludó, modulando cada palabra con tanta claridad que podía imaginarla como un guijarro arrojado a un estanque donde las ondas dispersaban todo lo que nadaba debajo de ellas, hasta que la piedra chocaba contra la blandura del fondo. ¿Puedes oírme, melliza mía?
A pesar de todo lo que había sucedido entre ellos, el rey dio un respingo cuando al fin oyó las palabras de ella, tan calmas como si en efecto surgieran del fondo fangoso de un estanque profundo.
¿Esposo?
Estoy aquí, junto a tu lecho. ¿Cómo te encuentras hoy?
Más débil. Apenas te oigo. Envié mis palabras a Yasammez. No pensó el nombre, sino un aleteo de ideas: la hermosa y feroz hermana de la abuela, con espinas afiladas y ojos humeantes. No tendría que haberlo hecho, dijo, como disculpándose. No tenía fuerzas… pero estaba…
Temiendo que ella agotara la poca música que le quedaba, él se apresuró a redondear la frase.
Te preguntabas si ella había triunfado. Y ella te dijo que sí.
Triunfó con tu plan. Cumplió el pacto. No con lo que yo deseaba…
No te habría servido de nada. Créeme, hermana mía, esposa mía.
Hemos compartido muchas cosas en estos años, pero nunca mentiras. Y aún es posible que mi fallido plan, como el árbol encorvado y despreciado en una esquina del huerto, termine por dar fruto.
¿Qué importaría? Ahora ya nada puede hacerse. Todo lo que amamos perecerá. Sus pensamientos eran tan negros que él se sentía arrastrado por ellos, como un hombre tan fascinado por las nubes que ondulan bajo un sendero de montaña que se asoma y se cae…
No. Se negó a dejarse arrastrar. La esperanza es la única fuerza que nos queda, y no renunciaré a ella.
¿Qué esperanza? ¿Para mí? Lo dudo. Y aun así, ¿qué sería de ti? Él reparó en el tono burlón, esa amarga alegría que a veces, a través de los largos siglos, le había parecido un veneno lento. ¿Qué sería de ti, Ynniritso?
No pido nada que no pueda soportar. Y Yasammez ha entregado el cristal a su servidor más amado y leal, Gyir.
¿El membránido? ¡Pero es tan joven…!
Nos lo traerá. Nada lo detendrá, pues conoce su importancia. No desesperes, mi reina. No te hundas en la oscuridad. Las cosas pueden cambiar.
Las cosas siempre cambian, dijo ella, pues el cambio está en su naturaleza… Ella se desvanecía, exhausta, necesitando esa negrura más profunda que era el sueño, que quizá durase días. Una última burbuja de oscuro humor ascendió hacia él. Las cosas siempre cambian, pero nunca para mejor. ¿Acaso no somos el Pueblo, y no es ésa la esencia de toda nuestra historia?
Sus pensamientos se disiparon y él quedó a solas con ese cuerpo silencioso y dormido. Los escarabajos agitaron las alas en las paredes, bañando la cámara con un destello del color del ocaso, hasta que ellos también se pusieron a dormir de nuevo.
* * *
Habían regresado.
Los hombres oscuros, los hombres sin rostro, volvían a perseguirlo por pasillos en llamas, entrando y saliendo de las sombras ondulantes como si también ellos fueran sombras. ¿Era una pesadilla? ¿Otro sueño febril? ¿Por qué no podía despertarse?
¿Dónde estoy? Los tapices se rizaban y humeaban. Marca Sur. Estaba tan familiarizado con esos pasillos como con la sensación de su propia sangre circulando por sus venas. ¿Todo el resto había sido un sueño? Esas horas interminables en el húmedo bosque, más allá de la Línea de Sombra… Gyir y Vansen, y ese gigante tuerto y tonante… ¿Todo había sido una fantasía febril?
Corrió, jadeante y torpe, y los hombres sin rostro lo seguían como un líquido negro, desparramándose en gotas y manchas que rodeaban los rincones y serpenteaban por las paredes antes de recobrar su forma, sus múltiples formas, y seguirlo a brincos, estirando la cabeza, extendiendo los dedos. Pero aun mientras corría para salvarse, mientras los tapices ardían y hasta las vigas empezaban a humear, sintió que sus pensamientos eran libres, leves e insustanciales como los arremolinados copos de ceniza.
¿Quién soy? ¿Qué soy?
Se estaba despedazando, fragmentándose como un muñeco kori en una fogata de la noche de Eril. Movía las extremidades en vano, su cabeza era un objeto de paja y de ramillas secas, llena de chispas.
¿Quién soy? ¿Qué soy?
Algo para aferrar… Necesitaba algo fresco como una piedra, grueso y duro como hueso, algo real para no deshacerse en trozos llameantes. Corría y era como si se empequeñeciera a cada paso. Se estaba perdiendo a sí mismo, y todo lo que era parte de él se carbonizaba, desaparecía. El susurro y los pasos de los perseguidores resonaban en su cabeza como si escuchara la circulación de su propia sangre, su sangre sucia y corrupta.
Soy como mi padre… Peor. Esto arde en mí… ¡Me consume!
Y le causaba un dolor espantoso, un hormigueo bajo la piel, una quemazón en la médula, y cambiaba con cada movimiento, enviando rayos punzantes de una articulación a otra, subiendo a su cabeza como fuego saliendo de un cañón. Quería alejarse de todo ello, pero ¿cómo? ¿Cómo huías de tu propia sangre?
Briony. Si Marca Sur ya no era su hogar, si sus pasillos estaban llenos de fuego y sombras furiosas y las galerías estaban pobladas por rostros burlones y extraños, su hermana era otra cosa. Ella lo ayudaría. Ella lo atesoraría, lo recordaría, lo conocería. Ella le diría su nombre (¡el nombre que tanto echaba de menos!) y le pondría la mano fresca en la cabeza, y él se dormiría. Si él lograba encontrar a Briony, los hombres sin rostro no lo encontrarían a él. Se darían por vencidos y volverían a mezclarse con las sombras, al menos durante un tiempo. Briony. Su melliza. ¿Dónde estaba ella?
—¡Briony! —gritó, y luego, más fuerte—: ¡Briony! ¡Ayúdame!
Tropezó, cayó. Sintió una puntada de dolor al golpearse el brazo lesionado… ¿Cómo podía ser un sueño, cuando todo era tan real? Procuró levantarse de la piedra caliente, y el brazo le dolía aún más que el ardor de las manos. No podía detenerse ni descansar hasta encontrar a su hermana. Sabía con certeza que moriría si se detenía. Los hombres de sombra lo devorarían por dentro. Se levantó, y aun en ese mundo de sueños tenía que sostener su brazo dolorido y palpitante, ese andrajo que lo acompañaba como un niño enfermizo al que amaba y odiaba. Miró en torno. Se hallaba en una habitación vasta y desierta, oscura salvo por las columnas de luz oblicua que bajaban de las altas ventanas. La Galería de los Retratos, y él era el único que estaba ahí. Los hombres sin rostro aún no lo habían alcanzado, pero olía el humo y percibía el murmullo creciente de la persecución. No podía detenerse ahí.
Un cuadro colgaba delante de él. Lo había visto antes, pero no se había fijado bien: una antigua reina cuyo nombre no recordaba. Briony lo sabría. Siempre sabía esas cosas, su querida y jactanciosa hermana. Algo le llamó la atención en los ojos de esa mujer, en su nube de cabello…
Por el ruido, parecía que sus perseguidores habían llegado a la puerta, pero él se quedó como hipnotizado, porque lo que veía allí no era el rostro de una antigua Eddon, una reina muerta de Marca Sur, sino el suyo, con los rasgos consumidos por el temor y el terror.
Un espejo, pensó. Siempre fue un espejo. ¿Cuántas veces había pasado por ese lugar y entre sus filas de muertos ceñudos sin darse cuenta de que aquí, en el centro de la galería, colgaba un espejo?
¿O es mi retrato? Miró los ojos desencajados de ese chico sudoroso y pelirrojo. El chico lo miró a él. Luego el espejo comenzó a enturbiarse como si se formaran nubes en la superficie, como si aún desde esa distancia él pudiera empañarlo con su aliento caliente y aprensivo.
Las nubes perdieron brillo y se disolvieron. Ahora era Briony quien lo miraba. Tenía puesto un vestido blanco con capucha que él nunca le había visto, más adecuado para una hermana zoriana que para una princesa, pero él conocía la cara de ella mejor que la suya… mucho mejor. Ella estaba muy triste, con una expresión que no le veía desde que les anunciaran que habían traicionado y capturado a su padre.
—¡Briony! —gritó—. ¡Estoy aquí!
No podía llegar a ella, y sabía que ella no oía sus palabras, pero pensó que al menos ella podría sentirlo. Era maravilloso verla, y era cruel verla tan poco. Aun así, la visión de esa cara tan familiar y fiel le recordó quién era: Barrick. Era Barrick Eddon, al margen de lo que le hubiera ocurrido, al margen de donde estuviera. Aunque hubiera soñado esto (aunque se estuviera muriendo y todo hubiera sido una extraña ilusión que los dioses le habían preparado en el umbral del otro mundo), había recordado quién era.
—Briony —dijo, pero en voz más baja, mientras las nubes cubrían el rostro que veía en el espejo. Por un instante, antes de que desapareciera, creyó ver otra cara, la cara de una desconocida, una muchacha cuyo pelo negro tenía un mechón rojo como el suyo. No entendía lo que ocurría. ¡Pasar de esa cara totalmente familiar a una que jamás había visto…!
—¿Por qué estás en mis sueños? —dijo ella, sorprendida, y las palabras repiquetearon en la cabeza de Barrick como una lluvia refrescante. Luego la muchacha de pelo negro también desapareció, y todo lo demás: los hombres sin rostro, la galería de retratos, y las llamas del terrible incendio se volvieron transparentes como pergamino mojado y el castillo también se esfumó…
Aunque el terror menguó, él seguía sobresaltado, asustado, confundido y emocionado por el recuerdo de ese rostro nuevo (el verlo había sido como agua fría en una boca cuarteada), pero lo olvidó por el momento para aferrarse a lo más importante: Briony lo había tocado de algún modo, atravesando el orbe entero y algo más, y esa gran bondad lo había retenido en el mundo en un momento en que él habría optado por irse. Aún estaba desorientado y desconcertado por el sueño, pero había decidido quedarse de este lado de la fatídica puerta de Immon, por infeliz y dolorosa que fuera la vida.
Como un hombre que asciende desde aguas profundas, Barrick Eddon braceó desesperadamente buscando la luz.
* * *
Vansen acababa de acomodar al príncipe y de arroparlo en su raída y manchada capa de lana cuando los murmullos febriles de Barrick se acallaron y el cuerpo del muchacho, que estaba tenso como la cuerda de un arco, se aflojó. Vansen se horrorizó.
¡Perdí al príncipe! ¡Lo dejé morir!
El muchacho abrió los ojos. Los clavó en el vacío, como tratando de mirar a través de la piedra de esa celda cavernosa, como buscando la libertad. Luego el príncipe se concentró en Ferras Vansen. El soldado pensó que el muchacho le diría algo. Quizá le diera las gracias por llevarlo hasta allí, o lo maldijera por el mismo motivo, o quizá sólo preguntase qué día era. En cambio, el príncipe lloró.
Sollozando y moqueando, Barrick se deshizo de la capa y del apretón de Vansen, se arrastró hasta un lugar desocupado y se acurrucó con la cara entre las manos, llorando sin freno. Otros prisioneros lo miraban, y la expresión de sus caras inhumanas oscilaba entre un vago interés y una obtusa indiferencia. Vansen se levantó para seguir al príncipe.
Sospecho que no te lo agradecerá. La voz de Gyir en su cabeza aún era una novedad, y no del todo agradable, como un desconocido entrando en casa ajena sin permiso. Deja que el muchacho desquite su aflicción.
—¿Qué aflicción? Estamos con vida. Todavía hay esperanza —dijo Vansen en voz alta. No dominaba el arte de hablar sin palabras y no le interesaba aprenderlo. La tierra de las sombras ya había hecho lo posible para arrebatarle todo lo que hacía que él fuera quien era. No pensaba ayudar a acelerar el proceso.
Aflicción por todo lo que está perdiendo. Lo mismo a lo que tú te aferras tanto, su vieja idea de quién era él.
—¿De qué…? ¡Lárgate de mi cabeza, crepuscular!
No he escarbado en tus pensamientos, mortal. Vansen detectó irritación (no, era algo más profundo) en las palabras de Gyir. El rostro sin rasgos demostraba tanta emoción como la proa de un bote, pero las palabras llegaban en pulsaciones de furia, como si cada pensamiento zumbara como una avispa. Aunque estoy disminuido, no puedo evitar conocer tus sentimientos más fuertes, dijo Gyir, expresando ideas que Vansen captó como palabras. De la misma manera, si estuvieras enfermo o asustado, nadie podría evitar oler el tufo de tu transpiración. Proyectó otra oleada de desprecio. Y lamentablemente también huelo ese tufo. Los mortales apestáis a corrupción y muerte.
Picado por la curiosidad, Vansen pasó por alto el insulto.
—¿Por qué puedo entenderte? Antes no podía.
No supe que podías hasta ahora. En circunstancias menos peligrosas, sería interesante resolver ese enigma.
Vansen observó al príncipe Barrick, que se había calmado un poco. Los prisioneros de menor tamaño, que se habían alejado al ver el brusco movimiento de Barrick, volvieron a acercarse, pero lo miraban con más miedo que interés.
—¿Allí puede sufrir algún daño?
Gyir volvió los ojos amarillos hacia Barrick.
No lo creo. La mayoría de estos cautivos me tiene miedo. Y hacen bien en temerme, a pesar de mis limitaciones.
Vansen vio que el crepuscular decía la verdad: en esa vasta celda subterránea, abarrotada de veintenas de criaturas de todo tipo y tamaño, algunas de aspecto temible, ellos tres disponían de un amplio espacio.
—Pero no te tienen tanto miedo como para soltarte.
La criatura sin rostro miró a Vansen largo rato, como reconociendo su existencia por primera vez.
Tú también puedes comunicarte conmigo sin hablar en voz alta, Ferras Vansen. Vansen no percibió tanto su nombre como su cara. Era extraño verse con tanta claridad, incluso ver que fruncía el ceño con asco y temor, como si alguien le hubiera puesto un espejo dentro de la mente.
—¡Basta! No quiero saber nada de esta… magia negra.
¿Te niegas a dejar de hablar en voz alta, aunque así pongas en peligro al muchacho, tu príncipe? Nunca encontraremos un modo de escapar si hablamos en voz alta. En estas tierras aún hay seres que entienden la lengua de los mortales, como dijo el cuervo. Sin duda Jikuyin tiene algunos entre sus esclavos.
Ferras Vansen reflexionó y al cabo asintió, aunque la idea de compartir la esencia de sí mismo con esa criatura inhumana y sin rostro le daba escalofríos.
—Bien, muéstrame cómo.
Es sencillo, hombre de las colinas. Sólo necesitas pensar que estás diciendo las palabras; oírte hablar pero mantener los sonidos guardados en tu interior. Yo te guiaré.
Extrañamente, el crepuscular tenía razón: era sencillo. Una vez que dominó el truco de imaginarse hablando, descubrió que Gyir podía oír lo que él decía con tanta claridad como si hubiera usado el aire, la lengua y los labios. ¿Habría sido el poder de la voz de Jikuyin lo que había activado esta facultad? Pero Barrick Eddon había podido hacerlo desde el principio.
¿Por qué de pronto puedo entenderte?, le preguntó a Gyir. ¿Y qué podemos hacer para escapar de aquí?
Si ya supiera cómo podemos liberamos, dijo Gyir con cierto desprecio, o quizá enfadado consigo mismo, no estaría conversando sobre el estado de ánimo del muchacho y sobre cómo obtuviste el don del lenguaje verdadero, sino comenzando a trazar un plan. Vansen sentía la furia del crepuscular con claridad, como un hombre en el agua sentiría que otro patalea a su lado. También a mí me disgusta ser prisionero; quizá más que a ti. Luego hablaremos de la fuga.
Con un esfuerzo que Vansen pudo sentir como una ráfaga de aire fresco, Gyir reprimió su furia.
Por ahora, debemos tratar de entender por qué nos retienen, dijo, y fue como si el momento de furia no hubiera existido. Es el primer paso, y fijará el rumbo de los demás. Gyir hizo una larga pausa, y Vansen sintió el silencio como nunca lo había sentido. En cuanto a por qué puedes entenderme, dije que era interesante porque parece sugerir la respuesta a un interrogante que mi gente ha debatido mucho tiempo en las Bibliotecas Profundas, que se encargan de esas tareas. Esto era un revoltijo de ideas que a Vansen le costó descifrar, y estaba seguro de que perdía gran parte del sentido. Hay poco que podamos hacer en este momento, excepto…
¿Interesante? No te entiendo. Miró de nuevo a Barrick, que se había recobrado un poco. El muchacho tenía los ojos inflamados y las mejillas húmedas, pero parecía estar escuchando esa conversación. No te entiendo, repitió.
Claro que sí, ahí está la clave. Gyir, que estaba acuclillado, se sentó y apoyó la espalda en la pared sucia de hollín. Mira en torno. ¿Ves estas criaturas? Drows y bokkles y toda clase de engendros indigestos. Los llamamos «comunes» y son criaturas de nuestras tierras, algunas relacionadas con mi gente, pero no son el auténtico Pueblo. Gyir enfatizó esta palabra como si fuera algo poderoso, un conjuro. Sobre todo, no son Elevados. Entre los crepusculares, sólo los Elevados tienen el don de hablar con el corazón, como decimos nosotros: la lengua verdadera, que no puede mentir, la lengua que usamos ahora.
¿Y por qué yo puedo hacerlo?, preguntó Vansen. Temía que la respuesta aludiera a alguna mancha en su familia, sangre de bruja u otro estigma sufrido por su gente parca, industriosa, humilde.
Algunos dicen que antaño todos los mortales hablaban así con nosotros, y que algunos eran de la misma rama que el Pueblo… que eran descendientes del Pueblo. Quizá Jikuyin te haya dado el don del lenguaje verdadero. Pertenece a la especie de los Antiguos, que son nietos de lo Amorfo y tienen muchos poderes que desconocemos. Pero también es posible que el poder de su voz haya despejado los canales de tu corazón, como una gran inundación puede limpiar cauces llenos de sedimento. Es posible que sólo te haya devuelto algo que es propio de tu especie.
Pero… el príncipe Barrick… Vansen vio que el muchacho lo miraba con odio. Conmocionado, tardó un instante en recordar lo que decía y formar las palabras en su mente. El príncipe Barrick ya podía entenderse contigo mucho antes de que viéramos a Jikuyin. Vansen no podía asimilar las complejas imágenes que usaba Gyir cuando «decía» el nombre de su captor, pero pensaba que este horrorizado recuerdo de la cara arruinada de ese ogro sería suficiente.
El príncipe Barrick es diferente, dijo Gyir, de lo contrario habría muerto tiempo atrás y tú no lo habrías seguido aquí. Es todo lo que puedo decirte.
—No habléis de mí —dijo el muchacho, enjugándose rabiosamente los ojos—. No lo hagáis.
¿Por qué no puedo oír a Barrick en mi cabeza?, preguntó Vansen.
Quizá con el tiempo puedas, respondió Gyir. O quizá ambos sólo podáis hablar conmigo.
Vansen quería acercarse al príncipe, pedirle que volviera a ellos, pero la expresión del muchacho le aconsejó quedarse donde estaba.
¿Por qué estamos en esta mina o cárcel o lo que sea? ¿Por qué no estamos muertos? ¿Y qué es ese monstruo que nos capturó? ¿Tiene alguna debilidad? Dijiste que era uno de los Antiguos, un dios o el bastardo de un dios.
Gyir lo miró unos instantes antes de responder.
En cuanto a por qué no estamos muertos, no lo sé, Ferras Vansen, pero es evidente que Jikuyin prefiere esclavos en vez de cadáveres. El crepuscular entornaba los ojos y parecía casi dormido. No sé para qué los quiere, pero este lugar tiene una reputación siniestra. En cuanto a lo que es él, ya te lo he dicho: un nieto de lo Amorfo.
Eso no significa nada para mí. Nunca oí hablar de ese dios.
Sí has oído hablar, pero entre tu gente la verdadera tradición está casi perdida. Aun aquí, en nuestras tierras, las leyendas se han convertido en cuentos para niños. ¿Recuerdas el relato del cuervo sobre Torcido y su bisabuela Vacío? Había una pizca de verdad en él, aunque la sustancia estaba corrupta. Es verdad que lo Amorfo engendró a Vacío y Luz, y a su vez éstos engendraron dioses y monstruos. El Encadenado es uno de ellos, un pequeño monstruo, no un dios sino un semidiós. Aun así, tiene gran poder.
Y somos prisioneros de uno de estos personajes, dijo Vansen. La conversación mental le hacía doler la cabeza. ¿Por qué nunca oí hablar de ninguno de ellos?
—Sí que ha oído hablar —dijo Barrick con amargura—. Los conoce a todos, capitán: Sva, el Vacío, y su compañera Zo, la Primera Luz. Todas esas pamplinas de los sacerdotes… son ciertas. —Parecía estar de nuevo al borde de las lágrimas—. ¡Todas ellas! Los dioses son reales y nos destruirán a todos por no creer. Ya no podemos fingir que no existen.
No nos destruirán, dijo Gyir. Aunque tu especie y la mía puedan aniquilarse, no será obra de los dioses. Pero no parecía tan seguro como antes, y Vansen se preguntó si era cierto que la lengua verdadera no podía mentir. Se han ido de la tierra, hace mucho. Sólo quedan algunos descendientes menores, como este semidiós mutilado.
Vansen recobró el aliento, pues le dolía que esa criatura inhumana dijera semejante sacrilegio. ¿Los dioses se habían ido?
Aún no lo entiendo. ¿Sva y Zo? Oí hablar de ellos, pero ¿qué hay de Perin y el Trígono? ¿Qué hay de los dioses que conocemos, en cuyos templos adoramos?
Forman una sola familia, dijo Gyir. Es la misma familia y la misma sangre. Y mucho antes de que tu gente o la mía pensara en cubrir su desnudez, ellos estaban derramando esa sangre.
—Qué más da —protestó Barrick, apoyándose las manos en los oídos como si así pudiera bloquear las palabras silenciosas—. ¡De nada sirve hablar de esto! —Se sonrojó, pareció derrumbarse. Volvió a llorar, meciéndose—. Yo pensaba que eran mentiras de los sacerdotes. ¡Ahora soy castigado por mi desdichado, pedante y asqueroso orgullo!
Vansen se puso de pie y se acercó al príncipe.
—Alteza, no es vuestra culpa…
—¡Déjeme en paz! ¡No me hable de cosas que no sabe! ¿Qué puede saber usted de una maldición como la mía? —Se tumbó boca abajo y se golpeó la frente contra la piedra, como un hombre con gran prisa por rezar.
—Príncipe Barrick… Levantaos… —Vansen rodeó al muchacho con los brazos y trató de alzarlo, pero el príncipe se zafó y le golpeó la cara, quizá sin darse cuenta.
—¡No me toque! —gruñó—. ¡Soy impuro! ¡Estoy ardiendo! —La espuma le humedeció las comisuras de la boca y el labio inferior—. ¡Los dioses me han escogido para este sufrimiento, esta maldición…!
Vansen vaciló un momento, retrocedió y abofeteó la cara del príncipe. El atónito Barrick se tambaleó y cayó de rodillas. Se llevó la mano a la mejilla. Luego la miró como esperando ver sangre, aunque Vansen sólo lo había cacheteado.
—¡Me ha pegado!
—Me disculpo, alteza, pero debéis calmaros, por vuestro propio bien. No nos conviene que vengan los guardias, ni iniciar una gresca con otros prisioneros. Podéis castigarme por mi delito si regresamos a Marca Sur. Podéis condenarme a muerte, si os place…
—¿Muerte? —dijo Barrick, y al instante el niño histérico desapareció y fue reemplazado por alguien que tenía el mismo aspecto pero actuaba con inquietante aplomo. La rabieta de Barrick se transformó en furia helada—. Es un tonto si cree que se librará tan fácilmente. Si sucede lo imposible y regresamos con vida a Marca Sur, le diré a mi hermana lo que siente por ella y luego le ordenaré a usted que se integre a su guardia personal, así tendrá que mirarla todos los días sabiendo que ella lo desprecia, que ella y las otras damas de la corte se asombran y se burlan de su arrogante idiotez.
El príncipe desvió la cara. Gyir parecía sumido en sus pensamientos. Ferras Vansen se sentó en silencio, aferrándose el vientre como si lo hubieran pateado.