17
Dioses bastardos
Zmeos, hermano de Khors, sabía que el padre de Zoria y sus tíos atacarían a su clan, así que reunió un ejército para esperarlos. Pero Zosim el Astuto voló hacia Perin con forma de estornino y le dijo al gran dios que Zmeos, Khors y Zuriyal le habían tendido una trampa, así que Perin y sus hermanos convocaron a los dioses leales del cielo. Juntos se abatieron sobre el castillo del Señor de la Luna en una poderosa hueste.
El principio de las cosas,
Libro del Trígono
Ferras Vansen y sus compañeros no eran los únicos prisioneros de los cráneos largos, como descubrieron al llegar al campamento de las criaturas tras un viaje agotador por el oscuro bosque. Sus captores no tenían mayor interés en ellos, a pesar de que habían matado a una docena de cráneos largos, la mayoría víctimas del acero de Farol de Tormentas. Si un prisionero se salía de la fila, los picudos guardianes graznaban o lo aguijoneaban con una lanza, pero en caso contrario los dejaban en paz.
A pesar de ser nuestro aliado, Gyir ha demostrado más odio hacia mí y los demás mortales del que nos tienen estas criaturas, pensó Vansen. ¿Por qué nos capturaron si les interesamos tan poco?
Le preguntó a Barrick en voz baja. El príncipe le preguntó a Gyir y le comunicó estas palabras:
—Los cráneos largos son más bestias que personas. Sólo hacen las tareas para las que están adiestrados. Nos hieren si los herimos, pero en general les enseñan sólo a llevarnos ante su amo. —Ese amo era Jikuyin, a quien el cuervo llamaba Juan Cadena, un nombre que resultaba cada vez más ominoso.
—¿Qué quiere Cadena de nosotros?
Barrick hizo una pausa, escuchó, y se encogió de hombros. Los ojos de Gyir eran ranuras rojas.
—Dice que sólo lo sabremos cuando nos lleven a él —dijo Barrick—. Pero no nos agradará.
* * *
El campamento de los cráneos largos parecía algo salido del antiguo bajorrelieve de un templo hierosolano, la antesala del inframundo, o quizá el muladar de los dioses. Había por lo menos un ejemplar de cada criatura deforme que Ferras Vansen hubiera imaginado en sus pesadillas: duendes de ojos rasgados y dientes afilados; esos seres simiescos que llamaban seguidores; hombrecillos deformes llamados drows, que parecían caverneros mal hechos. También había todo un zoológico de criaturas con cabeza de animal y cuerpo perturbadoramente humano, cosas que se arrastraban y cosas que andaban erguidas, e incluso algunas que se agazapaban en las sombras cantando canciones tristes y llorando lo que parecían lágrimas de sangre. Vansen tembló al ver a esos prisioneros tan extraños como desdichados. Muchos tenían las piernas o los brazos engrillados, y a otros les habían atado las alas, y algunos sólo tenían una bolsa de cuero sobre la cabeza, como si eso bastara para impedir que se escaparan.
—¡Por el gran martillo de Perin! —susurró—. ¿Qué son estos horrores?
—Habitantes de la tierra de las sombras —le dijo Barrick, y luego, tras prestar atención a Gyir—: Esclavos.
—¿Esclavos de quién? ¿Quién es ese Juan Cadena?
Gyir, que podía entender a Vansen aunque no pudiera hablarle directamente, extendió los largos dedos como tratando de describir algo de gran tamaño y poder, pero luego meneó la cabeza y aflojó las manos.
—Dice que es un dios —dijo el príncipe—. No, el bastardo de un dios. Un dios bastardo. —Barrick agachó la cabeza—. No lo sé… No puedo recordar todo lo que dice. Estoy cansado.
Los empujaron hacia un lugar donde estaban aislados en medio del campamento, y Vansen sintió una relativa gratitud. Quedaron amontonados bajo un cielo del color de la piedra mojada. Vansen y Barrick estaban sentados juntos en el suelo húmedo y alfombrado de hojas, buscando calor y (al menos en el caso de Vansen) compañía humana. El ejército de prisioneros que los rodeaba, que sumaba varias docenas, permanecía callado: sólo un balido ocasional o un parloteo en una lengua desconocida interrumpía el silencio. Vansen notó que se portaban como animales que presentían que se avecinaba la hora del sacrificio.
—Debemos escapar, alteza —dijo al oído del príncipe—. Y cuando lo hagamos, debemos tratar de regresar a las tierras de los mortales. Si nos quedamos más tiempo en esta noche sin fin, rodeados por estos engendros, nos volveremos locos.
Barrick suspiró.
—Usted, quizá. Creo que yo me volví loco hace tiempo, capitán.
—No digáis esas cosas, alteza…
—¡Por favor! —El príncipe se volvió hacia él, olvidando su cansancio—. Ahórreme esos… pensamientos delicados, capitán. ¿Piensa que si no dijera esas cosas estaría peor de lo que estoy? ¡Míreme, Vansen! ¿Por qué cree que vine con el ejército? ¡Porque en mi cerebro hay una úlcera que me está comiendo vivo!
—¿A qué os referís?
—No importa. No es culpa de usted. Pero ojalá usted hubiera encontrado otra persona con la que entrometerse. —Barrick alzó las rodillas y las rodeó con los brazos.
—¿Sabéis por qué os seguí, alteza? —Ese lúgubre entorno parecía estar metiéndose en la sangre y los pensamientos de Vansen como una niebla fría. Pronto estaré tan melancólico y loco como este príncipe—. Porque vuestra hermana me pidió… no, me suplicó que lo hiciera. Me suplicó que os protegiera.
Barrick volvió a irritarse.
—¿Acaso ella cree que no sé defenderme? ¿Que soy un niño?
—No, príncipe Barrick, ella os ama, aunque vos os despreciéis. —Tragó saliva—. Y supongo que sois lo único que le queda.
—¿Qué sabe usted de eso… un mero soldado? —Parecía que Barrick quería pegarle, a pesar de los grilletes que le sujetaban los brazos. Gyir, sentado a poca distancia, se volvió para mirarlos.
—No sé nada, alteza. No sé lo que es ser un príncipe o sufrir a causa de ello. Pero sé lo que es perder a un padre u otros de mi sangre. De los cinco hijos de nuestra familia, sólo me quedan dos hermanas, y hace años que mis padres están en la tumba. También he perdido amigos en la guardia, uno de ellos devorado por un demonio de estas tierras la primera vez que vine aquí. Sé lo suficiente para decir que a veces el desprecio por la propia vida es egoísmo.
Ahora Barrick parecía espabilado, entre furioso y socarrón.
—¿Me acusa de ser egoísta?
—A vuestra edad, alteza, sería extraño que no lo fuerais. Pero vi a vuestra hermana antes de partir, vi su rostro cuando me rogó que os protegiera y me dijo cuánto sufriría si os perdiera a vos también. Decís que soy un «mero soldado», príncipe Barrick, pero sería una persona ruin si no os encareciera que cuidéis de vos, al menos por la princesa. No es ninguna carga, a mi entender; es una tarea digna y honorable.
Barrick guardó un largo silencio, y ya no había furia ni sorna en su fría e inescrutable expresión.
—Usted la ama —dijo de pronto—. ¿No es así, Vansen? Dígame la verdad.
Ferras comprendió que aun en el oscuro corazón de las tierras crepusculares, camino a una muerte casi segura, se estaba sonrojando.
—Claro que la amo, alteza. Ella es… ambos sois mis soberanos.
—En el castillo lo habría hecho azotar por eludir mi pregunta de esa manera, Vansen. Si le preguntara si nos están invadiendo, ¿usted respondería que tenemos más invitados que de costumbre en esta época del año?
Vansen se quedó boquiabierto, y luego rió contra su voluntad, y hacía tanto tiempo que no se reía que fue casi doloroso. Gyir frunció su rostro liso en algo que parecía un gesto de reprobación, y miró hacia otro lado.
—Alteza, aunque así fuera… ¿cómo podría hablar de semejante cosa? ¡Vuestra hermana! —Sintió que su rostro se endurecía—. Pero os aseguro una cosa: daría mi vida por ella sin vacilar.
—Ah. —Barrick alzó la vista—. Parece que van a alimentamos.
—¿Cómo?
El príncipe señaló con el brazo sano.
—Están sirviendo algo con un balde. Sin duda será un manjar exótico y exquisito. —Frunció el ceño y de pronto pareció algo más que un joven de catorce o quince veranos—. Usted comprenderá que no tiene la menor oportunidad.
—¿Qué?
—No se haga el tonto, capitán. Ya sabe a qué me refiero.
—Claro que lo sé —suspiró Vansen.
—Le gustan las causas perdidas, ¿verdad? ¿Y los favores que no se agradecen? Vi que ayudaba a ese pajarraco repugnante a escapar. —Barrick sonrió, casi con amabilidad—. Veo que no soy el único que ha aprendido a convivir con la desesperanza. Es un plato insatisfactorio, ¿verdad? Pero al cabo de un tiempo, uno empieza a enorgullecerse de ello. —De nuevo alzó la vista—. Y hablando de platos insatisfactorios, aquí vienen nuestros anfitriones.
Dos cráneos largos se les acercaron. Parecían saltamontes gigantes, aunque también tenían algo de canino. Sus piernas eran similares a las humanas, pero la parte trasera del pie y del talón eran largas y no tocaban el suelo, así que se alzaban sobre la parte delantera del pie como ratas erguidas. Sus cabezas huesudas parecían hogazas, y sus ojos hundidos no brillaban de inteligencia, pero tampoco eran meras bestias. Uno graznó y hundió un cucharón en el balde que sostenía el otro. Señaló las manos de Vansen, graznó de nuevo.
Estoy viviendo en un mundo de cuentos de terror, pensó Vansen, recordando los cuentos marinos de su padre y los relatos de su madre sobre las hadas que vivían en las colinas. Somos cautivos en el sueño de un niño desdichado.
Extendió los brazos, mostrando sus grilletes a los guardias.
—No puedo sostener nada —dijo. El cráneo largo dio la vuelta al cucharón y le llenó las manos con ese potaje frío. Hizo lo mismo con Barrick, y luego fue hacia el grupo siguiente.
Al final, descubrió que sólo podía comer apoyando los grilletes en el suelo y agachándose sobre las manos tendidas, lamiendo esa insípida pulpa vegetal como un perro comiendo de un tazón.
Después de servir ese potaje aguachento a los prisioneros, los cráneos largos regresaron a la fogata para comer su propia comida, que se estaba asando en espetones. Vansen no pudo ver qué comían, pero cuando levantaron a los prisioneros poco después y reanudaron la marcha, vio que los cráneos largos colgaban unos grilletes vacíos en la enorme carreta que contenía las sencillas pertenencias de los esclavistas. Los grilletes tintinearon cuando la carreta se puso en marcha.
* * *
Si antes Barrick consideraba que las tierras crepusculares eran opresivas, ahora cada paso de esa marcha forzada lo sumía en una creciente melancolía. No era sólo que el manto de humo del que creían haber escapado fuera cada vez más espeso, oscureciendo la tierra y dificultando la respiración, ni siquiera el horror de su situación. No, lo afligía algo más, aunque no sabía qué era. Con cada paso que daban, incluso cuando llegaron a una vieja carretera y la marcha se volvió más fácil, se internaban en una atmósfera maligna que envenenaba hasta los huesos.
Le preguntó a Gyir. El guerrero crepuscular, que parecía tan abatido como sus compañeros, respondió:
Sí, lo percibo, a pesar de la ceguera que me han causado mis heridas, pero no sé cuál es la causa. En parte se origina en Jikuyin, pero hay algo más.
¿Esa ceguera sanará?, preguntó Barrick. ¿Alguna vez te repondrás de esa enfermedad, o lo que sea?
Lo ignoro. Nunca me sucedió antes. Gyir hizo una señal con sus dedos largos y gráciles, pero Barrick no la reconoció. En todo caso, no creo que vivamos el tiempo suficiente para averiguarlo.
¿Por qué somos prisioneros? ¿Jikuyin está en guerra con tu rey?
No, pero no lo reconoce como tal. Jikuyin es viejo y cruel, y nuestro rey es menos cruel que él. Pero creo que somos prisioneros sólo porque nos capturaron. Mira a los que nos rodean… Señaló las largas filas de prisioneros. Quizá nosotros seamos una rareza aquí, pero estos otros son tan comunes como los árboles y las piedras. No, nos llevarán a todos al mismo lugar, pero cuanto más lo pienso, menos creo que es porque nos hayan escogido. Abrió los ojos, algo que Barrick había llegado a reconocer como un gesto de determinación. Pero creo que el amo de estas criaturas reparará en nosotros cuando nos vea. Cuando menos, se preguntará que hacen los mortales de nuevo en sus tierras.
¿De nuevo? Yo nunca oí hablar de él.
Jikuyin se adueñó de esta región mucho antes de que los mortales recorrieran el territorio y construyeran Marca Norte, pero fue herido en una gran batalla, así que después de los Años de Sangre durmió largo tiempo, sanando sus heridas. Casi todos olvidaron su nombre, salvo en los viejos cuentos. Nosotros expulsamos a los mortales de Marca Norte antes de su regreso. Eso fue hace muy poco tiempo, en nuestro calendario. Una vez que huyeron los mortales, invocamos el Manto para mantener a tu especie alejada, desterrándola para siempre de esta región.
¿Por qué lo hicisteis?
¿Por qué? ¡Porque de lo contrario habríais regresado a nuestro territorio como antes, igual que gusanos! Gyir entornó los ojos rojizos. ¡Ya habíais matado a la mayoría de los nuestros y robado nuestras antiguas tierras!
Yo no, le dijo Barrick. Mi especie, sí. Pero yo no.
Gyir lo miró intensamente, desvió la vista.
Mis disculpas. Olvidé con quién hablaba.
Ahora la procesión caminaba entre dos cerros y entraba en un valle sombrío. Una gran sombra se erguía sobre la carretera, una puerta inmensa y en ruinas.
—¡Por el sagrado libro del Trígono! —jadeó Barrick.
No hagas esos juramentos aquí, le advirtió Gyir con brusquedad.
¿Qué es eso?
La columna de prisioneros se había detenido. Los que aún tenían fuerzas alzaron la vista para mirar las dos macizas columnas que flanqueaban la carretera, trozos de piedra gris cubiertos de enredaderas, más altos que los árboles. Pasaban bajo un dintel que era largo como un establo. Grandes muros en ruinas, poblados de malezas, bordeaban la puerta derruida como las alas de la toca de un dios.
Es peor de lo que temía. De pronto los pensamientos del crepuscular eran débiles como un susurro supersticioso, y a Barrick le costó aprehenderlos. Jikuyin ha abandonado su guarida de Marca Norte y se ha instalado en un nuevo hogar… en Gran Abismo. Ésta es la puerta externa.
—¿Qué es esta nueva desgracia? —Era evidente que Ferras Vansen también percibía la extrañeza del lugar, no sólo su tamaño y antigüedad sino ese elemento oculto que invadía la mente de Barrick como dedos gruesos y fríos.
—Gyir dice que es la puerta de algo llamado Gran Abismo.
—¿Gran Abismo? —Vansen frunció el ceño—. Creo que conozco el nombre. De cuando era niño…
Los cráneos largos caminaron a lo largo de la fila chistando airadamente, dando golpes y lanzazos, obligando a los prisioneros a pasar bajo el enorme dintel. Caras esculpidas, extrañas e inhumanas, los observaban, algunas con pocos ojos, otras con muchos. Ninguna era agradable de ver.
Lo que había más allá era igualmente perturbador. La ancha carretera de adoquines rotos se sumergía en un valle tapado por una gruesa nube de niebla humosa que caracoleaba entre dos hileras de enormes esculturas de piedra. Algunas esculturas representaban cosas comunes en tamaño gigante, como yunques grandes como casas, martillos y otras herramientas que ni una docena de mortales podría haber alzado. Otras formas no eran tan reconocibles, extrañas representaciones de máquinas que Barrick nunca había visto y cuyo uso ni siquiera podía imaginar. Esas viejas estatuas estaban rajadas por el viento y la lluvia y el avance de las enredaderas y otras plantas. Muchas habían caído y estaban medio sepultadas en la tierra y las hojas, dando la impresión de que los monstruosos moradores de ese lugar habían empacado una noche y se habían marchado, dejando que la carretera se arruinara.
A pesar del aparente abandono, o quizá a causa de él, Barrick se sintió más oprimido mientras avanzaban. Incluso los cráneos largos redujeron sus graznidos a un murmullo mientras recorrían las filas de prisioneros para obligarlos a avanzar.
¿Qué es este sitio?, le preguntó a Gyir. ¿Qué es Gran Abismo?
El lugar donde los dioses excavaron la tierra por primera vez, buscando…
Un decena atrás Barrick no creía en los dioses. Ahora la mera palabra le aceleraba el corazón, lo hacía sudar.
¿Buscando qué?
Gyir meneó la cabeza. El peso que sentía Barrick, la desesperación que lo agobiaba como una red de plomo, parecía agobiar aún más al crepuscular. Gyir tenía la cabeza gacha, la espalda encorvada. Caminaba como un hombre que se acerca al cadalso, y respiraba con esfuerzo el aire humoso. Los pensamientos del crepuscular eran pesados como piedras, y Barrick se fatigaba tan sólo de recibirlos.
Ahora no puedo hablarte, dijo Gyir. Debo entender qué significa todo esto, por qué… Debo pensar…
Barrick se volvió hacia Ferras Vansen.
—Usted dijo que creía recordar, capitán. ¿Sabe algo sobre Gran Abismo?
—Tengo un recuerdo muy borroso de cosas que los niños contábamos para asustarnos cuando yo era pequeño. —Frunció el ceño—. No puedo recordarlo. ¿Qué dice el crepuscular?
Barrick miró de soslayo a Gyir, y de nuevo a Vansen.
—Dice que aquí los dioses excavaron la tierra, pero no le entiendo y él no me da explicaciones. —El príncipe se frotó la cara como si pudiera limpiar esa angustia—. Pero es un lugar maligno. ¿Puede sentirlo?
Vansen asintió.
—Una pesadez, como si el aire fuera venenoso… y no sólo por el humo. No, venenoso no, sino maligno, como vos decís… Denso y desagradable. A decir verdad, alteza, me mata de miedo.
—Me alegra no ser el único —dijo Barrick—. O quizá no me alegra. ¿Qué nos sucederá? ¿Adónde cree que nos llevan?
—Lo averiguaremos antes de lo que deseamos, me temo. Ahora tendríamos que pensar cómo podríamos escapar.
Barrick alzó los grilletes. No eran demasiado grandes para una persona de su tamaño, pero le pesaban mucho en el brazo tullido.
—¿Tiene un buril? En tal caso, valdría la pena hablar.
—No nos han atado los pies, alteza —dijo el soldado—. Podemos correr, y preocuparnos luego por liberarnos los brazos.
—¿De veras? Mírelos. —Barrick señaló a un par de cráneos largos que recorrían la fila con su andar saltarín—. No creo que podamos correr más que ellos, aunque no tengamos las piernas amarradas.
—Aun así, el Libro del Trígono nos exhorta a vivir con esperanza, príncipe Barrick —dijo Vansen con extraña solemnidad, aunque quizá no fuera tan extraña, dadas las circunstancias—. Roguemos a los benditos oniri que hablen en nuestro nombre en el cielo; quizá los dioses encuentren un modo de salvarnos.
—Con toda franqueza —dijo Barrick—, en este momento los dioses son lo que más temo.
* * *
El príncipe parecía haber recobrado su personalidad de siempre, y era lo único positivo que Vansen había visto en todo el día. Quizá fuera porque Gyir Farol de Tormentas casi había dejado de hablarle.
Teniendo en cuenta su suerte y la mía, recobrará la lucidez justo a tiempo para ser ejecutado por nuestros captores, pensó Vansen con agrio humor. Al menos, es probable que también me maten a mí. Cualquier cosa sería mejor que enfrentarme a la princesa para comunicarle la muerte de su hermano.
¿Dónde estará ella?, se preguntó. ¿En el castillo, sufriendo un asedio? No es posible que la gente de Gyir nos infligiera tamaña derrota y luego se detuviera en las afueras de la ciudad. Le aterraba la idea de que la princesa Briony fuera amenazada por esos monstruos, que estuviera prisionera. No podía soportar ese pensamiento escalofriante. Tal vez haya huido con sus consejeros. Dondequiera que esté, que Perin la proteja. ¿Cuál era la diosa que la princesa mencionaba con tanta frecuencia? Zoria, la misericordiosa hija de Perin. Nunca había pensado en rezarle a la deidad virgen, pero ahora hizo lo posible por evocar el recuerdo de su rostro pálido y bondadoso. Sí, bendita Zoria, pon tu mano sobre ella y cuídala de todo daño. ¿Briony pensará en nosotros? Desde luego, debe pensar constantemente en su hermano, pero ¿pensará en mí? ¿Recordará mi nombre siquiera?
Trató de ahuyentar esos pensamientos absurdos. Si había algo más lamentable que añorar a una princesa inalcanzable, una joven que estaba tan por encima de él como los dioses por encima de la humanidad, era añorarla mientras estaban cautivos en las tierras del crepúsculo, mientras lo conducían a un destino que sólo los Tres Hermanos conocían.
Piensas demasiado, Ferras Vansen. Es lo que te decía el viejo Murroy, y tenía razón.
La avenida de estatuas rotas y esculturas gigantescas era cada vez más desolada. La mayoría de los plintos estaban vacíos, y las piedras eran escasas y esporádicas, como si unos vándalos se las hubieran llevado. Hasta habían talado los árboles: las laderas del valle, con sus tocones, evocaban la cara de un cadáver sin afeitar.
Vansen reparó en un olor fuerte y sulfuroso que envolvía el valle como una niebla. Los efluvios más intensos salían de unos agujeros a ambos lados del camino, y Vansen se preguntó qué hedía tanto bajo el suelo.
—Minas —dijo Barrick cuando Vansen le preguntó en voz alta—. Gyir dijo que éstas son las primeras minas que construyó su gente, mucho tiempo atrás, aunque las excavaciones comenzaron aun antes. Se internan en el suelo por millas.
—¿Y qué extraían aquí?
—Eso es todo lo que sé. —Barrick señaló al crepuscular sin rostro con el brazo bueno. Los ojos de Gyir estaban casi cerrados, como si durmiera de pie—. Aún se niega a hablar.
El camino, que parecía haber sido el cauce de un río, comenzó a elevarse a medida que se elevaba el suelo del valle. La densa y persistente humareda transformaba ese desolado paisaje de tocones y piedras rotas en algo aún más desalentador, si tal cosa era posible. Se aproximaban al otro extremo del valle, y aunque la carretera seguía ascendiendo, era evidente que a menos que terminara en una alta escalera nunca alcanzaría la altura para llevarlos por encima de la pared de roca escabrosa que rodeaba el valle.
Barrick miró consternado esa altura imponente.
—No hay adonde ir. Quizá no estemos destinados a ser esclavos. Quizá nos maten aquí.
—No se habrían molestado en traernos hasta aquí para eso, alteza —lo tranquilizó Vansen—. Debe haber un paso secreto adelante… Una senda a través de las alturas. —Pero él también lo dudaba, y el miedo empezó a envenenarlo de nuevo. Pronto quedarían apretados contra los peñascos sin tener adonde ir, rodeados por las afiladas lanzas de los cráneos largos…
De no ser porque otros lo precedían en la creciente oscuridad, Vansen se habría tropezado con el primer escalón, imposiblemente ancho y alto. Vansen siguió a los demás prisioneros que trepaban, ayudando al príncipe a pesar de sus miradas de resentimiento. Cada enorme peldaño era seguido por otro, un ascenso agotador tras otro.
—Es… una… maldita… escalera —dijo Barrick, respirando con dificultad. Habían marchado sin descanso durante horas, y cada peldaño era un obstáculo formidable—. Como la de nuestro gran templo… pero monstruosamente grande. —Dejó de hablar mientras respiraba entrecortadamente y trajinaba para subir detrás de Vansen. Los demás prisioneros hacían un esfuerzo similar. Algunos eran demasiado bajos para subir sin ayuda. Los cráneos largos entraban y salían de la procesión, punzándolos con sus lanzas y soltando graznidos de irritación—. Gyir dice que hemos llegado.
—¿Llegado… adonde?
—A Gran Abismo. La entrada de la antigua mina. —Barrick cerró los ojos un instante, escuchando esa voz silente—. Dice que debemos cogernos de la mano, porque separarse aquí sería peor que la muerte.
—Un pensamiento alentador —dijo Vansen, pero su corazón era una piedra a pesar de la broma. Continuaron subiendo la gran escalera, que parecía más ancha que la avenida del Farol de Tessis. En lo alto había una gran entrada, alta como una casa de varios pisos. En comparación con el crepúsculo del valle y de la escalera, su interior era oscuro como la noche.
—Aquí habrá una pelea, recordadlo —le susurró Vansen a Barrick. Le resultaba extrañamente natural sostener la mano del muchacho, como si esta tierra trastocada le hubiera devuelto a uno de sus hermanos menores—. Nadie se dejará meter allí sin resistencia.
Pero no hubo pelea digna de ese nombre. Mientras los prisioneros se aglomeraban en la puerta, algunos gimiendo y cayendo en el suelo, otros tratando de regresar, los cráneos largos acometieron. Estaban preparados, y subieron a saltos como una fuerza unificada, empujando, pateando, pinchando y mordiendo hasta que todos se pusieron de pie y atravesaron la puerta. Muchos fueron pisoteados. Mientras se sumían en la oscuridad, Vansen se preguntó si los que estaban aplastados y ensangrentados en el rellano no serían los afortunados.
—¿No tendríamos que haber tratado de escapar? —susurró Barrick—. ¿Antes de que nos metieran aquí?
—No, a menos que Gyir lo diga. No sabemos qué hay en el interior, pero quizá más adelante encontremos una oportunidad mejor. —Ni siquiera Vansen se lo creía.
Se dejaron arrastrar por el río de criaturas cautivas, desde la oscuridad inicial hasta túneles en declive apuntalados por vigas y alumbrados por antorchas. Luego bajaron al corazón de la montaña.
* * *
Al principio no lo notó, pero a medida que se internaban en los corredores húmedos y calurosos, Vansen vio que algunos prisioneros desaparecían. El grupo en que estaban se había reducido a la mitad desde que habían atravesado la gran puerta, y vio que dos cráneos largos separaban a una docena de cautivos (era difícil contar con precisión en las sombras, porque los prisioneros eran de muchas formas y tamaños) y los metían en un corredor lateral. Se lo dijo a Barrick, que abrió los ojos con alarma.
—¿Será porque tienen otro propósito para nosotros? ¿Matarnos al instante en vez de esclavizarnos?
—Lo más probable es que no hayan visto a muchos de nuestra especie —lo tranquilizó Vansen—. Los cráneos largos no deben actuar sin órdenes. Quizá esperen que alguien les diga dónde ponernos. —En realidad no quería hablar. Ya era difícil tratar de hacerse una idea de cuántos giros habían hecho, de dónde estarían en relación con la entrada. Si surgía la oportunidad de fugarse, no quería correr a ciegas.
Pronto quedaron pocos prisioneros aparte de ellos: un ser humanoide con alas de libélula, más alto que Vansen pero mucho más delgado, un par de duendes de piel roja y brillante, y una de esas marchitas parodias de cavernero, un drow. Éste caminaba frente a Vansen, así que tuvo la oportunidad de observarlo más de lo que deseaba: tenía una cabeza enorme y ladeada, un cuerpo rechoncho y manos más grandes que las suyas, aunque la criatura tenía la mitad de su tamaño.
Los cráneos largos restantes los obligaron a apresurarse. Vansen tuvo que trotar, toda una hazaña con los pesados grilletes, y también ayudar al príncipe, que tropezaba a menudo. Vansen sabía que el brazo malo del príncipe debía estar muy dolorido, aunque Barrick se negaba a mencionarlo. No se necesitaba ser médico para ver la tez pálida del muchacho, sus ojos inflamados, ni para interpretar el mutismo que lo dominaba en la última hora.
Llegaron a un lugar ancho donde se abrían varios pasajes. Los guardias los obligaron a seguir por uno de ellos, y al rato llegaron a un gran espacio abierto donde se detuvieron frente a otra puerta gigantesca, esta vez custodiada por criaturas simiescas que parecían seguidores, aunque tenían el tamaño de hombres y estaban vestidas con trozos de armadura heterogéneos y polvorientos. Los cráneos largos hablaron con los centinelas y luego usaron las lanzas para golpear la puerta, que resonó con retumbos huecos y broncíneos. La puerta se abrió lentamente y los guardias empujaron a los prisioneros al interior.
Entraron en el sitio más descabellado que Vansen había visto, una caverna grande como el interior del templo del Trígono en Marca Sur, pero amueblada por un demente. Trozos de las estatuas que otrora habían adornado el valle se erguían en ese inmenso espacio: aquí medio guerrero agazapado en mitad del suelo cuarteado, allá una mano de granito del tamaño de una carreta. Franjas de musgo y enredaderas cubrían las esculturas, y también las paredes y el suelo rústico, y el aire estaba húmedo con la niebla de una cascada que caía desde lo alto de la caverna y saltaba por bloques de piedra para llenar una gran piscina que ocupaba la mitad del vasto recinto.
Frente a la piscina se hallaba la enorme estatua de un guerrero sedente sin cabeza, alta como la muralla de un castillo. Sentado en el regazo del guerrero, con varias criaturas arrodilladas o postradas a sus pies como una alfombra viviente, se hallaba el hombre más grande (la criatura vivía más grande) que Vansen había visto. Era imponente, con el doble o el triple de la altura de un hombre normal, macizo y musculoso como un herrero, y Vansen lo habría considerado una estatua de no ser absolutamente claro que ese monstruo estaba vivo. El pelo rizado colgaba hasta los hombros, la barba hasta la cintura, y era tan hermoso como los demás dioses de piedra, como si también él hubiera sido tallado por un maestro escultor, salvo que un lado de su cara gigantesca era una ruina rugosa. Le faltaba un ojo, y la piel de la mejilla y la frente era un cráter fruncido en que sus dientes desparejos se veían como perlas sueltas en un alhajero.
Debajo de ellos, algo tronaba como un titánico redoble de tambor, y el recinto rocoso temblaba, pero nadie parecía notarlo.
Cadenas de todos los tamaños y grosores colgaban de la cintura, el cuello y los hombros del terrible dios, de modo que si usaba alguna otra prenda no se podía ver. Cientos de objetos extraños y redondos pendían de las cadenas. Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz, Vansen comprendió que esos adornos eran cabezas tronchadas. Algunas eran calaveras o cuero momificado, otras eran recientes, y los cuellos aserrados aún goteaban: cabezas de hombres, de hadas, de animales, cabezas de todo tipo.
De pronto Vansen evocó ese recuerdo de infancia, el estribillo que cantaban los niños mayores para asustar a los pequeños: «¡Juan de las Cadenas! ¡Juan de las Cadenas vendrá del gran abismo para pillarte! ¡Él cogerá tu cabeza!».
Juan de las Cadenas. Juan Cadena. Era real.
La aparición alzó un brazo grueso como un tronco de árbol, haciendo rechinar las cadenas, y las cabezas oscilaron como amuletos en el brazalete de una dama. El dios bastardo sonrió y su hermoso rostro se resquebrajó mientras mostraba dientes enormes, tan rajados y rotos como las piedras en ruinas.
¡SOY JIKUYIN!, rugió, con una voz tan estentórea y dolorosa que Vansen cayó de rodillas y luego de bruces, tapándose los oídos en un infructuoso intento de protegerse de ese ruido ensordecedor. Sólo cuando el gigante volvió a hablar, Ferras Vansen comprendió que no oía las palabras con los oídos, sino como un eco dentro de su cabeza.
Siguió un trueno mental que barrió sus pensamientos.
BIENVENIDOS, MORTALES… AH, VEO QUE TAMBIÉN NOS ACOMPAÑA UNO DE LOS ELEVADOS. BIENVENIDOS AL INFRAMUNDO. ¡PROMETO QUE NO MORIRÉIS EN VANO, Y DESPUÉS QUIZÁ OS CONCEDA EL INCOMPARABLE HONOR DE ADORNARME CON VUESTRAS PEQUEÑAS PERO HERMOSAS CABEZAS!