20
Un fragmento de la casa de la Luna
Al comenzar la batalla, la inocente Zoria escapó de la fortaleza y fue descalza en busca de su familia, pero aunque Zosim la encontró y trató de ayudarla, una gran tormenta los separó, y así la virginal hija de Perin se alejó del campo de batalla.
Ante las murallas de la imponente fortaleza de Khors, Kemios el Padre Tierra murió por la traición de Zmeos, pero las lágrimas de su hermano Erivor lo resucitaron y ya no hubo hombre ni dios que pudiera derrotarlo.
El principio de las cosas,
Libro del Trígono
La hermana Utta tardó bastante en quitar los libros y pergaminos de la silla menos abarrotada, pero cuando hubo concluido Merolanna se repantigó en ella con satisfacción. Tras comprobar que la duquesa sólo sufría un mareo (no era de extrañar; también Utta se sentía un poco mareada), se hizo lugar para sentarse ella también. Esta tarea se dificultaba porque al penteconto de soldados en miniatura que estaban en posición de firmes en el suelo se había sumado una cantidad igual de cortesanos diminutos, así que la hermana Utta no podía apoyar el pie ni nada más sin antes esperar a que la gente pequeña despejara el camino. Ahora el estudio del rey Olin parecía el más suntuoso y exquisito juego de muñecas que una niña pudiera imaginar. En el centro, tan grácil y segura como si ella tuviera tamaño normal y Utta y la duquesa fueran criaturas diminutas, estaba sentada la reina Murciélago del Campanario en su plataforma colgante del hogar.
Merolanna se abanicó con un fajo de pergaminos.
—¿A qué viene esa mención de mi hijo? ¿Qué sabes sobre mi hijo?
Utta no comprendió: hacía más de veinte años que vivía en el castillo, y pensaba que Merolanna no tenía hijos.
—¿Os encontráis bien, vuestra gracia?
Merolanna agitó la mano.
—Estoy perdiendo la cabeza, sin duda alguna, pero por lo demás me encuentro bien. Agradezco que estés conmigo. Estás viendo y oyendo las mismas cosas que yo, ¿verdad?
—¿La gente pequeña? Sí, me temo que sí.
Murciélago del Campanario alzó los brazos en un gesto de confortación, o quizá de disculpa.
—Lamento haberos conmocionado, duquesa Merolanna. No puedo explicar cómo sabemos lo de vuestro hijo, pero os aseguro que no invadimos vuestra intimidad. —La reina puso una sonrisa más pequeña que la uña de un bebé—. Aunque debo confesar que hemos sido culpables de eso en otras circunstancias y con otras personas. Pero no puedo hablar más de ello, porque os estamos ofreciendo un trato.
—¿Qué clase de trato? —preguntó Utta.
—No seas ridícula —dijo Merolanna—. No tienes que negociar conmigo. Dime lo que quieres y lo conseguiré. ¿Comida? Debéis vivir una vida pobre y espantosa, ocultos en las sombras, si es cierto lo que dicen las viejas leyendas. Sin duda no querréis dinero…
La reina techera volvió a sonreír.
—Comemos mejor de lo que suponéis, duquesa. Más aún, podríamos triplicar nuestro número y aun así nos sobraría todo lo que se tira o se desperdicia en esta gran casa. Pero lo que deseamos es algo un poco menos obvio. No lo queremos para nos.
—Por favor —dijo Merolanna con un dejo de furia—, no juguéis conmigo. Me tentáis con la perspectiva de saber algo sobre mi hijo, y si conocéis su existencia, debéis saber que haría cualquier cosa para obtener esa información. Sólo decidme lo que queréis.
—No puedo. No lo sabemos.
—¿Qué? —Merolanna empezó a levantarse y luego cayó en la silla, abanicándose vigorosamente—. ¿Qué locura… qué burla cruel…?
—Por favor, vuestra gracia, oídnos. —Murciélago del Campanario hablaba amablemente, pero Utta no pudo pasar por alto que su voz era imperiosa—. No es ningún juego. Nuestro Señor de la Cumbre, al que debemos nuestra existencia, ha hablado, y nos dijo qué hacer, y qué deciros.
—¿Ése es el rey techero? —Utta se levantó de la silla y se acercó a Merolanna. Apoyó la mano en el hombro de la duquesa y notó que la mujer estaba temblando.
Murciélago del Campanario meneó la cabeza.
—No en el sentido que le das. No, yo gobierno a los techeros entre los vivientes. Pero el Amo de las Alturas gobierna todas las cosas vivas y nosotros somos sus servidores.
—¿Vuestro dios?
Ella asintió.
—Podemos llamarlo así. Para nosotros, es simplemente el Señor.
Merolanna suspiró; Utta notó que temblaba.
—¿Qué queréis? Decídmelo, por favor.
—Debéis venir con nosotros. Debéis oír las palabras del Señor de la Cumbre.
—¿Queréis llevamos a ver a vuestro dios? —Utta recordó que instantes atrás había creído que las cosas no podían ser más extrañas.
—En cierto modo. No sufriréis ningún daño.
Merolanna miró a Utta, entre la desesperación y la hilaridad. Al fin habló con el mismo aire de confusión resignada.
—Llevadnos, pues. Al cielo de los techeros o donde sea. ¿Por qué no?
La diminuta reina señaló una puerta en la pared del fondo de la biblioteca, medio oculta por anaqueles y pilas de libros.
—Debéis saber que éste es un honor excepcional. Hace siglos que no invitamos a gente de vuestra especie a nuestro recinto sagrado.
—¿Por esa puerta? Pero está cerrada con llave —dijo Merolanna—. Olin decía que la sala de almacenamiento de la cima de la torre no se había abierto desde los tiempos de su abuelo… que se había perdido la llave y para entrar había que derribarla.
—Y tampoco sería posible —dijo Murciélago del Campanario con satisfacción—. Del otro lado hay cuñas en mil lugares y la llave, en efecto, se ha perdido… al menos para vuestra gente. Pero ahora el Señor de la Cumbre os ha llamado, así que mi gente ha trajinado durante dos días para quitar las cuñas y otros impedimentos. —Agitó las manos y tres soldados diminutos salieron de la fila que estaba al pie del hogar. Alzaron trompetas que parecían hechas de conchas y tocaron una nota estridente. Como en respuesta, oyeron un ruido áspero y agudo, y luego un tintineo metálico, como de un martillo pequeño golpeando un yunque igualmente pequeño.
—Loado sea el Señor de las Alturas —dijo Murciélago del Campanario—, el aceite pudo aflojar el mecanismo de la cerradura. Mi consejo no se cansaba de debatir sobre ese tema. Ahora empujad la puerta, por favor, pero despacio. Mis súbditos tardarán un poco en apartarse del camino.
—Hazlo tú —le susurró Merolanna a Utta—. Estas criaturillas me ponen nerviosa.
Utta apartó los libros apilados en el suelo y trató de mover los anaqueles sin volcarlos, una tarea difícil. La puerta se resistió un instante (se preguntó si los techeros se habrían acordado de aceitar los goznes, además del cerrojo), pero luego, con un chirrido que la sobresaltó, se giró hacia ella.
—¡Cuidado! —gritó Murciélago del Campanario, pero no era necesario. Utta ya había retrocedido un paso al ver media docena de enormes arañas, hasta que comprendió que eran techeros colgados de sogas como obreros en andamios, subiendo lentamente hacia el dintel.
Algunos la miraban con ansiedad o temor (no era de extrañar, pues para ellos era tan alta como la torre de un gran templo), pero un diminuto escalador que parecía apenas un niño estiró las piernas y la saludó respetuosamente antes de desaparecer en la oscuridad.
—Buena suerte —susurró Utta mientras el resto de los escaladores se ponía a salvo. Se volvió hacia la reina, que aún estaba en su plataforma del hogar como una imagen de Zoria en un altar. Utta se preguntó si era coincidencia o algo que los techeros habían planeado—. Vuestro pueblo es valiente.
—Luchamos contra el gato, la rata, el azulejo y la gaviota —dijo la reina techera—. Nuestras paredes están llenas de arañas y ciempiés. Debemos ser valientes para sobrevivir. Ahora podéis entrar.
Utta se asomó por la entrada.
—¿Qué ves? —preguntó Merolanna con voz trémula, pero había estado en la corte la mayor parte de un siglo y sabía ocultar sus sentimientos aun en las situaciones más extremas—. ¿Podemos seguir con esto?
—Está oscuro… Necesitaré la antorcha.
—Sólo una vela, por favor, hermana Utta —dijo la reina—. Y si tienes la amabilidad de llevar a mi buen Escarabajel en el hombro, él te ayudará a caminar con cuidado en nuestro recinto sagrado.
El hombrecillo, que aguardaba en silencio en el hogar, hizo una reverencia. Utta puso una vela en un plato (las había por doquier, como si Olin usara muchas al mismo tiempo), bajó la mano y dejó que el techero trepara.
Merolanna se puso de pie con gran esfuerzo.
—Iré contigo. Sea lo que fuere, quiero verlo.
—Me reuniré con vosotras adentro —dijo la reina, alzando la mano. La plataforma real comenzó a subir lentamente, volviendo al cañón de la chimenea.
—Pisad con cuidado, como os han dicho —dijo Escarabajel. Utta se puso nerviosa al oír esa voz tan cerca del oído. Alzó la vela y guió a Merolanna por la puerta abierta.
El suelo de esa sala tenía la mitad de la superficie del suelo de la biblioteca del rey, pero la habitación era mucho más alta: alzando la vela, Utta vio las vigas de la torre, cubiertas de telarañas, aunque luego comprendió que eran cientos de puentes de soga, y ninguno más ancho que su mano. Algunos sólo tenían un pie de longitud, pero otros alcanzaban los doce pies en parábolas colgantes entrecruzadas de delgados alambres.
—¡Cuidado con ese pie! —exclamó Escarabajel. Utta bajó los ojos y vio que había estado a punto de pisar una rampa que conducía desde el suelo hasta un viejo baúl de sándalo que le llegaba al muslo. La tapa estaba levantada y los oxidados goznes habían cedido, así que la tapa colgaba de lado, medio apoyada en el suelo, pero lo que le llamó la atención fue el interior del baúl. Allí habían construido una hilera de casas diminutas a lo largo del fondo, sencillas pero hermosas casas de tres pisos.
—Zoria misericordiosa —dijo Utta—. ¿Aquí vive tu gente?
—No —dijo Escarabajel—, sólo las que asisten a Oídos.
—¿Las que asisten a los oídos?
—Pisa con cuidado, por favor. Y ojo con la cabeza.
Utta miró a tiempo para no chocar con un puente colgante. De cerca, vio que era mucho menos sencillo de lo que había pensado: los nudos eran regulares y decorativos, las tablones de madera estaban pulidos a mano, con primoroso cuidado. Decidió andar aún más despacio. No quería arruinar uno de esos puentes por torpeza.
—¿Alguna vez sospechasteis que existiera semejante cosa bajo nuestras narices? —le preguntó a Merolanna.
—Este castillo siempre estuvo lleno de secretos —dijo la otra mujer, con voz extrañamente compungida.
Se internaron en la habitación, que antaño habría sido un mero depósito pero se había convertido en un lugar mágico y exótico de puentes y escaleras en miniatura, de muebles transformados en viviendas, con pequeños prodigios de accesorios y colgaduras que Utta apenas pudo atisbar, y faroles diminutos reluciendo en las ventanas como luciérnagas.
—¿Dónde está tu gente? —preguntó.
—Somos pocos los que vivimos en este lugar: sólo los que servimos personalmente al Señor de la Cumbre —explicó el hombrecillo—. Se quedan dentro para no ser pisoteados por los gigantes. —Tosió, un bisbiseo de pájaro—. Sin ánimo de ofender, señora.
Utta sonrió.
—No, me parece muy sensato. ¿Cuánto hace que tu gente está aquí, ocultándose de los torpes gigantes?
—Desde siempre, señora. Desde que tenemos memoria. El Señor de la Cumbre nos creó y nos dio este lugar. Bien, no este lugar, quizá… Nosotros tomamos esta habitación en tiempos de mi bisabuelo. Pero desde siempre hemos tenido nuestras tierras, nuestras paredes, nuestros techos.
—¿Y por qué vuestro dios se llama Señor de la Cumbre? —preguntó Utta—. Si siempre habéis estado aquí, ¿qué montaña conocéis?
—Pues el pico que tu gente llama Diente de Lobo —dijo Escarabajel, como si fuera lo más obvio del mundo. Para él, sin duda lo era—. Allí es donde vive el Señor.
Utta meneó la cabeza, pero suavemente, para no tirar al hombrecillo. ¡La torre Diente de Lobo, la torre central del castillo, era el Xandos de los techeros, la morada de su dios! Qué mundo sorprendente. Qué mundo extraño y maravilloso.
La reina salió por una puerta del otro lado de la habitación, montada en un carro tirado por ratones blancos, con una falange de soldados detrás. Con un gesto perentorio, guió a Utta y Merolanna por la avenida principal del altillo, entre hileras de baúles y otros muebles, sin duda todos convertidos en templos, mantiserías o congregaciones de hermanas, todo al servicio del dios que presuntamente vivía en la cima de una torre cercana.
El carro de Murciélago del Campanario se detuvo al final del pasillo; sus ratones se apoyaron sobre los cuartos traseros y empezaron a acicalarse sin mayor ceremonia. Contra la pared, al final de una especie de plaza de un par de yardas de lado, un lugar donde habían corrido los muebles, había una cómoda del tipo que usaban las mujeres ricas. Las gavetas sobresalían en forma escalonada, la de abajo más, la de arriba menos, y una red de escaleras y rampas conectaba las gavetas. Había más obreros trabajando, pero Utta tardó un momento en entender lo que hacían. Bajaban un largo bulto, semejante a un insecto atrapado en una telaraña, desde la gaveta superior hasta el suelo.
—De rodillas, por favor —dijo Murciélago del Campanario con su voz aguda y calma—. Esta tarea es delicada, y todos estaremos más seguros si estáis sentadas o arrodilladas.
—¿Podemos continuar de una vez? —gruñó Merolanna—. Este vestido no está hecho para estos juegos. Si me hubierais avisado que estaría en el suelo como un niño jugando con un trompo habría traído mi ropa de noche.
Era natural que la duquesa se quejara. Aunque gozaba de buena salud y estaba vestida con una túnica sencilla, sus viejos huesos no disfrutaban del ejercicio.
Cuando estuvieron sentadas, un pequeño contingente de soldados y un terceto de criaturas de cabeza rapada (Utta supuso que eran mujeres, por sus rasgos delicados) sacó una cama acolchada hecha con un joyero. El bulto del cajón superior fue bajado allí, y lo desenvolvieron para revelar a una mujer techera de pelo oscuro y tez pálida, muerta o dormida.
—Os presento a Oídos Gloriosos y Cabales —dijo la reina—, cuya familia ha sido nuestro enlace con el Señor de la Cumbre durante siglos, y que hoy, por primera vez, compartirán las palabras del Señor con vosotras.
Las tres sacerdotisas, si eso eran, se pusieron junto a la cabeza y a ambos lados de Oídos. Encendieron cuencos que contenían una sustancia humeante, los agitaron sobre ella y se pusieron a recitar en voz baja. Esto se prolongó largo rato; Utta notó que Merolanna se impacientaba. En la silenciosa habitación, el crujido del vestido de la duquesa sonaba como un trueno lejano.
Al fin las sacerdotisas retrocedieron e inclinaron la cabeza. El silencio continuó. Utta pensó que quizá debieran hacer preguntas, pero luego la mujer acostada comenzó a moverse, primero convulsivamente, como en un sueño febril, y luego a bracear débilmente. De pronto se incorporó. Abrió los ojos, pero sólo miraba el vacío. Habló en voz baja, una retahíla de sonidos susurrantes como un zumbido de abeja. Las sacerdotisas se mecían.
—¿Qué dice? —preguntó Merolanna.
—Ella no dice nada —corrigió la reina de los techeros—. El que habla es el mismísimo Señor de la Cumbre, y dice: El final de estos tiempos llega en alas blancas, pero trae oscuridad como un huevo. La Vieja Noche aguarda para nacer, y a menos que el mar lo devore todo prematuramente, habrá una lluvia de estrellas que caerán como flechas llameantes. Tales son las palabras del Señor de los Lugares Altos.
La duquesa no había ido para escuchar profecías vagas y apocalípticas.
—Preguntadle por mi hijo —jadeó. Pero Utta notó que se estaba llegando a un trato, aunque aún no sabía con quién estaban negociando. ¿Los techeros y su reina? ¿Su dios? ¿O este oráculo techero?
—Nos han dicho que sabes algo sobre el hijo de esta mujer, oh Señor de la Cumbre —dijo Utta con lentitud y claridad, esperando que el dios de los techeros hablara su idioma—. ¿Nos hablarás sobre él?
—Los Elevados se lo llevaron hace cincuenta inviernos —dijo la reina, traduciendo o simplificando el murmullo de Oídos—. Se lo llevaron detrás de esa nube de ignorancia que los mortales llaman Línea de Sombra. Pero él aún vive.
Merolanna chilló, se contoneó, cayó contra Utta, que hizo lo posible para mantenerla erguida: la voluminosa duquesa destruiría gran parte del recinto religioso de los techeros si se desplomaba.
—Ella agradecerá esta noticia, pero creo que hoy no —dijo Utta, sin aliento. Se acercó a la reina Murciélago del Campanario—. ¿Vuestro dios no puede decirnos más? ¿Hay un modo de encontrar a su hijo?
Durante largo rato Oídos permaneció como muerta, al igual que Merolanna, que parecía haberse desmayado. Luego se movió y volvió a hablar, pero en voz tan queda que Utta sólo podía ver el movimiento de los labios. Hasta la pequeña reina tuvo que inclinarse contra la baranda del carro para entender.
—El Señor de los Lugares Altos dice: Grande es la necesidad del mundo. La Antigua Noche picotea su cascarón, ansiando respirar el aire del tiempo. En este castillo, el sacerdote de la luz y las estrellas antaño poseyó un antiguo y poderoso fragmento de la Casa de la Luna, pero lo han arrebatado. Descubrid el paradero de ese fragmento robado y a cambio el cielo dirá más sobre el hijo de esta mortal.
Con estas palabras, Oídos cayó en un sueño profundo semejante a la muerte. Cuando fue evidente que ya no repetiría las palabras del dios, las sacerdotisas la envolvieron. Los diminutos soldados se aproximaron para llevar la cama hacia las sombras, como un féretro.
Utta sostuvo a Merolanna, que gruñía como en una pesadilla, y se maravilló de la increíble extrañeza de ese día.
* * *
La duquesa se movió en la cama y se incorporó, extendiendo las manos como si le hubieran arrebatado algo.
—¿Dónde están? ¿He soñado?
—No soñabais —le dijo Utta—. A menos que yo tuviera el mismo sueño.
—¿Qué más dijo esa criaturilla? ¡No puedo recordar! —Merolanna buscó la copa de vino aguado en el baúl que había junto a la cama, y lo bebió tan deprisa que un hilillo rosado le humedeció la barbilla.
Utta le contó el resto de la declaración de Oídos.
—Pero no logro entenderlo.
—¡Mi hijo! —Merolanna cayó contra las almohadas, jadeando—. Yo lo entregué, y ahora las hadas lo tienen. ¡Pobre, pobre niño! —Con frases vacilantes, le habló a Utta sobre el nacimiento secreto del niño y su desaparición. Utta quedó sorprendida, pero no azorada. Las zorianas no creían que los humanos pudieran ser perfeccionados, sólo perdonados.
—Si el oráculo de la gente pequeña dijo la verdad, eso fue hace cincuenta años, vuestra gracia —le dijo a Merolanna—. Aun así, debemos tratar de entender las palabras del dios, si de veras fue un dios el que habló. Un fragmento de la Casa de la Luna, dijo la mujercilla. Y que pertenecía al sacerdote de la luz y las estrellas que hay en nuestro castillo.
—¿Sacerdote? ¿Se refieren al padre Timoid? ¡Pero él se ha ido! —Merolanna sacudió la cabeza como presa de una fiebre—. ¿Por qué un dios enviaría este mensaje para torturarme?
—Quizá se refieran al jerarca Sisel. —Utta cogió la mano de la duquesa para calmarla—. Él es el sumo sacerdote, así que…
—Pero él también se ha ido, a su casa de la campiña. Me dijo que no soportaba ver lo que estaban haciendo los Tolly. —Merolanna trató de calmarse—. ¿Pero él sería el sacerdote de la luz y las estrellas? Es el sumo sacerdote del Trígono, es decir, del aire, el agua y la tierra… —Volvió a gemir—. Ah, ojalá Chaven estuviera aquí. Él entiende de esas cosas: estudia los astros, y sabe tanto como Sisel sobre las antiguas leyendas de los dioses…
—Esperad —dijo Utta—. Quizá se refiera a él. Chaven es una especie de sacerdote; un sacerdote de la lógica y la ciencia. Y se dedica al estudio de la luz y las estrellas, con esas lentes. Quizá Chaven tuviera un objeto poderoso que ahora se ha perdido.
—¡Es Chaven quien se ha perdido! —dijo Merolanna—. ¡Ha desaparecido! ¡Y eso significa que también mi hijo está perdido para siempre!
—Nadie desaparece así como así —dijo Utta—. A menos que se lo lleven los dioses. Y el dios techero no parece saber qué sucedió con Chaven, así que quizá siga con vida. —Se puso de pie—. Veré qué puedo descubrir, vuestra gracia.
—¡Ten cuidado! —exclamó Merolanna mientras Utta se dirigía a la puerta. Extendió los brazos como para llamar a la hermana zoriana—. ¡Eres lo único que me queda!
—Tenéis a los dioses, duquesa. Rezaré pidiendo la ayuda de mi grácil Zoria. Deberíais hacer lo mismo.
Merolanna se tumbó en la cama.
—Dioses, hadas… El mundo se ha vuelto totalmente loco.
Utta llamó a Eilis, la criada.
—Atiende a tu ama —le dijo—. Cuida de ella. Ha sufrido una conmoción.
¿Pero quién me atenderá a mí?, se preguntó al salir de los aposentos de Merolanna. ¿Quién me cuidará en este tiempo desquiciado en que las leyendas cobran vida a nuestros pies? Zoria misericordiosa, necesito tu ayuda más que nunca.
* * *
Aun a Matty Tinwright, que nunca le hacía ascos a una celebración o una fiesta, y menos si otro pagaba la cuenta, le parecía excesivo. Con aquella fuerza invasora en la otra margen (y para colmo una fuerza invasora de monstruos y demonios), estas fiestas y ferias eran un derroche o algo peor.
Quizá lord Hendon sólo intenta distraemos de nuestros problemas. En tal caso, le esperaba una tarea difícil, porque los problemas abundaban. Las criaturas que estaban al otro lado de la bahía no habían atacado la fortaleza, pero habían cortado los suministros que llegaban al atestado castillo desde el oeste, y la breve y aterradora guerra también había vaciado los valles del oeste y del sur, así que ya no traían ganado de Marrinswalk ni de Argentia, ni lana y queso de Setia, sólo las provisiones que se podían transportar por barco, que se amontonaban en el puerto de Marca Sur como restos de naufragio contra una muralla.
A pesar de todo, las celebraciones continuaban. Esta noche, para celebrar la primera velada de Gestrimadi, el festival que honraba a la Madre de los Dioses, habría una feria pública en la plaza del mercado, y un banquete y un baile de máscaras en el castillo.
Pero sin duda no ha habido un mes de dimene más tenebroso desde que los crepusculares nos atacaron hace doscientos años.
Era extraño, pensó Tinwright, que un lugar tan silencioso y solemne durante el día cobrara una vida tan febril de noche, como si las habitaciones fueran tumbas que liberaban a sus ocupantes después del ocaso, para que pudieran bailar y seducir a imitación de los vivos.
Esta imagen era potente, y pensó que debería anotarla. El germen de un poema, sin duda. Los cortesanos saliendo de sus guaridas de piedra al anochecer, con máscaras que ocultaban todo salvo sus ojos brillantes…
Pero a Hendon Tolly y su círculo no les gustará, y hoy en día eso es muy peligroso. ¿Acaso lord Nynor no desapareció después de criticar el gobierno de los Tolly? Aun así, era una idea muy atractiva. Decidió que podía escribirla y mantenerla oculta hasta que vinieran tiempos mejores, cuando su perspicacia sería reconocida, y se alabaría su brillantez (cuando no su coraje).
Los poetas no están hechos para la horca sino para la admiración, se recordó. Y no quiero que me admiren porque fui ahorcado. Para eso prefiero el anonimato. Sí, sería mejor conservar el pellejo. En todo caso, últimamente tenía otras cosas por las que vivir…
* * *
—¡Ah, muy vistoso, maese Tinwright! —exclamó Acertijo. Ahora que era un favorito del círculo de Hendon Tolly, el viejo bufón hablaba con un aplomo que Tinwright consideraba irritante. Aun así, Acertijo contrajo la cara en una mueca de tristeza—. No dudo que esta noche cautivarás muchos corazones jóvenes.
Tinwright miró sus calzas verdes, que tenían una molesta tendencia a fruncirse entre el tobillo y la entrepierna, de modo que la costura de cada pierna parecía un sinuoso camino rural en vez de una recta vía regia. Los colores eran agradables, aunque ningún trovador ambulante había usado una combinación tan llamativa. El traje había pertenecido a Robben Hulligan, un amigo fallecido de Acertijo, y el viejo lloraba al ver que Tinwright lo llevaba puesto.
—El buen Robben tenía un hermoso rostro y piernas bien formadas. —Acertijo se frotó los ojos. Se había vestido para la mascarada con una negra túnica de mantis, y le sentaba extrañamente bien, pues por primera vez su cara larga y agria parecía haber encontrado su entorno apropiado—. Él también amaba a las mujeres, y las mujeres lo amaban a él.
Tinwright no dijo nada. Conocía de sobra estos devaneos sobre Robben y sabía que era imposible callar al viejo.
—El pobre fue asesinado por bandidos —dijo Acertijo, meneando la cabeza. Tinwright podría haber recitado el resto del discurso, tantas veces lo había oído—. Kernios se lo llevó prematuramente. ¿Te he hablado de él? El dulce y cantarín Robben.
Tinwright llegó a pensar en asistir a la ceremonia del templo con tal de huir de las divagaciones del viejo, pero fue salvado de ese ignominioso destino por la llegada de un paje que le llevaba a Acertijo un mensaje del escudero de Hendon Tolly.
—¡Ah, parece que me necesitan! —dijo el viejo sin disimular su placer—. El guardián desea que me siente con él durante el banquete, para entretenerlo.
El guardián debe buscar un modo de no comer en exceso, pensó Tinwright, pero no lo dijo: le agradaba Acertijo, aunque estaba cansado de pasar tanto tiempo con él. El reciente ascenso había mejorado el ánimo del viejo, pero también lo había vuelto jactancioso, y la dudosa fortuna de Matt Tinwright le impedía disfrutar de los triunfos de su amigo.
—¿Dice algo sobre mí?
—Me temo que no —dijo Acertijo—. Quizá deberías venir conmigo. Yo podría cantar una de tus canciones, y sin duda…
Tinwright recordó la desastrosa y humillante recepción que había tenido la última vez que había actuado con Acertijo. Eso le hacía más fácil recordar algo que era cierto, aunque inconveniente para un hombre en busca de progreso: Hendon Tolly no sólo le disgustaba, sino que le ponía los pelos de punta.
—No temas, buen amigo Acertijo —dijo—, como señalaste, muchos rostros jóvenes y bellos y muchos bustos jóvenes y firmes aguardan mi atención esta noche. Te deseo suerte a la mesa del guardián. —Decidió añadir un pequeño consejo, pues últimamente Acertijo parecía tan distraído como un niño—. Ten cuidado con Havemore, sin embargo. No ama a nadie, y le complace ser cruel.
—Es buena persona a su manera —dijo Acertijo, ansioso de defender a la gente rica y poderosa que imprevistamente lo había adoptado—. La próxima vez que vengas conmigo, podrás conocerlo mejor.
—Esperemos que no —jadeó Matt Tinwright. Si Tolly era un depredador, Timan Havemore era un carroñero, un perro de cementerio que arrebataba lo que podía encontrar para apretarlo entre sus fétidas fauces—. Bienestar y alegría, tío.
Saludó con la mano cuando Acertijo se fue, y cayó en la cuenta de que se había olvidado de preguntarle si el traje de Hulligan estaba bien abotonado a la espalda. Lamentó no tener un espejo grande, pero sólo un hombre rico (o un hombre que compusiera poemas para hombres ricos) podía permitirse ese lujo.
Ah, princesa Briony, ¿adónde fuiste? Tu poeta te necesita. Eras la única que sabía apreciar mi calidad… y aún eres la única…
* * *
Faroles de pergamino adornaban el castillo, y en los rincones había pequeños altares dedicados a Madi Surazem, cubiertos de verdor, con pálidos capullos de eléboro, espino de fuego y acebo alrededor de velas blancas. Cada arreglo era una plegaria silenciosa para que el hinchado vientre de la Húmeda Madre Tierra diera fruto en otra primavera de saludables cosechas.
¿Qué cosechas?, pensó Tinwright. ¿Y quién las levantará? Las hadas han asolado las tierras del oeste y del norte. Era extraño que él se preocupara por esas cosas. Su padre le había dicho (sin exagerar demasiado, debía admitirlo) que era el joven más haragán y egocéntrico de ambos lados de la bahía de Brenn. Observó a los cortesanos con sus máscaras y su fina indumentaria: salían al jardín y volvían adentro, empapados por la lluvia y riendo, y volvían a salir. También él se sintió como un padre defraudado. Se preguntó si su idea anterior, por muy poética que fuera, no estaría equivocada: los muertos podían permitirse la alegría, pues no tenían nada que perder. En cambio, esas personas parecían niños que jugaban bajo un peñasco inestable.
Tropezó con algo que casi lo derribó.
—¡Cántanos una canción, trovador! —gritó una voz ebria. Meciéndose frente a él, usando una máscara con una nariz obscenamente larga, estaba Durstin Crowel, uno de los más fieles seguidores de Tolly, un joven noble de cara roja que habría quedado más natural, pensó Tinwright, en una bandeja en el centro de un festín con un membrillo en la boca. Crowel estaba en medio del corredor con cuatro o cinco amigotes, y todos parecían tan borrachos como el barón de Graylock. Estaba empapado y usaba un vestido de mujer.
—Vamos —dijo Crowel, señalando a Tinwright con un dedo tembloroso—. ¡Cántanos una canción guarra!
Sus compañeros se rieron pero no se alejaron. El tono de Crowel les sugería que podían surgir cosas más interesantes.
—¡Adelante, pues! —gritó uno de ellos—. ¡Ya oíste! ¡Diviértenos, trovador!
—Es sólo un disfraz —dijo Tinwright, retrocediendo. Al menos no parecían haberlo reconocido con la máscara de ave. A veces era conveniente no llamar la atención de los poderosos.
—Ah, pero mi daga es real. —Crowel extrajo del corpiño (parecía estar vestido de moza de taberna) un arma con una hoja larga y delgada—. Para proteger mi primorosa virtud, ¿entiendes? —Hizo una pausa para la risotada, y sus amigos no tardaron en complacerlo—. Así que me temo que cantarás… o yo te haré cantar. —Eructó y sus amigos rieron de nuevo—. Trovador.
Por un momento pensó que lo más fácil sería hacer una pantomima para complacer a esos imbéciles borrachos, desempeñar su papel, cantar una triste canción de amor y dejar que se burlaran de él. Sabía que Crowel había matado a golpes a un sirviente, y mutilado a otro, en el breve tiempo en que había vivido en el ala de la residencia perteneciente a los Tolly. Sin duda lo más sencillo era darle lo que quería.
¿Y quién me asegura que se limitarán a burlarse?
—Lo que milord ordene —dijo, y arqueó la rodilla en una reverencia—. Me complacerá cantar para vos… otro día.
Tinwright dio media vuelta y corrió hacia el jardín. Estuvo bajo la fría lluvia antes de que Crowel y los demás comprendieran qué había pasado.
* * *
Ésta fue la parte del plan que no preparé con tanto cuidado, admitió el empapado Tinwright mientras se acurrucaba a la sombra de un seto. El viento helado era afilado como una navaja. Parecía que su piel se estaba transformando en hielo. Aun así, no estaba dispuesto a entrar. Era casi seguro que Graylock no lo había reconocido, así que sólo tenía que permanecer lejos de ellos durante esa noche. Pensó en volver sigilosamente a la habitación que compartía con Acertijo, pero si no regresaba por los pasillos principales tendría una buena caminata en ese viento crudo y amargo.
Mejor esperar a que duerman la mona.
Mientras se compadecía a sí mismo, comprendió que hacía rato que no oía voces ni veía movimiento en el jardín.
Si no me están buscando aquí, podría encontrar un sitio más cálido y seco para ocultarme, pensó. Volvió a calarse la gorra de trovador sobre las orejas (el viento ya se la había arrebatado varias veces) y se arrebujó en la delgada capa, lamentando no haber escogido un disfraz más sensato.
Podría haber sido un monje con capucha, o un salteador vutiano con yelmo forrado de piel. Pero no, tenía que usar calzas de trovador para mostrar mis piernas a las mujeres. Imbécil.
Al fin encontró una glorieta; sólo cuando se arrojó en el banco con un gruñido de desesperación notó que había una persona sentada allí.
—¡Oh! Perdón, milady…
La mujer de vestido oscuro alzó la vista. Tenía los ojos inflamados.
Había estado llorando. Una máscara color marfil reposaba en su regazo como el cuenco de ofrendas de un templo. Twinwright dio un respingo, y por un momento no pudo hablar. Se levantó, hizo una reverencia, y se acordó de quitarse la máscara.
—Maese Tinwright. —Ella desvió la vista y se secó las lágrimas con el pañuelo—. Me encuentra usted en desventaja —dijo con dureza—. ¿Acaso me ha estado siguiendo?
—No, lady Elan, lo juro. Yo sólo…
—¿Paseaba por el jardín? ¿Disfrutaba del buen tiempo?
Él rió con amargura.
—Como veis, estoy inmerso en él. No, yo… Bien, seré franco. Al barón Graylock y algunos amigos suyos se les metió en la cabeza que yo debía entretenerlos, y no quedaba claro cuánto debería sufrir por mi arte. —Se encogió de hombros—. Decidí que en cambio los entretendría con un juego de escondite.
—¿Durstin Crowel? —dijo ella con voz aún más dura—. Claro, el querido lord Crowel. Cuando llegué aquí, le preguntó a Hendon si podía tenerme. «La domaré para ti, Tolly», dijo, como si yo fuera un caballo.
—¿Pretendía casarse con vos?
Ella lo miró con sorna.
—¿Casarse? Por el negro corazón de Kernios, claro que no. Sólo quería llevarme a la cama. —Su rostro sufrió una perturbadora transformación—. Él no sabía que Hendon tenía otros planes para mí. Pero sí, conozco al barón Durstin. —Recobró la compostura, trató de sonreír—. Muy bien, maese Tinwright, queda perdonado por su intrusión, más aún, puede quedarse con la glorieta y no le contaré a nadie dónde está. Yo debo regresar adentro. Sin duda mi amo y señor me está buscando.
Se había levantado, llevándose la máscara a la cara, cuando Tinwright al fin logró hablar.
—¿Qué es él para vos?
—¿Quién? —preguntó ella, sobresaltada—. ¿Se refiere a Hendon Tolly? Creo que eso es obvio, maese Tinwright. Él es mi dueño.
—Vos no sois su esposa sino su cuñada. ¿Piensa casarse con vos?
—¿Para qué? ¿Por qué pagar por una vaca cuando ya es dueño de la leche?
Lo mortificaba que ella hablara así. Recobró el aliento y trató de encontrar palabras calmas.
—¿Al menos os trata bien, milady?
Ella soltó una risa áspera y se puso la máscara blanca, de modo que parecía un cadáver o un fantasma.
—Ah, es sumamente atento. —Aflojó los hombros mientras volvía a desviar la vista—. De veras, debo irme.
Tinwright cogió la manga del vestido de terciopelo. Ella trató de alejarse y algo se rasgó. Por un momento ambos permanecieron al borde de la lluvia.
—Lo mataría por causaros infelicidad —dijo, y comprendió que era sincero—. Lo haría.
Ella se quitó la máscara, sorprendida.
—¡Por los dioses, no habléis así! Ni siquiera os acerquéis a él. Él… No lo sabéis. No podéis imaginar su maldad.
Tinwright aún le aferraba la manga.
—Yo no os trataría así, lady Elan. Es decir, si fuerais mía. Os amaría. En este momento, pienso en vos día y noche.
Ella le clavó la vista. Se le humedecieron los ojos.
—Ah, pero usted es un muchacho, maese Tinwright.
—¡Soy adulto!
—En años. Pero su corazón todavía es inocente. Yo estoy sucia y lo mancharía. Lo dejaría tan mancillado como yo, corrompido…
—No, por favor. ¡No digáis esas cosas!
—Debo irme. —Ella se zafó suavemente—. Usted es sumamente amable al hablarme de este modo, pero no debe pensar en mí. No soportaría tener otra alma en mi conciencia.
Antes de que ella pudiera alejarse, él se adelantó y le cogió los hombros, la sintió temblar. ¿Era posible que ella correspondiera a sus sentimientos? Ella parecía alarmada por ese contacto, como si temiera que él la golpeara en vez de besarle la boca, algo que él deseaba más que las riquezas y la fama con que había soñado. En cambio, le deslizó las manos por los brazos. Como si sus dedos la despojaran de vitalidad al descender, ella soltó la máscara. Él le cogió ambas manos, se las llevó a los labios, y besó sus dedos fríos.
—Os amo, lady Elan. No soporto veros y saber que estáis sufriendo.
Ella tenía las mejillas húmedas, y le brillaban los ojos de miedo.
—Ah, maese Tinwright, no es posible.
—Matthias. Mi nombre es Matthias.
Ella lo miró un largo instante, le cogió las manos, se las llevó a la boca y las besó a su vez.
—¿De veras me ayudarías? ¿En serio?
Aunque estaba empapado, las lágrimas de ella le quemaban las manos como estrías de plomo caliente.
—Haría cualquier cosa… Lo juro por los dioses. Pedídmelo.
Ella escrutó la oscuridad y lo miró con cara extraña.
—Entonces tráeme veneno. Algo que provoque una muerte rápida.
A Matt Tinwright se le cortó la respiración.
—¿Queréis matar a Tolly?
Ella le soltó las manos y se enjugó los ojos con la manga.
—¿Estás loco? Mi hermana está casada con su hermano Caradon. Los Tolly la destruirían. Incendiarían la casa de mis padres y los asesinarían a ambos. Por no mencionar que el castillo de Marca Sur quedaría en manos de Crowel, Havemore y otros que tienen el corazón tan negro como Hendon, aunque no son tan astutos. Los reinos de la Marca quedarían ahogados en sangre en medio año. —Recobró el aliento—. No, quiero el veneno para mí.
Volvió a apartarse de él, se agachó y recogió la máscara. Cuando se puso de pie, era de nuevo un fantasma.
—Si me amas, me traerás esa liberación. Es el único regalo que puedo aceptar de ti, dulce Matthias.
Y luego se perdió en la lluvia.