18
Preguntas sin respuesta
En esa gran batalla, pues, el incomparable Nushash arrancó el sol del cielo y lo arrojó al rostro de Zhafaris, el viejo emperador Crepúsculo, quemándole las barbas. Quedó reducido a cenizas, y así, hijos míos, concluyó su reinado maligno.
Nushash y su hermano Xosh dispersaron las cenizas en el desierto de Noche. El generoso Nushash invitó a sus tres medio hermanos a construir con él una nueva ciudad de los dioses en el monte Xandos. Argal el Tronador y los demás le dieron gracias y juraron lealtad, pero ya se confabulaban para traicionarlo y adueñarse del trono de los dioses.
Revelaciones de Nushash,
Libro I
Pelaya no sabía por qué, pero últimamente pasaba más tiempo en el jardín, incluso en días como éste, cuando el tiempo no era ideal, con un cielo encapotado y un viento helado soplando desde el mar. En parte era porque su padre, el conde Perivos, estaba más ocupado que nunca y no tenía tiempo para sus hijos. A veces se quedaba tan tarde examinando las defensas de la ciudad que dormía en la Cámara de Documentos y sólo volvía a casa para cambiarse. Pero gran parte de su interés en el jardín se debía al prisionero Olin; el rey Olin, aunque él despreciara el título con sorna. Cuando se encontraban, ella siempre disfrutaba de sus charlas, aunque nunca era tan extraño y emocionante como la primera vez, cuando él era un desconocido y sus compañeras miraban con horror mientras ella se presentaba, como si hubiera decidido saltar de las murallas de la ciudad para nadar hasta Xand.
Le agradaban esas conversaciones, que la hacían sentir adulta, y él también parecía disfrutarlas, aunque siempre quedaba defraudado por las pocas noticias que ella podía darle sobre su tierra natal. Ella sabía que uno de sus hijos había muerto, y que la hija y otro hijo varón habían desaparecido, y que su país estaba en una especie de guerra. A veces, cuando el rey Olin hablaba de sus hijos, parecía que la intensidad de sus sentimientos le arrancaría lágrimas, pero luego recobraba su fría compostura y ella se preguntaba si lo habría imaginado. Era un individuo extraño, aun para ser rey, muy mudable, infaliblemente cortés pero a veces un poco intimidatorio para una niña como Pelaya, cuyo padre era, a pesar de su inteligencia, un hombre más sencillo. A veces pensaba que los verdaderos sentimientos de Olin Eddon estaban tan dolorosamente encarcelados como él mismo.
No le permitían salir al jardín con frecuencia, sólo unos días por decena. Pelaya consideraba que esto era una crueldad del lord protector. No sabía si hablar de ello con su padre (después de todo, él era mayordomo de la fortaleza), pero aunque no había nada ilícito en esa amistad con el rey norteño, no quería llamar la atención sobre sí misma. El conde Perivos era un hombre serio; no apreciaba las cosas que carecían de propósito y quizá no pudiera comprender la inofensiva atracción que la compañía de Olin ejercía sobre ella. Su padre sin duda había oído hablar de esa extraña amistad, pero hasta ahora no le había dicho nada sobre ella, quizá tranquilizado por Teloni, que había decidido que todo el asunto era un aburrido capricho de Pelaya y había dejado de molestarla por ello. Mejor dejar las cosas así, decidió Pelaya, y no tentar a los dioses.
* * *
Le agradó que el rey Olin estuviera en el jardín, mirando más allá de la muralla desde una piedra ornamental que no estaba lejos del banco, el único lugar al que una persona podía subir para ver todo el estrecho de Kulloa entre las torres de la fortaleza. Estaba sentado en la piedra con las piernas cruzadas, con la barbilla apoyada en las manos, más como un niño que como un hombre adulto, y mucho menos un monarca. Ella esperó al pie de la piedra a que él reparase en su presencia.
—Ah, condesita Akuanis —dijo Olin con una sonrisa—. Me honras de nuevo con tu compañía. Estaba aquí sentado, preguntándome si un hombre podría desarrollar alas como las gaviotas, quizá de madera y plumas, aunque sospecho que cada pluma se tendría que atar por separado, lo cual representaría mucho trabajo, y así volar como un ave.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué alguien querría hacer eso?
—¿Por qué? —Sonrió—. Supongo que la libertad de una gaviota en el viento tiene más sentido para mí que para ti en este momento. —Bajó, posándose con agilidad—. Sólo reflexionaba. Cuando veo el vuelo de las aves, mi mente empieza a divagar. Te ruego que no le hables a tu padre de mi interés en el vuelo. Podría perder el privilegio de salir al jardín.
—Yo no haría eso —dijo ella enfáticamente.
—Ah. Eres amable. —Él asintió, dando ese tema por concluido—. ¿Y cómo te encuentras hoy? ¿Los dioses te han tratado bien desde que te vi por última vez?
—Bastante bien. Mi tutor me somete a las lecciones más espantosas que os podáis imaginar, y nunca seré una costurera, aunque lo intente muchos años. Mi madre dice que mi bordado parece la tela de una araña ebria.
Él rió entre dientes.
—Parece que tu madre es una mujer inteligente. Sus comentarios me hacen reír. Quizá de allí heredes tu ingenio y curiosidad.
—¿Yo? —Sólo podía pensar en las lecciones del hermano Lysas, que leía profusamente el Libro del Trígono: Amadas por los dioses son las hijas y esposas que hacen gala de humildad y sólo procuran servir al cielo—. Yo no soy curiosa, ¿o sí?
Él volvió a sonreír.
—Niña, no te cansas de hacer preguntas. A veces no sé qué hacer para no desempacar mi vida entera y dejártela revolver como si fuera un baúl lleno de ropa.
—Entonces consideraréis que soy molesta. Una chiquilla que no se puede estar quieta. —Agachó la cabeza.
—En absoluto. La curiosidad es una virtud. También la discreción, pero eso se suele aprender a una edad más tardía. Toma tu chal, pues hace un poco de fresco, mientras te pregunto algo sobre ese tema. —Le entregó la delicada tela sianesa, pero no la soltó enseguida. Ella se sorprendió, e iba a decir algo—. Tómalo pero no lo abras. He puesto una carta dentro. ¡No temas! No es ningún delito. Es para tu padre. Dásela, por favor.
Ella tomó el chal y tanteó la forma angulosa de la carta.
—¿De qué se trata?
—Como te decía, nada que temer. Algunos pensamientos míos sobre el peligro de este presunto asedio del autarca de Xis… Sí, he oído los rumores. Tendría que ser sordo para no oírlos. En todo caso, que él haga lo que desee con mis sugerencias.
—¿Por qué? —Ella apoyó el chal plegado en el regazo—. ¿Por qué estáis dispuesto a ayudarnos si sois nuestro prisionero?
Olin sonrió como si algo le doliera.
—Primero, yo también corro peligro. Segundo, todos somos aliados naturales contra el autarca, al margen de lo que piense Drakava, y creo que tu padre lo entendería. Por último… En fin, sería conveniente que un hombre como tu padre pensara bien de mí.
Pelaya se emocionó. ¡Una carta secreta! Como en un episodio de una de las viejas leyendas de Silas o de Lander Flagelo de los Elfos.
—Lo haré, si me aseguráis que no hay deshonor.
Él inclinó la cabeza.
—Lo prometo, condesita.
Hablaron un rato más sobre cosas más intrascendentes, como el insoportable temperamento del hermano de ella, o las largas negociaciones para que Teloni se casara con un joven noble del norte de la ciudad. Esto le dolía porque su padre había dicho que no encontraría un esposo para su hija menor hasta que la mayor estuviera casada, y ella ansiaba ser una mujer mayor, con casa propia.
—No te apresures demasiado —dijo Olin con gentileza—. El matrimonio es sagrado para una mujer, pero también puede estar lleno de penas y peligros. —Agachó la vista—. Yo perdí a mi primera esposa en el parto.
—Los dioses habrán necesitado que estuviera con ellos —dijo Pelaya, y se irritó consigo misma por repetir la frase beata que siempre usaba su madre—. Lo lamento.
—A veces pienso que ha sido más difícil para mis hijos que para mí —murmuró él, y calló un largo instante. Miraba más allá del hombro de Pelaya, y ella pensó que de nuevo contemplaba las gaviotas, soñando con las murallas de Hierosol.
—¿Decíais, rey Olin?
—¿Qué? —Él se obligó a mirarla—. Ah, mis disculpas. Me distraje. Mira, por favor, y dime quién es esa muchacha.
Sintiendo un cosquilleo de inquietud (luego comprendería que eran celos), Pelaya miró a través del jardín pero no vio a nadie.
—¿Quién? Mis hermanas y las otras han entrado.
—Allá. Son dos, llevando ropa. —Él señaló—. Una es delgada, la otra no tanto. La delgada… Mira, el pelo se le ha salido de la cofia.
—¿Os referís a… esas lavanderas?
—Sí, me refiero a ellas. —Por un momento, y por primera vez desde que lo conocía, él se enfadó—. ¿Acaso no existen porque son sirvientas? Son las únicas muchachas que hay aquí, aparte de ti.
Se sintió lastimada, pero trató de no demostrarlo.
—¿Quién es ella? ¿Cómo puedo saberlo? Una lavandera… Una muchacha, como has dicho, una sirvienta. ¿Por qué? ¿Te parece bonita? —Miró atentamente a la joven delgada por primera vez, vio que era un poco mayor que ella. Los brazos que salían de las mangas abullonadas eran pardos, y el pelo, que se había salido de la cofia, tal como Olin había señalado, era negro salvo por una pequeña estría del color del fuego. Los rasgos de la muchacha eran atractivos, pero Pelaya no veía en ella nada que pudiera llamar la atención del rey prisionero—. Parece xandiana. Del norte, diría yo; tienen tez más oscura al sur del desierto. En las cocinas y en la lavandería trabajan muchas muchachas xandianas.
Olin observó a la joven y a su robusta compañera hasta que se perdieron en la oscuridad del pasaje cubierto.
—Me recuerda… Me recordó a alguien.
Pelaya sintió una punzada de celos.
—Dijiste que yo te recordaba a tu hija.
Él la encaró como si la viera por primera vez desde que la lavandera había aparecido.
—Así es, pequeña. Como decía, hay algo en ti que me la evoca, y tu curiosidad es parte de ello. No, esa lavandera me recuerda a otra persona. —Frunció el ceño y meneó la cabeza—. Una persona de mi familia, muerta tiempo atrás.
—¿Una pariente tuya? —Parecía improbable. Pelaya pensó que el rey cautivo se avergonzaba de que lo hubieran sorprendido mirando a una sirvienta.
—Sí. Mi… —Él calló, volviendo a mirar el lugar donde la lavandera había desaparecido—. Es muy extraño… y aquí, tan lejos… —Hizo otra pausa—. ¿Puedes traérmela?
—¿Qué?
—Traérmela. Aquí, al jardín. —Soltó una risa seca—. Es evidente que yo no puedo ir a ella. Pero necesito verla de cerca. —La miró con más suavidad—. Por favor, condesita Akuanis. Te juro que no pido este favor por motivos indignos. ¿Podrás hacerlo?
—Son dos favores en un día —le reprochó ella—. Supongo que podría. Quizá. —No entendía sus propios sentimientos, y no sabía si quería entenderlos—. Lo intentaré.
—Gracias. —Él se levantó e hizo una reverencia, adoptando una actitud distante—. Ahora debo irme. Tengo mucho en que pensar y ya te he robado bastante tiempo. —Caminó hacia la arcada que conducía a sus aposentos de la torre (bastante cómodos, le había dicho, si a uno no le molestaba que la puerta tuviera una ventana con barrotes y estuviera cerrada con llave por fuera) sin mirar atrás.
Pelaya sintió un extraño deseo de llorar. Por primera vez desde que se conocían, Olin se había ido del jardín antes que ella. El prisionero había vuelto a su celda para estar a solas en vez de estar en compañía de ella.
Se quedó en el banco, tratando de entender qué había sucedido, hasta que las primeras gotas de lluvia la obligaron a entrar.
* * *
—¿Quién viviría en semejante lugar? —preguntó Yazi, asombrada—. Te agotarías de sólo caminar hasta la cocina.
—La gente que vive en estos lugares no camina hasta la cocina —dijo Qinnitan—. Tienen gente como tú y como yo para que les lleven la comida. —Trató de recordar por dónde habían cogido en su excursión. Hacía tantos siglos que los monarcas de Hierosol añadían habitaciones, corredores y alas enteras a la ciudadela que ese lugar era como el coral de uno de sus poemas favoritos de Baz’u Jev. Qinnitan se refugió en la breve fantasía de que un día podría llevar a Palomo a caminar por la costa sin temor de ser reconocida, para ver algunos de los misterios que tanto habían fascinado al poeta: conchas en espiral más delicadas que gemas, guijarros lisos como estatuas. Pero tenía trabajo que hacer, y aunque no fuera así, no podía darse el lujo de remolonear a la vista de todos.
—¡Mira! —exclamó Yazi. Venía de Ellamish, un país fronterizo, así que hablaba el xixiano bastante bien. Era una muchacha de buen corazón, pero un poco lerda y propensa a los errores—. Nos hemos perdido. Nadie podría orientarse en semejante sitio. ¡Ésta debe ser la casa más grande de la tierra!
Qinnitan sintió la tentación de decir que ella había vivido en la casa más grande de la tierra, tan sólo para ver la cara de Yazi, pero aunque ya le había contado a Soryaza, la jefa de las lavanderas, que había sido acolita de la Colmena, no tenía sentido decírselo a todo el mundo, y menos a alguien tan suelta de lengua como Yazi. Tampoco mencionaría que había vivido en la Reclusión Real, donde había sido una de las pocas afortunadas a la que presurosos y silenciosos sirvientes le llevaban la comida, aunque no pasaba por alto la ironía de esta conversación.
—Sé que es por allá —dijo en cambio—. ¿Recuerdas que vinimos por un largo pasillo lleno de pinturas después de atravesar aquel jardín?
—¿Qué jardín?
—¿No te diste cuenta? Podías ver el mar. —Suspiró—. No importa. —En ese sentido Yazi era como un perro. Había estado hablando de algo, de un sueño que había tenido o un sueño que deseaba tener, y ni siquiera había reparado en el jardín, la única vez que habían salido del techo del castillo. Qinnitan sí lo había visto, desde luego. Había pasado demasiado tiempo encerrada como un ruiseñor en una jaula de mimbre para pasar por alto esos momentos gloriosos en que estaba libre bajo el inmenso cielo de los dioses—. No importa. Sólo sígueme.
—Por los pechos de Surigali, ¿dónde habéis estado? —Soryaza se apoyaba las manos en las caderas, como si estuviera dispuesta a coger una de esas enormes tinas y volcar su contenido hirviente sobre las infractoras—. Sólo debíais llevar esas cosas al lavadero de arriba y regresar enseguida.
—Regresamos enseguida —dijo Qinnitan en xixiano. Ahora entendía bastante bien el hierosolano (los dos idiomas eran bastante parecidos) o al menos entendía casi todo lo que le decían, pero aún no lo manejaba con soltura—. Nos perdimos.
—¡Es tan grande! —exclamó Yazi—. No hicimos nada malo, amita. ¡Lo juro por la Madre!
Soiyaza resopló con incredulidad y escupió en el suelo húmedo.
—Bien, a trabajar. Y hablad hierosolano, ambas. ¡Ya no estáis en el sur!
Mientras la jefa de lavanderas se alejaba, varias mujeres se acercaron para averiguar qué sucedía. Qinnitan ya conocía la mayoría de los nombres, aunque dos de ellas eran nuevas y nunca les había hablado.
—¿Siempre está enfadada? —preguntó una de las nuevas, una joven ansiosa y enclenque de ojos rosados y nariz movediza. Las demás ya la habían apodado Coneja.
—Siempre —dijo Yazi—. Le duelen los pies. Y también la espalda.
—¡Bah! —dijo otra mujer—. Hace años que dice lo mismo. Eso no le impidió alzar en vilo a ese niño, Gregor, y echarlo sin miramientos cuando lo sorprendió durmiendo en la sala de secado. Ni le impide volcar una tina a patadas cuando está de mal humor.
—Nira, alguien dijo que fuiste sacerdotisa en Xis —le dijo Coneja a Qinnitan—. ¿Es verdad?
Siempre le costaba reconocer su nombre falso, aunque estaba mejorando, y era más torpe al hablar en hierosolano, así que tardó un momento en asimilar la pregunta. Sintió un escalofrío. Por la Reina Oscura, ¿ya lo sabe todo el mundo? Maldito sea este nido de entrometidas, y maldita sea Soryaza: se lo debe haber contado a alguien.
—No fui… sacerdotisa, sólo… —respondió. Buscó una palabra, pero aún no dominaba bien la lengua—. Sólo una ayudante.
—¿En la Colmena? —preguntó Coneja—. Alguien dijo que era en la Colmena. He oído hablar de ese lugar. ¿Es como cuentan? ¿Los sacerdotes entraban y…? Ya sabes. ¿Con las sacerdotisas?
—Silencio, muchacha —dijo otra de las trabajadoras nuevas, una anciana que tenía quemaduras en la cara y una boca llena de dientes estropeados y agujeros. Fulminó a Coneja con la mirada—. No hagas tantas preguntas. Quizá ella no quiera hablar. —Hablaba el hierosolano mejor que Qinnitan, pero evidentemente también era sureña.
—Yo sólo quería saber… —chilló Coneja.
—Por las tetas de la Gran Madre, ¿qué estáis haciendo, zorras perezosas? —vociferó Soryaza. Su silueta abultada se recortó contra la niebla de las tinas y las mujeres se dispersaron—. Si pillo a alguna hablando sin hacer nada, será mejor que vaya al puerto y se busque un lugar en la calle Daneya con las otras putas, porque no trabajará un instante más para mí.
—Yazi, ¿por qué hay tanta gente nueva? —preguntó Qinnitan cuando volvieron a trabajar en la tina. Las nuevas caras la preocupaban, sobre todo cuando le preguntaban qué había hecho en Xis.
—¿Nueva? —La chica de cara redonda rió—. Tú has estado aquí sólo una decena.
—¡Pero son tantas! Coneja, y esa vieja desdentada, la de las piernas gordas…
—¡Ah, escúchate! No todas son escuálidas como tú, Nira. Pero Soryaza me contó que están contratando más gente a causa de la guerra.
—¿Guerra?
—¿Nunca escuchas a nadie? Se avecina una guerra, todos lo dicen. El autarca enviará barcos. Nunca conquistarán este lugar, nadie lo ha hecho nunca… Pero el lord protector ha llamado tropas de Kracia y… y otros lugares. —Se sonrojó, y por un instante perdió el aplomo—. Así que tendremos más trabajo.
Qinnitan sintió un escalofrío. La había tocado un fantasma, como diría su familia. Había oído rumores pero no les había dado mayor crédito. Siendo el principal puerto marítimo del continente, Hierosol no daba abasto con los rumores. El descubrimiento de un nuevo continente en los mares occidentales. El hallazgo de oro en una isla de Ulos, en tal cantidad que el barco sobrecargado se hundió en el viaje de regreso. Ejércitos de hadas marchando en el norte. El autarca de Xis preparándose para conquistar toda Eion. ¿Quién podía saber qué era verdad y qué era fantasía?
—¿El autarca? —dijo. Pensó en sus ojos claros y dementes, cuyo recuerdo nunca la abandonaba del todo. ¿Será por mí?, se preguntó. ¿Será para encontrarme y torturarme por haber escapado? Era una tontería insufriblemente arrogante, pero no podía deshacerse de esa idea: sabía que Sulepis era un hombre de caprichos incomprensibles.
No, se dijo. Hace años que él y su padre y el padre de su padre quieren adueñarse de Eion, sobre todo de Hierosol. Había oído hablar de ello en la Reclusión. Esto es sólo más de lo mismo, y quizá ni siquiera sea cierto. Y si viene, bien, las murallas lo detendrán. Y en caso contrario… me iré. Ya escapé de él una vez, y volveré a escapar. A pesar de su terror, sentía un fulgor obstinado en su interior, un calor semejante a una brasa. O moriré. Pero de un modo u otro, no me tendrá…
Yazi le tiró de la manga.
—Nira, presta atención, muchacha. Si Soiyaza te ve mirando el vacío de ese modo, nos azotará a ambas.
Qinnitan se inclinó para lavar, pero le costaba concentrar sus pensamientos en las sábanas y el agua jabonosa.
* * *
Mientras Qinnitan caminaba con Yazi en el atardecer por el ancho Paseo de los Ecos, tuvo la súbita y perturbadora sensación de que la observaban. Miró hacia atrás y al principio sólo vio más lavanderas y otros trabajadores de la ciudadela, dirigiéndose a las puertas exteriores o a los abarrotados cuarteles de la gran fortaleza; luego, por el rabillo del ojo, detectó un movimiento en las columnatas, donde acababan de encender las antorchas. Se giró y vio que algo se desplazaba a contrapelo de la multitud. Estaba segura de que alguien se había escondido en la columnata cuando ella miraba. ¿Tendría alguna importancia?
—Nira, deja de actuar así —dijo Yazi—. Estoy tan cansada que me arden los pies. Sigue adelante, por favor.
Qinnitan siguió adelante, pero al cabo de unos pasos volvió a girarse. Un hombre caminaba por el borde de la columnata, y aunque no la miraba a ella le pareció que vacilaba y casi cambiaba el paso, como si hubiera decidido que era demasiado tarde para volver a esconderse.
Qinnitan señaló el cielo, encima de los altos muros del Paseo de los Ecos, donde brillaba la rojiza luz del ocaso.
—¿No es bonito, con todos esos colores? —comentó, y mientras representaba esta pequeña farsa, examinó mejor al hombre. Usaba ropa harapienta y holgada, como un obrero o un sirviente, y tenía aspecto de norteño, con ese pelo castaño y mate que era tan común al norte de Hierosol como el pelo negro lo era en Xand. Evitaba mirarla a los ojos mientras caminaba, y Qinnitan volvió a girarse.
—¿Por qué te ha dado por hablar del atardecer? —preguntó Yazi—. Si divagaras más, muchacha, tendrías que ponerles cascabeles a tus pensamientos, como si fueran cabras.
Cuando Qinnitan volvió a mirar, el hombre se había perdido en la muchedumbre. No sabía qué pensar. De pronto hasta Yazi parecía capaz de ocultar grandes secretos.
Palomo fue a saludarla cuando llegaron al dormitorio, alborotado como un cachorro. Le echó los brazos y le cogió la mano para llevarla a la cama que compartían, agitando el brazo libre. Había empezado a enseñarle el lenguaje de señas que usaba con los otros sirvientes mudos en el Palacio del Huerto, pero en momentos como éste no se molestaba en expresar sus pensamientos con sutileza. Algunas mujeres alzaron la vista mientras arrastraba a Qinnitan por el pasillo entre las camas de madera, algunas con una sonrisa indulgente, recordando a hermanos o hijos propios, muchas otras con la irritación de alguien que acaba de concluir un largo día de trabajo y está obligado a presenciar la energía inagotable de un niño. Era extraño volver a vivir con tantas mujeres; casi un centenar en ese dormitorio, y había varios edificios similares en este lado de la ciudadela. Esa cultura le resultaba extrañamente familiar: amistades, rivalidades y odios que florecían rápidamente, como si alguien hubiera tomado a las esposas de la Reclusión del autarca, las hubiera vestido con mandiles sucios y vestidos transpirados y las hubiera arrojado a esa sala vasta y deprimente que antaño había sido la cuadra de un rey de Hierosol. Estas mujeres no eran tan atractivas ni tan jóvenes (muchas eran abuelas), pero en lo demás parecía haber pocas diferencias con su antiguo hogar, e incluso con la Colmena.
Jaulas, pensó. ¿Por qué los hombres nos temen tanto que nos enjaulan y nos mantienen alejadas? Hierosol era mejor que Xis, pero aun aquí había reglas estrictas para excluir a los hombres, incluso para las lavanderas que estaban casadas. Sólo había podido llevar a Palomo porque Soiyaza había hablado con la encargada del dormitorio, y había algunos niños más, la mayoría bebés de pecho que durante el día permanecían bajo la dudosa vigilancia de un par de lavanderas que estaban demasiado viejas para trabajar, dos ancianas que todas las mañanas encontraban el lugar más soleado del dormitorio y se quedaban sentadas como lagartos, mascullando mientras los niños se cuidaban solos.
—Soryaza dice que vuelve a tener trabajo para ti —le dijo Qinnitan a Palomo. Lo habían desterrado al dormitorio por ser un estorbo, un crimen peor que el asesinato, a juzgar por lo que decía la jefa de lavanderas—. Mañana vendrás conmigo.
Palomo siguió arrastrándola hacia la cama, sin interesarse en la noticia. Como un legendario fénix, la estatuilla levemente irregular de un pájaro se erguía en un nido de virutas. Una paloma, vio ella al cabo de un momento. Palomo señaló la escultura y sacó de entre las astillas el cuchillo que había robado de la casa de Axamis Dorza y también lo exhibió con orgullo.
—¿Tú hiciste este pájaro? Es muy bonito. —Pero no pudo evitar fruncir el ceño—. Pero ojalá no lo hubieras hecho en la cama. Esta noche dormiré entre astillas.
Él se puso tan triste que ella se agachó para mirar la talla. Al darle la vuelta vio que él había tallado su nombre (o al menos su versión infantil) al pie, en letras xixianas: Qinatan. Su efusión de afecto por el niño chocó con el temor de ver escrito su nombre verdadero, aunque sólo fuera en la tosca talla de un niño. Yazi y Soryaza no eran las únicas mujeres que hablaban la lengua de Xis, y otras podían leerlo. Ya tenía demasiados problemas con la gente preguntona.
—Es hermoso —susurró—. Pero debes recordar que aquí mi nombre es Nira, no… no el otro. Y tú eres Nonem, ¿recuerdas?
Él parecía angustiado por su error, y ella tuvo que abrazarlo.
—Es hermoso, de veras. Dámelo un momento. Y el cuchillo, por favor. —Le besó la coronilla, oliendo su sudor de niño, y miró en torno. Varias mujeres observaban. Ella sonrió, les mostró el pájaro y se lo llevó a los retretes del extremo del dormitorio. Allí se sentó en un cubículo, tan parecido a un pesebre que estaba segura de que alguna vez había sido eso, y cuando tuvo la certeza de que nadie miraba, tachó las letras del niño con el cuchillo.
Al regresar, se detuvo para pedir prestado un espejo a otra sirvienta. A cambio del préstamo, le dio la bola de jabón que había formado con trozos desechados en la lavandería. El espejo tenía el tamaño de la mano de Qinnitan, en un marco desconchado de carey bruñido.
—Devuélvemelo antes de la hora de dormir —advirtió la mujer.
Qinnitan asintió.
—Ser sólo… para el pelo —dijo en su rudimentario hierosolano—. Traer pronto.
Cuando llegó a la cama, vio que Palomo se había esmerado para limpiar los restos de su trabajo del día. Apoyó el pájaro en el tonel vacío que compartía como mesilla con la cama vecina, y pidió prestado un peine a la muchacha que la ocupaba, que afortunadamente no exigió nada a cambio.
Qinnitan se apoyó el espejo en la rodilla y miró el reflejo. Para su desesperación, vio que su cabello rebelde había vuelto a escaparse de la cofia y se veía la estría roja. ¡Como si ya no hubiera dejado bastantes rastros en la ciudadela! Ya no tenía acceso a los cosméticos y tinturas que usaban las mujeres de la Reclusión, así que había hecho lo posible para cubrir ese mechón llameante con hollín de las velas y hogares de la lavandería, pero el hollín no duraba demasiado en ese recinto húmedo y caluroso. Tendría que conseguir una cofia más grande, o raparse. Algunas mujeres mayores usaban el pelo muy corto, sobre todo si habían pasado la edad de tener hijos. A nadie le llamaría mucho la atención si hacía lo mismo…
—Nira, ¿verdad? —preguntó una voz áspera.
Qinnitan se sobresaltó y se acomodó el pelo bajo la cofia. Era la vieja desdentada que tenía una quemadura en la cara.
—¿Sí?
—Soy yo, Losa. Me pareció que eras tú al verte desde el otro lado de la habitación. ¿Éste es tu hermanito?
Palomo miraba a la vieja con desconfianza, su actitud habitual ante los extraños.
—Sí, se llama Nonem.
—Ah, encantador. No quería molestarte, niña, yo sólo…
En ese momento, como para sumarse al aire excéntrico de súbita festividad, se acercó Yazi, seguida por una joven con un vestido muy fino, la clase de vestido que las lavanderas sólo veían cuando las llamaban para limpiar cosas en los aposentos superiores de la ciudadela.
—Nira, yo… —Yazi vio a la vieja—. ¡Losa! ¿Qué haces aquí?
La mujer sonrió, y rápidamente unió los labios para ocultar sus dientes arruinados.
—Oh, no pude salir por la puerta para llegar a casa. ¡Están llegando muchos soldados, y hay un gran tumulto! Carretas, bueyes, gente que grita. Alguien dijo que eran sessianos contratados por el lord protector. Quería preguntar si podía quedarme aquí.
—Hablaremos con la encargada del dormitorio —dijo Yazi—, pero no creo que le moleste. —Normalmente Yazi habría pedido más detalles y ése habría sido el tema de conversación de la noche en todo el dormitorio, pero obviamente ahora había algo más emocionante—. Nira, hay alguien que desea verte.
Qinnitan empezaba a sentirse abrumada. Se volvió hacia la niña de hermoso vestido azul y enagua de terciopelo. Una multitud de mujeres empezaba a reunirse para ver qué había provocado semejante aparición en el dormitorio.
—¿Sí?
—Debo llevarte a ver a mi ama —dijo la muchacha—. ¿Tú eres Nira?
La confusión de Qinnitan pronto derivó en pánico, pero no podía negarse. Articuló con esfuerzo las palabras hierosolanas.
—¿Quién… quién… tu ama?
—Ella te lo dirá personalmente. Ven conmigo, por favor. —A pesar de su formalidad, la niña también estaba nerviosa.
—Ah, qué pena —dijo Losa—. Esperaba charlar contigo.
—Será mejor que vayas —le dijo Yazi a Qinnitan—. Quizá un apuesto príncipe te vio hoy cuando nos extraviamos. ¿Quieres que te acompañe, por si no le entiendes bien cuando te pida la mano?
—Basta, Yazi. —Qinnitan sólo quería que la dejaran en paz, pero obviamente sería la comidilla del dormitorio, quizá durante días.
—Ella debe venir sola —dijo la joven del vestido azul.
—¿Qué hay de mi hermano? —preguntó Qinnitan.
—Yo lo cuidaré —dijo Yazi—. Nos divertiremos, ¿verdad, Nonem?
Palomo simpatizaba con Yazi, pero no le gustaba la idea de que Qinnitan se fuera con una extraña. Aun así, asintió cuando ella le dirigió una mirada de advertencia. Qinnitan se levantó, dejando el peine y el espejo para que Yazi los devolviera a sus dueñas, y salió con la joven a la noche fría iluminada por antorchas.
Buscó el cuchillo de Palomo en el bolsillo del mandil y lo aferró con fuerza mientras atravesaban el vasto Paseo de los Ecos.
—¿Quién es tu ama? —volvió a preguntar.
—Ella te dirá lo que desee decirte —respondió la niña del vestido azul, y no habló más.
* * *
—No me gusta nada —dijo el padre de Pelaya, y ella sabía que decía la verdad. El conde Perivos no era un hombre al que le gustaran las sorpresas, y esto era una sorpresa—. Ya es bastante molesto que un prisionero extranjero soborne a mi hija para que me entregue cartas cuando tengo tantas preocupaciones, usándola de mensajera. ¡Pero descubrir que además desea que ella le concierte una cita…!
—No es una cita y él no me sobornó. —Pelaya le acarició la manga. El puño necesitaba un remiendo, y eso la afligió un poco. ¡Él trabajaba tanto!—. Por favor, babba, no te pongas difícil. ¿Había algo malo en la carta que te envió?
El padre enarcó las cejas.
—¿Babba? No me llamas así desde la última vez que me pediste algo. No, sus reflexiones son interesantes, quizá útiles, y a cambio sólo pide las noticias que yo pueda darle sobre su hogar y su familia. La carta no tiene nada de malo, excepto que él sabe demasiado. ¿Cómo es posible que un prisionero extranjero sepa tanto sobre nuestras defensas?
—Me dijo que hace veinte años luchó aquí contra los piratas de Tuan. Fue huésped del Consejo del Templo.
—Sí, recuerdo esos días… ¡pero él recuerda dónde está la escalera de cada torre y cuántos peldaños tiene! Su memoria es como una biblioteca de los mantis. —El conde Perivos frunció el ceño—. Aun así, algunas advertencias y sugerencias demuestran perspicacia, y estoy dispuesto a creer que actúa de buena fe. ¿Pero qué es esa locura sobre la sirvienta?
—No sé, babba. Dijo que le recordaba a alguien. —Pelaya vio que su criada venía por el jardín, seguida por la muchacha de pelo oscuro—. Mira, ahí vienen.
—Una locura —insistió su padre, pero suspiró, como si sólo se le permitiera esa débil protesta.
Al ver a la lavandera de cerca, Pelaya sintió alivio y confusión. Alivio, sin entender por qué, al ver que la muchacha era sólo un par de años mayor que ella, y aunque no fuera fea, tampoco era despampanante. Pero algo más en esa lavandera la ponía en alerta, aunque Pelaya ignoraba qué era, algo en la actitud atenta de la muchacha, en el modo calmo y mesurado con que miraba el jardín iluminado: no era lo que la hija del mayordomo esperaba de alguien que pasaba todos los días trajinando en las tinas de la ciudadela.
La muchacha volvió sus ojos oscuros hacia Pelaya y su padre, examinándolos con tanta atención como había examinado el entorno. Este detalle también llamaba la atención: ¿no tendría que haber mirado primero a los nobles que la habían convocado? Esa inspección ponía nerviosa a Pelaya.
—Tu nombre es Nira, ¿verdad? —preguntó—. Alguien quiere conocerte. ¿Me entiendes?
La muchacha asintió.
—Sí, Nira. Entiendo. —O bien hacía poco que estaba en Hierosol o bien era más tonta de lo que parecía, porque su acento era detestable.
Pelaya se preguntó en qué se había metido. Una sencilla amistad había derivado en una situación perturbadora. Le alegraba que su padre y su guardia estuvieran allí para asegurarse de que el prisionero y la sirvienta no intercambiaran nada y no intentaran ninguna treta.
Perivos se adelantó. Estudió a la muchacha tan minuciosamente como ella los había estudiado a ellos.
—¿Conque ésta es ella?
—Sí, padre.
—Espero que Olin Eddon no se demore. Tengo mejores cosas que hacer…
—Sí, padre. Lo sé. —Respiró—. Por favor, sé amable con él.
Él la miró con sorpresa y fastidio.
—¿Qué significa eso, Pelaya?
—Es un hombre amable, padre. Babba. Siempre ha sido cortés conmigo, correcto en su modo de hablar, y siempre pide que mis guardias se queden, y también mi criada. Dice que le recuerdo a su hija.
Su padre resopló con incredulidad.
—Parece que muchas mujeres jóvenes le recuerdan a su hija.
—¡Padre! Sé amable. Sabes que su hija ha desaparecido y que sus dos hijos han muerto.
El conde sacudió la cabeza, pero ella vio que se ablandaba. Más sutil que su hermana, había aprendido el modo de persuadirlo dulcemente, y a veces él parecía contribuir a su propia derrota.
—No me fastidies —dijo—. Respetaré su intimidad, pues a fin de cuentas es un rey, pero esto no me agrada. Y si ocurre algo indebido…
—No temas, padre. Él no es así. —Pelaya Akuanis era toda una dama y ni siquiera maldecía para sus adentros (en todo caso no conocía ninguna palabrota), pero el favor le estaba costando más de lo que el prisionero suponía. No podía abusar de los favores que pedía a su padre: ahora pasarían meses antes de que pudiera salirse con la suya en algo importante. Espero que hablar con esta mujerzuela de la lavandería valga la pena para él. Pero, a pesar de su ofuscación, sabía que era un comentario injusto: esa muchacha, Nira, era más de lo que aparentaba, aunque Pelaya no entendía bien qué.
Olin y sus guardias llegaron cuando un trueno sordo retumbaba en el cielo del norte. Se avecinaba una tormenta. El padre de Pelaya saludó al prisionero con un cabeceo.
—Rey Olin, sois un hombre persuasivo, pues de lo contrario no estaríamos en este jardín cuando se aproxima la lluvia y me espera mi cena. Mi hija ha arriesgado el amor de su padre para reuniros con esta joven.
Olin sonrió.
—Creo que exageráis, conde Perivos, a juzgar por las cosas que vuestra hija me ha dicho de vos. Yo también tengo una hija porfiada, así que entiendo vuestra posición y os doy gracias por complacerme cuando no era vuestra obligación. —Bajó la voz para que el guardia que estaba a varios pasos no pudiera oír—. ¿Recibisteis la carta? ¿Os sirve de algo?
El padre de Pelaya no era tan fácil de convencer.
—Quizá. Hablaremos de ello en otra oportunidad. Por ahora os dejaré entablar vuestra conversación, siempre que me juréis por vuestro honor que no habrá nada que atente contra los intereses de Hierosol. Huelga decir que tampoco debe tratarse de un asunto lascivo o inmoral.
—Huelga decirlo —replicó Olin con cierta brusquedad—. Tenéis mi palabra, conde Perivos.
Perivos hizo una reverencia y se alejó.
—No temas, muchacha —le dijo Olin a la lavandera—. Me han dicho que tu nombre es Nira. ¿Es correcto?
Ella asintió, mirando al hombre barbado con una atención distinta de la que había dedicado a Pelaya y los demás, casi como si lo reconociera e intentara recordar dónde y cuándo lo había visto. Pelaya sintió un escalofrío. ¿Habría cometido un gran error? ¿Era cómplice involuntaria de un plan de fuga, algo que su padre pagaría con su honor y quizá con su vida?
—Sí —dijo lentamente la muchacha—. Nira.
—Sólo quiero saber algo sobre tu familia —dijo Olin—. Ese mechón rojo en tu cabello… Creo que es raro en esta parte del mundo, ¿verdad?
La muchacha se encogió de hombros. Pelaya sintió la necesidad de decir algo, de recordarle a ese hombre que aún estaba allí y formaba parte de la reunión.
—No tan raro —comentó—. Hace años que hay norteños en Xand: mercenarios y gente de esa calaña. Mi padre habla a menudo de los Sabuesos Blancos del autarca. Son famosos por haber traicionado a Eion.
Olin asintió.
—Aun así, creo que ese matiz es poco común. —Le sonrió a la lavandera—. ¿Hay mercenarios de Eion en tu familia, joven Nira? ¿Norteños de pelo claro?
La joven titubeó mientras asimilaba la pregunta. Se tocó otro rizo que había escapado de la cofia y lo tapó con esa tela manchada y basta.
—No. Todos… como yo.
—Veo en ti algo de una familia que conozco bien, Nira. Sé valiente, pues no has hecho nada malo. ¿Puedes decirme si tu familia vino del norte? ¿Hay historias familiares sobre esas cosas?
Ella lo miró largo rato, como temiendo que esta conversación fuera una trampa.
—No. Siempre Xis. —Se encogió de hombros—. Creer que siempre Xis. Hasta yo.
—Sí, hasta ti, desde luego. —Él asintió—. Alguien me dijo que tus padres fallecieron. Lo siento mucho. Si puedo hacer algo, dímelo. No tengo mucha influencia aquí, pero he hecho un par de buenos amigos.
Ella lo miró de nuevo, intrigada. Al fin asintió.
—Dejadla ir —dijo Olin, enderezándose—. Sin duda aún no ha cenado y debe trabajar duramente todo el día. —Se levantó—. Gracias, Pelaya, y gracias a vos, conde Perivos. Mi curiosidad está satisfecha. Sin duda un engaño de la luz me hizo ver una semejanza que no existía, que no podía existir.
La criada de Pelaya llevó a Nira de vuelta al dormitorio de las sirvientas, y Olin regresó a sus aposentos con sus guardias. Mientras atravesaban el jardín para volver a la residencia, un sector de la ciudadela que era casi tan suntuoso como los aposentos del lord protector, Pelaya cogió la mano del padre.
—Gracias, babba —dijo—. Eres un padre buenísimo, de veras.
—¿Pero a qué vino todo eso, en nombre de los dioses? —dijo él con el ceño fruncido—. ¿Ese hombre ha perdido el seso? ¿A quién habrá creído ver en esa lavandera?
—No lo sé —dijo Pelaya—. Pero los dos parecen tristes.
El padre meneó la cabeza.
—Eso fue lo que dijiste sobre ese gato perdido, y ahora esa bestia me despierta todas las mañanas pidiendo pescado. Tu rey Olin y esa lavandera tienen donde vivir. Ni pienses en traerlos a casa.
—No, papá. —Pero ella también se preguntaba qué había reunido a dos personas tan diferentes en un jardín de Hierosol.
Volvió a tronar y cayeron las primeras gotas de lluvia. Pelaya, su padre y los guardias corrieron en busca de refugio.