19: Voces en el bosque

19

Voces en el bosque

Mas cada noche Hija Pálida oía el canto de Destello de Plata y su corazón lo echaba de menos, y al fin huyó de la casa del padre para ir donde su amado. Tan bella era que él no osó expulsarla, aunque su hermano y su hermana le advirtieron que nada bueno saldría de ello. Pero Destello de Plata desposó a Hija Pálida, y ambos concibieron un hijo que compondría una canción nueva y más grande con la melodía de ambos, una extraña canción que luego resonaría para siempre.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

Apesar de sus heridas, Briony sabía que debía alejarse de Puerto Lander, pero en cambio permaneció cerca de los muros de la ciudad en los dos días posteriores al ataque, refugiándose donde podía y escuchando la conversación de otros viajeros, tratando de averiguar con certeza qué le había pasado a Shaso. Todos hablaban del devastador incendio que había costado la vida a uno de los mercaderes más ricos de la ciudad, y todos coincidían en que, aparte del sirviente que ella había visto, sólo las mujeres de la casa habían sobrevivido a la tragedia.

Al fin Briony perdió las esperanzas y comprendió que los guardias del barón la buscarían si se enteraban de que más de un fugitivo se había asilado en el hadar de Dan-Mozan. La ropa de hombre no era un disfraz óptimo, pues era ropa tuaní, y ella ya no tenía los medios para aparentar que era alguien de esa raza. Se manchó la cara y el pelo con tierra, tratando de no llamar la atención, pero sabía que su disfraz no resistiría una inspección atenta. Tendría que irse de Puerto Lander: si la pillaban curioseando a las puertas de la ciudad, Shaso habría muerto en vano. Un pensamiento amargo, pero el único que la impulsaba cuando la abrumaban el pesar y la furia. Echaba de menos al viejo. Si hubiera vuelto a vérselas con Talibo, el sobrino de Effir, con gusto habría matado a ese traidor por segunda vez.

* * *

Tras cometer la necedad de creer que lo había perdido todo, Briony aprendía día a día que los dioses siempre podían arrebatarle algo más.

Pronto descubrió que no estaba hecha para la vida de forajido, y las historias románticas sobre bandidos empezaban a parecerle mentiras crueles. Era imposible vivir al raso aun en un invierno templado como éste, ni siquiera con la capa de lana que afortunadamente se había llevado del hadar. Briony pasaba gran parte de cada jomada buscando establos o almacenes sin vigilancia, donde pudiera dormir sin congelarse. Aun así, al cabo de pocas noches fue presa de una intensa tos.

La tos y la boca magullada (todavía sensible a causa del golpe de Talibo) le dificultaban comer, pero remojaba el pan en la pequeña vasija de vino para que se ablandara, y masticaba muy despacio como para no sentir más dolor del necesario en los dientes flojos y los labios partidos. Pero su pequeña reserva de comida se agotó en un par de días.

Al principio la salvó la cantidad de poblados que salpicaban las laderas costeras a lo largo del camino del oeste de Puerto Lander. Iba de uno al otro, refugiándose donde podía y a veces encontrando algún bocado. No quería llamar la atención cuando sus enemigos la estaban buscando, así que no podía pedir ayuda en lugares públicos. A pesar del hambre, Briony hacía lo posible por no robar, no por motivos morales sino prácticos: ¿de qué le serviría escapar de un atentado contra su vida si la capturaban y encarcelaban en un pueblo de mala muerte?

Aun así, a los pocos días no pudo más con su estómago vacío. Nunca había pasado hambre de veras en su vida, y fue una dolorosa sorpresa descubrir que se imponía sobre todo lo demás, que expulsaba todos los otros pensamientos. Su tos también estaba empeorando, y le sacudía el cuerpo hasta dejarla mareada. A veces tropezaba y se caía en medio del camino de pura debilidad. Sabía que no podría seguir así mucho tiempo sin transformarse en mendiga o ladrona. Decidió que correría el riesgo de lo primero: no colgaban a la gente por mendigar.

El primer lugar al que fue en busca de limosna, una granja en las afueras de una aldea sin nombre en la carretera de Karal, el camino que iba al sur desde la carretera de la costa, no era tolerante con los mendigos: antes de que ella pudiera hablarle al hombre de pelo desgreñado que estaba en la puerta de la casa, él soltó a un enorme perro pardo. El animal la persiguió como la Bestia Furibunda que había luchado contra Hiliometes, y Briony apenas logró escapar de sus fauces trepando por el parapeto de la granja. Se rasgó la capa de lana en una piedra, y se sintió tan lastimada como si hubiera sufrido una herida en el cuerpo. Regresó al bosque, enferma, dolorida y hambrienta, y sollozó, aunque eso la disgustara consigo misma.

Volvió a probar suerte al otro lado de la aldea y le fue mejor, pero no gracias a la divina misericordia que los sacerdotes mantis mencionaban con tanta solemnidad. El propietario de una casa destartalada había salido, y aunque había pocas cosas útiles en esa covacha vacía y oscurecida por el humo, salvo un camastro hecho de hojas metidas en una bolsa de tela tosca, con una manta harapienta, encontró un cuenco de hierro medio lleno de sopa fría bajo la mesa, con un plato de madera encima. La devoró ávidamente, y sólo cuando la terminó (con el vientre tan lleno que parecía colgar como algo ajeno a ella) comprendió que había robado, y a uno de sus súbditos más pobres. Por un momento, en una agonía de culpa que sólo era posible porque había saciado el hambre, pensó en esperar el regreso del dueño de casa para ofrecerle alguna retribución, pero pronto comprendió que no tenía nada que dar, salvo su ropa, sus dagas yisti y su virginidad, y no estaba dispuesta a ceder ninguna de ellas. Aun así, se sintió tan mal que desechó su plan de robar la manta, y salió abatida bajo la luz moribunda de la tarde y la ligera nevisca.

Pasó una decena, y luego otra, desde la muerte de Shaso, y Briony seguía rumbo al oeste, robando lo suficiente para permanecer con vida, y siempre a aquellos que menos podían proteger lo que tenían. La vergüenza y el hambre la atormentaban, y una menguaba a medida que la otra crecía. Sus heridas y su mandíbula magullada habían sanado bastante, pero la tos era constante, dolorosa y profunda. Y a medida que las cosas empeoraban, que el hambre y la enfermedad la embotaban, las otras posibilidades —la rendición o la muerte— empezaban a parecer más atractivas.

* * *

Briony miró con ojos cansados el puente, el río oscuro y perezoso y las tierras desiertas de ambas márgenes. El cielo era un techo de pizarra.

Ya han pasado el Día del Huérfano y el cambio del año. Pero días atrás, en el último pueblo donde había un templo (un altar, en realidad), habían tañido las campanas para el día de Oni Zakkas, así que se aproximaba dimene, y el festival de Gestrimadi aún no había comenzado. Era un pensamiento desalentador: quedaban dos meses de invierno, y todavía faltaba lo peor.

En su agotamiento, había ido muy al sur por la carretera de Karal, sin saber si dirigirse a Hierosol o a Sian, pero sabiendo que en ese estado no llegaría a ninguna de las dos. Las aldeas escaseaban más a medida que se internaba en el sur. Un par de días atrás un grupo de borrachos la había expulsado de una de ellas, porque no les gustaba su aspecto y la acusaban de estar apestada, y habría aún menos asentamientos en las tierras desiertas que mediaban entre este lugar y la frontera sianesa. Empezaba a desesperarse.

Durante toda su infancia Briony se había preparado para una vida de importancia, pero no había aprendido nada útil. No sabía encender una fogata. Podría habérselas ingeniado con pedernal y hierro, pero había gastado los últimos cobres que le había dado Shaso en pan y queso, sin comprender que el calor sería aún más importante que llenarse el vientre. No sabía cazar ni tender trampas, ni qué plantas silvestres podía comer sin envenenarse, cosas que hasta el más ignorante hijo de labriego podía hacer fácilmente. En cambio, sus tutores le habían enseñado a cantar, coser y leer, pero los libros que le habían dado estaban llenos de poemas románticos o conocimientos inservibles sobre los grandes dioses y sus aventuras, con parábolas sobre la bondadosa Zoria y su inocente sufrimiento.

Ahora se hallaba en una tierra casi desierta, mirando consternada el puente que franqueaba el lodoso Elusine. El aprendizaje sobre el sufrimiento era inútil: la experiencia era fácil de adquirir. Habría sido más práctico aprender a no sufrir.

Briony recordaba las lecciones de su hermano y cosas que le había dicho su padre, y sabía que a ambos lados del Elusine se extendían los Brezales Llorones. Esas tierras pantanosas y traicioneras llegaban hasta los lagos de Sian, con un lodo frío y negro, sin refugio frente a los crudos vientos y las ráfagas de nieve. Había llegado hasta allí casi sin pensar, y ahora no tenía adonde ir salvo que regresara a los poblados que ya había visitado con tan poca suerte; o bien podía dirigirse al este, hacia la morada de los Tolly en Estío, o al sur por esta carretera sinuosa a través de las marismas, para luego rodear los lagos y cruzar las montañas, llegar a la distante Sian y la aún más distante Hierosol, rogando tener suerte en los pocos asentamientos humanos que encontrara en esa vastedad.

Briony se acuclilló. Por el momento, no veía nada salvo los cañaverales que la rodeaban, los tallos que susurraban en el viento. Tosió y escupió. El escupitajo estaba teñido de rojo. No tenía sentido pensar en Sian. No sobreviviría a un viaje por los brezales y las montañas.

A menos que vaya al oeste, pensó lentamente, y escrutó una extensa franja boscosa en el lodoso horizonte occidental. Era la punta septentrional del Bosque Blanco. Si lograba cruzarlo con vida, llegaría a Primer Vado, la ciudad más grande de Argentia. En Primer Vado había un famoso templo que alimentaba a los indigentes de todos los reinos de la Marca, e incluso ofrecía camas a los enfermos.

La palabra «Argentia» empezaba a parecerle tan alentadora como la palabra «cielo».

Pero a medida que pasaba la mañana gris y ella seguía sentada y exhausta junto al puente y el lodoso y burbujeante Elusine, no podía llegar a una decisión. Por muy halagüeño que sonara el nombre de Argentia, era más probable que muriera entre los árboles, tratando de llegar allá, que en el páramo de los Brezales Llorones. El Bosque Blanco era el segundo bosque de Eion, y en su espesura vivían lobos y osos y quizá algunas extrañas criaturas de fábula. Si los crepusculares podían descender del brumoso norte para invadir los reinos de la Marca, era razonable suponer que aún habría duendes y guls en las honduras del Bosque Blanco, tal como decían las leyendas. No, sería mejor evitar una muerte casi segura en el pantano o en el bosque, regresar y seguir rondando la linde de las aldeas de Marrinswalk como una niña perdida. Mejor quedarse donde estaba y esperar un milagro que internarse en el bosque y perecer. Sí, decidió fatigosamente, eso tenía más sentido. Regresaría.

Resultó muy extraño, pues, que al ponerse el sol Briony se encontrara errando por la tupida arboleda del Bosque Blanco, tras dejar atrás la carretera y el puente y sin recordar cómo había llegado allí.

Hay un cielo encima de mí. Allá… Un poco. Entre las ramas. Es el cielo, ¿verdad? Aún es de día, por lo que veo, así que tiene que haber cielo en alguna parte.

Avanzó unos pasos más hacia un lugar donde raleaban los árboles, donde no la entorpecían las ramas. Su capa era un andrajo.

Comida. Cuánta hambre. ¿Qué podré…?

Algo había apresado los pantalones de varón que usaba. Zarzas. Se liberó, y vio nuevos rasguños en manos que ya estaban entrecruzadas de rayas rojas. Gracias a los dioses, el frío le insensibilizaba los dedos. Lloró al comprender que se había vuelto a olvidar del rumbo que había decidido tomar.

«Ojos nublados, manos rasguñadas», se llamó a sí misma, mutilando el famoso cuento, y no del todo adrede. Trató de reírse pero sólo pudo soltar un graznido. A Barrick le parecería gracioso, pensó. Él odiaba aprender esos cuentos.

Pero ese cuento era sobre ella. Bien, no sobre ella, sino sobre Zoria. ¿Acaso ese poeta, Matty Wringithgt, no había dicho que ella era Zoria? ¿Una princesa virgen? ¿Robada en casa del padre?

Pero yo hui. Lo que robaron fue la casa.

No importaba. Siempre había sentido aprecio por Zoria, la hija de Perin. Cuando era pequeña, las leyendas de Perin, Siveda, Erivor y los demás le habían interesado, pero la historia de Zoria la misericordiosa, Zoria la doncella pura y valiente, la había inspirado. Aunque conocía muchos cuentos y poemas antiguos, sólo había aprendido de memoria los poemas sobre Zoria. Recitó el verso en voz alta, al principio con vacilación, luego con más energía. Le dio un ritmo para avanzar entre las zarzas, una cadencia que le permitía seguir andando.

Ojos claros, corazón de león, pensando en el día en que su honor será proclamado nuevamente, la Dama de las Palomas se interna en la noche, buscando los fuegos de su familia.

Briony tenía pocas fuerzas, y las palabras eran apenas un murmullo crujiente, pero era un placer oír una voz, aunque fuera la suya, así que lo repitió.

Ojos claros, corazón de león, pensando en el día en que su honor será proclamado nuevamente, la Dama de las Palomas se interna en la noche, buscando los fuegos de su familia.

Se detuvo un instante cuando tuvo un ataque de tos. La siguiente parte del relato hablaba sobre caminar y cantar. Eso parecía apropiado: ella estaba caminando, y en cierto modo estaba cantando. Las ramas le pegaban en la cara, con hojas mojadas como besos furibundos, y le costaba pensar, pero al fin recordó los versos siguientes:

Caminando, ella canta, y cantando, la hija virgen de Perin es libre de veras, a pesar de su terrible herida y su sangre derramada.

Briony se sintió mejor al tener algo en que pensar, y en su estado de autocompasión era reconfortante pensar en el sufrimiento de Zoria. Diosa misericordiosa, rezó, piensa en mí y ayúdame a superar estos días de aflicción. En el famoso romance de Gregor de Sian, el hielo y la nieve llenaban el mundo. Briony aún tenía lucidez para comprender que no había nieve bajo los árboles, pero aun así el frío la hacía temblar. La lluvia arreciaba, y caía torrencial a través del ramaje. Estas pequeñas cascadas eran otro obstáculo que debía evitar en su marcha, además de las zarzas y los árboles caídos.

Recordó que alguien ayudaba a Zoria, uno de los otros dioses. ¡Sería magnífico ser rescatada por un dios! Pero ese dios no la había salvado de veras…

Zosim el Ayudante, nieto del viejo Kemios, amo de la tierra, oye los vacilantes pasos de la hija de Perin y se ofrece para guiarla, pero las sombras de la noche son largas y confusas aun para el nieto del Señor de los Búhos, y la magia oscura de Escarcha Eterna los demora.

Así el destino del rey Luna queda marcado y sellado por los misterios de su gran casa…

¿Qué significaba eso? Briony guardó silencio.

Una sombra saltó de un árbol al otro en la cima de una loma. Briony se detuvo, atemorizada. Entornó los ojos pero no distinguió nada entre los blancos abedules, salvo las franjas de luz solar. Bajo la lluvia, parecían columnas de cristal ahumado y diamantes.

¿Sería un lobo? Tocó la empuñadura de la daga yisti que llevaba en el cinto. Sabía que podía luchar contra un lobo, incluso matarlo si tenía suerte, pero cazaban en manada. Se imaginó rodeada por lobos en un bosque húmedo y solitario mientras anochecía. Rompió a llorar.

La mayoría de las bestias del bosque y del campo tienen más miedo de ti que tú de ellos, le había dicho su padre, y ella trató de creerle. Hacen bien en tenemos miedo. Es más probable que los hombres las maten a ellas y no lo contrario.

—¡Eso soy yo! —exclamó a viva voz—. ¡Vuestra muerte! —Nada se movió, ningún ruido salvo la lluvia rompió el silencio cuando se perdió el eco de sus palabras. Briony volvió a toser y sacudió la cabeza, se agachó y siguió trepando, raspándose las manos al aferrar raíces y ramas en los tramos empinados.

Cuando despunte el sol de la mañana…

Cantaba en voz alta, para que los lobos la oyeran, tratando de mantener la voz firme para asustarlos.

El gran padre Perin cabalga a la cabeza de los dioses de su casa, con ojos fieros y con rayos en la mano. Las rutilantes torres de Escarcha Eterna se yerguen en la tierra helada, irradiando un fulgor pálido y crepuscular, como hueso, y un foso de hielo mortífero las rodea.

Esa historia le estaba volviendo a dar frío. Comprendió que se le había caído la capucha y se le estaba mojando el pelo.

El Señor de la Luna aguardaba en su umbral, en radiante armadura de marfil y electro, el cabello claro al viento, empuñando su gran espada Rayo de Plata.

Antes de llegar a la cima de la loma, volvió a ver esa forma, una sombra a una veintena de pasos. Temiendo verla con demasiada claridad, temiendo que fuera un depredador al acecho y que al verlo se le congelara la garganta, elevó aún más la voz ronca.

—Aléjate de mi puerta, primo —clama Khors—. Vienes sin invitación a la tierra de la Luna, por la carretera que pertenece a Escarcha Eterna. Aquí no tienes derechos. Ésta no es la vasta Xandos, ciudadela de los dioses.

—Tengo los derechos de un padre —brama Perin—, y me los robaste cuando me robaste a mi hija. Si me la entregas y no vuelves a entrar en mis tierras, te dejaré vivir.

Desde la cima de la elevación Briony sólo distinguía un sendero o viejo cauce al pie de la colina, una sinuosa línea de barro rojizo. No era un camino, pero al menos seguía un rumbo y no estaría extrayéndose zarzas de los pies a cada paso. Enfiló hacia allá con cauta velocidad, sabiendo que moriría allí si tropezaba o patinaba y se rompía la pierna. Cuando llegó a la franja de barro rojizo, elevó la voz en una deshilachada nota de triunfo, un himno al nuevo sendero.

Cuando estás tan maltrecha, pensó distraídamente, trepando a un tronco enorme y húmedo, temiendo que echara a rodar mientras ella estaba encima, cuando estás tan maltrecha, debes aceptar cualquier victoria que encuentres.

—Nadie me da órdenes en mis propias tierras —exclama Khors—, y menos un bravucón como tú, Señor de los Nubarrones, lleno de truenos como una tempestad que lo único que hace es soplar. Ella es mía ahora. La paloma me pertenece.

—¡Ladrón! ¡Embustero! —grita Perin—. ¡Ahora aprenderás si esta tormenta es puro viento, como los establos de Strivos, donde se alojan los divinos corceles de la borrasca, o si también tiene rayos!

Llegó al pie de la colina, embarrada y jadeante, con los pulmones doloridos, pero ahora tenía por delante una senda despejada y quería avanzar todo lo posible antes del anochecer.

¿Y luego qué?, le preguntó una voz silenciosa, su propia voz, la parte sensata que creía haber perdido en el camino. ¿Luego qué? Ni siquiera sabes encender una fogata, y en todo caso la madera está mojada. ¿Te sentarás en una roca húmeda toda la noche y tratarás de mantener a raya a los lobos a punta de cuchillo? ¿Y la noche siguiente? ¿Y la siguiente…?

No. ¡Silencio! ¿Qué otra cosa puedes hacer? Sigue adelante. Sigue adelante. Alzó la voz de nuevo, tal como el padre Perin alzaba su arma contra el secuestrador de su hija. ¡Corred, lobos! ¡Corred, enemigos!

Y así diciendo alza su poderoso martillo Roble y acomete contra Khors y el estrépito de su carruaje dorado sacude el mundo, y el trepidar de los cascos de sus caballos hace temblar los montes.

Khors tiene miedo, pero también acomete en su caballo blanco, blandiendo Rayo de Plata, su potente acero, agitando la gran red que le dio su padre Sveros, con la que una vez el viejo dios había capturado las estrellas del firmamento.

Cuando los dos se encuentran, es como el estallido de un trueno, de modo que los dioses de los dos ejércitos, que estaban dispuestos a abalanzarse unos contra otros, deben esforzarse para mantener el equilibrio. Algunos, como Yamos de las Nieves, caen al suelo; uno de ellos es Strivos, y mientras está tumbado es casi destruido por Azinor de los Onyenai, siempre rápido en el ataque y ansioso de matar a los enemigos de su padre.

Los dioses batallan por doquier en el gran campo helado donde se yergue Escarcha Eterna, la luz contra la oscuridad, Perin y sus hermanos contra Khors y los vástagos de la Vieja Madre Noche, y la suerte depende del silbido de una lanza, del vuelo de una flecha, del ímpetu de una espada, del pestañeo de un ojo manchado de sangre.

Un lanzazo de Kemios hiere a Uvis Manos Blancas, pero Birin, señor de la Niebla Nocturna, encuentra su final cuando las flechas de los Onyenai le traspasan la garganta. El carmaje del valeroso Volios es derribado por la fuerza taurina de Zmeos el Comúpeto, y el dios de la guerra queda atrapado debajo, con los huesos rotos, pidiendo venganza a sus tíos. Hasta el gran río Rimetrail es desviado de su cauce por la violencia de la lucha, y fluye a saltos en varias direcciones.

Ahora Briony seguía el sendero. Era más ancho de lo que había creído. No lo habían trazado sólo venados, sino rebaños de ganado, tal como habían abierto los anchos caminos de los valles y colinas de Marca Sur desde las granjas hasta los mercados de la ciudad. El andar relativamente fácil le mejoró el ánimo, a pesar de que aún llovía y aún tenía la cara y las manos entumecidas. Si había lobos en las cercanías, su recitación del lay de Escarcha Eterna los mantenía a raya.

En el bosque, la virgen Zoria está perdida en la nieve —gritó Briony, pero los árboles mojados devoraban casi todos los ecos—. La ira de Viejo Invierno ha privado a la Princesa Almendra de la ayuda de Zosim, y no llega a ver sus propios dedos, y sólo oye el chillido de los gélidos vientos. A poca distancia su familia lucha y muere por su honor, y por doquier los gritos de los dioses se elevan por encima de la tormenta.

Perdida, cerrando los ojos ante los vientos gemebundos, la cara ensangrentada por el aguanieve, tropieza. Perdida, entra en una aullante oscuridad, sin saber que al otro lado de ese bosque oscuro y confuso todo es guerra, todo es muerte, pues sus primos matan a sus primos y la nieve incesante lo cubre todo…

Briony guardó silencio, no porque hubiera olvidado las conmovedoras estrofas que narraban cómo Zoria había iniciado su larga peregrinación mientras arreciaba la gran guerra de los dioses, sino porque entrevió un movimiento en el sendero.

Ahogó el impulso de pedir ayuda a gritos. ¿Quién podía vivir en semejante lugar? ¿Un amable leñador que la llevaría a su cabaña y le daría sopa, como en los cuentos de su infancia? Lo más probable era que fuera un salvaje demente que la violaría o algo peor. Desenvainó la daga más larga y lo sostuvo en la mano. El desconocido se alejaba, así que quizá no la hubiera oído. ¿Pero cómo era posible? Había gritado a voz en cuello. Quizá fuera sordo.

Un loco sordo. Las perspectivas son cada vez mejores, pensó con amargura. Briony no lo notó, pero había recobrado parte de su vieja personalidad mientras se tambaleaba entre los árboles gritando versos de un viejo poema.

Apresuró el paso, olvidando el dolor de las piernas, y no recitó más la historia de Zoria. Las famosas palabras de Gregor la habían mantenido en marcha, pero ese momento ya había pasado.

Cien pasos después volvió a ver al desconocido, esta vez con mayor claridad: tenía forma de hombre y caminaba con dos piernas, pero parecía encorvado, con una joroba en la espalda aparte de las deformidades de la vejez, y sintió una punzada de temor supersticioso. ¿Qué era? ¿Una criatura semihumana, mezcla de hombre y animal? ¿Al llegar la oscuridad, caería hacia delante para correr a cuatro patas?

Pese a su terror, sabía que debía conseguir alimento y refugio, aun a riesgo de estar siguiendo a un demonio del bosque. Se apresuró, avanzando deprisa y en silencio, tratando de echar un mejor vistazo.

Al fin, cuando la distancia se redujo a un centenar de pasos, vio que la silueta no era tan antinatural como había temido: el desconocido que la precedía, cubierto con una capa y una capucha oscura, llevaba un haz de leña a la espalda. Se le aligeró el corazón, que hasta ahora era una piedra en su pecho. Al menos es una persona, no un engendro con dientes y zarpas.

Pensó que ahora podía llamarlo, pues había espacio suficiente entre ambos para escapar si el otro parecía peligroso. Se detuvo y gritó.

—¡Hola, hola! ¿Puede ayudarme? ¡Estoy perdida!

La oscura silueta se detuvo y se giró. Por un momento ella entrevió un rostro, pelo blanco y ojos brillantes en la profunda capucha, luego la silueta reanudó la marcha deprisa.

—¡Maldición! —vociferó Briony—. ¡No le haré daño! —Se puso a trotar a toda la velocidad que le permitían sus fatigadas piernas. Pero aunque el desconocido no andaba más rápidamente de lo que cabía esperar en un leñador viejo cargando un bulto pesado, no pudo acortar la distancia. Por mucho que se empeñaba, no podía acercarse—. ¡Aguarde! ¡No le haré daño! ¡Tengo hambre y estoy perdida!

El ancho sendero se internó entre los árboles, subiendo y bajando, y el desconocido aparecía y desaparecía en las crecientes sombras. Briony volvió a pensar en viejas historias sobre hadas malignas y fuegos fatuos que desviaban a los viajeros del camino para que perecieran en el bosque o el pantano.

Pero ya estoy perdida, pensó con aflicción. ¿Qué gloria habría en eso? Incluso lo gritó, pero la silenciosa silueta no le prestó atención.

Al fin, cuando ya se resignaba a caer de rodillas, rendida, a olvidarse de ese personaje misterioso y pasar otra noche de soledad, frío y lluvia, la silueta se desvió del camino (despacio, como queriendo que Briony lo notara) y desapareció en la espesura. Cuando llegó a ese lugar, Briony miró atentamente, pero no vio nada inusitado. Si no hubiera visto que la silueta doblaba, no habría tenido ni idea de adonde había ido.

Una trampa, pensó una parte de ella, pero esa parte no tenía fuerzas para dominar a una mente hambrienta, solitaria y desquiciada. Se internó en el bosque con la daga en alto. A los pocos pasos se encontró en un declive empinado, y poco después descendió de los árboles a un claro verde y tranquilo. Había un campamento al pie de la hondonada: una carreta desvencijada, un caballo de lomo combado paciendo, y una fogata. Al lado del fuego estaba la silueta de capa oscura que ella había seguido, con el haz de leña a sus pies.

La silueta se quitó la capucha, revelando una maraña de pelo blanco y una cara tan vieja y arrugada que al principio Briony no pudo discernir si era varón o mujer.

—Tardaste bastante, hija —dijo. La voz, un jadeo gutural que era mezcla de risa y gruñido, parecía de mujer—. Creí que tendría que acostarme y dormir una siesta para darte tiempo a alcanzarme.

Briony aún empuñaba la daga, pero tuvo que encorvarse y apoyar las manos en las rodillas para recobrar el aliento. Un acceso de tos la hizo gemir de dolor. Al fin se enderezó.

—No… podía… alcanzarte…

La vieja mujer sacudió la cabeza.

—Qué raza decadente —rezongó, y echó más ramillas al fuego—. Siéntate, hija, veo que estás enferma. Tendré que hacer algo al respecto. ¿También tienes hambre?

—¿Quién eres? Es decir, sí… Dioses, sí, estoy famélica.

—Bien. Te haremos trabajar por tu cena, pero primero debes descansar y recobrarte un poco. —La anciana le clavó una mirada penetrante, la mirada de una fiera. El corazón de Briony dio un vuelco. Los ojos de esa mujer no eran azules ni verdes ni castaños, sino negros y lustrosos como vidrio de volcán—. Eso sí, no te pediremos que cantes. Ese berrido discordante no se aguantaba más.

Aun en medio de aquellos acontecimientos imprevistos, Briony se ofendió.

—Sólo trataba de mantenerme en marcha. —Se sentó en el suelo y guardó la daga. Aún le costaba respirar. La vieja apenas llegaba a los hombros de Briony, y no debía pesar más que un pato asado en el Día del Huérfano.

—Quizá fuera la canción, hija —dijo la vieja, arqueándose para hurgar en un saco que colgaba del frente de la carreta—. Nunca me gustó mucho ese Gregor. Demasiado pedante, y espantoso para las rimas. Una vez se lo dije.

Briony, recobrando el aliento, meneó la cabeza. Quizá la vieja estuviera un poco loca. Tenía que estarlo, para vivir así en el bosque.

—Él murió hace dos siglos.

—Así es, bendito sea, y era hora. —Se enderezó—. Si ayer hubiera sabido que tendría compañía, habría recogido más caléndulas del pantano, y quizá algunas castañas. Pero sólo lo supe esta mañana.

—¿Qué supiste esta mañana?

—Supe que vendrías. Tardaste bastante. —Encogió los hombros delgados, dos puntas huesudas bajo la capa—. Pero no es sólo Gregor, es esa canción. Está plagada de errores. Zosim el Ayudante, eso da risa. Ese estafador de ojos de serpiente sólo se ayudaba a sí mismo. Y la nieve. Pamplinas. El castillo de Khors no era de hielo ni nada parecido. Brillaba así porque estaba cubierto con cristal álfico; fulgor feérico, lo llamaban. ¡Y «Escarcha Eterna»! —Chasqueó los labios con disgusto, como si hubiera comido algo con mal sabor—. Él sólo tomó la historia real y la mezcló con esa historia de Caylor sobre el príncipe de los pájaros… y eso era un popurrí inspirado en la Guerra de los Dioses.

Briony pestañeó. Deseaba que la vieja dejara de hablar y se pusiera a cocinar. Sólo el dolor lacerante de su estómago le permitía permanecer erguida.

—Hablas… como si supieras… mucho sobre la Guerra de los Dioses.

La vieja rió entre dientes, y soltó una carcajada. Rió hasta quedar sin aliento y tuvo que sentarse al lado de Briony.

—Sí, hija, sé mucho sobre eso. —Rió de nuevo y se enjugó los ojos—. No es para menos, hija. Estuve en ella.